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El viaje no me inspiró, no pude escribir nada decente. Cuando desempacaba volviste a mi recuerdo; en ese momento fue cuando conseguí al monito acurrucado entre mi ropa, chupando mis mapas y algunos escritos. No sé cómo llegó a mi maleta. Lo sostuve entre mis brazos y decidí cuidarlo, me serviría de compañía ahora que ya no estás.
Esa misma noche le arreglé una cesta al lado de la cama. Antes de irme a dormir me senté a trabajar, finalmente en mucho tiempo logré algo respetable. Sabes bien que cuando termino, me gusta pintar sobre mis escritos, darles color, como si con las pinceladas les diera más vida. Esa vez, todo lo que escribí tenía un tono amarillento. Me fui a descansar satisfecha, imaginando qué me dirías, si aún estuvieses aquí, sobre tenerlo al lado de la cama.
Mientras dormía no hubo ninguna molestia por parte del monito, como todo pequeño debe descansar bastante, al menos eso era lo que yo pensaba. En la mañana me di cuenta de que no podía dejarlo libre por allí.
Mis escritos de la noche anterior estaban en el piso, llenos de saliva. Cuando los levanté no se entendía nada de mi letra y la pintura amarilla había desaparecido. Conseguí al pequeño detrás del sofá, me pareció extrañísimo el tono amarillento que agarró su pelaje, pensé que se había manchado, pero no, el color venía desde las raíces de su pelo. Estaba acostado, como descansando después de un festín. Se dio cuenta de mi presencia y saltó. Un mono amarillo daba brincos en mi casa, sentía cómo su olor y su personalidad, si es que las tiene, cambiaban. Créeme loca, sé que no te faltaba mucho para eso, pero sentí cinismo en su cara, como si el juego fuese atraparlo. No sé si los colores tengan algún olor, pero el hedor que destilaba el mono era una sensación de presunción, algo que se acercaba al engaño, y en su mínima cara, una sonrisa.
No me molesté con él. Era un bebé y aún no le había enseñado nada. Con lo sucedido no quise escribir, y para evitar otro problema, puse la cesta en la que él durmió en tu viejo estudio que ahora utilizo como depósito. No pensé que pasaría algo, pero todas sabemos cómo son los nenés.
Olvidé que tenía dos latas de pintura vieja guardadas allí, una era verde y la otra blanco. Dirás que soy ciega y tonta pero no notaba de lo que él se alimentaba. A la mañana siguiente, al abrir la puerta del depósito, salió caminando. Con aires de experiencia pasó entre mis piernas. No puedo negar que me dio mucha risa, parecía un viejito, un mono como de cuarenta años, que para ellos es bastante, me recordó a ti. Tomó asiento, de la forma en la que lo hacen los monos, en el sofá. Esta vez su color era verde-blanco.
Tenía expresiones añejadas, y sentía que cuando me miraba intentaba convencerme. ¿Convencerme de qué? No sabría decirte, algo así como que él no era ese mono que ya yo conocía, que era diferente, confiable. También cambió su olor, este me gustó más que el amarillento, pero aun así se sentía que escondía algo detrás de tanta sobriedad, como una supuesta preocupación por otros monos.
Ese día estuve pensando qué hacer con él, por más lástima que me dio, salí a comprarle una jaula. Iba a tenerlo encerrado a la hora de dormir, tú sabes bien que me cuesta mucho hacer maldades, pero hasta yo tengo mi límite. La primera noche en su jaula chilló, gritó y saltaba intentando escapar. Me armé de paciencia y me convencí de que era necesario; ¿te acuerdas de cuando decías que no aguantaría el llanto de nuestro bebé si lo tuviésemos? Si tan solo me vieras.
Caí dormida y a la mañana siguiente no hubo incidentes. Le abrí la reja de la jaula, pero él no quiso salir, se quedó de espaldas a la reja sin siquiera verme, estaba molesto el chiquillo. Ese día tuve un ataque de creatividad, ojalá pudieras leer, llené páginas y páginas de poemas y cuentos, los pinté con tonos rojizos; sabes bien que el rojo solo lo utilizo cuando voy en serio, como aquella vez en mis labios.
El chiquito se había portado bien ese día, así que no vi la necesidad de trancar la jaula en la noche. Qué tonta, ¿no? En la mañana lo pillé en pleno, restregándose en mis escritos. Esta vez estaba rojo intenso, se sentía la rabia vengativa por haberlo tenido encerrado. No podía creer que yo misma lo tuve en esa pequeña prisión, y conociéndolo bien, le dejé la puerta abierta para que se escapara. Qué tonta soy, me engañó por completo. Ahora apestaba a odio. No sé si los monos tengan autoestima, pero este se veía dolido por haber estado encarcelado, destruyó todo mi trabajo de esa noche. Me molesté al verlo rojo, tan lleno de ira y brutalidad. Me quitó las ganas de usar ese color en alguna de mis otras creaciones. Tú también estarías enojado.
Dirás que soy horrible, pero ese mono me llevó a mi límite, no hallaba qué hacer y decidí lanzarlo por allí. Lo agarré a carajazos y lo metí en su jaula. El bicho se puso más rojo aún. Me fui en el carro hasta el monte que está a unos kilómetros de la casa y lo lancé con jaula y todo, no me importaba si podría salir o no. Manejé de vuelta a ver qué podía salvar de mis cosas. Toda la casa, que un día me construiste, está hecha un desastre, manchas rojas por todas partes, y mis esfuerzos hechos ruina. Me fui a la cama a dormir.
A mitad de la noche escuché unos crujidos de papel dentro de mi cuarto. Al encender la luz, veo al maldito mono, rojo y embravecido por mi rechazo, apestando a violencia y ensañamiento. Estaba dentro de mi closet, hurgándolo, y adivina qué consiguió, todas las cartas que me dedicaste. El desgraciado de un solo lengüetazo se alimentó de tus dedicatorias, lo único que aún me ataba a ti. No sabría decirte qué color tomó, pero comenzó a oler a tus camisas sucias, a la basura que nunca sacabas a tiempo, al alcohol que ponía en mis heridas después de tus golpes, a tu marca de cigarro y a la crema de afeitar que nunca guardaste en su lugar. Quería deshacerme de él, pero ¿cómo?
Tú mismo me diste el secreto. Con gran esfuerzo sostuve al mono, lo lancé al estudio y lo encerré. Adentro se oían sus gritos de rabia, golpeaba la puerta intentando tumbarla. Mientras él estaba allí, puse disolvente en todas mis pinturas, como cuando en tu comida. Al abrirle la puerta, atacó todas las latas de pintura, y como en aquella última vez contigo, le grité: “¡no me importa lo que te pase ni lo que hagas, me arruinaste la vida!”, y él fue y se comió todo, no dejó nada.
Luego de ingerirlo, el mono comenzó a borrarse desde adentro, iba desapareciendo mientras yo lo veía. Él bajaba su mirada al estómago, ponía expresiones de humano en su cara: sorpresa, miedo, angustia y lástima; muy parecidas a las que tú pusiste. Su hedor también se borraba y nuevas historias regresaban a mi cabeza.
Del libro Los abismales (Monte Ávila Editores, 2019)