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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

El mundo del silencio

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Kristen vio en la televisión una película de Jacques Cousteau y rompió a llorar como si se hubiese enterado de una tragedia. La memoria, que solía fallarle, de pronto se le hizo nítida; se acordó de su juventud, tan lejana, con una claridad que le dio miedo. Esa de Cousteau la había visto de niña. Intentaba explicárselo a su hijo, Bobby, que gruñía fingiendo comprender lo que ella le decía demasiado incoherentemente. ¿Cousteau? Sí, por supuesto… Así interpretaba la manera como él se encogía de hombros y asentía. Bobby parecía menos concentrado en la información que en acabar lo que tenía en el plato, secarse los bigotes y la frente llena de sudor (el calor de julio comenzaba a hacerse insoportable). Tampoco podía creerle a su hijo: seguro que no sabía quién era aquel francés de vasta nariz; los de su generación no habían seguido las navegaciones del Calypso por los mares y océanos del globo terráqueo.

Ella, en cambio, había visto cada uno de los documentales en que el intrépido oceanógrafo exploraba los abismos. Algo por el estilo prometían los anunciantes engolados que haría Cousteau con la ayuda de los miembros de la tripulación y, usualmente, de algún buen director como Louis Malle, a cargo, por cierto, de Le Monde du silence. Algo por el estilo solían prometer hacía mucho tiempo, la última vez que Kristen los había oído.

¿Por qué lloraba? El pasado era el pasado, se repetía a sí misma. Pero en el pasado ella trataba de seguirle el pedregoso francés a la voz en off, que recitaba cosas conmovedoras como: À cinquante mètres de la surface, des hommes tournent un film. Munis de scaphandres autonomes à air comprimé, ils sont délivrés de la pesanteur. Ils évoluent librement… Había pulido su francés de escuela de monjas aprendiendo líneas más o menos semejantes y conversando con su abuela, una québécoise venida a Connecticut a principios del siglo XX. En su adolescencia, Kristen podía escuchar a Cousteau o a quienquiera que hubiese dicho aquellas líneas en sus primeras películas, y podía escucharse cuando ella misma decidía imitarlo. Hoy no podía ni siquiera oírse, porque estaba sorda. Como una tapia: la frasecita no era inoportuna y tampoco una simple fórmula.

Desde pequeña, desde la época misma en que se aficionaba a los documentales de Cousteau, con su escolta de cachalotes y meros, pelícanos y delfines, había estado crónicamente enferma, con las amígdalas hechas un desastre. En aquel entonces estaba de moda extirparlas, igual que se pondría de moda la circuncisión por los años en que Bobby había nacido (todavía sentía que se le erizaba la piel cuando recordaba que ella había dado su consentimiento, incluso sin convencerla el argumento de que la operación disminuiría las posibilidades de fimosis u otros males, la precaria higiene de los infantes condenados a las estrecheces del prepucio. Años después, se preguntaría si había oído bien al médico o si había tomado la decisión considerando solamente fragmentos de la información necesaria). No había sido consciente de su sordera, al menos no de que fuese tan radical, hasta la gran infección de febrero de 1989. Roger, que en paz descanse, siempre le había hablado a gritos, pero ella lo atribuía al mal carácter del marido o a la falta de una educación estricta como la que ella había tenido la suerte de recibir. Desde niña padeció infecciones de garganta, de oídos; dolores brutales; un pus persistente que de tanto en tanto se le arremansaba en las orejas. Pero la audición nunca se había perdido del todo. De mayor, el otorrino le había recomendado un par de operaciones; ella había aceptado y había vivido el proceso como una larga penitencia por un pecado perdido en remotos orígenes personales. La primera timpanoplastia fue demoledora (le había quedado el agujero en los temporales; ella se pasaba los dedos por detrás de la oreja para sentirlo y ayudarse a meditar). Hasta que un sábado, viniendo de misa por la noche, sintió aquella sensación aguda de que le punzaban el otro oído, el bueno, como lo llamaba con afecto; también notó un picor persistente y un gusto malsano en el paladar. Se fue a dormir, pensando que sería pasajero. Al día siguiente sentía que había caído en una piscina y que, cuando Roger le hablaba, las palabras tenían que nadar hasta ella. Es un tapón de cera, se dijo: encerrada en casa durante el invierno le venían alergias y las congestiones eran rutinarias. Buscó un frasquito de Murine; se trató el oído con las gotas, y después bombeó agua tibia con peróxido para remover la cera. La cera salió en grandes cantidades, los trozos parduscos a veces parecían guijarros, a veces algas, pero la audición no regresaba. Peor aún, la impresión de haberse sumergido era más profunda. Se ahogaba, no en una piscina, sino en el fondo del mar. El otorrino se horrorizó al descubrir, días después —días espantosos en que la sordera llegaba por primera vez a impedirle a Kristen entenderse con Roger, incluso cuando este le gritaba—, que el tímpano se había casi desintegrado y una infección rabiosa le hervía en los huesillos y se los coronaba de espuma. Vino otra timpanoplastia, y un agujero pensativo en el otro temporal. La quijada le había quedado un poco desencajada luego de la operación, y muchas veces los dolores y la parálisis en la comunicación tenían más que ver con eso que con la falta casi total de audición —de severa la calificaba el audiólogo—. Se probaron implantes cocleares y estos, no se sabía por qué, fracasaban. Al cabo de unos años se creyó necesaria otra cirugía, que resultó un error mayúsculo; el problema ahora parecía una sordera neural, cuya causa les costaba a los médicos determinar. Probablemente ya no oía nada de nada, pero a ella le quedó desde los días del Murine y el agua oxigenada la sensación de que se había zambullido en los reinos azules, verdes, silenciosos donde vivía con una escafandra y un amago de lejanía incluso cuando rozaba a las personas que le hablaban en vano.

No oyó, por ejemplo, las últimas palabras de Roger. Bobby, a punto de graduarse de la universidad, se las transcribía en un cuaderno mientras presenciaban, en la habitación del hospital, su agonía. Papá dice que hace frío: ella se acercó a ponerle encima otra manta, pero Roger tenía los ojos increíblemente abiertos, como si pretendiese horadar con la mirada el cielorraso. No habló más; no gritó. La tarde en que lo enterraron Kristen pensó que no le tenía tanto temor a la viudez como a olvidar el tono de voz de su marido.

