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A Mariano, mi primo viejísimo.
Ahora todo es silencio. La luz del sol poniente ilumina toda las costa. Los últimos pájaros revolotean en círculos sobre el Lago. Una brisa ligerísima se desliza por la playa y muere sobre las aguas, dulces y translúcidas. Es una corriente cálida; levanta polvo de la tierra, árida y opaca.
En el rancho, una mujer tendida en un chinchorro duerme pesadamente, entre espasmos febriles. A ratos la temperatura llega a extremos y la hace delirar. La vieja que está a su lado, sentada en un taburete es su madre.
Es una lástima –piensa- que una mujer tan joven y tan hermosa como su hija estuviera así, sumergida en ese marasmo incandescente, en esos vaivenes que la arrastran de un mundo al otro. No puede menos que sorprenderse al verla tan quieta, tan silente: jamás fue ella así. Todo lo contrario.
Algunas veces la joven tiene momentos de lucidez, instantes que son más de lucha que de otra cosa, no sólo por los desesperados esfuerzos que hace para mantenerse consciente, de este lado de la vida, sino también porque es entonces cuando vuelve sobre su eterna duda:
–Mamá ¿cómo es mi padre?
–No penséis en eso ahora –responde la vieja- Tomate mejor este guarapo, que te va a aliviar.
Le levanta la cabeza y la ayuda a beber la caliente y desagradable infusión: es preciso aprovechar cuando está sana para administrarle la toma. Siempre que ese proceso ocurre, la escuálida casucha se llena con el vaho irritante y corrosivo que despide el remedio. Ahora le seca el sudor de la frente: el fogaje no perdona. Y la vieja lo sabe. Guarda todavía una cierta dosis de esperanza. Se levanta de su asiento, pero permanece al lado del chinchorro; observa largamente aquel rostro, que aún estando demacrado y pálido, conserva visible su lozanía y su tersura. Y la vida se le pierde en los ojos cerrados de la hija, en la frente que instantáneamente se le ha vuelto a perlar de gotas de sudor.
Ahora es una mujer; es hermosa, esbelta. Pero no eran lejanos los días en que había sido una niña y corría infatigablemente por aquellas costas o monte adentro. Y a no ser por los ataques de fogaje –o mejor: por su intermitencia- los días fluían tranquilamente, sin mayores sobresaltos que los producidos por su incontenible energía, la misma que la hacía subirse a los árboles, cazar palomitas entre los matorrales o distraerse con su pasatiempo favorito: jugar con las olas, con la espuma del Lago, inmenso y azul. A lo lejos veía a lo lejos veía la difusa silueta de Maracaibo, la gran metrópolis, la capital del estado, con sus edificios, con su luz eléctrica por todas partes, telégrafo y hasta tranvía. Los vaporcitos llegaban trayendo cualquier cantidad de cosas: de gente o plátanos, en infinitos viajes de una costa a la otra o hacia el sur, en dirección a Encontrados o a Gibraltar. Se entretenía viendo cómo subían y bajaban los marineros que trabajaban en ellos, aquellos hombres anónimos, curtidos por el salitre, que cargaban y descargaban la mercancía.
Pero siempre lo hizo sola. Jamás pudo compartir con ninguno de los otros niños del pueblo, que más bien solían atacarla para divertirse. Les bastaba sólo sentir su cercanía para interrumpir sus juegos y gritarle “¡Bastarda, bastarda!”. María los ignoraba y seguía su camino, tal como le había recomendado su madre. Al fin y al cabo ni falta ellos le hacían, pues ella sola se bastaba para crear sus propios mundos imaginarios, para poblarlos de seres y de cosas que nadie entre los de su entorno hubiera sido capaz siquiera de pensar.
–No tenéis por qué hacerles caso –recomendaba siempre Carmen- Esos muchachitos lo que son es unos envidiosos, que te dicen cosas porque te ven tan bonita y tan arregladita. Y además tan juiciosa, porque ellos saben que vos sois la mejor en toda la escuelita de Rita Olivero… ¡Si hasta ella misma me lo dijo una vez!
Pero en una ocasión su paciencia llegó al límite y no hubo consejo que valiera. Un día, cuando atravesaba la plaza Miranda, el pequeño corro que allí jugaba se deshizo, como de costumbre, con sólo verla pasar. Un osezno mocoso que la aventajaba un poco en edad, se separó del grupo y fue a plantarse justo delante de ella.
