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El triángulo invisible

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La noche del veintidós de abril de 2023, en un departamento de Nordhavn, Copenhague, Magnus Olsen, hijo del danés Johannes Olsen y autor del libro de poesía Las Torres de Arena y de algunos ensayos literarios sobre Eugenio Montejo, Leonardo Padura y San Juan de la Cruz; se despertó agitado tras soñar que nadaba en un mar de sangre, en lo profundo de una casa en ruinas. Su pesado cuerpo lanzaba brazadas profundas y desesperadas contra el aire, aún con los ojos cerrados, buscando la superficie, mientras contenía la respiración y el rostro poco a poco se le inflaba y enrojecía. Del otro lado, Olsen parecía hundirse, iba cayendo, con un brazo que estiraba hasta el límite de sus articulaciones, se sumergía con el enorme peso de su cuerpo hasta que Hanne llamó a la puerta.

Apenas si entendió que aquello era un sueño, apenas si supo que era la casa de su infancia, en su pueblo natal, en el trópico lejano. Olsen había atravesado la puerta, dentro del sueño, desnudo, cubierto por una fina y viscosa capa de aceite o grasa de ballena, que tras cada paso se hacía más crasa. También las sombras iban tomando posesión de las paredes y el techo. Apenas recordaba que al encender una vela, la capa de aceite se tiñó de rojo hasta cubrir cada pesada parte de su cuerpo con una sangre espesa, una sangre de ballena quizás, casi plástica, que lo envolvía y que fue llenando el interior de la casa hasta ahogarlo en lo profundo de un mar encarnado.

—Eran las puertas de mi casa.

—Eran las puertas de mi casa. Se repetía (murmurándose) a sí mismo.

Había caminado sin rumbo, en aquella ciudad oscura y retorcida, donde una puerta lo llevase a la torre de un castillo y otra, lo dejase frente a las altísimas puertas de la casa de su infancia. Empujó su pesado y grasoso cuerpo hacia adentro junto con los trozos de madera y en un paso se encontró en medio de la sala, aunque en ruinas irreconocibles. Fue entonces que recordó el mosaico del suelo, las enormes ventanas azules, las mismas que en el sueño se fueron cerrando tras su paso como una caverna, como un monstruo de las aguas, que abría sus fauces para tragarlo y arrastrarlo hasta lo profundo de aquel fondo marino, el fondo púrpura de sí mismo.

Habían pasado diez años desde su llegada a Copenhague. A diario, ya para caer la tarde, Olsen se encerraba en un pequeño estudio que construyó de la habitación sobrante. Repasaba a diario pasajes de la biblia y algunos clásicos. Contemplaba una fotografía que siempre llevaba en su bata y analizaba con absoluto interés los documentos de cría de un perro negro, era un pliego de papel estucado que había pegado sobre la superficie de su escritorio y que se conservaba entre ésta y un vidrio un tanto más corto que la faz del tablero. Mientras, garabateaba nombres, direcciones, linajes, cantidades, asuntos que le ocuparon por años y por lo que dejó de escribir sus poemas.

Empezó a encerrarse en el estudio luego de tres años de haber llegado a Copenhague, una decisión más bien arbitraria y cuyos motivos no había compartido jamás con Hanne. Tampoco volvió a salir del departamento. Hanne,  su esposa, era notablemente más joven que él, de facciones diminutas, rubias y afrancesadas, a las que Olsen detestaba en silencio. Esas pequeñísimas facciones se arrimaban ahora contra la puerta, del otro lado, susurrando su nombre (Olsen, Olsen). Él sintió una mayor agitación, una frustración agobiante que se amasaba en su cabeza junto con el absurdo sueño, sintió también su aliento frío, el de Hanne. No quiso responder, pero lo hizo, apenas.

Estoy bien, respondió Olsen en un idioma que ella no entendería.

Ella respondió en danés – Ven conmigo esta noche, duerme conmigo, por favor.

Él guardó silencio, hasta que sintió su sombra apartarse de la puerta, gimoteando.

Por poco pudo despegar la cabeza, de aquel arrume de libros sobre el escritorio. Trató de aclarar su mirada, parpadeando, abriendo los ojos hasta sentirlos ásperos. Acarició los mapas (los viejos y los nuevos), los que había comprado en Copenhague y los que le regalara su padre, a quien cariñosamente todos llamaban Hans. Todos menos Hanne, quien nunca llegó a conocerlo.