El de su hijo apenas lo conocía. Durante la gran infección de 1989 Bobby estrenaba su voz de adulto, y ahora lo que más recordaba ella era no poder habituarse a que su hijo de vez en cuando recayese en las inflexiones cavernosas del padre, que había invertido en los gruñidos y los monosílabos toscos lo mejor de su virilidad. Bobby imitaba descaradamente a Roger cuando se suponía que alguien más instruido no debería hablar como un mecánico, pero había un límite para el amor de madre y ella estaba al tanto de que ciertas críticas no podían hacerse. De la voz del Bobby adulto le quedaban pocos trazos. Mientras volvía a ver Le Monde du silence en la televisión, creyó, o empezó a imaginar —¿cómo estar segura?—, que su hijo hablaba igual que Cousteau. Las memorias antiguas y recientes transitaban hacia la fantasía, y esta hacia los hechos, sin dificultad. En los mares atestados de vida que tenía en la cabeza, donde pululaban el plancton, las medusas y las gaviotas, las olas se movían incesantes y, con ellas, los seres que las habitaban. El vaivén era el rasgo más firme que los años iban dejando. Presentía que algo le debía a esa fluidez.

La existencia de Bobby era árida; excepto por las cervezas que se tomaba cada noche, o el gin y el bourbon, por los que le daba cuando había dinero —solo muy de vez en cuando—, todo en él parecía reseco. Incluso en verano andaba de labios cuarteados. Aquel bebé regordete y suave que ella recordaba las tardes de verano, mientras tejía en el porche, se le había convertido en un treintón panzudo y mustio, canoso antes de tiempo, despeinado siempre que estuviese en casa. Y no era mucho lo que salía. Por la mañana, a las ocho, se marchaba a las oficinas del Town y regresaba a las cinco o las seis; a veces, hacía algunos trabajos para el condado, pero su base de operaciones era esencialmente el cubículo estrecho que le habían asignado en el centro de Manchester. En una sola oportunidad tuvo que asistir a una reunión de contadores estatales que se hizo en New Haven: hacía varios años de eso. No abandonaba Connecticut desde la adolescencia; a Kristen, al menos, le habría extrañado que lo hubiese hecho. El padre no era afecto a los desplazamientos; ella misma se abstuvo de insistirle en que viajaran durante los feriados, porque se le había agotado la paciencia. Además, con todas las enfermedades de ella y las de su marido, los lustros se habían disuelto en una bruma de quejas, abatimiento y cansancio. Bobby absorbió la pesantez de la casa y la grisura de los suburbios. Ella, de alguna manera, se sentía culpable. Primero, por no haberle sacudido a tiempo la dejadez; segundo, por no haber sabido decirle a Roger que él lo hiciera. Si eran iguales en el fondo, tal para cual: uno mecánico y el otro contador; uno con monos sucios de aceite y el otro con corbatas viejas, lo más baratas posible… (Las corbatas de Bobby: las compraba en la tienda del Salvation Army; algunas llevaban estampados aquellos feos protozoarios que Kristen sabía que no estaban de moda desde el siglo pasado).

Ella, desde luego, había tratado de espabilarlo, sacudirlo como si le sacara de encima una capa de polvo. La sordera había sido lo primero que se había interpuesto entre los dos, como una pared. Su hijo nunca le había faltado al respeto, pero tampoco parecía tener fuerzas para conversar con adivinanzas y, desde luego, con los apuntes en cuadernillos o la tabla para rotuladores pegada en la puerta de la nevera. Él mismo había tenido la iniciativa de insistirle al otorrino en que le recomendara audífonos a la madre, como había hecho después de la primera y hasta de la segunda timpanoplastia; el otorrino le explicó que poco ayudaban en los casos de sordera neural. Bobby trató de argumentar, buscar alternativas; pero acabó aceptándolo. Y dejó de invertir energías en una guerra perdida. La muerte de Roger contribuyó a que no se entendieran: el cadáver con los ojos abiertos les había hecho ver que ellos también serían cadáveres, tarde o temprano, y que los ojos, o los oídos, o lo que fuese, irían a parar a la gélida inutilidad desvanecida en el hospital, menos real que sus recuerdos inexactos. Kristen no sabía si Bobby lo pensaba; pero ella sí —lo temía, mejor dicho. Con frecuencia las ideas, más que a sí mismas, se parecen al miedo de tenerlas. Cualquier intento de recuperar la esperanza era un desperdicio de horas mejor aprovechadas en la comida, la televisión y en la callada paz de la paciencia—.

Kristen se sentía culpable, no tanto de sus ingobernables problemas de salud o su viudez como de no poder o no atreverse a liberar a Bobby de la carga que ella empezaba a ser. Bobby, sin faltar a sus deberes de hijo, se había convertido en marido que la mantenía y, de vez en cuando, en audífono viviente, traductor simultáneo que mediaba entre la pecera que tenía por cráneo y el mundo exterior. En eso había algo más que obligación familiar, inercia o tolerancia con una vieja. Ella no quería tanta mala suerte para su hijo, aunque tampoco divisaba una solución a corto plazo: parientes no le quedaban; había sido hija única de hijos únicos y en algunos momentos pensaba que arrastraba cierto tipo de soledad en la sangre, un Rh triste además de negativo. Pero esa sensación de precipicio abierto a cada paso confirmaba el amor que le tenía a Bobby, lo único que esparcía ecos en su mente cuando se ponía a meditar. En las noches en vela, era el lazo que la unía al hombre ya maduro que dormía con su sombra en otra habitación y era el único sustituto de las palabras, los ruidos del día a día o la música —que a estas alturas no sabía qué había sido. Siempre tuvo mala memoria para recordar letras y tonadas; ahora era muy tarde para esforzarse en aprenderlas o recuperarlas. A Bobby, de pequeño, casi no llegó a cantarle. Para dormirlo siempre lo había mecido, como si la oscilación de la marea o los movimientos del regazo fuesen más efectivos que otras curas para las enfermedades, los terrores y la noche—.