–¡Tu madre es una ofrecida, una regalada! –le dijo.
El resto formaba un semicírculo cerrado alrededor del líder. Todos aguardaban, impacientes, el final de la escena. Pensaban que María se desharía en llanto y desaparecería corriendo, lo que ellos aprovecharían para apedrearla por la espalda, incluso mangos ya demasiado maduros le lanzarían. Pero la reacción no obedeció a lo que el grupo de chiquillos esperaba: fue tan contundente el puñetazo que la insultada le propinó a su enemigo, que le hizo caer y una vez que éste estuvo en el suelo se abalanzó sobre él y, a horcajadas sobre su vientre continuó golpeándolo. Y no desistió sino cuando le hubo hinchado los dos ojos y hecho sangrar la nariz. A partir de entonces ni uno solo de sus condiscípulos se atrevió a gritarle de nuevo, ya la viera en la playa, ya se la tropezara en alguna de las tres polvorientas calles de Los Puertos.
Y lo obediente que era. Apenas oía “¡María p’adentro que ya está oscuro!” estaba presta a volver al rancho solitario. No había una sola orden que diera Carmen que ella no estuviera dispuesta a cumplir, nunca hubo motivo alguno de queja ni de reclamo: todo en ella era pulcritud y corrección; todo en ella era sumisión y disciplina, todo era silencio. Pero se trataba de un silencio que ella misma parecía tratar de demoler con cada árbol escalado, con cada salto al Lago, con cada carrera; de tal modo que entre más circularse hacía su vida, más daba ella la impresión de encontrar fuerzas para nadar o trepar o correr, como si todo eso fuera parte de un antídoto contra algo invisible y voraz.
Sin embargo, a pesar de la aparente vitalidad y de lo que semejaba un eterno desafío a la inercia. María siempre fue una niña débil. Resistía mal las enfermedades, que la acometían con bastante frecuencia. La llegada de la temporada de lluvias era sinónimo instantáneo de resfriados y de dolores de huesos. Y de fogaje.
Después de que la temperatura descendía se desquitaba: una vez más volvía a sus andanzas y corría todo lo que no había podido durante los días de indisposición. Ni un milímetro de playa dejaba de abarcar; tampoco quedaba punto del malecón desde el que no se sentara a lanzar piedrecitas al agua, a ver como trazaban ellas, una tras otra, infinitos círculos concéntricos.
La madre, por su parte, intentaba disimular su angustia y su ansiedad. Porque ella sabía que cualquier cosa que sucediera iba a ser por su culpa. Así, ante la menor aflicción de la nena, no perdía tiempo Carmen buscando los mejores curanderos de la zona, sin importar que tuviese que llegar hasta Ancón de Iturre o a Los Jobitos. Y no se amilanaba si para ello tenía que ir caminando: prácticamente ya había dejado sus huellas por cada camino, por cada pueblo, por cada rincón de aquella tierra.
La mayoría de las veces iba a buscar a Melquíades, un anciano taciturno que vivía casi llegando a Puntica de Piedras. Desde hacía mucho tiempo, aquel hombre silencioso y enigmático se había convertido en asiduo visitante del rancho, y entre ensalmos ininteligibles e invocaciones a San Cipriano, intentaba aplacar la convulsiva fiebre. En casi todos los casos invertía horas tratando de ganarle terreno a la enfermedad, aunque poquísimas veces lograba certeramente su objetivo. Siempre se despedía de la misma forma, como si admitiera la impotencia de sus recursos frente a una situación que le sobre pasaba: “Récele también al Gran Poder de Dios, a ver si le hace el milagro… a ver si se lo hace” y en seguida se colocaba de nuevo el sombrero y se marchaba bordeando la playa.
Una vez que había desaparecido, la madre se iba a la iglesia del pueblo: desde que tenía memoria había oído decir que la Virgen de Altagracia nunca desampara a sus fieles y, de hecho, era la patrona del pueblo. Por algo Los Puertos se llaman de Altagracia –se repetía sin cesar- Ella no nos puede abandonar.
Siempre caminaba a toda prisa ocultando la cara llorosa y culpable. O peor: sentía que no tenía motivos para estar así porque todo había sido producto de su terquedad.