Revolvió luego, el título de propiedad de la casa que había heredado y varios artículos de prensa que dormían aprisionados bajo un libro de Herman Hesse, al costado de una lámpara vieja; supo entonces que fue un sueño, un reclamo, tal vez, de aquella casa olvidada. Sintió ganas de escapar, de salir corriendo y derribar la puerta con su hombro de gigante como un elefante blanco, blanquísimo, rubio y que el estruendoso golpe lo trajera de vuelta al eterno presente, a sí mismo, o  que mejor lo llevara a casa.

Apenas si pudo sostenerse. Midió mentalmente la distancia entre el escritorio y la puerta, sin poder fijar bien la mirada, tambaleándose y sintiendo que el aire no llegaba a sus pulmones, quiso salir, imaginó que lo hacía. Nunca antes había sentido el ahogo del pánico, el encierro de la claustrofobia, la inutilidad del cuerpo, de la conciencia, se sintió solo como nunca antes, indigno e indefenso, sofocado.

Trastabillaba, mientras recogía de la mesa un ejemplar del Antiguo Testamento. De otro volumen, uno del Lobo Estepario, extrajo un recorte de periódico que antes le servía para marcar la página, de allí recorrió diez pasos con las puntas de los dedos, hasta dar con una fotografía que luego guardó tembloroso en el bolsillo interno de su bata a rayas. Recogió los títulos de propiedad de la vieja casa y los encerró en el cajón, bajo llave. Volcó todo el peso de su ingente cuerpo sobre sus flácidos y áureos brazos y ayudándose con el escritorio, aún mareado, se lanzó sobre un pequeño espejo que reflejaba su desvarío, sus ojos desorbitados. Lo más difícil fue mirarse fijamente, respirar profundo, contar en silencio. Poco a poco fue aclarando la visibilidad, aunque no del todo. Se acomodó apenas el cabello grueso y opaco. Como pudo, salió a la sala y tomó las llaves del auto del portallaves, un recuerdo del último viaje solitario de Hanne por Berlín. Salió del departamento, luego de siete inesperados años de encierro.

Olsen viajó en su auto poco tiempo, aún confundido y a una velocidad casi imperceptible. Viajó en medio de la noche, como esperando un impulso que le vendría desde adentro o desde otro mundo, como si hiciera un largo viaje a las cálidas tierras del Caribe, un viaje por barco, uno lleno de aventuras, de aquellas aventuras que le contaba su padre.

Luego de un par de vueltas, se detuvo justo frente a la iglesia de San Andrés. Antes de bajar del auto, hundió su barbilla lo más que pudo en su pecho y, con temor a Dios, cerró los ojos y sacó tembloroso, de la guantera, un revólver calibre 38. Tomó entonces el Antiguo Testamento, la foto de la casa vieja y el recorte del periódico que metió en el bolsillo de la bata. Subió las escaleras que daban al portal de la iglesia murmurando el nombre de su padre como si se tratase de un canto silencioso, un mantra. Murmuraba también versículos de la biblia e intercalaba la palabra perdón a lo largo de aquel canto, que algunas veces era para Dios y otras para los padres, nunca para Hanne. Fue a sentarse a un lado de la puerta altísima y somnolienta de la Iglesia. Sacó del fondo de la biblia un mapa que desplegó sobre sus piernas, era un mapa de Copenhague y sobre él, marcó en lugar de la iglesia una primera equis con un bolígrafo rojo. Abrió la biblia, guardó el mapa entre sus últimas páginas y con la voz quebrada, leyó:

“Jehová vuestro Dios, el cual va delante de vosotros, él peleará por vosotros, conforme todas las cosas que hizo por vosotros en Egipto, delante de vuestros ojos”.

Deuteronomio 1:30

 

Rezó por horas, con los ojos apretados, con la voz temblorosa, con una mano en el bolsillo sujetando el arma, con una memoria torpe, murmurando una y otra vez el mantra aprendido de la madre (credos, padrenuestros, avemarías, glorias). Él sabía versículos de memoria y de niño aprendió el rosario completo para orgullo de su madre.

Al cabo de unas horas y a mitad de la madrugada, se levantó con premura, con la mano entumecida sobre el hierro helado, con la otra sobre el suelo frío, con la necesidad de ver el mar, con la rodilla pálida y débil ante el peso y un impulso torpe y encorvado,  arrancó una página del “viejo testamento”, sacó el mapa y lanzó el resto de la biblia a un lado de la iglesia, un acto de herejía sin duda que su madre repudiaría, pero ya no tenía  importancia.