Amistades no tenían demasiadas. El único vecino con quien Bobby había jugado, un tal Pete, se había esfumado cuando los dos llegaron a la adolescencia. Y eso no le había sentado mal a ella: aquel niño tenía algo de fantasma; la timidez, la palidez, cierta transparencia. Pero había sido un amigo de su hijo, que era lo único que importaba. Los padres, al parecer, vivían de desastre en desastre financiero —él se dedicaba a la fontanería; ella trabajaba de cajera en un supermercado—; un día declararon bancarrota y perdieron la casa. Como ocurrió durante una de las crisis de sus oídos, Kristen no tuvo oportunidad de hablar con ellos y averiguar los detalles. Más o menos restablecida, se enteró de que se habían mudado. Bobby aceptó como sustitutos la televisión o los juegos solitarios; nunca se había mostrado interesado en buscar amistades. Por otra parte, los muchachos de las inmediaciones eran mucho mayores o menores que él. Kristen tampoco era partidaria de ir a tocar a las puertas ajenas para llevar galletas o pasteles que cada vez menos horneaba: no le gustaba que le tuvieran lástima, fuese por la sordera, fuese por la viudez, fuese por el deterioro que poco a poco se apoderaba de la fachada de la casa, tartajosa, con escamas de pintura que se levantaban y desprendían.

Bobby ganaba lo estrictamente necesario para sobrevivir; lujos no podían permitirse. Tuvo suerte en conseguir aquel empleo de contador una vez que ganaron las elecciones unos republicanos a los que Roger atendía en el taller. Desde entonces, cada cambio de gobierno Bobby temía lo peor; por suerte, su puesto era tan insignificante que nadie se había preocupado de codiciarlo. Pero ella y él sabían que vivían en la cuerda floja.

La primera vez que Kristen se preguntó cuándo vendría su hijo a casa con una amiga él había cumplido los treinta. Un pensamiento cristalizó durante cierto amanecer que había podido contemplar de principio a fin: tal vez a Bobby le gustasen más los hombres, y por eso no se atrevía a traerle a nadie. Para esas cosas Kristen estaba preparada; pero juntando las inclinaciones, los hábitos, los tics de su hijo, ella sacaba la conclusión de que no se trataba de algo así. En cierta ocasión en que le hacía la cama encontró revistas debajo del colchón. Eran auténticas porquerías llenas de fotos a color, algunas —las del centro— desplegables. Todas las mujeres que aparecían en distintas fases de desnudez sonreían con malas intenciones, entreabrían los labios, se los humedecían con la lengua. Las imágenes más crudas, que la forzaron a fruncir boca y entrecejo, exhibían de par en par las ofertas de auténticas meretrices de Babilonia.

Imaginar la vista erecta de Bobby le produjo un temblor pavoroso; no le impidió volver a poner las revistas donde las había encontrado. Hasta se abstuvo de seguir haciendo la cama, para que el hijo creyera que ni siquiera entraba a su cuarto. De alguna manera, se sintió culpable de que esas fotos fueran lo más parecido que tenía Bobby a una relación. Si a eso se conformaba o rebajaba, lo hacía sin duda como sacrificio. Deseó estar en condiciones de hablar con él, darle a entender que ella no lo estorbaría si él decidía buscarse una familia propia. La certidumbre de que cualquier conversación era imposible, incluso con lápiz y papel, la ridiculez, el entrecortamiento, la frenaron. ¿Cómo intimar a gritos, adivinando?

Pocos días después de volver a ver en la televisión la película de Jacques Cousteau —su preferida—, Kristen tuvo sueños marítimos, llenos de aire cálido. Primero se trataba de una playa veraniega; luego, las estaciones avanzaban, el otoño caía en picado sobre la superficie del mar, como un ave marina, y reaparecía en forma de hielo, nieve disuelta sobre el azul grisáceo que se perdía en el horizonte; invierno polar, salpicado de lobos blancos, blancas liebres, linces y osos cada vez más albinos. Hubo momentos en que los peces dinamitados, los cachalotes heridos, los tiburones torturados emergieron, y Kristen empezó a angustiarse. Enseguida las imágenes ya no correspondían a Le Monde du silence; otros documentales ecologistas de PBS se le superpusieron. El frío apretaba, seco, raspando huesos; ella tiritaba y aun dormida sentía el castañeteo de dientes. En el Canadá hay pavorosas matanzas de focas, incluso caen las jóvenes, las recién nacidas y las fáciles, fofas, frágiles focas que amamantan. Los cazadores les descargan garrotazos furiosos, les pulverizan el cráneo; ellas expiran entre vómitos sanguinolentos que se hacen más rojos y más asquerosos sobre la blancura de la nieve, del hielo, sobre las rocas escarchadas. Ni un grito: no hay quien las oiga. Palo y palo; muere foca tras foca a palo recio porque las pieles no pueden venderse con agujeros. Palo con una y palo con otra. Al fondo, el mar se funde con la niebla lejana y la masacre del primer plano domina esa y otras distancias, hasta aproximarse, cada vez más amenazadora, a la mujer que sueña.

Kristen se despertó de un bote, atragantándose con entrañas que le costó devolver a su sitio. Cuando el corazón recobró su ritmo normal, decidió abandonar la cama, ir a sentarse al lado de la ventana que daba al patio trasero y a la madrugada. El reloj marcaba solo las doce y veinticinco. La oscuridad no era pétrea: el verano proseguía su curso y la humedad parecía iluminar el cielo negro. ¿Cómo podía haberse puesto a soñar con el círculo ártico? Trató de sonreír, pero en su vigilia las pobres focas aún agonizaban.

Algo afuera le llamó la atención: un auto llegaba. Era el Dodge antediluviano de Bobby. Dios mío, pensó ella, a estas horas… Se dio cuenta de que se había ido a acostar temprano, como a las ocho y media de la noche, y Bobby se había quedado en la sala frente a la televisión, masticando nueces y tomando cerveza. Era usualmente así. ¿Adónde podía haber salido después de que ella se acostó? No tenía respuesta para esa pregunta, y menos para la que se hizo de inmediato: ¿cuántas veces más habría salido por la noche, sin decirle nada?

Del auto se bajó Bobby. Bobby se bajó primero, porque enseguida se abrió la otra portezuela.

Era una mujer.

Kristen no supo si debía quedarse mirando. Se puso detrás de las cortinas, y se sintió peor que antes, regañándose a sí misma por espiar, por no poder separarse del vidrio, con los ojos ávidos de información. Culpable, nerviosa, acaso feliz, si consideraba que su Bobby, por fin, se portaba como un hombre normal —o algo por el estilo—.

