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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

El fin de la tristeza

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¿No te ha pasado que, de pronto, te cruzas con alguien desconocido, con alguien que no has visto nunca, y se miran y sientes algo especial, como si esa persona —de la que no sabes nada— estuviera secretamente conectada contigo, como si pudiera llegar a ser alguien importante en tu vida?

 

Así comienza todo.

En la mañana, al salir del metro en la estación Capitolio, tengo un presentimiento. No sé exactamente qué es pero algo me empuja a cambiar la ruta que sigo todos los días para llegar a la oficina. En vez de caminar como siempre por la avenida, giro en una esquina y voy por una calle lateral que, de forma paralela, recorre casi el mismo trayecto. Es un impulso irracional, inexplicable.

La pequeña calle está casi vacía. A medida que voy caminando, sin embargo, comienzo a percibir a lo lejos una pequeña mancha. Unos pasos después, la mancha se convierte en una danza más clara, en un movimiento que anuncia una silueta; luego se transforma en una figura, en un cuerpo con un pantalón azul y una camisa blanca. Es una mujer con la piel de color madera y el cabello oscuro y corto. Cuando cruza junto a mí, veo un destello gris en medio de sus ojos. Y siento vértigo. Y me quedo sin aliento. Y me detengo.

Estoy desconcertado. Lo que acaba de suceder es algo mínimo, imperceptible, y a la vez enorme e incontrolable.  Una desconocida de una rara belleza, en mitad de una calle cualquiera, de pronto se convierte en una aparición sobrecogedora. ¿Cuánto tiempo puede haber durado este encuentro? ¿Cuántos segundos?  Siento que necesito llenarme de oxígeno. Como si el aire fuera algo físico, sólido; como si el aire pudiera sostenerme de pie. Espero un instante y luego ladeo un poco la cabeza y observo el tramo de calle que acabo de dejar atrás: ahí está ella, todavía, alejándose. Y entonces vuelve a ocurrir: de repente, la mujer se detiene, voltea el rostro y me observa.

Las dos miradas chocan en el aire y se deshacen. Caen sobre el asfalto.

Inmediatamente, trato de disimular. Muevo mi torso, aparentando que que en realidad estoy mirando una tienda que vende televisores y aparatos de música. Espero unos momentos frente a esa vitrina donde brillan monitores de diferentes tamaños, colgados uno junto a otro, todos encendidos y sintonizados en el mismo canal.

Y entonces, pronto, veo a mi psiquiatra.

No me lo creo. Me parece insólito que la doctora Villalba aparezca en la televisión. Su imagen no se distingue con nitidez. Me acerco más. El escaparate de la tienda parece una enorme pecera muda, llena de pantallas que repiten todas la misma imagen. Una narradora habla con expresión grave, moviendo los labios secamente, como si partiera con ellos cada sílaba.  Yo no puedo oír nada pero sigo con los ojos la transmisión. Mi terapeuta camina junto a dos oficiales vestidos de negro, uno de ellos carga en los brazos un arma larga. Ella tiene las manos juntas, es evidente que están esposadas. La leyenda que aparece en el generador de caracteres dice: Detienen a la Doctora Suicidio.

Siento una línea de frío que cruza por dentro mi cabeza.

Hielos debajo de los ojos.

Pienso: esta historia va a terminar mal.

Y cuando vuelvo a mirar hacia la calle, ya la mujer ha desaparecido.

 

Llego apurado a la oficina. La noticia me ha dejado inseguro y nervioso. No puedo entender qué puede estar ocurriendo. Avanzo por el pasillo y entro a mi oficina rápidamente, saludando apenas con pequeños movimientos de cabeza. Siento que no tengo control de mi cuerpo, que me muevo impulsado por una inquietud más fuerte y oscura que mi propia voluntad.

Durante casi toda la mañana no logro concentrarme, no puedo trabajar. Me pregunto si debo llamar al consultorio, hablar con la secretaria, tratar de saber qué sucede. Pero me frena el temor, no sé si una llamada puede meterme en problemas. También recuerdo a la desconocida con la que apenas me crucé en la calle. Nunca me había pasado algo así. Recuerdo su figura, su vaivén, su mirada. Siento que entre ella y yo hay algo especial, que —al mirarnos— ocurrió algo, algo más que una simple mirada.