El sol ya casi ha desaparecido del todo; en el horizonte no queda sino una pequeña mancha rojiza que se refleja sobre minúsculas olas de la playa. La joven vuelve a abrir los ojos; una vez más está bañada en sudor. La vieja se le acerca, la seca y le da a beber otro sorbo de la bebida caliente y amarga. La joven hace un esfuerzo y se incorpora a medias.
–Mamá, –susurra- ¿es verdad que Olimpíades, el marido de Benita, es mi padre?
–No, hija, no es.
Se lo habían dicho todas las mujeres de Los Puertos, pero ella, por su tozudez, desoyó las voces de alerta. La primera fue la comadre Ramona; después la previno Chinca, la vecina; Nicasia lo dejaba sobreentendido en sus frases.
–Ese hombre no te conviene –le decía una- acordate que él tiene mujer.
–Y además es marino –añadía otra- esos hombres hoy están aquí, mañana están en Maracaibo o en Caracas y la otra semana están en Trinidad; y así… una nunca les ve la cara.
Pero a pesar de las advertencias ella nunca hizo caso. Se siguió citando con Olimpíades, un marinero que hacía tiempo había llegado en uno de los tantos vapores (ferrys, como decía él que los llamaban en Maracaibo), que iban y venían haciendo escala en Los Puertos.
Coincidían cada noche, retirado, más allá de la Calle del Monte, donde las miradas no pudieran alcanzarlos, con la luna por todo telón. Sus pasos convergían olvidándose de los comentarios que circulaban por todo el pueblo y que hacían de la situación un secreto a voces. Tampoco les importaba la mujer de Olimpíades y se veían a pesar de todo, aun del diablo, con quien a buen seguro Benita había pactado.
Y no sólo se veían: se unían; se unían como se unen el mar y la orilla, lamiéndose, mojándose; al menos así lo sentía ella. Acaso el mar fuera ella misma: gigantesca, infinita, embravecida. Probablemente lo fuera todo ella, mar y orilla, agua y arena. Y el hombre, ese hombre, ése o cualquiera otro que en su lugar hubiera podido estar, era un mero artificio, un decorado fútil pero imprescindible. En todo caso, poco importaba aquello: apenas sabía ella que las cosas pasaban porque sí, porque tenían que pasar y si no era Olimpíades, otro hubiera ocupado su lugar, pero de que pasaba, pasaba porque ése era el momento, ésa era la hora que el destino había indicado y ella no era nadie para oponerse a tales designios. Era ése el instante, ése el sitio y nada más. El tiempo no espera y la naturaleza tampoco, y de alguna manera Carmen lo adivinaba; presentía que ella estaba allí y eso bastaba, todo se estaba cumpliendo como había sido decretado desde el principio de los días.
Se veían, sí. Pero también se veía ella a sí misma, se encontraba consigo misma, como se ve y se encuentra la luna sobre el agua: sola sin nadie más que su propio reflejo.
Así, tantas veces fue el cántaro al agua hasta que se rompió. Una vez se sintió mal y Ramona, que había ido a atenderla, le confirmó que estaba embarazada.
–Yo te lo dije, carmen, y vos no me hiciste caso; ahora lo único que podéis hacer es dite, porque Benita lo va a saber tarde o temprano.
–Dejate de tonterías –replicaba la otra- yo no creo eso que dicen de Benita.
Para descartar toda sombra de duda, llamaron a Nicasia. “Ella es partera; ella sabe mejor que nosotras de estas cosas” Y cuando la tesis fue confirmada, la mujer finalmente optó por alejarse. Parecía la mejor salida: hacerse un rancho en las afueras del pueblo, en las riberas del Lago. Sólo habría que tomar a la recién nacida e irse. Sería una decisión drástica, y ella estaba conciente de ello: en ese estado y empezar una empresa así era más que riesgoso, y sin ayuda, además. Pero de todos modos su inflexible voluntad triunfó y se dio a la tarea de levantar algo así como una pequeña enramada, sin importar que le quedara torcida o endeble; le bastaba apenas que hubiera un techo que resguardara y unas paredes que escondieran. Se valió de palmas, madera, barro… todo cuanto le cruzaba por la mente y las fuerzas le permitían asir.
–No hay nada mejor que hacer –se dijo, resuelta- A grandes males, grandes remedios.
