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La casita bajo el árbol

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Mi ranchito es como el tuyo, esa es la pura verdad.
Lo quiero tanto, lo arrullo con infinita humildad.
Ese rancho tan querido el mismo donde nací.
Allí tengo mi raíz, por eso nunca lo olvido.

Cardenales del Éxito

Cuando mi Abuela Lola puso la piedra angular de su casa bajo aquel floreciente jabillo, no se imaginó que tantos años después sus tataranietos se mantendrían atados a ese hogar y a ese árbol milenario que vio nacer, florecer y despedirse a muchos miembros de nuestra familia. Su pequeña casita de bahareque sobre las fuertes rocas por las que alguna vez corrió un río se mantiene en pie y sigue albergando su legado. Ella, la matriarca de nuestra familia, nos transmitió muchas cosas, pero la más importante es que rendirnos no es una opción.

Mi Abuela Lola era una mujer pequeña, delgada, de ojos azul grisáceo mirada profunda y un cabello ondulado blanco que le llegaba a la cintura, melena que peinaba en dos clinejas que se recogía a modo de corona en la parte frontal de su cabeza. Sus manos eran fuertes, de largas uñas que no se esforzaba por cuidar pero que crecían sólidas como rocas. Usaba zarcillos de broche porque los huequitos de sus orejas estaban demasiado alargados. Casi nunca se maquillaba. Su cabello siempre le olía al Bálsamo amarillo de Valmy. Hasta los últimos momentos de su vida mantuvo su estricta higiene y su pudor.

Decía que había nacido en España, país del que huyó con sus padres cuando las consecuencias de la Primera Guerra Mundial dieron paso a una crisis económica que condujo a la dictadura de Primo de Rivera. No tendría más de nueve años cuando emprendieron el viaje en barco al otro lado del mundo buscando un nuevo comienzo. Fue una travesía que su madre no logró resistir.

Su padre llegó a Venezuela con ella de preadolescente y volvió a casarse con una mujer a la que no le hacía mucha gracia que él tuviera una hija. Como si quisiera borrar cualquier vestigio de su pasado, la madrastra trataba a mi Abuela como una carga pesada que no estaba dispuesta a soportar por mucho tiempo.

Las huellas de los maltratos que la Abuela sufrió en aquella casa quedaron en su cráneo hasta el día en que partió: múltiples chichones palpables al tacto eran la prueba de los palazos que solía recibir como medida disciplinaria. Pasó poco tiempo para que su madrastra lograra su cometido: mi Abuela huyó de su casa cuando tenía 12 años. Nunca nos habló del papel de su papá en aquella historia. A la única persona que recordaba con añoranzas era a su media hermana con la que siempre quiso volver a contactar, pero el miedo a enfrentarse a ese pasado pudo más que su deseo de reunificación familiar.

Aunque era de apellido Hernández y había nacido en España en 1914, no tenía cómo comprobarlo porque en su infantil huida no pensó que necesitaría documentos. Fue la huérfana sin papeles que se encontró frente a un mundo duro que la obligó a trabajar como sirvienta. Sus documentos de identidad los obtuvo cuando ya era mamá de unos cinco hijos. Fueron ellos quienes, mediante el artilugio de una vecina que trabajaba en la Jefatura Civil, lograron sacarle una partida de nacimiento y luego una cédula. Tendría unos 40 años cuando obtuvo su primer documento de identidad, en el que aparecía como Dolores Hernández. Nunca le gustó ese nombre, pero lo mantuvo porque lo había elegido su madre. Ella prefería que la llamaran Lola.

Lola fue la madre de nueve hijos que le dieron por lo menos 29 nietos; y, en consecuencia, una larga lista de bisnietos y tataranietos. Así nos convertimos en la Hernandera, una enorme familia que creció en torno a las únicas dos raíces que conocíamos: mi Abuela y el jabillo que cobijaba nuestras casitas. La identidad del hombre que la embarazó siempre fue una mancha difusa en mi familia, que se limitó a poner las semillas que nos hicieron florecer. Si alguien me dijera que las simientes que dieron origen a nuestro clan eran los cachitos del jabillo, no me parecería descabellado. Ese árbol ha sido el abuelo de todas nuestras generaciones.

Mi Abuela nos contaba que cuando ella comenzó a hacer su casita bajo el árbol, el río Guaire no era sucio; y ella con Edita, Margot y otras abuelas de la zona iban allí a lavar la ropa de los prohombres para los que trabajaban, usando como jabón las conchas del fruto de la parapara. Ropa que, luego de secar al sol, alisaban con unas planchas que calentaban al fogón y devolvían a las casas de sus empleadores. Fue su trabajo durante años: lavar y planchar ropa de las personas pudientes que vivían del otro lado del río. Siempre me costó imaginar aquel universo de cemento descontrolado en donde crecí como una montaña con ríos, llena de árboles frutales. Pero la humedad de la piedra del baño de nuestra casa me hacía creer que así había sido.