En cinco largos pasos, bajó las escaleras y cruzó la ancha avenida y así continuó velozmente en dirección al este, casi sin aire, con el pecho palpitando debajo de la bata, en dirección a la costa, pero esta vez parecía liviano.

Finalmente había llegado, contempló por minutos el mar que lo apaciguaba, su anchura, su inagotable línea y sintió en sus pulmones el aire puro, todo el miedo había desaparecido.  Al lado de un pequeño conjunto residencial de lujo en Skovshoved, divisó una vieja y pequeña casa de piedras, con el techo desplomado y las ventanas rotas. La casa, deshabitada desde hace mucho tiempo, también se había derrumbado. No pudo abrir la puerta, así que entró torpemente por una de las ventanas rotas. Ya en medio de la sala, sacó el revólver del gran y flácido bolsillo de lana de la bata de rayas, empuñándolo con una fuerza primitiva, que le venía de algún lado profundo del cerebro y temblaba con un leve temblor de alzhéimer. Empuñó el revólver, gritó hacia adentro tan bajo como pudo, apretando los dientes, tragándose toda la rabia, el dolor y dejándose caer de rodillas sobre el suelo polvoriento, a la vez que sollozaba como lo hiciera tantas veces en el viejo zaguán. Cayó con todo el peso de su enorme cuerpo, más pesado aún por las lágrimas que humedecían sus adentros como un colchón en la orilla, mojado por el agua salada. Pero las rodillas quejumbrosas no le dolieron. Lloró de una forma entrecortada, ronca y gutural, lloró con un dolor profundo que le venía de los mares y pocas lágrimas. Recordó, en medio de aquella casita de piedras junto al mar, la cálida y dulce casa de su infancia, el sereno rostro de su madre entre las flores equinocciales, aquella fachada blanca de puerta y ventanas azules, de puertas altas, aquel zaguán del Caribe, el patio interior que era más bien medio patio y que se completaba en la casa siguiente. Era una casita de la calle Sucre, en una ciudad también costera del oriente venezolano.

Aquella casa fresca pero cálida, donde naciera hace cincuenta años, no quedaba a orillas del mar como esta casa, más bien se encontraba en una zona céntrica de la pequeña ciudad a orillas del mar caribe, donde soñó alguna vez morir de viejo, ser enterrado sobre el patrimonio de sus padres, del que acabó huyendo, dejando las cenizas de sus padres esparcidas en el patio de la vieja casa, alrededor de la mata de guayaba. Dejándolo todo menos un perro, un par de libros y una maleta de mano, atiborrada de ropa y documentos legales.

Aquella noche lloró desde la madrugada, arrodillado sobre el piso polvoriento, hasta que un pálido rayo de sol alumbró sus manos torcidas sobre el piso, como garras de gallo y alumbró también el revólver incandescente. Lloró sobre la foto de su vieja casita, sobre el recorte de periódico y la página de la biblia abandonada.

Antes de partir, Olsen marcó una segunda equis sobre el mapa, pero ahora sobre  la vieja casita de piedras que encontró junto al mar. Salió de la casa, destrabando la puerta y dejándola abierta para que entrase el aire puro, para que entrase libremente. Del otro lado de la avenida un auto rojo estacionado le recordó el suyo frente a la iglesia, pero este parecía apuntarle la dirección que debía tomar. Caminó hacia el norte por el borde de la carretera buscando Playa Bellevue, caminó por unos doce minutos, hasta dar con el bar, similar a uno en el que estuvo alguna vez, apenas llegó a Copenhague y que sintió sombrío y helado, como este. Extrañó más que nunca el mar del Caribe, la arena tibia, el sol por encima de las palmeras que sombreaban las huellas profundas de sus pasos. Aquel bar en medio de la nada, construido con las tablas que naufragaron, con los listones de madera opaca, de madera muerta, casi fósil, que a menudo flotaba entre las olas. Un bar, como cualquiera de aquella cálida región, levantado a una distancia media entre la carretera y la orilla. Aquel sitio caótico y plácido que abría el portal a un mundo distinto, uno que no se exhibe ante cualquiera y que sólo se configura al cruzar la puerta. Algo imposible visto desde afuera, desde donde no se puede apreciar que el fondo del bar, su patio, es también la orilla de la playa. Ahí recibía Olsen su incesante bautizo de agua salada, la que salpica al chocar contra las pocas piedras de la orilla. Aquel bar oscuro por la ausencia de bombillas, no tenía la oscuridad plomiza y tenue de la costa en la que ahora se encontraba. La percibió ahora como una oscuridad cálida, casi cómplice.