Tuvo que corregir aquella impresión. Los hombres normales no solían traer a casa chicas vestidas de leopardo. Leopardo, jaguar, pantera: a Kristen le costó distinguir el vestido —lo era— entre tantas manchas felinas, ceñidas, muy estrechamente, al cuerpo de la desconocida. Más le costó comprender que el rostro que ahora veía con claridad, bajo el foco potente del patio trasero y bajo una melena oxigenada y en desorden, era el de una china. Quizá japonesa o coreana… Roger, durante su vida adulta, había odiado a los vietnamitas de cualquier bando; todo lo que se relacionara con Vietnam lo ponía de un humor de perros: allá el Vietcong le voló a balazos un par de dedos mientras lo hacía prisionero y lo sometía a vejaciones —algunas jamás las confesó—; luego, el fuego amigo le inutilizó una rodilla, lo puso a cojear y lo obligó a desistir de sus planes iniciales de hacerse policía cuando regresara a Connecticut. Pero eso era parte del pasado; Roger mismo estaba muerto y su dolor y su horror no existían ahora más que de palabra.

¿Sería Bobby amigo de una nammer, una vietnamita vestida de pantera…?

Kristen se apartó de la ventana. Una mitad suya quería regresar a la cama y taparse hasta las orejas; la otra mitad quería sostener el espionaje, apostándose en un recodo sombrío de las escaleras, desde el que podía verse parte del recibidor y el corredor que llevaba a la habitación de Bobby, en el piso de abajo. Esta segunda mitad ganó la riña. Kristen, en su bata, tratando de pisar leve, salió y se refugió en un rincón.

Bobby y su acompañante habían entrado. Él miró escaleras arriba, pero no debía de ver nada en las tinieblas. Como era sorda su madre, ni se había puesto un dedo en la boca para exigirle discreción a la chica.

Para mayor sorpresa de Kristen, los recién llegados no se fueron a la cocina, sino directamente a la habitación de Bobby.

Aquello fue como un porrazo —seco y duro, dado en las inmediaciones del Ártico—; se compuso y, casi de puntillas, regresó a la cama.

No durmió, empantanada en frases que eran ideas que no lo eran que eran un enredo y sí lo eran y seguían y seguían complicándose hasta que ya no merecía la pena seguir y el cielorraso el cielorraso el cielorraso… Nammer, Bobby, hijo, leopardo, hasta que todo acababa y se despejaba con el alba.

Pese a no haber advertido el paso de las horas, el cansancio era palpable. Le molestaba el cuerpo, como si los músculos, las articulaciones estuvieran fuera de sitio. Se miró en el espejo que tenía junto a la cama y descubrió ojeras profundas; arrugas inéditas; una piel exhausta que mal disimulaba el hueso debajo.

No tenía motivos para estar tan desalentada; Bobby, después de todo, no le había salido marica. Roger, en su tumba, estaría aliviado. Pero aquello que había traído a casa, Kristen, entérate, era una vulgar puta.

Como se miraba en el espejo, supo con alivio que no lo había dicho en voz alta.

El Dodge de Bobby ya no estaba en el patio trasero. Eran las ocho y media de la mañana: seguramente se habría ido al trabajo. No se había enterado de la hora en que la visita concluyó; o de si se habían duchado los dos allá abajo… Imaginarlo le causaba malestar. Decidió ducharse, acicalarse un poco antes de ir a la cocina —por si acaso—.

Se sintió feliz cuando advirtió que parecía estar sola en casa. La puerta de la habitación de su hijo, sin embargo, estaba cerrada. No era lo usual.

Trató de olvidar ese pormenor e hizo su vida como de costumbre, limpiando aquí, ordenando allá. Lavó los baños, que parecían no haber sido invadidos por nadie.

Las horas se sucedieron y la calma se le hizo cada vez más intolerable. (Aquella puerta).

A las dos de la tarde no le pareció que podía aguantar más, fue al cuarto de Bobby y empuñó la perilla. La puerta no cedía: su hijo había pasado la llave.

Kristen vaciló entre indignarse o solamente aceptar que la curiosidad la picaba como una de las avispas feroces con las que periódicamente se enfrentaba en el patio, a escobazos, porque el capital del que disponían para pagarles a los de Terminix era escaso.

Volvió a darle a la perilla, y la puerta siguió sin ceder.

Mejor olvidarse del asunto: ¿qué derecho tenía? A su hijo, condenado a cuidarla, le correspondía al menos una vida personal, por más furtiva que fuese. Si no quería que se supiera lo que hacía de noche, ella no tenía razón de inmiscuirse. Además —aquí tenía que ser comprensiva—, ¿cómo esperar que Bobby se atreviese a contarle o permitiera que ella se enterase de sus flaquezas? Aventuras como esa, con mujeres como esa, no eran cosas de las que podía sentirse orgulloso, ni él ni nadie. Kristen, aun intentando reprimirla, esbozó una sonrisa: la vergüenza que sentía el hijo era una prueba adicional de que la madre le importaba. Apretó los labios y meneó dos o tres veces la cabeza, para aclararse a sí misma el orden de los afectos. No debería espiarlo más, ni tratar de entrar en el cuarto.

Eso era fácil proponérselo, no practicarlo. Las horas siguieron pasando y se sentía más ansiosa de ver llegar al hijo. Quizá, en el comportamiento de este, encontraría trazos de sus peripecias nocturnas; tal vez identificaría de ahora en adelante qué cara ponía después —o antes— de una de aquellas escapadas. A lo mejor era una mueca que había visto docenas de veces sin saber a qué secreto resorte obedecía. Conocería mejor a Bobby; tendría ocasión de comunicarse con él de otra manera, ya que las usuales eran precarias.

Bobby llegó tarde, a eso de las seis. Traía una caja con lo que parecían herramientas y bolsas negras. Ella lo vio de lejos: estaba abriendo el horno justo en ese momento; por pura casualidad se había girado —el vapor le escaldaba la frente y empañaba los lentes—, y en eso Bobby pasó sin saludar. Iba directo a su habitación. Ella, más lentamente de lo que habría querido, puso orden en la cocina y se desocupó. Cuando llegó a la puerta de Bobby, se dio cuenta de que estaba cerrada. Estuvo a punto de poner la mano en la perilla para ensayar una sorpresa, pero se arrepintió a tiempo, contentándose con tocar.