La casita bajo el árbol en la que crecimos eran apenas cinco paredes que levantaron frente a la cueva de una gran roca negra que parecía imposible de romper. La fachada era una gruesa pared de bahareque y ladrillos rojos que cubría la única habitación que compartíamos todos, y una sala de estar con muebles viejos raídos por la humedad. El suelo estaba erosionado porque una de las raíces del jabillo había crecido debajo de la casa y lo había levantado, creando un hueco gigante que intentábamos disimular con retazos de alfombras. Al fondo estaba la cocina que contaba con lo necesario para ser funcional, pero que era castigada por la humedad que se comía el friso de las paredes.

El baño era la parte más insondable de nuestra casa. En las madrugadas lluviosas, cuando caía tanta agua adentro como afuera, parecía esconder un monstruo al acecho que se movía al son de los sapitos cantarines que se colaban con la lluvia. El agua se filtraba por los goznes del techo y hacía estallar las bombillas dejando la cueva-baño en una oscuridad absoluta, en donde lo único visible era la tapa blanca sobre la enorme poceta negra medio rota. Era un raro y brillante excusado que reposaba sobrepuesto sobre el hueco del pozo séptico. Como no estaba fijado, solía caerse de los dos muritos que lo elevaban del suelo, y las fracturas consecuentes se notaban en varias partes.

***

Cuando Mamá se regresó a casa de la Abuela después de la muerte de Papá, se hizo cargo de la casita y poco a poco fue reconstruyéndola. Mi hermano Daniel aprendió albañilería desde muy pequeño y junto a mi primo Jairo levantaron poco a poco la nueva versión de la casita bajo el árbol. Primero, hicieron un baño en donde la vieja y rota poceta negra fue sustituida por una blanca pequeña que no bailaba porque estaba pegada al piso. Mamá sustituyó los enormes barriles metálicos oxidados por pipotes de plástico con tapas, y así dejamos de tener divertidas larvitas bailarinas en el agua. Luego reconstruyeron la cocina forrándola de cabo a rabo en cerámica de segunda mano para evadir la humedad de la piedra. Por último, rehicieron el piso de la sala con cemento pulido.

El piso habría quedado perfecto, pero como Daniel y Jairo estaban borrachos se les ocurrió agarrar el palo de la escoba y hacerle un surco para dibujar una estrella en el centro, rompiendo la armonía que habían logrado. Cubrimos el arte ebrio con los retazos de la alfombra durante todo el tiempo que lo tuvimos en nuestra sala. Le había costado años a mi Mamá llegar a ese punto de avance y justo cuando parecía que la casita estaba en su mejor momento, aparecieron las ratas y anidaron en las paredes de bahareque.

Corría el año 2004 y ya solo quedábamos en la casita Gabo, mi Mamá, mi Abuela y yo, todos compartiendo la única habitación, compuesta de un escaparate, una cómoda, una litera, una cama individual y una plegable. La cama plegable era la mía. La bajaba todas las noches para dormir y la levantaba todas las mañanas para que hubiera espacio por donde caminar. Durante el día funcionaba como la peinadora de la familia.

A las ratas las comenzamos a oír en las madrugadas corriendo y peleando sobre el techo de zinc. Luego, las sentíamos correr y roer entre las paredes. Después, olíamos sus restos putrefactos cuando fallecían entre los muros y no las podíamos sacar. Disimulábamos el penetrante olor en la casa abriendo las ventanas. Manteníamos la pulcritud a niveles extremos. Le hacíamos la batalla a los roedores con veneno, trampas y pegamento. Nada parecía detenerlos.

Gabo, cansado como todos, tomó las riendas:

—Vamos a tumbar esas paredes, Mamá. Nos va a caer la casa encima si seguimos intentando matarlas con veneno —mi Mamá estuvo de acuerdo, aunque sabía que sería un gasto importante.

Así iniciamos la segunda remodelación. Comenzamos por romper las paredes en donde oíamos a las ratas chillar con la idea de seguir la ruta por donde venían y dar con el nido. Estimábamos que estaba en la parte trasera de la casa que da hacia la montaña. Pero no. Descubrimos que tanto las ratas como la humedad de la casa venían de un mismo origen. Sucede que el desagüe que conectaba las tuberías de aguas negras con las cloacas del barrio estaba roto. Una raíz del jabillo la había levantado del suelo causando su quiebre. Como consecuencia, las aguas servidas decantaban debajo de la casa y la tubería seca era un canal de tránsito libre para las alimañas de todo el barrio. El trabajo era más grande de lo que pensábamos y requirió tumbar todas las paredes internas y el suelo. Gabo rehízo toda la casa desde el baño hasta la entrada, comenzó cuando apenas éramos dos recién graduados de bachiller y terminó unos tres años después, cuando yo estaba cursando los primeros años de la carrera y él se había mudado a la casa frente a la nuestra con la que entonces era su mujer.

