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Desterrados

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Buenos Aires, 2015

Álvaro Casares no conocía la nueva casa de Silvia y Marcos. Apenas nació Marquitos, su segundo nieto, viajó a Argentina sin dar demasiadas explicaciones, tampoco había muchos que se las pidieran, y se fue quedando con la idea de regresar a Venezuela, muy seguro de que lo haría de un momento a otro y cada vez más lejos de tomar la simple decisión de fijar una fecha y comprar el boleto aéreo. Buenos Aires le resultaba una ciudad tan extraña como lo había sido Caracas cuando aterrizó en el aeropuerto de Maiquetía al amanecer del 18 de junio de 1976. Los emigrantes nunca borran la fecha, decía cuando la gente se sorprendía de su memoria. Es un día que queda grabado para siempre, no hay Alzheimer que pueda con eso, añadía, para darle un tono de humor en un país en donde por entonces las palabras emigrante, exiliado, desterrado, no tenían mucho sentido. Ahora sí, ahora cualquiera sabe de qué se trata eso, todo el mundo está al tanto de la diáspora, si las cifras han subido o si es verdad que se han producido retornos, y en cuáles países les ha ido mejor o peor a los transterrados venezolanos. Lo pensaba con algo de amargura, no demasiada, pero sí con un tinte de rencor nebuloso, de resentimiento impreciso. No veía importancia ni propósito en recordar a Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti, a quienes deseaba que no descansaran en paz, y menos someterse a la memoria de los niños secuestrados durante su mandato, entre los que se encontraría su hija, ni de los asesinados y torturados, contando entre ellos a su esposa. Todo había terminado hacía mucho tiempo. Eso mismo le había escuchado unas cuantas veces a su padre, que tampoco veía la razón de recordar a Francisco Franco. La guerra ha terminado, así te dirán si preguntas por nosotros, los que la perdimos. Así diría Ramón, su padre, y el tío Manolo, sí, así dirían ellos. Súbitamente le vino la imagen de un afiche pegado en la entrada del cine. Allí estaban inmortales Ives Montand con Ingrid Thulin, y un poco más abajo en el afiche una muy joven Geneviève Bujold. ¿Dónde la proyectaron? Era en Lavalle, eso seguro, ¿el Normandie?, ¿el Select Lavalle? Cualquiera pudo ser, había más de cuarenta salas de cine entonces, ahora quedaban una o dos. Buscó en internet. La guerra ha terminado, película francesa de 1966, dirigida por Alain Resnais con guion de Jorge Semprún. ¿La vio su padre? Era poco probable porque le aburría el cine, a su madre le gustaba mucho, iba con la abuela Nina o sola, y alguna vez con él. Debió acompañarla más, pero no lo hizo, entonces prefería salir con los amigos o con alguna noviecita. ¿Qué edad tenía ese joven espectador argentino?, unos veinte años, a lo sumo. La edad apropiada para ver esa película y conocer a Luisa Pisano.

En una cafetería dos chicas conversaban animadamente en la mesa de al lado. De pronto escucha a una de ellas decir, plaza Rodríguez Peña. No es ahí, contesta la otra. Sí es, estoy segura. Las voces se pierden en el murmullo de las conversaciones y los chirridos de la cafetera y él se queda repitiendo, plaza Rodríguez Peña.  Pide la cuenta y se dirige hasta allí, al llegar piensa, no hay nada, es solo una plaza más en una ciudad llena de plazas. Da la vuelta y duda. ¿No sería la Pueyrredón y Peña? No, era esta. ¿Esta es la plaza Rodríguez Peña?, le pregunta a una mujer que pasa con un niño montado en un triciclo. ¿Y no ve el letrero? Disculpe, no lo vi, la han renovado, ahora tiene más áreas verdes, rampas y juegos para los chicos. La mujer ya no lo escucha. Sí, fue en Rodríguez Peña.