Al cabo de un minuto, Bobby entreabrió la hoja, mirando a la madre y obstruyéndole la visión.

—¿Qué quieres?

Kristen imaginó que esa había sido la pregunta; anunció que la cena estaba lista y le pidió que viniera. La mirada de Bobby era extraña, no precisamente de consternación.

Cuarenta minutos después, tras una visita al baño, su hijo se presentó en la cocina. Por suerte, el horno mantenía caliente el asado y la pasta había estado en el agua, era cuestión de calentarla un poco más. Él se sentó, sin buscar conversación, y encendió el televisor oprimiendo los botones del mando como si cada dedo le pesara varias libras. Estaba macilento, pálido como la cera de una vela, y con indicios de empezar a deshacerse, abrasado por un calor o una intensidad que ella no sabía de dónde salía. La monotonía de sus modales de contador ahora hacía daño.

Kristen pensó que sospechaba de ella, de su espionaje. Tal vez la había visto en la ventana; tal vez escondida como un espantajo en la oscuridad de la escalera. Que la hubiese descubierto era más humillante para ella que para él.

Le puso el plato enfrente y él masticó como si fuese una tarea: primero la carne, después la ración de fettuccine de espinaca y por último las zanahorias hervidas. Uno, dos, tres. Menos de un cuarto de hora se demoró; no miró la televisión mientras comía; tampoco miró a la madre.

—¿Quieres tomar algo?

Como estaba cabizbajo, por supuesto, ella no entendió la respuesta —si, en efecto, la había habido—. No hubo tiempo para nada más: Bobby se había levantado y regresaba a su habitación. Lo llamó, pero no hubo reacción. La puerta se cerró al final del corredor.

Kristen le quitó el sonido al televisor, para no molestarlo, ya que se lo imaginaba tratando de dormir después del mal día y los excesos de la madrugada. Lloró sin mucho ahínco durante un par de horas, mientras guardaba lo que había sobrado de la cena y, de vez en cuando, para distraerse, echando vistazos al subtitulado, que era casi ininteligible cuando el locutor del noticiario iba deprisa.

Subió a la cama, leyó la Biblia un rato y sintió que conciliaba el sueño.

Se despertó con una sensación rara. Al abrir los ojos, comprendió que la lámpara de la mesita de noche parpadeaba, como si fuese a producirse un apagón. Kristen la desenchufó. Quizá pasó una hora o más en cama, sin poder cerrar los ojos. El mal rato de la cena le parecía distante, pero una inquietud permanecía a su lado, como una mascota que hubiese venido a buscar compañía en las sábanas. Se levantó y miró por la ventana, a ver si una tormenta eléctrica de las que solía haber a esas alturas del año explicaba lo que había estado pasándole a la bombilla. En el cielo no había rayos: la luna llena iluminaba una noche de verano apacible.

En ese momento, el foco del patio trasero iluminó algo más. La puerta de la casa se abría. Bobby salía y metía la llave en la cerradura de la maleta del Dodge. Kristen buscó el reloj y comprobó que, tal como lo había pensado, eran casi las tres de la madrugada.

Su hijo había vuelto a entrar a la casa, dejando la maleta del auto abierta. Ahora aparecía cargado con una bolsa negra de plástico. ¿Qué hace sacando la basura a estas horas? Luego Kristen se dio cuenta de que Bobby metía la bolsa, por lo visto pesadísima, en la maleta.

Nueva entrada en la casa y, al cabo de un rato, nueva salida, con otra bolsa similar. Una vez más adentro y afuera, con una tercera bolsa.

Kristen se preguntaba si era prudente bajar y tratar de hablarle, por si necesitaba ayuda; quizá de esa manera se reconciliarían y ella compensaría la debilidad que la arrastró a espiar. La misma lógica la detuvo: tal vez ofrecerse empeoraría todo, porque el hijo se daría cuenta de que ella seguía en vela ¿para qué?… para seguir espiándolo, ¿no? Eso, definitivamente, le complicaría la existencia. Mejor dejar pasar los días y que el tiempo volviera a acomodar cada una de las rutinas que ambos compartían. Acaso la hosquedad de Bobby anoche se debía a la falta de sueño y no sospechaba que su madre sabía de sus andanzas con mujeres.

No hubo ocasión de seguir pensando: el hijo salió por última vez y el Dodge arrancó enseguida, con sus sacudones y humos de cacharro.

La luna llena empezó a perderse entre las nubes.

Kristen no pudo regresar de inmediato a la cama. Bajó a la habitación de Bobby, todavía cerrada con llave.

Se quedó dormida esperando la vuelta del hijo, sentada al lado de la ventana. El resplandor del sol la forzó a abrir los ojos. Justo en ese instante, como si la escena de la madrugada estuviera repitiéndose, volvió a encontrarse a Bobby en el patio trasero entrando en el auto y poniéndolo en marcha. Solo que ahora iba vestido para el trabajo. El reloj se lo confirmó.

Tuvo un largo desayuno, lleno de incredulidades, vacíos, ideas espesas que no iban a ninguna parte. Cuando se animó, a eso del mediodía, comprendió que sudaba: el día venía recio; la humedad también hacía de las suyas. En el noticiario, el hombre del tiempo prometía temperaturas altas. Para colmo, los vapores harían poco respirable la atmósfera. Así fue: Kristen sintió incluso dificultades, cierto jadeo incómodo, y prefirió no ponerse a limpiar, como solía. El aparato de aire acondicionado, por cierto, no funcionaba desde hacía un par de años y Bobby tampoco tenía para repararlo o sustituirlo.

Tal como su abuela lo habría hecho en otras épocas, Kristen cerró todas las ventanas, corrió todas las cortinas y dejó la casa en sombras. Ni el bochorno ni la luz implacable entrarían. Desde el patio, se cercioró de que las ventanas de Bobby estuvieran cerradas y, en efecto, lo estaban. (Había corrido, por su propia iniciativa, las cortinas: era imposible mirar adentro).

Con aquellos calores, la única escapatoria era el sótano. Kristen recordó que hacía mucho no lo ordenaba. Era la oportunidad. Además, necesitaba distraerse, no pensar más en el hijo.