Abrió la puerta sonreído, recordando esta vez el bar de su ciudad natal, del que tantas veces sacara a su padre a rastras, enorme y pesado, y del que luego lo sacaran a él, años después, aún más pedante, aún más ebrio. Extrañó la cerveza ligera, dorada, fría contra el calor sofocante. Extrañó a Yesenia, con su piel tostada y suave. Carne pura contra sus huesos lentos y temblorosos. ¿Por qué no habría aceptado venirse con él?

Casi todos miraron a Olsen, dentro de aquel frío y gris bar de la costa danesa. Una barba escasa acompañaba su aspecto lunático, el peso del acero fulminante se tambaleaba a un costado de su bata, unas medias de vestir rojas, opacas, casi vino tinto; unas sandalias desgastadas.

Él sujetaba la puerta aún sin cerrarla, sintió entonces vergüenza por su bata, por su barba, por sus medias. Sintió vergüenza y quiso irse, aun así dio un primer paso hacia adelante y soltó la puerta, que tardó en cerrarse el mismo tiempo que le tomara dejar de importarle su apariencia.

Un puñado de hombres en la barra lo miraron fijamente, cruzados por el rayo de luz tenue que se filtraba por la puerta. Lo miraban mal encarados, buscando una ínfima razón para pelearse y borrarle la sonrisa de idiota con la que abrió la puerta. Olían el miedo debajo de la bata, como un tiburón danés huele la sangre o como los perros. Otros tres en una mesa a la izquierda radiografiaron su estampa y se rieron disimuladamente. Dos mujeres rubias de aspecto tosco y rostros agrietados por la sal y el tedio atendían la barra y lo ignoraron. Dos tipos casi al fondo que jugaban mal al billar, apenas si notaron que alguien había entrado. Nadie podía hacerse una idea de lo que estaba por ocurrir, ni tampoco detenerlo. Clavó su triste mirada en una pequeña puerta al final del salón, un fondo que seguramente no daba a la orilla como el bar de Yesenia. Se sentó en la primera mesa y a pesar de las miradas, fijó la suya sobre la pequeña puerta cerca de los baños. Ya estaba allí.

Hizo una seña con la mano y le sirvieron una cerveza densa, oscura y espumosa, tibia, desagradable para su gusto pero que lo ayudaba a evadir el frío o el miedo. Tomó la cerveza de un trago y otra más. Ahora nadie lo miraba, era nada más que un hombre que bebe solo, en una mesa vacía, en un bar lleno de hombres que beben solos y vacíos. Dejó salir una exhalación profunda y vaporosa, un aliento helado que no conocía hasta hace diez años y así dejó salir también el miedo. El aire que tomó de vuelta le hinchó los pulmones de coraje, se levantó en dirección a los baños y esta vez tampoco lo miraron. No dobló hacia la derecha, sino que continuó hasta la puerta que daba al patio y que tanto miraba, la abrió y un sol plomizo dio contra su cara, dejándolo parcialmente ciego. Sólo oyó las voces de los hombres, tres voces distintas, roncas y graves, que decían: ¡No puedes estar aquí! ¡Salga enseguida o le daremos una paliza! La paliza no llegó. Pobre tipo, sintieron lástima de él, y él sintió una mano grande y fuerte que tomaba su brazo para echarlo fuera. Recobró la vista. Había unos cinco hombres en ropa deportiva impermeable, con el logo de las olimpiadas de Moscú de mil novecientos ochenta.

Dos de los hombres sostenían a dos perros ensangrentados, un perro buckskin y otro negro, que luchaban con determinación hasta que él apareciera. Reconoció de inmediato la mirada del perro negro, ese perro provenía del linaje de Hans Olsen, los perros de su padre. Pero el bulldog se mostraba indiferente ante su legítimo creador. Un tercer hombre, que servía de juez, se encontraba dentro del foso de madera, a mitad de la alfombra verde manchada de sangre y otros fluidos. De los otros dos, uno tiritaba en la esquina más distante del cuadrilátero, entre baldes de agua, champú para perro, unos litros de leche y otros polvos, el otro sostenía su brazo a corta distancia, casi a quema ropa.

Olsen se soltó del hombre en un gesto brusco y pesado. Cuando este trató de acertarle un gancho que blandió sobre el aire frío, vino a su memoria las lecciones de boxeo de su adolescencia. Contempló aquel golpe lento, aún más pesado, gris como todo en la costa, que no hizo sino despertar el ardor oriental del triste gigantón, quien mantenía su mano dentro de la bata empuñando el revólver. Como respuesta, alzó apenas el brazo, doblando el codo en forma de triángulo y en un movimiento de muñeca, develó el revólver a nivel de la cadera como los cowboys de los western que veía de niño.