Siento que estoy atrapado en el vaivén de esas dos imágenes. Una mujer con un resplandor gris en los ojos que, al cruzar a mi lado, me deja temblando sobre un precipicio invisible, y mi terapeuta, una mujer que inesperadamente aparece en el noticiero de la televisión como si fuera una criminal. La única relación que hay entre ambas es una pequeña casualidad. Si yo no hubiera seguido ese impulso indescifrable, si no hubiera decidido cambiar de ruta y caminar por una calle paralela, jamás me hubiera cruzado con esa muchacha y, de la misma manera, si jamás me hubiera cruzado con ella, probablemente tampoco nunca me habría detenido frente a esa vitrina, no me habría enterado así de la detención la doctora Villaba.

Pienso: no hay que desesperarse buscando explicaciones que quizás no existen. la mayoría de las cosas que suceden en la vida no tienen una causa clara ni un origen coherente. La lógica solo es una ficción.

 

Natalia toca la puerta y, sin esperar una respuesta, entra y deja unos papeles sobre mi escritorio.  Algo me cuenta de una nueva normativa, algo que suena muy aburrido, una frase que no llega a levantar el vuelo. La escucho lejanamente y permanezco ensimismado hasta que ella pone sus manos en la mesa y alza la voz y me pregunta qué pasa. Dudo por un instante si contarle o no la verdad. La conozco desde hace tiempo, no tengo motivos para desconfiar de ella, pero –aun así— no quiero arriesgarme. Decido que lo mejor es sólo contar la mitad de mi experiencia. Y entonces le pregunto:

—¿No te ha pasado que, de pronto, te cruzas con alguien desconocido, con alguien que no has visto nunca, y se miran y sientes algo especial, como si esa persona —de la que no sabes nada— estuviera secretamente conectada contigo, como si pudiera llegar a ser alguien importante en tu vida?

Natalia se queda unos segundos en silencio.

—No. Nunca.

Parece decepcionada, da media vuelta y sale de mi oficina.

 

Llevo ya tres años trabajando en el Departamento del Archivo Principal de la Secretaría Central de Registros y Notarías. Según sus siglas, es la DAPSCRN. Es un nombre impronunciable y por eso todos se refieren a la institución como El Archivo. Es el lugar a dónde se remiten todos los documentos firmados y sellados en cada una de las notarías y registros públicos. En el momento de su creación, dijeron que sería un gran centro de digitalización de toda la actividad legal del país. Era un proyecto moderno y ambicioso que, desde el inicio, fracasó eficientemente. El presupuesto se perdió en trámites inexistentes, jamás se adquirieron los equipos adecuados, no se contrató al personal especializado, y muy pronto El Archivo pasó a convertirse en un inmenso depósito, poblado por cajas de cartón llenas de documentos.

—Aquí los papeles se reproducen más rápido que las polillas.

Fue la primera frase que escuché el día que comencé a trabajar. Me la dijo mi supervisor, tras abrir la gruesa puerta de metal del Área 5 y mostrarme el espacio, totalmente ocupado por hileras de estantes de metal cargados de cajas. Había conseguido el puesto gracias a una prima que tenía contactos en el Ministerio. Ella me avisó que había una vacante en El Archivo, que el departamento de Recursos Humanos buscaba a un licenciado en bibliotecología. Yo había estudiado Geografía pero necesitaba un trabajo. Mi prima me aseguró que la carrera universitaria era un detalle menor. Me dijo que lo importante era que no hubiera un expediente en mi contra. Tú nunca te has estado en líos, ¿verdad?, preguntó. Estar en líos significaba:

Votar en contra de.

Asistir en marchas que se oponen a.

Firmar remitidos denunciando que.

Pertenecer a sindicatos independientes o a organizaciones civiles contrarias a.

Respondí que no. Claro que no. Por supuesto que no. A la semana siguiente, empecé a trabajar en El Archivo.

 

Mi primera tarea consistió en ordenar y clasificar documentos. Los criterios eran muy básicos: año de emisión y lugar de procedencia. Con el tiempo, logré ascender y convertirme en coordinador de sala. Me dieron una oficina y mi misión, entonces, consistía en vaciar en el sistema central de información los reportes diarios con el resumen de los documentos que ya habían sido organizados y catalogados en las salas.

