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La constancia de las bestias

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La mujer llevaba media hora leyéndole al padre cuando vio algo que perdía sentido de repente. Acostado frente a ella, la escuchaba taciturno, como queriendo mirar a ningún lado. Hacía frío y los pocos objetos a su alrededor –la cama, un mecedor, sábanas viejas recién tendidas sobre el colchón, algo de ropa doblada al descuido– le daban la sensación de que el tiempo estaba detenido.

Miró su reloj y se preguntó cómo era que habían llegado hasta ahí.

—Viejo, te toca la pastilla.

La vio solo un instante. Abrió la boca y, con dificultad, se acomodó sobre la almohada buscando la posición anterior. Meses atrás había regresado a la casa para acompañarlo antes de que se olvidara por completo de sí mismo. Le habían diagnosticado una demencia que avanzó demasiado rápido para el presupuesto familiar y a ella, desde entonces, la atormentaba la culpa de no haber hecho lo suficiente.

Esa tarde solo quería leerle al padre. De su cartera, sacó un libro de poesía, el género favorito de aquel obstinado ingeniero al que le hubiera gustado dedicarse a escribir versos, pero que terminó descifrando fórmulas y reuniéndose con gente que finalmente se había olvidado de él.

Un poema para mantenerlo con ella. Así todo estaría un poco mejor.

—Lee más despacio —le pidió el padre. Y cerró los ojos.

En la hendidura de la palabra / te encuentro. Aquello le pareció ornamentado, algo cursi. Pero lo necesitaba. Tenía la convicción de que la lectura le ayudaría con su memoria, lo había leído en alguna página de Internet. Una de las tantas a las que recurrió frenética ante la idea de quedarse completamente sola.

El poema sería una casa en la que estarían a salvo. Un lugar para reponer las fuerzas que se pierden tras los diagnósticos definitivos. ¿Podía ser la literatura esa mesa que espera siempre servida?, se preguntó.

El hombre parecía haberse quedado dormido. La mujer pasó la página del libro y empezó a recitar unos versos larguísimos, casi una epopeya de la imaginación, con los que entabló un diálogo. Aunque a veces resulte un riesgo sostenerse solo de la palabra.

Volvió el rostro hacia la cama. Esa quietud de estatua se le hacía tan extraña.

Lamentó haber estado lejos tanto tiempo, la soledad en la que quedó su viejo tras la muerte de su madre. La soledad propia, la imposibilidad de mantener relaciones estables, su terrible insatisfacción ante la vida.

Antes del primer colapso del padre, ya la cotidianidad se le había desbaratado. No hubiera soportado dormir una noche más junto a Martín, ni otra jornada en esa agobiante oficina donde moría su deseo.

—Alguna vez escribiste sobre algo parecido. ¿Lo recuerdas? —le preguntó.

Se dio cuenta de que la oscuridad de la habitación empezaba a sofocarla. Se levantó de la silla para encender la luz. Sin respuesta alguna del padre, regresó vencida al poema y sus confidencias.

 

He logrado hacerte daño.

Tanto insistí

que me fue concedido un trozo

de tu carne.

Agradezco la constancia de las bestias

la puntualidad ganada a los relojes

que nada dejan,

ya lo sabes.

Tanto insistí

que en el aciago bosque

te descubriste atroz, salvaje.

Pero tú ya lo habías permitido otras veces,

¿lo recuerdas?

Padre,

no hay ruido posible que prediga la tormenta.

No hay temblor, rayo, alarido de árboles.

Llega y se retuerce,

separándonos.

No.

No nos vamos a separar.

No todavía,

no nunca.

 

Daño hace también una casa en penumbra, casa abandonada incluso por la muerte y sus fantasmas. Esas casas pesan, aunque estén vacías. Rincones en los que hubo tanto ruido y que ahora se pierden, devorados por alacranes y serpientes.

