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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Fuga de paisajes

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Ángela Rosa Pérez llegó el año 17. Las primeras cabrias comenzaban a alzarse sobre la tierra caldeada y sobre el lago bru­ñido, como una inusitada vegetación. Árboles de hierro crecían a lo largo y a lo ancho de las sabanetas, reemplazando al cujizal y a las cañas indígenas. Se disparaban rectos, agudos como fle­chas hacia el cielo, y se coronaban de palmas negras.

Ángela Rosa Pérez abrió la boca en una O de asombro y se encogió, medrosa, en el friso de la cobardía aborigen. Un ruido de infierno atormentó sus tímpanos y una visión inesperada le cuajó sombras de asombro en las pupilas.

Jamás soñara actividad igual. Tal ajetreo, tal surgir de cosas desconocidas era superior a su fantasía. Como del sombrero de un prestidigitador demente, brotaban de la hondonada lacustre ca­sas, tanques, máquinas inconcebibles que trituraban el hierro y la piedra con una especie de frenesí de odio.

Pero luego, al paso de los días, sus oídos sufrieron un em­botamiento. Se habituaron sus ojos al trajín y a la maravilla: Su alma comenzó a derivar como un navío, entre balanceos y golpes de resaca. Y de pronto, como el navío, enfiló la corriente y marchó con ella al compás de su ritmo vertiginoso.

Ángela Rosa Pérez fue otra. Profunda, esencialmente distin­ta a aquella chica ahilada y tímida que en una caravana, cierto día no lejano, llegara guiada por los resplandores de una nueva aurora. No quedaban en su cuerpo las trazas de la antigua exis­tencia de miseria. Su cuerpecillo de espiga silvestre se esponjó bajo los aires cálidos. Sus pupilas adquirieron un brillo nuevo y su cabellera, negra y lisa como si siempre acabara de salir de un baño, perdió la cobriza tonalidad que le dejara el polvo de sus nativos médanos.

Igual que Ángela Rosa, otras muchachas fatigaron en aquella época los incendiados caminos de la costa venezolana. Las fogatas del petróleo, nuevo dios de un evangelio áureo, rompieron la secular tiniebla acumulada en el alma de la mujer indígena. Aquel éxodo tuvo reminiscencias bíblicas. Como en las antiguas empresas de la Escritura, la mujer seguía a su hombre a lo largo de los agobiadores itinerarios, por la tierra y por el mar, bajo soles implacables. Una estrella inédita con un emblemático troquel de águila en acecho, los polarizaba hacia el negro Belén.

* * *

Ángela Rosa vino con sus padres: un hombre rudo y taci­turno y una mujer exigua enmudecida bajo el peso absorbente de su amor. Juan Cabrera, el padre, se puso inmediatamente a trabajar, y su sudor fue el primer aglutinante en la obra de transformación. Marta Pérez, la madre, apenas notó el cambio. Todo se redujo para ella a una enorme caminata para cambiar de sitio el trípode de su budare.

Sintióse henchida Ángela por un aliento valeroso ante el es­cenario imprevisto que se brindaba al humilde drama de su vida, Y experimentó la necesidad de acompasar el drama al escenario. De moverse al diapasón de las vidas que la rodeaban. De vestir, reír y discurrir como otras mozas que pasaban por la carretera arrellanadas en los cojines de los automóviles.

Su padre comenzó a ganar dinero, como todo el mundo. Algo que jamás se aventuró a soñar tuvo realización entonces: sus dedos, toscos como troncos, acariciaron la piel maravillosa de las monedas de oro. Su primer cumpleaños en esta nueva vida la pasó Ángela Rosa toda encogida en un taburete, mirándose los pies, temerosa de estropear las relucientes zapatillas que le llevó su padre. Caída ya la tarde de aquel día, se atrevió, como quien duerme un niño, a salir al portón del rancho. El calzado le apre­taba un poco y la altura desusada de sus tacos producíale una sensación de miedo de caerse…

Y también aquella tarde, cuando cumplía sus diecisiete años, sufrió la decepción que venía a rasgar lo más virgen de su virgi­nidad. Fue que pasaron dos mujeres, elegantes de la aldea, y se rieron de ella. Con frívola crueldad se rieron de sus enaguas des­vaídas, de sus medias color de botella y de sus tirabuzones atados con lacitos de zaraza.