—Es un buen ascenso –me dijo el supervisor–. El sueldo es mayor y, sobre todo, vas a tener menos contacto con el papel.

El peligro del papel es un tema recurrente en El Archivo. Las especulaciones sobre las posibles consecuencias fatales, a causa del contacto permanente con la hojas, siempre están circulando entre todos los empleados.  Una vez convocaron a una asamblea para informarnos sobre un tipo de hongos que, supuestamente, podrían invadir y habitar los pulmones de aquellas personas que pasan largas temporadas en depósitos llenos de documentos.  Todo el mundo entró en pánico. A mí, sin embargo, me preocupan más los dedos.  Hay también una teoría que asegura que pasar tanto tiempo trabajando con papel, más temprano que tarde, termina borrando las huellas dactilares. Quedarse sin esos rasgos particulares, sin el relieve invisible que respira en la punta de los dedos, me parece increíble y aterrador. Siento que es una forma de perder mi identidad, mi cuerpo; una rara manera de comenzar a esfumarme.

Tal vez por eso, al salir del trabajo, siempre me siento agobiado y sucio. Esa sensación ya forma parte de mi rutina cotidiana, es la extensión de la oficina sobre mi piel.

Apenas llego a casa, me quito la ropa y voy directo al baño. No puedo retrasarme. En mi edificio sólo hay agua de seis a siete. En la mañana y en la tarde, pero sólo a esas horas.  Todas las tardes me quedo unos minutos debajo de la regadera con la ilusión de que el agua lave los restos de todas las palabras muertas en tantos documentos inútiles.  Miro hacia el piso, imaginando muchas letras desordenadas, arrastradas por el líquido, dando vueltas, girando alrededor del agujero del desagüe.

 

Pero hoy, cuando estoy bajo el agua, de repente vuelven a aparecer. Se cruzan las dos figuras. La muchacha con el destello gris en los ojos y  la doctora Elena Villalba, cabizbaja y en sandalias, esposada.  Ambas de pronto se juntan debajo de esa delgada lluvia. Siento que puedo tocarlas.

Al cerrar la llave, todo se desvanece.

Salgo de la regadera y me encuentro otra vez con la noticia.  El pequeño espejo del gabinete del baño se transforma en una pantalla donde puedo ver una vez más la secuencia. Los dos oficiales que escoltan a mi psiquiatra me parecen ahora más fuertes, más grandes. Ella camina muy despacio.  Sus manos están atadas por un lazo de metal que no se ve pero que se intuye perfectamente. Tiene la cabeza gacha aunque no parece estar avergonzada. Se mueve con una extraña serenidad. Verla de nuevo me llena de angustia. Está demasiado serena, como si nada estuviera pasando. O como si todo lo que está pasando no le estuviera pasando a ella. Debajo de su figura, se dibuja sobre el vaho que nubla el espejo la misma leyenda que leí esta mañana: Detienen a la Doctora Suicidio.

 

Hace tiempo, decidí dejar de ver los noticieros.  No quería tener ninguna relación con la actualidad.  Ya no me interesaba.  Llegó un momento en que no soporté más estar informado. No deseaba saber nada sobre la situación del país o del mundo, sobre los conflictos políticos, sobre las distintas formas de violencia, sobre las guerras, sobre las epidemias, sobre las diferentes e innumerables crisis de todo.  Un día, no recuerdo muy bien cómo o por qué, cuál fue el detonante exacto, me harté. Algo estalló dentro de mí. Pero fue una explosión sin ruido, sin estampida y sin esquirlas. Me harté de vivir siempre excitado, alterado, persiguiendo informaciones, pendiente de aquello que en cualquier instante podía ocurrir. Decidí comenzar a vivir conociendo lo menos posible del contexto, ignorando las circunstancias, obviando las coyunturas. A partir de ese momento, apagué cualquier vínculo con las noticias.

—Uno puede vivir sin la realidad— lo repito a cada rato.