La casa de la abuela, por ejemplo. Su patio —¿te acuerdas, viejo?—, la de los almuerzos en diciembre, la época en que todos vivíamos en un mismo país. La casa donde monté mi primera bicicleta y en la que estrené los patines en línea que me compraste cuando gané el concurso de cuentos del colegio. Esa casa de jardín donde enterramos a Lulú, animal dócil que nunca se atrevió a mordernos. Ahí se quedaron tus manuscritos, el sillón para la hora del café, la guitarra, las jornadas de fiebre y las primeras inyecciones —¿la visitaste una última vez antes de que la derrumbaran?—. Yo no pude y me consuela pensar que razón tenía Hanni Ossott cuando escribió “nunca he visitado su tumba / la llevo”.

Qué pesada se nos ha hecho esta casa nuestra, papá, en la que solo quedamos tú y yo.

¿Me has estado escuchando?

A veces la vida es un naufragio interno. Es ese personaje atrapado en el estómago de una ballena. Es la lluvia absoluta. La hora de la caída. El estar siempre al borde de la angustia. Entonces, llega la literatura como un amable secuaz. Ocupando el lugar de infinito, de trayecto hacia el mar. Como el de Ocumare, al que fuimos en los Carnavales de mi niñez.

Y llegó a su memoria la canción en la que Jimi Hendrix hizo castillos de arena con sus acordes agitados, y que al final también se hundieron.

Viejo, escucha de nuevo esta frase: no hay ruido posible que prediga la tormenta. Mira a este poeta, pobre imitador de ideas borgianas que busca el sueño para distraerse del mundo. Que quiere escribir como la noche. ¿Recuerdas la época en que me pasaba a la cama de ustedes a medianoche porque no quería estar sola? No me importaba que apagaras la luz, ni que saliera el monstruo de debajo de la cama. Yo no quería dormir porque sentía que dormir era irse. Y me daba miedo volver y que no estuvieran mamá ni tú. Yo no quería irme sin ustedes.

No quiero que te vayas ahora.

La mujer detalló al padre, remoto. Estaba demacrado, casi verdoso. Sus mejillas deformes. Su respiración lenta. Los brazos cansados sobre los muslos, que ya no temblaban más. Lo ve dormir, su boca abierta es una cueva de la que salen sombras.

Y algo en esa imagen le hablaba de una vida gastada, de interminables viajes por carretera. Le mostraba un cuarto solitario con una mesita en la que no se encendía la lámpara. Unos ojos líquidos que alguna vez fueron repique de bongó.

Somos como un invento que salió mal, papá. Un juego de niños morbosos retando a la autoridad. ¿Cuándo es que uno deja de preguntarse por qué a mí? ¿Cuándo es que la rabia da tregua?

La mujer escucha un ruido que sugiere una respuesta. Entorna la mirada. Pero el padre sigue dormido. Lo mueve, llamándolo. Lo toma por el brazo. Y no logra nada. Al menos respira. Sí, aún está respirando.

¿Conservará su memoria entera mientras sueña? Cada hombre es su propia memoria mientras está despierto. Pero también puede morir dentro de cada hombre poco a poco, irremediablemente. Y entonces, ¿en qué nos convertimos?

¿Qué haré yo cuando ya no me reconozcas más? Cuando todo se acabe definitivamente y no tengas un nuevo pensamiento para contarme. A veces la vida no te ofrece la cura, pero al leerte siento que puedo traerte de esa oscuridad que nos espera y llenar tu existencia de recuerdos. ¿Servirá?

Un nuevo ruido la interrumpe. Un sobresalto que no entiende. Mira al techo, ¿será posible que esa gente esté taladrando a esta hora? Me tienen que estar jodiendo. Parranda de inconscientes.

Pero aquello no era estruendo de taladro, sino más bien un alarido. Se estremeció.

Cerró el libro. Vigilante, esperó que se repitiera. Pero nada sonó. Alguien habrá arrastrado cosas en otra parte, se dijo. Y se sumergió de nuevo en la lectura.

Leer es vivir otras vidas. Y la mujer era fiel creyente en la reencarnación, o quizás se aferraba a esa idea para calmar la angustia de saberse breve en el mundo. Leer sería también reencontrarse con el padre, cuando todo aquello hubiera terminado. Existirían en otros cuerpos, en otros lugares y otras épocas. Podrían volver a la historia, convertidos en peces o en zamuros.