Ángela Rosa se quedó mirándolas con rencor. Les torció los  ojos y después, arrebujada en su hamaca, se hizo la promesa de no olvidarlas nunca.

II

Tuvo Juan Cabrera la fortuna de dar con un buen jefe que lo ascendiera en poco tiempo a caporal. Era un extranjero rubio, corpulento como una torre. Hombre ágil y efusivo, trepaba como un gorila por las crucetas \de las cabrias y hacía cabriolas en el tope de ellas. A este catire encantador le causaban mucha gracia todas las cosas de la tierra. Reía con todo el organismo.

Esclavizado por sus funciones, Juan Cabrera carecía de tiempo y de humor para ir a su rancho a la hora del almuerzo. Diaria­mente, bajo el sol meridiano, hacía Marta Pérez el largo camino para llevarle el portaviandas de latón. Pero a veces el trajín de la casa no le dejaba tiempo libre y entonces enviaba a Ángela Rosa. Y la chica, con un paño de liencillo anudado a la cabeza, tomaba el camino a pie, atravesando charcas y terroneras, alegre de sumarse al ajetreo ambiente, esponjada de orgullo bajo el cha­parrón de los piropos, hasta el taladro donde su padre sudaba como un buey.

Al principio se encogía cohibida bajo las miradas y las frases agudas del peonaje. Mas luego, dueña de sí misma, fingía una exagerada seriedad o reía con toda la blancura de sus dientes anchos. Tenía su risa un acicate erótico que restañaba como por encanto el sudor de los hombres e iba sobre la brasa de la tierra como un óleo refrigerante.

Absorbida por la inercia de la costumbre, Marta Pérez fue dejando enteramente a su hija este menester. Para ella, vieja es­clava del hogar, piedra con vida, la caminata era una pena y un desequilibrio. Aquel par de horas despilfarradas diariamente en el camino de su casa al taladro, y el tormento previo de cambiar de traje, la amargaban para todo el día.

Ángela Rosa, en cambio, se alegraba de ir. Se aficionaba a ello. Atraíala poderosamente el imán de la calle, en cuyo pintoresco cinematismo hallaba una renovada fuente de entusiasmos. Porque el paisaje era un complemento de su vida, sin cuyo coefi­ciente se habría sentido falla. Mas no ya el paisaje simple y primario de su infancia, sino este complicado y estruendoso pano­rama; esta necesidad imperiosa de saltar y hacerse a un lado para no ser atropellada; este barajar de fisonomías, de voces, cada una de las cuales encontraba en su sensibilidad un eco afín, un contacto tan íntimo que la llevaba a forjarse complejas figuraciones, inexpresables en su lenguaje nido de campesina.

Su madre no le hacía objeciones porque en realidad no dejó nunca de meter el hombro y ayudarla en sus tareas. Era ella quien aplanchaba la ropa y la zurcía, quien ponía maíz a las ga­llinas y se lo cobraba en huevos; quien repartía el afrecho a los marranos y abría a las cabras el tranquero para que fuesen a triscar por las sabanas.

Una tarde, mientras mordía un trozo de la arepa cotidiana, Juan Cabrera habló con su mujer:

— ¿Sabes que Angela como que se quiere con Roque?

— ¿De verdá? —  limitóse a decir Marta.

— Los he visto pelándose los dientes.

— Y vos, ¿qué decís d’eso?

—Yo no… A mí me gusta él.