Una y otra vez, en un desfile interminable fueron las amigas hasta la improvisada vivienda a recomendarle que se marchara: “Andate pa’ Maracaibo, allá la cosa es más fácil, la vida como que se está poniendo mejor con eso de las petroleras nuevas que están llegando, seguro que allá te podéis acomodar en algo mejor que aquí… andá vete pa’ Maracaibo, Carmen. O pa’ donde sea, pero lejos de la bruja esa” Mas ella seguía impertérrita, porque según su criterio no había nada que temer, que todo era superstición y tontería.
–Sí, mija, sí. –repetía cualquier conocida- los conjuros de esa bruja son así, sin fecha. Una vez le echó mal de ojo a un hombre que se le había robado unos cobres que Olimpíades llevaba años ahorrando, y andaba de lo más tranquilo; pero ya el mal lo tenía adentro aunque él no lo supiera. Ajá ¿y vos qué creéis? Fue como a los dos años que le vino a salir una enfermedad rarísima que no lo dejaba ni levantarse: no comía, no hablaba, no hacía nada… hasta que se murió.
–Y así ha hecho con muchos –confirmaba otra- uno no puede saber cuándo va a reventar las cosa.
–Eso es de ahí. Vete ahora que podéis
–No va a pasar nada, tranquilas.
Fuera como fuera, la vida se le había convertido en una zozobra. Y ambas lo sentían; había algo, algo completamente perceptible pero que no se podía descifrar: un nexo que unía cabos sueltos, pero que ninguna de las dos se atrevía a desenterrar. Cualquiera diría que existía entre madre e hija una especie de tácito acuerdo de sigilo, un soterrado pacto de ausencia por medio del cual todo en las casa se reducía al menor número de palabras y la simplicidad de la rutina valía para obviar todo comentario innecesario. Así, María apenas emitía sonidos cuando, por ejemplo, pasaba el aguador con sus alforjas de barro, frescas y opacas.
–Mamá, allá viene el cojo Hurtado –decía ella desde la puerta.
Y la madre le tendía algunas de las escasas monedas ganaba trabajando como cocinera, para que le llenaran sus envases: procuraba que estuvieran siempre rebosantes y dispuestos para cualquier emergencia, para cualquier fogaje. Pero eso era todo; el resto era tiempo, tiempo en blanco por carecer de fechas y de medida, tiempo que transcurría lentamente, sin variaciones de ninguna índole en el que las horas y los días se iban sin más separación que la fiebre misma, que hacía entonces las veces de hito y de demarcación cotidiana.
Además de las constantes murmuraciones que llegaban a sus oídos y de las permanentes mofas que los niños del pueblo le hacían a la chica –y que tanto a madre como a hija perturbaban enormemente- estaba el hecho de que ella misma no quería que María tuviera el menor contacto con su padre. Por ello se valía siempre de las más diversas argucias para evitar el contacto entre ambos. Su mentira favorita era fingirse enferma: así, si sabía que podía venir el vaporcito en el que Olimpíades trabajaba, Carmen solía atrincherarse en el rancho. . se hacía la enferma para que la hija tuviera que quedarse a su lado, día y noche, velándole el sueño. La garganta se le irritaba por tanta tos ficticia y las piernas se le acalambraban por todas aquellas horas, infinitas, que pasaba tendida, diciéndose débil. Cuando presentía que ya el peligro había pasado decía estar recuperada.
–Pero si ese es el precio –se decía,- lo pago gustosa.
Una ráfaga de viento tibio mueve las palmeras de la playa y cesa casi al instante. Los pájaros han desaparecido del todo: ni un graznido se oye y la vieja se inclina levemente hacia el chinchorro; con el dorso de la mano recorre la frente húmeda de la hija; la mira largamente; en silencio. Con los ojos entornados, la joven musita algo.
–Mamá, ¿es verdad que Benita me va a matar con el mal de ojo que me echó?
–Dormite tranquila… ya te dije que no penséis más en eso.
Sin embargo, todas esas sentencias que profetizaban un desenlace fatal encontraban eco en lo más profundo del ser de Carmen y aún a pesar de su aspecto duro y escéptico, muy dentro de sí sentía ella latir la sombra de las advertencias que durante tanto tiempo había recibido. Las mujeres del pueblo hablaban de todo aquello con una convicción tan grande que tenía que ser cierto. Por la misma razón, nunca perdía la oportunidad para adoctrinar a su hija y recordarle que todo lo malo provenía del miedo, de ninguna otra fuente:
–No oigáis a Benita –solía decirle- eso de que ella es bruja es mentira… Sí, sí, yo sé que te ha dicho que tenéis una maldición encima, una maldición que ella te puso. Pero eso es mentira: no te va a pasar nada. Si te la encontráis y te vuelve a decir algo, no le hagáis caso.