Escaleras abajo empezaba otro mundo: el frescor le dio la bienvenida. Sintió como si hubiese entrado en una cueva, un pozo, una laguna subterránea. Toda la humedad del exterior se concentraba allí, sin el calor y el fulgor de julio. Las estanterías, en la penumbra, parecían amenazarla con su carga de cajas, botellas y bolsas abigarradas. Cuando se acostumbraba a las sombras, la situación cambiaba: no era una amenaza lo que había en ese lugar, sino cierta misteriosa forma de sosiego. Cada paquete, cada envoltorio amontonado prometía un tesoro; lo sería cualquier cosa que pudiese hacerla olvidar lo que había estado ocurriendo en las últimas horas. Arriba, la vida debería tener sentido y no puertas cerradas, nammers disfrazadas de pantera y un hijo que hacía mudanzas de madrugada.

Encendió una lámpara de pie que había colocado la semana anterior. Distinguió un cofre de cuero y se dispuso a revisarlo. Álbumes: recordó que allí los había guardado poco después del entierro de Roger. Por unos instantes, temió deprimirse más; cada hoja que exploraba, por el contrario, le devolvía el ánimo. Bobby era auténticamente Bobby en aquellas instantáneas que perdían color; podían trazarse en el Robert de hoy las facciones del niño de las fotos, pero los años habían apagado la sonrisa. Roger, en cambio, parecía intacto, como si al modelo de aquellos retratos no lo hubiera tocado la muerte. Kristen se desprendió del tiempo y no la afectó saber que estados y gestos que no se repetirían se habían instalado en ese álbum y los demás. Dentro y fuera, arriba y abajo perdieron sus fronteras como si no hubiesen sido necesarias. Curiosamente, se alegró: presentía que a la vuelta de su hijo harían las paces.

Estuvo horas en la misma postura. Los ojos le ardían; aquellos lentes quizá no eran los adecuados. No quería molestar a Bobby con otro gasto de oculista: la última vez le había parecido una sangría. Cuando el dolor de espaldas se hizo insoportable, se irguió y trató de pensar qué más podía hacerse en el sótano. La claridad mortecina de la lámpara le reveló que había desorden aquí y allá entre tanto mueble, tanta caja, tanto trasto. Un sofá roído le indicó que había ratas o ratones. Buscó la trampa más grande que tenía y la untó de miel —guardaba unos potes en el sótano—. Puso la trampa al lado del agujero detrás del espaldar, por donde era casi seguro que el roedor se había colado. La tensó: la barra de metal caería mortífera. Lo único que lamentaba era que Roger no estuviese vivo para ocuparse de eso: en sus buenas épocas, había cazado alimañas sin piedad; hasta había considerado hacerse exterminador y ofrecer sus servicios por todo Manchester, Vernon y los suburbios aledaños. El taller, no obstante, rendía lo suficiente y esas fantasías se le disolvían. Además, era difícil hacerles la competencia a compañías grandes, como Terminix.

En un rincón, Kristen notó una ausencia: faltaban sierras, tenazas, otras herramientas. Quizá Bobby, por fin, entendía que la casa se les caía encima y había empezado a repararla. Ya le preguntaría.

Cuando subió, se alarmó con la hora: faltaba poco para la cena. Como pudo, cogió la carne que había sobrado de ayer y la combinó con hortalizas. No le disgustaba la premura; la ayudaba a olvidar mejor el cansancio que arrastraba. La experiencia, tres o cuatro maniobras rápidas y bien hechas la dejaron satisfecha.

La casa se había recalentado durante el día; ahora que empezaba a bajar el sol pensó que era sensato abrir las ventanas para que corriera el aire. Justo en ese punto, la atacó un olor fuerte, que no era el de la cena, ni el de la casa cerrada. Algo como desinfectantes potentes o queroseno. El olfato la condujo a la habitación del hijo.

Se asustó al ver la puerta abierta. Dudaba si acercarse. Decidió, antes de hacerlo, anunciarse:

—¿Bobby?

Él se asomó a la puerta. Tenía cara de cansado; su mirada no era hostil. Ella se aproximó y echó un vistazo.

Lo que encontró en el cuarto era el mayor desorden que podía imaginar. Bobby se había puesto uno de los monos de mecánico del padre y parecía estar cambiando todo de lugar.

—¿Qué haces?

Él le contestó; a ella le costó descifrar el movimiento de los labios debajo del bigote. Impaciente, excitado por el esfuerzo, Bobby cogió la libreta que cargaba en un bolsillo y se lo explicó por escrito: dormitorio hecho una mierda, lo pinto.

Era eso: los muebles los había amontonado. Las paredes tenían una capa de pintura puesta a toda prisa; en algunos tramos, en vez de usar la brocha o el rodillo, su hijo había cogido el pote y había lanzado la pintura contra la pared. Kristen estornudó; se quejó de que la mezcla de aguarrás y otras pócimas la asfixiaría.

—¡Me vas a matar con esos olores!

Bobby volvió a escribir: es verano, deja ventanas abiertas.

—Ven a comer.

Más tarde, ahora no tengo hambre: tras la última anotación, Kristen regresó a la cocina. Lo hizo sonriendo: tenía de vuelta a su Bobby; incluso parecía aquel enérgico que había estado recordando con las fotos. Hace años que no tenía ninguna iniciativa de arreglar la casa. Quizá empezaba por su habitación y luego continuaría en las demás… quizá se animaría también a…

Kristen se detuvo. Esto sucedía justo después de la visita de aquella mujer. A lo mejor su amiga le había hecho a Bobby algún comentario y él, avergonzado, decidió remodelar la habitación.

La imaginación comenzaba a plantearle a Kristen nuevos problemas. Si no era cosa de una noche, aquella pantera oxigenada, probablemente recién llegada de Asia, podría estar preparándose para tomar posesión de la casa.

Para contrarrestar la taquicardia, intentó buscar algún entretenimiento en la cocina. Puso a marinar la cena de mañana; lavó el horno; sacó la basura. Eran las nueve y media y había oscurecido; le diría a Bobby que tenía que comer o se enfermaría: un hombre de su edad, que trabajaba, necesita…

Algo le llamó la atención. Un resplandor en el patio trasero. Cuando se acercó, vio a Bobby al lado del barril de metal que usaban para quemar las ramas caídas. Salían llamaradas enormes que al cabo de unos segundos fueron apaciguándose. Desde donde estaba, pudo distinguir que lo último que su hijo arrojó al fuego era ropa.