Conocían a Roque desde chico. Era de su propia tierra y había venido a ésta en la misma caravana. Tras el mismo señue­lo. Aventurado por la misma miseria. Por lo demás, Marta Pérez no se habría permitido discrepancias con su hombre.

—Está ganando plata —agregó Cabrera—, y no te bota un cobre mal botao.

Esta confidencia, barajada con voz indiferente en una esqui­na de la mesa, trazaba en el alma de los padres el porvenir de la hija. Sin comunicárselo —no había para qué— un mismo pensamiento les alumbró a los dos: «Todo se quedará en la casa, porque Roque de seguro se vendrá a vivir aquí».

Era un mozo retaco, aceitunado, de cabello crespo. Tenía los pómulos salientes y los ojos recogidos. Una sonrisa perenne le descubría la dentadura poderosa. Trabajaba en la cuadrilla de Cabrera y vivía solo en una choza impenetrable, rodeada de pal­mas de mapora. Por las tardes podía vérsele en cuclillas expri­miendo las ubres de sus cabras. Y de vez en cuando, por la noche, se oía gemir su voz en un canto melancólico que trenzaba dolores y ensueños al compás de un guitarrico. Medio en broma, medio en serio, los compañeros le decían:

— Pele el ojo, manito, que un día d’estos lo encontramos tieso en su chinchorro. El que entierra la plata se entierra hasta la mitad.

Juan Cabrera lo abordó aquel mismo día.

—Mira Roque, Marta piensa hacer–comida pa vender… Por si querés dirte pa’llá.

Y Roque fue a comer con ellos desde entonces. También había adquirido algunos hábitos suntuarios. Junto con su admi­rable digestión llevó a la choza su baúl. Todas las tardes se la­vaba con gas-oil, se zambullía en el lago y se ponía su flus de dril y sus zapatos amarillos.

Una idea extraña, novedosa, había venido a zumbar como una abeja en su cerebro. Y tanto Juan Cabrera corno su mujer se llenaron de asombro y de ternura cuando les hizo la revelación:

—Me voy a casar con ella.

¡Casarse! Nunca lo soñaron. Les causaba un sentimiento ex­traño de impaciencia y miedo juntos. Abría un nuevo horizonte ante sus vidas hechas a la consuetud del amor sin letras. Cuántas cosas imprevistas sugeríales esta ocurrencia de Roque. ¡Casarse!

— ¿No creeis que los paisanos se van a reír de nosotros? Tendréis que aprender a firmar.

Pero Roque estaba decidido:

—A la tierra que fueres —dijo– haz lo que vieres. Aquí la gente se casa y vive mejor. Y al que no lo hace por las buenas lo casan obligao.

Él lo haría gustoso porque quería a Ángela y respetaba a Juan Cabrera.

—Ya verá como nos acostumbramos.

* * *

Llamaron a la muchacha y la encerraron en un triángulo solemne:

—Roque se va a casar con vos.

Pero Ángela no dijo nada. Abrió mucho los ojos y por un momento volvieron a pasar por ellos viejas sombras de estupor. A la siguiente mañana su hamaca de loneta amaneció vacía. Va­cíos igualmente los clavos de la pared donde colgaba sus trajes y el cajón donde guardaba las zapatillas.

Y, admirable cosa, su ausencia causó sólo una tristeza sin asombro, como un acontecimiento explicable y lógico. Marta, Juan y Roque limitáronse a mirarse de reojo. Alguno de ellos alcanzó a plasmar su pena y su rencor en una frase innecesaria:

—Se fue.