Y lo decía con toda la intención del caso porque, aunque la hija no se lo dijera, bien sabía ella que Benita se daba a la tarea de perseguir a María y a atormentarla con sus palabras. La imaginaba –y así era- si no hablándole directamente, fulminando a la pequeña con una de esas miradas suyas, que de tan potentes, le habían valido que se atribuyera colectivamente la capacidad para transmitir el mal de ojo. Y el fogaje.
“Ya vais a ver, carajita”, la amenazaba casi a diario Benita si se encontraban en la Calle del medio, por ejemplo; y era imposible saber qué era más sañudo, si las palabras en sí mismas o la furia que destilaban los ojos de su autora, esa misma furia implacable que circundaba cada frase, cada amenaza cotidiana. O si de pronto la veía jugando con los caracolitos de la playa, acostumbraba a permanecer no del todo oculta tras una palmera y observarla largo rato hasta ser descubierta, de modo que hasta su presencia fuera equivalente a espanto y a negras premoniciones.
Y así había pasado todo el tiempo. Siempre había un ir y venir, una incertidumbre sobre lo que podía pasar, sobre lo que podía deparar el futuro. Pero eran vacilaciones camufladas detrás de una armazón de sosiego, como si aquella calma absoluta sirviera de conjuro contra alguna cosa que permanecía al acecho y que se servía del temor más que de su verdadera presencia, como llave maestra para acceder a cualquier vida y hacerla territorio y dominio suyo.
Jamás faltó en el rancho, para prevenir cualquier emergencia, una buena provisión de velones para el Divino Niño, para San Raimundo y para la Virgen de Altagracia. Cualquier cosa era poca si se trataba de evitar el fogaje, su sola posibilidad. También creía Carmen que era ése el mejor momento para probarse a sí misma, y a todos en el pueblo, que el reino de lo intangible está poblado sólo por invencibles seres angélicos y aunque la mayoría de las veces sus acciones y sus designios eran más bien incomprensibles, eran ellos los absolutos dueños de la victoria futura y definitiva. Por ello, las veces que iba a la iglesia, solía permanecer completamente callada, inmóvil sobre sus rodillas, gacha la cabeza frente al altar mayor: no sabía qué era más desagradable ante la vista de los santos y de la corte celestial, si lo que había hecho años antes y que ella consideraba digno de censura, pero no totalmente imperdonable, o su pánico ante un poder enemigo que venía del reino de la oscuridad, cosa que si le parecía imposible de disculpar.
En más de una oportunidad estuvo Carmen a punto de claudicar y confesarle a su hija toda la verdad, y a pesar de que el hombre nunca les ofreciera ni siquiera su compañía y aún mucho menos un solo céntimo, uno solo de los pocos que ganaba trabajando como marinero de vapor, pensaba ella que María debía al menos conocer su origen. Pero siempre un cúmulo de dudas se cernía sobre ella y le imponía un terror tan rotundo que jamás se atrevió a pronunciar palabra.
Ya es de noche; no hay luna, pero la noche está llena de estrellas. La vieja ha salido, en silencio, del rancho. La brisa ahora es fría: quizá venga del Golfo. Justo en frente, a unos pocos kilómetros, se ven los faroles de Maracaibo. A veces piensa que las cosas se simplificarían enormemente si existiera un puente que uniera las dos costas. Desde afuera la vieja mira a la hija. Se reconoce en ella, se da cuenta que, en el fondo, una y otra son solamente realidades que se reflejan mutuamente: ambas son la misma soledad, la misma incertidumbre, la misma mudez. Aprovecha que la joven ha vuelto a quedarse dormida. Carmen se aleja unos pasos, hacia la playa. Cuando llega hasta el borde del agua se detiene un instante y siente como los pies se le hunden lentamente en la arena mojada y tibia. Llora; y en seguida piensa que no debe hacerlo: siente que, ahora, cuando su hija lucha a muerte contra el fogaje, no tiene por qué llorar.
–Cuando cae el sol –se dice para darse ánimos- no queda más que aprender a caminar en la oscuridad.
Premio único en el concurso de cuentos de La Universidad del Zulia, Octubre 1999
Tomado del libro Fogaje (Ediluz, 2000)
Agradezco la publicación.
Salud
AQ