—¿Qué es eso? ¿Qué haces?

Cuando Bobby la oyó, se dio vuelta y gritó. Era inútil; tuvo que acercarse, mientras escribía: trapos viejos que tenía en el cuarto.

—Pero se los podemos dar al Salvation Army, como siempre.

Bobby hizo gestos negativos y replicó: demasiado viejos; se puso el lápiz en la oreja, así que el intercambio lo daba por terminado.

Por suerte, el hijo parecía de buen humor; la mezcla era rara: nervioso y, a la vez, todo risas. Había cambiado radicalmente de ayer a hoy.

Aquella locura concluyó casi a medianoche. Él vino a cenar, acelerado. Ella había perdido el apetito; los olores, además, le habían estragado el estómago. Se tomó sus medicinas y se fue a dormir. Antes, hizo algo que no acostumbraba: besó en la cabeza a Bobby, muy mayor para eso. Él ni lo notó: siguió devorando lo que tenía en el plato, con avidez. Si no estuviera sorda, pensó, oiría una masticación de león: vio que los músculos se le removían bajo la piel mientras el maxilar trituraba como una máquina febril. Gotas de sudor le corrían por la frente.

Esa noche Kristen tuvo sueños acuosos: Jacques Cousteau, capitán de gorro bermejo, cortejaba al Calypso como si fuese una mujer; pasadas las horas, el capitán se había adueñado de la cubierta con una sonrisa amorosa y oteaba el horizonte. Cousteau tenía la misma dentadura irregular y encabalgada de Roger.

El sábado por la mañana la despertó con una vaharada tropical que entraba por la ventana abierta. Kristen bajó y encontró luz por todas partes. La humedad y el calor entrarían, pero eran preferibles a la pintura y los químicos que todavía se respiraban. Antes de ir a la cocina, se acercó a la habitación de Bobby. La puerta abierta confirmó que la faena casi había acabado: faltaba una segunda mano de pintura, seguramente el plato fuerte de la tarde. Para su consternación, comprobó que el suelo tenía una capa de barniz que llegaba hasta el recodo donde se amontonaban los muebles. Era lo más reciente: el barniz fresco brillaba.

La cama estaba desmontada, y el colchón descansaba desnudo sobre la pila de muebles.

A Bobby lo encontró detrás de la casa, vaciando las cenizas del barril en bolsas negras de basura. Seguía vestido igual, con el mono tiznado. La asustó la cara de agotamiento; le bastó verla para darse cuenta de que tampoco esa noche había dormido.

—Voy a lavar la ropa. ¿Dónde dejaste las sábanas y el cubrecama?

Su hijo vaciló; pareció componerse y recordar que una explicación tan larga no podría darla gesticulando. Los segundos que gastó sacando la libreta y el lápiz fueron más de los usuales: Perdón, mamá, derramé pintura. Sábanas y cubrecama inservibles.

Se quedó perpleja con la información.

—¿No podías lavarlos con aguarrás?

Bobby apuntó hacia el barril, con cara de que era muy tarde.

Con las preocupaciones de aquellos días, a Kristen no le pareció sensato molestarse por lo que había sido un disparate. Eso sí, se preguntó si los cambios en el hijo no se debían a la frecuentación de mujerzuelas.

Ocupada en los quehaceres, colgando ropa en el patio y planchando, perdió la noción de las horas. Por el sol, debía de ser casi mediodía; quizá las once y media. La sobresaltó una mano puesta en su hombro.

Bobby se rio al verla saltar. Le hablaba. Ella reconoció la intriga en su cara; en la boca creyó verle una pregunta: ¿qué… es… esto? El hijo, entonces, hizo un gesto alucinado y mostró la mano que había estado escondiendo.

Aquello que colgaba, verde y ceniciento, lleno de protuberancias y crestas, apenas podía identificarlo Kristen. Retrocedió, poniéndose más atolondrada, y captó, con asco, la imagen de un lagarto. Cosa de pesadilla, pendiendo inmóvil y fláccida de la mano de Bobby, que la tenía cogido de la cola.

—Qué locura… qué locura… —parecía repetir. Mientras entendía o colocaba aquellas palabras en boca del hijo, Kristen descubrió que, alrededor del cuello destrozado, el lagarto tenía la barra de metal de la trampa que ella misma se había encargado de tender en el sótano. Por la boca entreabierta salían babas sanguinolentas.

Había visto criaturas parecidas en los documentales sobre las Galápagos.

—Tira esa porquería… Pensaba que teníamos ratas; el sofá estaba como roído… ¿De dónde sale?

Bobby se encogió de hombros. Se sacó del bolsillo trasero una bolsa negra de basura y metió allí a la bestia, con trampa y todo. Algo de repulsión debía de sentir también, pese a la risa espasmódica. Kristen se le quedó mirando y enseguida dijo que tanto trabajar iba a hacerle mal. Tenía que dormir. Después del almuerzo podía subir a la habitación de ella y hacer una siesta en su cama, si quería; esta tarde ella se iría al porche a tejer.

Bobby la escrutó, con la boca desencajada, como si no le encontrase sentido a lo que acababa de oír. Los espasmos se acabaron de pronto. Finalmente, reaccionó y le hizo un nudo al plástico negro. Antes de perdérsele de vista a la madre, tiró la bolsa y su contenido en el cubo al lado del Dodge.

La tarde fue incómoda y Kristen tuvo la impresión de que la irritación del hijo había vuelto a posarse sobre la casa. Bobby había almorzado como si quisiera hacer desaparecer la comida lo más pronto posible. Pero la cerveza que abrió para bajar el plato se prolongó en otra cerveza de postre; luego otra; y otra más. Iba por la media docena y las botellas acabaron mezcladas con las latas alrededor del fregadero. Estaba absorto Bobby frente al televisor y tanto daba el partido de la tarde como una competencia de autos que galopaban sobre ruedas gigantescas o PBS con dos entrevistadores que se aburrían prestando atención a un entrevistado a punto de aburrirse también.