III

El paisaje ha sufrido una nueva modificación ante el espejo emocional de Ángela Rosa. Ahora sus ojos lo miran desde una altura fugitiva .que redondea sus dimensiones. Exaltada al piná­culo del cojín de un automóvil, la mujer que ha soñado su vida sobre ruedas debe sentirse aguda y penetrante, firme y domina­dora como la punta de un compás que a su antojo rige el radio de su existencia. Si el automóvil es propio, la sensación de domi­nio se extravasa hacia el contorno y trasmuta la satisfacción de poseer en soberbia de dominar. Agregando a todo esto un poco de credulidad en ciertas teorías recientes que atribuyen a la ga­solina una influencia irresistible sobre la psique femenina, quizás lle­guemos a explicarnos las extraordinarias mutaciones operadas en la hija de Juan Cabrera y Marta. Pérez.

Fue notable, en primer término, su facultad para la estiliza­ción de su silueta. Sus ademanes, conservando la original vivaci­dad, se hicieron más graciosos, más insinuantes y sutiles. En su atuendo intervino la magia de colores de los figurines de París y Nueva York.

—Hasta el modo de hablar lo ha cambiado la zarandaja —de­cían con sorda ira los cuadrilleros de su padre cuando la veían pasar, impávida, al lado del gorila rubio.

* * *

Formaban un contraste lleno de extrañas concordancias en el reducido asiento del roadster. El sajón, robusto, todo sucio de pe­tróleo pero orgulloso de la grasa que cubría su cuerpo, arrolladas hasta el músculo las mangas de la camisa y abierto el cuello sobre la pelambre roja de los pectorales. Acicalada ella como un cromo de reclamo, echado el sombrerito baladrón sobre la ceja y ceñida a las caderas la túnica flamígera.

Así tejían el hilo asfaltado de las carreteras. Las mujeres mur­muraban con envidia y los hombres devoraban su silueta con ren­corosa admiración, con irritada gula. Muchas veces a los oídos de Ángela llegó el salivazo de veneno que suele sublevar a las mis­mas profesionales del amor:

— ¡Ah, mañosa! Mucho había tardado…

Pero ella se sentía de hierro al lado del musiú.

IV

Juan Cabrera se ha tornado más taciturno aún. Sabe, por el constante zumbar de sus oídos, que mil lenguas pronuncian en voz baja su nombre y hacen escarnio de su dignidad. Presiente que la sanción ajena le señala como cómplice de la desertora. Pero ha permanecido mudo, sin hacer gestión alguna para reivindica su honor.

Al principio el jefe le ha mirado con recelo y sus órdenes han perdido el garabateo chistoso de otros días. Sólo una vez le ha dicho Juan a su mujer:

—Por ahí anda la zorra ésa, pintá como una máscara.

Roque sigue comiendo con ellos. Ha vuelto a ver a Ángela pero no lo cuenta a nadie. Llegó hasta pasearse alguna vez por el barrio donde la tiene el jefe, un poco esperanzado todavía. Pero lo ha mirado ella de tal modo que el desdichado se pregunta si lo habrá reconocido. La única confidencia que tuvo con Cabrera fue referente a las murmuraciones del peonaje. Más bien una consulta:

— ¿Qué le parece lo que dicen por ahí? Que y que nosotros estamos entendías con míster Ben pa no perdé el trabajo.

Y Juan Cabrera lo ha mirado con cansancio. Sus ojos parpa­dean una evasiva que probablemente Roque no comprende:

— Quién sabe…

Pero el hábito va echando costras sobre todas las heridas. Y una noche, sorpresivamente, se presenta el yanqui a la puerta misma de la choza.

—¡Oh, Juan Cabrera! ¡Oh, Señora Marta! Ángela ha tenido un beibi. Yo querer ustedes conociéndolo. ¡Oh, he is beautiful!

Juan Cabrera y Marta Pérez van, en el asiento trasero de la cucaracha, a conocer al nieto. Un niño rojo, de cabeza rubia y ojos de aluminio. Un niño blanco que llora como todos los demás.