Había superado la tentación de buscar su primera escuela, la Cornelio Saavedra en Pueyrredón, entre Tucumán y Lavalle, ¿o era Tucumán y Viamonte? Desistió. No quería armar un rompecabezas del pasado, Once era ahora de los coreanos, los africanos, los bolivianos, y, sorpresa, de los venezolanos. Las tiendas de productos caseros y de fabricación artesanal se habían convertido en mercaditos de autoservicio y electrónicos, en vez de comida kosher ofrecían sopa wonton y shawarma como en cualquier lugar del mundo, y comenzaban a asomarse las arepas. Buenos Aires es la ciudad mejor equipada para la nostalgia, pensó, por ella han pasado emigrantes de todas partes y siguen pasando, todos arrastrando sus memorias y sus promesas. Ahora él era uno de tantos. Su hija Silvia con su marido Marcos Quintero León y sus nietos Daniela y Marquitos pertenecían a otra vida allá en Caracas. No había vuelto a ver a Mariela Rodríguez Larralde, alguien le dijo que murió de cáncer, y de sus amigos quedaban muy pocos, casi todos se habían ido, fallecidos o emigrados como sus socios Rangel y Cebrián que envejecían en algún suburbio de Miami. Permanecía en Buenos Aires por inercia, casi por desidia, alojado en un hotel cercano a la que fue la vivienda familiar en Tucumán al 2200, que vendió después de la muerte de su madre. Más que un hotel era un edificio en el que se alquilaban apartamentos de larga estadía con algunos servicios para los huéspedes, pero toda la calle, como el barrio en general, se había convertido en algo muy distinto a lo que recordaba. Ha cambiado mucho esto, le decían los vecinos cuando les buscaba conversación, sí, ha cambiado, no es como antes. No quedaba claro si el cambio les parecía mejor o peor, ni tampoco él estaba seguro. Unía un olor que le era propio al trazado de unas calles que le parecía haber recorrido muchas veces, y aquello constituía una montaña de sentimientos entre nostálgicos y rabiosos por todo lo perdido. No seas desagradecido, Álvaro, le decía su madre cuando viajó para acompañarla a morir, la vida te ha quitado muchas cosas y también te ha dado otras. Así seguramente pensaba ella, Gala Feldman, de lo que había sido su propia existencia. ¿Es un asunto de echar cuentas, mamá?, ¿es acaso un problema de debe y haber, como si dios fuera el gran contable y al cerrar el balance concluyera esto ganaste, esto perdiste? Pero nunca le hubiera dicho algo así a su madre, nunca una frase que la hiriese. Había sido un buen hijo, de eso no tenía dudas; no tan buen marido, pensaría Marta Ortiz. Lo intentó, pero lo cierto es que aquel segundo matrimonio en Venezuela estuvo siempre bajo el ala oscura del primero con Luisa Pisano en Argentina. Le pareció inevitable casarse con Marta al saber que estaba embarazada, y cuando llegó la niña fue muy feliz, sin duda ese era el momento en que dios le había dicho te quité a Elena y te di a Silvia. Estamos en paz.

Cuando por fin pudo viajar en 1984 ya su padre había fallecido y trató de convencerla de que se mudara de barrio. Once ya no es el mismo, le insistía. Para mí lo es, contestaba ella, aquí están mis recuerdos, la mayor parte de mi vida. ¿Por qué no venís a Caracas? —utilizaba el voseo cuando hablaban—, es muy moderna, tiene siempre un clima maravilloso y conocerás a tu nieta. Lo pensaré, decía Gala, pero la verdad es que ya lo había pensado, le daba miedo subirse al avión. Mamá, has atravesado mayores peligros, en tren de Moscú a París pasando por Lituania y Finlandia a los tres años con tus padres y la abuela Lili en medio de la revolución bolchevique, y luego de París a Buenos Aires en barco para cruzar el Atlántico en plena Segunda Guerra Mundial y recomenzar la vida en un país desconocido, ¿y vos te vas a asustar de un jet? No puedo, hijo, no puedo abandonarlos. Álvaro sabía que esa era la razón, él también lo pensaba. Elenita, una niña perdida. Luisa, una mujer torturada, asesinada, probablemente en la Esma, la antigua Escuela de Mecánica de la Armada convertida en centro clandestino de detención, tortura y exterminio durante la dictadura y ahora inaugurada en 2015 como Sitio de Memoria. Desde la estación de Once un autobús tomaría algo menos de una hora en llevarlo hasta la avenida Libertador al 8151. Todas las mañanas se proponía el recorrido para convencerse un rato después de que no era el mejor día. Eso le quedaba en Buenos Aires. Su madre, aunque los judíos no lo acostumbran, se empeñó en una cremación y el nicho de su padre se perdió entre otros del Cementerio Municipal. No pudo despedirse, hubiera sido demasiado riesgo. Tampoco sabía si podría encontrar a Elena, aunque pudo intentarlo, pero eso fue en otro viaje. Si todo aquello era el pasado y no había nadie a quien visitar, ¿por qué había regresado? ¿Para oír los gritos de las mujeres torturadas o pariendo una criatura que sería entregada a otros? ¿Para ver la soledad de su madre día a día consumiendo su vejez en el apartamento de Tucumán? ¿Eso era lo que había venido a buscar a Buenos Aires?

Viniste a buscar nuestras promesas, hubiese dicho Gala.

 

De la edición de Editorial Blanca Pantin (2025)

 

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