El cuento: Lince y topo, de José Balza
09/ 02/ 2013 | Categorías: Herramientas
No me considero un cuentista, porque he escuchado o leído demasiadas narraciones. Mi infancia tuvo el privilegio de conocer a grandes conversadores y cantantes de velorios: alguna noche con ellos valió tanto como el Ramayana. También a los once años leí el cuento más importante para mi fantasía: El talismán de belleza, publicado como serie en una revista para niños que llegaba, atrasadísima, desde Chile al Delta del Orinoco.
Sigo revisando con la misma pasión de entonces cualquier historia maravillosa o realista. Y preguntándome por qué me convence, por qué la recuerdo o necesito volver a ella. Esa búsqueda de explicaciones comenzó hacia 1960. Hurgué los testimonios de mis cuentistas predilectos; los discutí, rechacé y adopté cosas. Sin darme cuenta, durante años fui pensando sobre mis propios amores con el relato.
Pero esta serie de anotaciones brotó casi involuntariamente durante un lapso de tres meses y desde ciudades y paisajes muy distintos, como si cada uno de esos días y tales sitios hubiera determinado la secuencia de la serie.
El azar lo hizo todo. En junio de 1987 tuve que realizar algunas charlas sobre literatura en Nueva York, para julio participé en un encuentro de escritores en Jerusalén, demorándome algunos días en Madrid. Volví a Caracas. Pasé la primera quincena de agosto en el Delta y luego acudí a la hermosísima ciudad de Morelia (México) donde se celebraba el Congreso «Teoría y práctica del Cuento».
Al iniciar esa cadena de viajes (que por su proximidad se me convirtieron casi en uno solo: asombroso, sin interrupciones, ajeno), en la medianoche del avión, sobre el Atlántico, tuve una rara impresión, que escribí en seguida: «Veía el cielo absolutamente estrellado, y desde allí, desde lo alto, sentí el leve balanceo de la nave: estaba sobre la espesa, salvaje ribera dormida. Allí, dentro de la sombra de la arboleda, yo mismo, de diez años, duermo en una casita de barro. Estoy a la vez aquí en el espacio -primer paso hacia Jerusalén- y allá, en una de tantas noches de San Rafael».
Poco después, siempre de noche y en otro avión escribí las diez primeras frases del conjunto. Las otras, como he dicho, surgieron de los restantes paisajes y ciudades.
Si expongo esta génesis tan movida, es porque creo que los aviones son inmóviles. Cambiamos nosotros al querer devorar cada aparición de las tierras. ¿Cómo no sacudirse al sustituir las vibrantes fachadas de audaces arquitectos por el río gigantesco y enigmático? ¿Qué siglo nos contiene si los palacios de Morelia se imponen sobre el polvo blanco del desierto o luchan con el agua irreal del Mar Muerto? ¿Cuáles ápices de mi idioma resuenan tras el grito náhuatl de un mercado, en el sofisticado inglés de un poeta y en la voz del guía que señala el lago de Galilea? O yo era todo aquello o había perdido identidad: tal como ocurre cuando el narrador inicia un gran cuento.
En agosto ya había redactado cerca de cien frases, a las cuales fui tachando algunas. Y aún creo que eliminaré otras.
Las unió cierta inesperada palpitación de lo pueril dentro del adulto; también el contraste con lugares legendarios o imponentes. Y quizá una torpe aspiración por decirme qué es ser cuentista, cuál es el problema (o el secreto) de un real cuento. Para entonces, no había conocido yo esta frase de Wittgenstein, que me atrevo a traducir así: «La solución del problema de la vida es una manera de vivir que hace desaparecer el problema».
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El cuento -como una relación sexual- es algo que quiere extenderse pero que debe concluir pronto.
Debe concluir para poder prolongarse.
Un libro de relatos: encendidas ventanas (o estrellas) en la noche.
Lectura para gente que duerme bien.
Escritura que puede hablarse (o ser narrada).
El cuento puede ser un animal: la serpiente (siempre que ésta sea como un relámpago).
Leer un cuento: colaboración de cuatro personas por lo menos: la del autor y la del texto; la del otro y la de esa parte suya que lee.
Voz de la distancia a/cercándose.
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El poder (o paradoja) de un relato: su brevedad.
El estilo y la distribución de un cuento constituyen su absoluto.
Ningún relato puede ser repetido y sin embargo nada nuevo hay en cada cuento.