V

El pequeño Bill es un encanto. Sus incoherencias monopoli­zan la atención de todos y han realizado, sin explicaciones enojo­sas, el milagro de la reconciliación. Marta Pérez lo mira larga­mente, con curiosidad. Juan Cabrera con recelo. Pero la cuadrilla, los vecinos, todo el mundo, murmuran más que nunca:

— Así es fácil ser caporal.

No replica Juan, pero es indudable que su corazón va acu­mulando toda la hiel que los demás derraman a su paso. Piensa, de seguro, que la dicha es un mito, una cara quimera que sólo pide para realizarse un absoluto desprecio de la opinión ajena. Todavía no sabe a punto fijo si su nieto le inspira simpatía o rencor. Es hijo de su hija, esto es indudable.\ Pero también lo es de aquél que entró en su reputación como un pirata y se hizo dueño de lo más suyo: Por su parte, Marta Pérez no ha tenido tiempo aún para examinar en su propio fondo la emoción del nuevo afecto que le impone la vida. Es tan desusado para ella el caso de tener un nieto así, que la sorpresa no le sale ante la cuna dorada. ¿Es posible que eh sus entrañas hubiese una recóndita materia, una «primera piedra» para la edificación de esta rubia maravilla? Se ve a sí misma, tosca, morena y anticuada como una vasija india, y mira al niño de oro; y en su mente, deformada por un balbuceo atroz, tiembla esta interrogación: «¿Hay algo de común entre él Y yo?».

Ángela misma, estirada en su cama, se mostraba al principio absorta. Pero para ella la ecuación era más simple: si lo habla dado a luz así, era sin duda porque lo merecía. En nueve meses tuvo tiempo suficiente para volverse blanca. Para blanquear por dentro. Y todo lo mira ahora blanco al lado de su hombre. Esta sensación de blancura sin igual, refrendada por el muelle regalo de su nueva vida, la vuelve displicente. Todo la aburre, hasta la presencia de su madre con su irreparable ingenuidad. Ante ella se siente siempre como sobre ascuas. Jamás podría olvidar aquella tontería del radio:

— Ángela, ¿quién habla dentro de esa caja? Por esto la había relegado a la cocina.

— Ángela, ¿no te molestan esos zapatos tan altotes?

— Oh, no, mamá; están okey.

— Ángela, ¿puedo volver mañana?

Era la pregunta que más la molestaba. Por no poder decirle la verdad.

— Yes, mamá.

Pero por la noche desaparecía toda su frialdad. Entonces era otra. Sentíase como resucitada, como recién llegada de una tierra de manzanas y cocteles. En el juego de poker descubría un nuevo mundo. Era ella, con respecto a este mundo, una suerte de Ar­químedes en pijamas de seda, que en lugar de una palanca pedía una coctelera. En el poker aceptaba los consejos de Charlie, un negro trinitario que servía de camarero y la llamaba leidi. Fino el negrito y hablador, tocaba la bandurria y usaba unas camisas en­carnadas de pura seda china.

—Oh, lady, take it easily, take easily those cards.

A veces se irritaba míster Ben:

—Go to Hell, negro.

Y ella se reía con toda la blancura de sus dientes:

—Oh, ¡no darling! Déjalo: no me ha dicho nada malo.

Al meterse en el lecho, el yanqui le decía invariablemente.

—Oh, Angela, usted bebiendo mucho; eso no bueno.

Pero, ¡cómo no! Claro que era bueno, puesto que a ella le gustaba.

—Tonto, ¿acaso no sé que el secreto de que ustedes sean ca­tires es el whiskey que beben…?

VI

La risa también fatiga. Su cansancio ocurre siempre por sor­presa. Es repentino como el salto de un gato agazapado.

Diríase que Ángela Rosa Pérez se aburrió de súbito de mirar su paisaje desde arriba. La perspectiva se le volvió tan vertical que perdió todo el encanto de sus ondulaciones, de sus trasplanos y de sus medias tintas.

Ángela Rosa ya no ríe. Su actitud de ahora no es el fingido esfingismo, ni sus forzadas sonrisas el exagerado alborozo de otros días. El «Manhattan» se le ha vuelto triste.