¡Otra vez ese maldito ruido!

Se desconcentró. Estaba furiosa. ¡Quién carajo jode!

Iba a gritar, perder el control, cuando la atacó un pensamiento: ¿y si el ruido venía desde dentro de la casa? Aterrada, se levantó de la silla con violencia y empezó a revisar todo. Primero el cuarto: el clóset, debajo de la cama. Luego, la sala y la cocina. El baño del fondo.

—Esta vaina está rara, papá. ¿Escuchaste eso? Despierta, que nos va a tocar salir corriendo.

Él, ya demasiado lejos, no reaccionó.

¿Es que alguien de verdad había podido entrar a la casa? Había cerrado bien, con doble llave. La mayoría de los vecinos se había ido del país, pero aun así la zona seguía siendo segura. Más o menos. ¿Habría entrado un ladrón mientras ella leía? Los ladrones no escuchan poemas.

—¿Quién está ahí? —retó al vacío.

Con las manos temblorosas, revisó su celular. No tenía señal.

Sin haber podido resolver el misterio, volvió al cuarto principal. Concluyó, queriéndose tranquilizar, que el alarido tenía que venir de otra parte. Habría salido de su melancolía o del poema, que a ratos son un poco lo mismo. Es que uno se deja ir con la lectura y se desentiende de lo real. O los confunde.

Un silencio profundo. Y de nuevo el ruido.

Había regresado, esta vez más impetuoso, feroz, irremediable.

BASTA.

¡Basta! Así no puedo seguir. Así no puedo leer. Así no puedo leerte.

—Así no puedo escribirte, Aurora.

El ruido se detuvo. La mujer palideció al escuchar su nombre. Otra vez esa terrible sensación. Como en un acto imposible de rebelión, empezó a cuestionar a la voz. El padre seguía recostado, sin moverse. Aunque ya no estaba tan segura del padre ni del sueño. Ya no parecía reconocer el rostro del hombre. Ni ese, ni ningún otro rostro. Ese hombre no era su padre, ni tampoco sus memorias. Las reflexiones se las había impuesto alguien más.

¿Era ahora consciente de su propia falsedad?

—¿¡Qué es esto!? —gritó.

—No está funcionando. Esta escena no tiene sentido.

—¿Quién habla? ¿Qué carajo es esto?

—Podría borrarlo todo y volver a comenzar.

—Háblame, por favor. Sal. No estoy entendiendo nada. ¿Dónde estás?

—Quizás si modifico esta línea, la imagen serviría. Pero… qué terror me da la idea de escribir metáforas fáciles. Sufro de pensar que el ruido me gane y el apuro me convierta en un cliché. En un hombre que solo ha aprendido a hacer lugares comunes y nadie quiera al final leerme. O peor: que comiencen a reírse de mí.

Buscaba un motivo, un personaje que me permitiera recordar. Escribir unos versos larguísimos, epopeya de la imaginación, sobre alguien que lee para existir. Para que también otros existan. Un homenaje al padre, a la enfermedad y la memoria. Pero mis metáforas no tienen la fuerza suficiente. Creo que me faltan palabras, me falta misterio. Padecer un poco más la página en blanco.

Repaso a los grandes poetas y me descubro ridículo citándolos como incisos de mis oraciones. Podría dedicarme a otra cosa, pero eso también sería cliché. Muy patético, incuso para mí.

La casa está a oscuras y la historia no funciona. El padre y la enfermedad. La memoria, que también es saber seguir. El instinto que nos hace bestias constantes. Insistir en el movimiento las veces que sea necesario. Movernos. Moverse entre palabras como un triunfo ante la nada.

Un posible comienzo.

La mujer llevaba media hora leyéndole a su padre cuando vio algo que perdía sentido de repente. No. Un comienzo mejor. Necesitamos un mejor comienzo. Y, sin embargo, era cierto que había transcurrido media hora y que ella leía y que él parecía haber dejado de escucharla.

 

Tercer lugar del XVIII Premio de cuento Julio Garmendia para Jóvenes Autores (2023)

 

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