Punto de síntesis para lo que conocemos como novela, teatro, ópera, cine, TV.
Lo lejano tiene que ser próximo; lo próximo lejano. Y ambos inalcanzables dentro de ti.
Lo inalcanzable: esa potencia de un presente que, al invadirnos, excluye totalmente cualquier otra presencia.
Un mapa visible que recubre territorios invisibles.
Es un detalle que devora minucias, matices, datos mínimos hasta dejar de ser detalle.
Hay relatos que explican y otros que exigen una explicación.
Una combinación delicada de lo estático y el movimiento: qué peligroso es administrarla.
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El cuento – de acuerdo con su desarrollo- será la exacerbación de un personaje, de un ámbito o un hecho. Pero no de todos ellos a la vez.
Aunque todo en él conduce al final, su sección intermedia guarda la vitalidad de lo narrado.
El cuento no vive de su final sino de la parte intermedia.
Por su comienzo o su final ningún cuento posee intermedio.
La acción puede ocupar sólo unas palabras, pero éstas son esenciales para las escenas de la trama.
El cuentista verdadero sólo ansía (y teme) el arribo al final del texto.
La sorpresa última puede ser lo dicho al comienzo o una salida inesperada. También una ausencia de sorpresa.
El principio, que es la parte de mayor inseguridad para el autor, debe proporcionar absoluta seguridad al lector.
Si un principio puede ser cambiado -después de haber sido escrito definitivamente el texto- el relato se derrumba.
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Cuento: no canta.
La acción narrada es una aguja que cose imágenes.
Las imágenes del relato no pueden ser independientes de la acción, pero sí autónomas en su esfericidad.
Comparada con el cuento la crónica es amorfa.
De la crónica persisten en el texto ciertos destellos de la continuidad y alguna conexión con un hecho real.
Lo periodístico se opone al cuento.
Una noticia puede ser un cuento, pero nunca éste ser sólo noticia.
Las noticias -o hechos o anécdotas- se transfiguran en motivos de un cuento; y el motivo alimenta otra almendra: el tema.
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El lugar, ¿qué es el lugar para un cuento?
En un cuento se despliega la imagen de un sitio. Un sitio da cuerpo al ámbito narrado. Pero el cuentista – al escribir- ocupa un lugar que no existe o que está en todas partes.
Mejor mientras menos muestra al autor; mejor mientras más permite reconocer a su autor.
No puedo ver un sitio nuevo sin presentir -y, en verdad, escribir imaginariamente lo que allí pudo o pudiera ocurrir.
No hay un rincón del cuento que no haya sido recorrido -antes de la escritura-, por el pensamiento.
Los cuentos de un autor representan las constantes de su pensamiento; pero cada texto guarda tales matices que siempre debe parecer escrito por un hombre distinto.
Aunque su tema sea único el cuentista nunca será el mismo.
El cuento no admite vacilación ninguna de sus palabras. Cada una deja de existir por sí misma para conducir a la próxima. Y la última es, proporcionalmente la primera.
No importa que su palpitante final te haga creer que ya lo has consumido: volverás a leerlo para retomar su estilo o una frase o una situación.
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Lo más hondo del cuento es aquello que el autor olvidó decir y que sin embargo está dicho.
Guarda tras de sí todos los mitos. Pero hay algo que nos impide reconocerlos: constituyen parte de la forma.
Cuando se elige deliberadamente un mito para ilustrar o sostener cierta trama, aquel se convierte entonces en tema.
Pueden ser tocados los símbolos. Pero esto ocurre también con cualquier otro cuerpo de la escritura: el poema, el drama, la novela.
Computare: cifra de lo contado.
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Cree en un maestro -Quiroga, Borges, Meneses, Cortázar, Rulfo- como a veces en ti mismo.
En un cuento cabe encerrar el todo de una personalidad o de una nación (R. Castagnino).
Y no siendo Historia porque toca fábulas, ni mentira porque toca Historia, tiene por objeto el verosímil que todo lo abraza (Pinciano, en palabras de Alfonso Reyes).
En un tiempo menos discreto que el de agora, aunque de hombres más sabios, se llamaban a las novelas cuentos (Lope de Vega).
El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado el tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario (Cortázar).
Lo que más me gusta de la mano es el puño (Güiraldes).
Pensar sobre el cuento: pensar una larva imposible.
El topo y el lince eran los ministros de mi sabiduría secreta (Ramos Sucre).
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