Dejé de ver televisión, dejé de escuchar radio, dejé de usar mis cuentas en las redes sociales… No utilicé más la computadora para enterarme de lo que sucedía o no sucedía en ningún lado.  Al principio me costó, no estaba acostumbrado, me sentía raro. Pero poco a poco fui adaptándome a la nueva forma de vida que había elegido, evitando continuamente contaminarme de actualidad. En las conversaciones con mis compañeros de trabajo, si alguna vez surgía de pronto algún tema noticioso, simplemente me hacía el tonto, pasaba de largo, sonreía sin decir nada, como si fuera un distraído o un frívolo.

Ahora sé que puede perder toda esa tranquilidad. Las imágenes de mi terapueta ponen en peligro mi orden, amenazan con regresarme al pasado, a la estridencia apocalítica de un país lleno de últimas noticias, de hechos siempre urgentes, de tragedias que acaban de suceder o que están por venir. La realidad, de pronto, se cuela por una rendija inesperada y está otra vez demasiado cerca de mí, tan cerca que la encuentro en el espejo de mi baño. Me afeito sobre ella.

 

Mi apartamento solo tiene cincuenta metros. No hay que caminar demasiado. Al salir del baño ya estoy frente a la mesa cuadrada que me sirve de comedor y de escritorio.  Me siento, abro mi computadora portátil e ingreso en el buscador, tecleo el nombre de mi psiquiatra, rastreo la noticia. Con demasiada rapidez, empiezan a asomarse y a fluir los datos. Como insectos desorientados, salen en desbandada, chocan entre ellos, revolotean sin sentido, sin dirección, desesperados por mostrarse, por brillar. Conozco bien la experiencia. Es el desorden de lo real, adquiriendo una nueva forma frente a mí.  El caos sujetado con palabras.

Comienzo a leer, a buscar, a perseguir señales y vuelvo a sentir esa efervescencia embriagante, esa curiosidad que se vuelve un ansia frente a la pantalla.

Sé que estoy perdido.

Puedo permanecer así toda la noche, estampado frente a la computadora, iluminado por la pantalla, leyendo y buscando.

Unas horas después, me encuentro desnudo sobre la cama, con los ojos aferrados al techo. Tengo la cabeza llena de notas, de declaraciones, de videos. Como siempre, hay demasiadas versiones sobre un mismo hecho. En este país es muy difícil encontrar una verdad. Muchos medios han sido cerrados, otros están silenciados, hay mucha propaganda disfrazada de noticia. Para conseguir alguna información más o menos confiable, hay buscar mucho y buscar bien.

Todo lo que he visto y leído da vueltas dentro de mi cabeza.  Me costó mucho dejar el escritorio y llegar hasta la cama pero, ya una vez acostado, no logro dormir. Es absurdo. Ya no estoy en ninguno de los dos sitios: ni en la mesa, clavado ante el buscador, ni tampoco en la cama, durmiendo. Me encuentro en una mitad flexible, flotando entre imágenes y letras, enredado en reportajes, entrevistas, versiones diferentes del caso. Cada vez que cierro los párpados en la cama, mis pupilas se abren en la computadora.

Pienso: las obsesiones sólo son angustias disciplinadas.

 

Me  pongo de pie, salgo del cuarto y me acerco a la ventana, trato de distraerme, de poner otro tema en mi mente. Recuerdo a la muchacha del destello gris en los ojos. Recuerdo su figura leve, danzando, acercándose. ¿Qué hacía ella hoy en esa calle? ¿Acaso pasará siempre por ahí? ¿Será esa su ruta cotidiana? ¿Trabajará cerca? Por unos instantes, me quedo dándole vueltas con la lengua a esas preguntas. Imagino que mañana, de pronto, podemos volvernos a tropezar en ese mismo lugar. Imagino que eso puede pasar todos los días, que ese es el inicio de una historia.

La casualidad como destino.

Me gusta soñar que ella, de alguna manera, puede estar en mi vida, puede formar parte de mi futuro.

La ciudad es una mancha espesa. Ni una leve brisa mueve las sombras.

¿Qué sentido tiene estar aquí, a esta hora, desnudo junto a la ventana, evocando a una mujer desconocida, a quien posiblemente jamás volveré a ver?

Recuerdo de nuevo, entonces, a mi psiquiatra; regresa la noticia sobre la Doctora Suicidio.

 

Vuelvo a la cama. Me acuesto.

Solo quiero cerrar los ojos y soñar con tijeras.

De la edición de Random House, 2024

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