El hombre que lo sujetara, retrocedió y trató de convencerlo inútilmente de no apelar a la violencia: ¡Calma amigo, no es para tanto, baja el arma! Gritó en danés, pero esta vez Olsen no quiso entenderle ni una palabra.

A pesar de la tosquedad de los daneses y las frecuentes peleas a puño en los bares, no era común llevar un arma de fuego en aquella ciudad.

Los hombres le eran extraños a Olsen y él a ellos. Quizás llegaran a pensar que la guerra que se libraba en fronteras no tan lejanas, había de alguna forma tocado a su puerta, pero no. Olsen sólo quería al perro negro. Sacó el recorte de periódico y señaló al perro que aparecía en la fotografía, con un titular de un mes atrás que decía: Allanamiento a Bar de la Costa por Peleas de Perros. El perro de la fotografía era idéntico al que estaba frente a él, bañado en sangre, pero no para Olsen. Los hombres dijeron que el perro de la foto habría sido puesto a dormir por Protección Animal y sintió como las rodillas se hicieron un poco más frágiles debajo de su enorme cuerpo, sintió un retorcijón en el colon y el corazón dando latidos disparatados que lo hicieron toser. Reconoció en el perro negro ensangrentado la mirada de Lucky, el perro negro de su escritorio. Aquel perro era sin duda un perro Eli como el suyo. Esa mirada que trasmitieran sus ancestros, su abuelo y su padre, se encontraba ahora en este perro sin nombre, en este perro negro ensangrentado.

Reconoció lo poco de dignidad que le quedaba, la poca felicidad, el último vínculo con su padre, el único bien de la vieja casa de su infancia, la estirpe de perros de pelea que tuvo en su patio durante cuarenta años, a los que su padre amara indomablemente. Lucky, hijo del Champion Olsen´s Lupus, nieto del 2xW Olsen’s Rudo y bisnieto de Rancherita’s Little Gator (ROM), quien fue descendiente directo de Boudreaux Eli (2xW), aquel bulldog devastador. Todos, ancestros de sus perros y de este que tenía frente a él, el último de la estirpe.

Volvió al sitio en cuestión de segundos, aún con los ojos desorbitados y apuntó al hombre del mono azul. Acompañado de un gesto de alivio, le soltó dos disparos secos, el hombre encorvado cayó de rodillas sobre el charco de sangre negra de los perros, en igual posición a la de Olsen en la vieja casa de piedra. El hombre soltó al perro y se desplomó de inmediato, con la boca abierta y los ojos, desorbitados, de un blanco sucio. Murió al instante. Uno de los balazos había dado en la mandíbula y el otro en la columna, tras cruzar el vientre profundo. Se confundió su sangre oscura con la sangre del perro sobre el mono azul impermeable. Los otros cuatro hombres caminaron despacio y de espaldas lejos de la puerta, apuntados por Olsen. El perro negro se acercó a él tembloroso y débil pero sin temor, triunfante del combate.

Magnus, salió del bar con el perro entre brazos, con la sangre del perro y del hombre sobre su bata, con el arma en la mano, con todos los testigos a su espalda, mirando en silencio y con asombro, la fría y lenta marcha del hombre que se aleja, con la fotografía de su vieja casa en el bolsillo, murmurando un versículo bíblico:

“A mí me corresponde tomar venganza; ¡En su momento caerán, y les daré su merecido! Ya se acerca el día de su aflicción; ¡pronto viene lo que les tengo preparado!”

Levítico 19:18

 

Extendió una sonrisa en su rostro, sintiendo que caminaba sobre aquella arena tibia una vez más, bajo el sol que le quemaba los huesos, bajo las sombras hermosas de las palmeras, imaginando a Yesenia, a lo lejos; esperando a un lado del carro rojo, estacionado frente a la iglesia de San Andrés, donde se encontraba Hanne, nerviosa, acompañada de la policía de Copenhague, al oeste de la vieja casa de Skovshoved, en aquel triángulo invisible que formaban los puntos rojos sobre el mapa y que era para Magnus, el triángulo de las Bermudas de aquel mapa que le regalara su padre, ejerciendo sobre él un magnetismo desconocido, una succión oscura hacia las profundidades.

 

Tercer lugar del XVIII Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores.

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