Era de noche y Bobby había seguido tomando. Cuando ella se dio cuenta, dormía estirado en el sofá. Imaginó sus ronquidos: debían salirle por la boca abierta. Le puso una manta encima y le bajó el volumen al televisor. Bobby era Roger: ahora que estaba allí, con las defensas bajas, fácil blanco de la contemplación, pudo apreciarlo.

Kristen se fue a dormir agobiada.

La mañana del domingo Bobby la había llevado a misa; después se despidió. ¿Adónde vas?, alcanzó a preguntarle, y él, como a propósito —estaba convencida—, no la miró cuando le contestó, apresurándose a salir antes que el interrogatorio se prolongara.

Hacia las tres de la tarde, Kristen, claustrofóbica, salió al jardín a regar las pocas flores que seguían abiertas. La mayoría había caído en el combate desigual contra el calor. Era un verano insostenible, se decía, todo hiede y acabaremos los viejos de este barrio en el sepulcro. La respiración se le hizo trabajosa apenas puso manos a la obra. Mareada, se sentó en uno de los escalones del portal.

Percibió, de repente, que algo se movía a unos pasos de ella. Reconoció a un muchacho de trece o catorce años al que el autobús escolar dejaba en la esquina cada tarde. El vecino la saludó con la mano y entró al jardín. Ella, que no sabía cómo reaccionar, decidió corresponderle.

El visitante le hablaba. Al no estar acostumbrada a sus labios, tuvo que señalarse las orejas:

—Disculpa, soy sorda.

Podía haber dicho no oigo, pero lo que ocurría cuando usaba esa frase era que los interlocutores pensaban que a gritos podrían darse a entender. Sorda, sin más, les ahorraba a todos la escena.

El chico no reaccionó con extrañeza. Más bien pareció acordarse de algo que los padres le habrían dicho. Traía en la mano un papel y se lo mostró a Kristen. Era un anuncio casero, con fotos no muy nítidas —los colores parecían puestos sobre la imagen a rayas—, pero a Kristen no le costó demasiado reconocer el lagarto que había matado en su sótano. Esas fueron las palabras que le acudieron a la mente y, aunque sabía que no se trataba de eso exactamente, reconoció que se había entablado una lucha feroz entre el vocabulario que en secreto se le revolvía y el que iba leyendo en el panfleto:

…¿Has visto a Tommy, mi mascota? Es una iguana de Centroamérica, de veintitrés pulgadas. Se escapó hace cinco días. Si la ves, te ruego que me llames al 647-8156…

 

Kristen respiró hondo. Se le habían aguado los ojos; esperó que solo ella se hubiese dado cuenta. Los lentes, por suerte, eran fotocromáticos y debían de habérsele oscurecido con la claridad de la tarde. La taquicardia estaba allí. No miró al muchacho cuando le respondió:

—Lo siento; jamás he visto iguanas vivas… Las de la televisión.

Pensó buscarle algún tipo de conversación: mitigaría la culpa y lo consolaría. Cuando se atrevió a dirigirle la mirada de nuevo, el propietario de la iguana se había marchado.

Esa noche, Bobby llegó y se encerró en su habitación. Era muy tarde cuando salió corriendo al baño. Asustada, fue tras él. Lo encontró de rodillas, con la cabeza casi metida en la taza del retrete, descargando lo que parecían vísceras. El hedor era un río de alcoholes. ¿Bobby Bobby qué te pasa qué te pasa Bobby estás bien? No supo si las preguntas le salían de la boca. Lo tomó de los hombros y, aguantando la respiración, lo ayudó a vomitar mejor.

Media hora después, el tráfago había pasado. Bobby se levantó y decía algo como indigestión. A ella no le importó no entenderlo, porque sabía que era mentira.

Iba a espetarle un ¿dónde rayos te emborrachaste, si es domingo? Tanto miedo le tenía a la verdad, a vislumbrar los antros por los que el hijo se habría arrastrado, que prefirió guardar silencio. Este, que la había torturado durante años, de pronto la mantuvo a flote, mientras lavaba el baño, entre sudores y arcadas propias.

Durmieron en sus respectivos cuartos. Ella lo hizo adivinando el perfil de Bobby en la oscuridad, imaginándole los pies desnudos. Con esas imágenes cerró los ojos y soñó con olas que rompían contra una pared de piedras. Hasta creyó oírlas, insistentes.

Casi no tenía peso cuando despertó. Libremente se desplazó mientras se vestía y bajaba las escaleras.

Para su alivio, Bobby se iba al trabajo y hasta se había hecho, mejor que nunca, el nudo de la corbata. Se le notaban las ojeras, un poco de fatiga. Iba a ser un día como cualquier otro.

Al verlo entrar en su auto con el maletín, Kristen supo que la rutina se había restablecido.

Ese lunes, se dedicó a tejer, tomándoselo como un entretenimiento necesario, aunque Bobby solo podría ponerse aquel suéter dentro de unos meses, cuando el calor cediera. Sentada en el porche, para su sorpresa, vio que dos figuras muy voluminosas, que habían estado en la puerta de al lado, caminaban en la acera y se aproximaban a su casa.

Eran policías. Le hicieron la venia cortés de tocarse la visera. Uno de los agentes, con una sonrisa que tal vez no fuese forzada, le habló. Ocurrió entonces lo inevitable; Kristen se señaló las orejas y lanzó la advertencia:

—Disculpe, soy sorda.

La cara del policía no delató sorpresa o compasión. Obviamente, estaba entrenado para enterarse de eso y más. Sacó una lámina de un sobre que llevaba en la mano. Cuando se lo acercó a Kristen, el otro agente garabateó en una libreta. Las dos imágenes le llegaron a ella más o menos a la vez. El apunte en lápiz decía: Señora, buscamos a una persona desaparecida. ¿La ha visto? La lámina resultó ser una foto. El agente permitió que Kristen la contemplase con detenimiento.

El cabello oxigenado y los ojos rasgados de la mujer del retrato le dieron la clave. Kristen no perdió la naturalidad mientras le contestaba al policía que tenía más cerca. Juraría que casi logró oírse a sí misma:

—Lo siento, jamás he visto a esa mujer.

Los dos hombres se miraron entre sí con un gesto indescifrable antes de dirigirse a la siguiente puerta. Se habían despedido de Kristen tal como la habían saludado, tocándose la visera.

 

Del libro El hijo y la zorra (Literatura Mondadori, 2010)

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