Gabo hizo un trabajo arduo que adelantaba los fines de semana y las noches al volver de su trabajo formal. Un sábado en la tarde, mientras pintábamos con yeso las paredes desnudas recién terminadas, a mi cuñada se le ocurrió que, ya que haríamos las divisiones internas con madera, deberíamos hacer dos habitaciones en lugar de una para darnos privacidad. Mi Mamá y yo estuvimos de acuerdo con el cambio: una habitación la compartiría con mi abuela y en la otra estaría Mamá, que había corrido con la mayoría de los gastos gracias a las cooperativas de ahorro que hacía con mis tías y otras vecinas de la cuadra.

A pesar de que mi Mamá era viuda, trabajaba como doméstica y cuidábamos a mi abuela que tenía deterioro cognitivo, mi familia no fue candidata para un apartamento de la Gran Misión Vivienda. Nos ofrecieron el cambio del techo y de la puerta mediante la Misión Barrio Adentro, pero nos descartaron cuando hicieron el censo y notaron que el piso de la casa era de cerámica. Nuestra situación, según indicaban los resultados del censo, estaba por encima de la media del resto del barrio. El único beneficio que recibimos a través del Consejo Comunal fue la pintada de la fachada porque no había segregación socioeconómica para ello. Nadie sabía que el piso recién puesto de cerámica había requerido de la paciencia de mi cuñado Eduardo, que trabajaba en Mil Cerámicas, para seleccionar de las cajas rotas de la empresa las losas que no se habían partido y que así mi Mamá pudiera comprarlas a un precio más accesible. A los funcionarios no les preocupaba averiguar nuestra realidad. En sus mentes éramos, como nos llamaron durante mucho tiempo desde entonces, La familia Millo.

Cuando estábamos a punto terminar la remodelación y ya habíamos seleccionado las camas que íbamos a estrenar, mi Abuela falleció.

***

Lola nos dejó una mañana de octubre del 2008 a pocos minutos del amanecer. Mi hermana Jeny había estado toda la noche en vigilia junto a su cama, acompañando la respiración pesada que tenía como consecuencia del edema pulmonar que desarrolló a sus 96 años, cuando su cuerpo comenzó a fallar en cadena. Primero fue el ACV que la dejó arrastrando su pierna izquierda y nos obligó a cortarle su hermosa cabellera blanca. Luego llegó la senilidad que le desdibujó las líneas del pasado y del presente, legándola a un mundo en donde sus nietas pasamos a tener los nombres de sus hijas. Por último, llegó la neumonía que le llenó los pulmones de agua y nos la fue apagando de a poco: dejó de caminar, de hablar y se limitaba a comer lo mínimo y a dormir bajo la vigilancia de alguno de los miembros de la familia, casi siempre de Jeny.

Ese día me desperté a las seis de la mañana para ir a la oficina en el este de la ciudad. Cuando me giré hacia su cama, Jeny me miró con los ojos llorosos. Con voz quebrada me dijo:

—Creo que llegó la hora, hermana, Lola se nos está yendo.

Me volteé a mirar a mi Abuela y vi su pecho inflarse y desinflarse un par de veces más. Luego un profundo y sentido suspiro detuvo su corazón. Se nos apagó en ese suspiro infinito que le desinflamó la cara y le dejó una expresión lívida. Quiero creer que se fue con la paz de haber asentado las bases de nuestro hogar y haber criado a un pelotón de gente entre hijos y nietos.

Jeny, que estaba atrapada en una especie de estupor nervioso, se levantó de la silla mirándola fijamente. Sin lágrimas en los ojos me ordenó:

—Quédate con ella. Hay que avisarles a todos —y se fue tocando puerta por puerta de nuestra familia.

—Murió Lola —así, sin explicaciones ni mediaciones, con una profunda expresión huraña que pretendía ocultar el sentimiento de orfandad que le estaba atravesando el cuerpo en ese mismo instante.

El insondable dolor de nuestra familia invadió la calle como un quejido que nacía desde las raíces de nuestro jabillo, gritando a los cuatro vientos que la fundadora de esa tribu tan diversa había partido a otro plano. La calle se llenó de vecinos y amigos que se acercaban a dar el pésame, a acompañarnos en nuestro dolor y a ayudarnos con el trámite de buscar quien certificara la muerte y retirara el cadáver. Nosotros estábamos amontonados en la casita bajo el árbol que de pronto se sintió vacía. Sentíamos el peso de un apellido Hernández de origen español, que se nos hizo confuso, doloroso y sin sentido ante la ausencia de Lola.

Mi tía Milagros se sentó al borde de la cama de mi Abuela con una toalla, una ponchera de agua tibia y un paquete de toallitas húmedas. La limpió con una dedicación y un amor tan intensos que llenaron toda la habitación de luz y ternura. Mi tía estaba en una especie de burbuja en donde mi Abuela y ella eran las únicas personas dialogando de despedidas en un espacio paralelo. Le puso un vestido de flores verdes y amarillas, un listón en el cabello y unos guantes para que no “se pusiera fría”. La perfumó con splash de pera de Victoria Secret y nos dijo, con una mirada confusa y profunda:

—Está hermosa, ¿verdad?

 

Del libro La jevita que no encajaba (Círculo Amarillo, 2025)

 

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