—Ese es otro muchacho —le ha dicho bruscamente Marta Pérez.

Y en un arranque irreprimible, Ángela ha llorado sobre una de las asas de la vieja vasija indiana.

—Otro muchacho, sí… Pero, ¿por qué lloráis? Pídele a Dios que sea una hembrita pa’ que tengáis el casal.

Esta noticia pone alegre a míster Ben. Confiesa idóneamente que mientras el petróleo necesite quien lo extraiga de la tierra, él se reirá del «selfcontrol». Pero Ángela se vuelve cada vez más taciturna y Juan Cabrera la visita con mayor frecuencia porque este ceño suyo la aproxima a él, le sugiere íntimas esperanzas de recuperación.

Una noche, mientras Ben le abrocha una pulsera que le ha traído de regalo, Angela se encrespa:

—¡Yo no quiero eso! ¡No quiero nada! Lo único que te pido es que saques de esta casa a Charlie. No lo quiero más, ¿com­prendes?

—Oh, Ángela, ¿por qué no quiere al negro? ¡Poor boy!

— ¡No lo quiero! Si se queda, el muchacho me va a salir como él.

* * *

Una tarde calurosa vinieron el médico y la comadrona. A las seis salió el doctor y miró a Ben lleno de asombro.

—Oh, doctor, ¿Is it right?

Penetró en la alcoba riendo y saltando como un chico. Pero volvió a salir escurrido y pálido. En un rincón cuchicheaban el médico y la comadrona. Y sobre el armiño de la sábana, panta­lla de una tragedia inesperada, pataleaba una mancha de petró­leo con el alma destrenzada en gritos. El nuevo hijo era un tra­sunto del «Ratón Miguel», que tantas veces desató sus carcaja­das en la penumbra del cinematógrafo.

VII

Ha dejado Juan Cabrera la caporalía y Ángela Rosa no po­dría decir dónde está su hijito rubio. Triunfó el troquel de águila en acecho y Mr. Ben obtuvo la tutoría de Bill. «Dipsómana e irresponsable», escribió un paisano picapleitos en el papel sellado.

Flota ahora en el paisaje una garúa crepuscular. Pero, mi­rándolo desde el ardiente nivel de los caminos, Ángela descubre por sobre las copas macilentas de los árboles, por sobre los vér­tices agudos de las cabrias y por sobre el abanico rojo de los mechurrios, una sutil irisación de auroras. En sus momentos de lucidez inclina la cabeza como si buscara en el suelo humeante la huella de sus primeros pasos. Y se desconsuela de encontrar úni­camente trillas, serpentinos surcos cuadriculados y manchas olea­ginosas. Entonces vuelve a beber. El whiskey y el «Manhattan», son apenas dos recuerdos borrosos en la perspectiva abandonada. Pero el ron es bueno también para olvidar.

— ¿Por qué bebéis así, mujer? —la recrimina Roque. Y ella le responde con el hipo de su risa.

—Para ponerme negra como vos.

Ya no piensa en la seda de sus túnicas ni en la fragancia química de sus cigarrillos. Sus sueños se van reconcentrando en una aguda subjetividad. Al principio se los contaba a Roque «para que sucedieran».

— ¿Sabes, Roque…? Anoche volvió a venir el catirito. Está grandote, casi de tu tamaño. Me miró largo rato, reconociéndome, y después se puso a hablarme, a hablarme. .. Pero no le entendí ni una palabra de lo que me decía.

—Seguí bebiendo así…

Horas y horas pasa acuclillada en el dintel del rancho con la mirada hundida en el surco de la carretera. Pero a menudo su mirada tropieza con aquella mancha negra, salida de su vientre con dolor, y el tropezón la hace despertar.

 

Del libro Caminos del amanecer (Monte Ávila, 1972)

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