La esposa del Dr. Thorne, de Denzil Romero

24/ 04/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente

La esposa del Dr ThorneNo obstante, pronto se fastidió Manuela de su David. Lo miraba de lejos. El de Miguel Ángel no era mejor. Decididamente tratábase de un joven delicioso. Rubio, lozano, fornido, con sus ojos morunos por la ascendencia ambateña, como acabado de salir de un estuche… Era, nadie lo ponía en duda, un magnífico ejemplar de varón que apenas comenzaba a conocer la fuerza. diríase que recién salía de la infancia y que el descubrimiento del sexo también era para él un juego. Cierto que mucho se divertía con sus tremenduras… Pero no podía tomarlo en serio. Además se había enamorado de ella, sí, perdidamente, como un escolar de su maestra, y eso, eso empezaba a mortificarla.

—Manuela, no es posible que sigamos así…

—¿Cómo?

—Quiero que seas mía, sólo mía…

—¡Ajá! ¿Vas a seguir con esa monserga? ¿Acaso te has vuelto loco? ¿Y quién pagaría el tren de la casa, los sirvientes, las fiestas, los vestidos, tu propio sueldo?

—¡Oh, Manuela: contigo pan y cebolla!

—¡Pan y cebolla! ¿Una choza y un corazón? ¿Es esto lo que me ofreces? ¿Volver a Ambato, a Latacunga, a Quito? No, querido, soy mujer de otros porvenires. Estoy en el mundo para otros menesteres. ¿Te imaginas a Manuela Sáenz, contigo, sembrando guaitango en la aldehuela de Tungurahua?… No, never in the life. Además, voy a ser sincera para tu bien, sabes cuánto quiero a mi marido. ¿Alcanzas a pensar cómo se sentiría si viera a su mujer, una madrugada cualquiera, fugándose con su paje? ¡Como para no creerlo! Bueno, tampoco es para que pongas esa cara de perrito regañado. Te quiero también, a pesar, seguro que te quiero… Pero, ¿comprendes?, no es lo mismo, no puede ser lo mismo. ¡Por favor, no te pongas a llorar!

Un día alguien dijo a Manuela que David había sido visto en una de esas tabernas de la calle Ocoña con una pelandusca de mal morir. ¡Qué raro que eso le produjera tanta rabia! Pero, cierto fue que cuando se enteró no quiso probar bocado. Íntegra devolvió la comida que Jonatás le sirvió a la hora de la cena. ¿Por qué había cometido él semejante locura? Bueno, ella lo había plantado, y era tal vez esto lo que lo impulsaba.

Fue entonces cuando urdió la trama final. Se puso de acuerdo con Nathán, la más bella y joven de sus dos esclavas. Le pidió que lo sedujera, que lo conquistara, que lo encalamocara, que lo atrajese hasta su pieza. Con seguridad, el muy tonto nada tonto cedería. Jamás podría retraerse ante esa plétora carnal, esa genitiva fuerza, esa prodigalidad, esa desmesura. ¿Cómo renunciar a la ostentosa visión de las carnes y redondeces de mujer tan singular?, ¿a su cuerpo opulento y feraz, dadivoso y ubérrimo?, ¿a esas tetas ovoides y turgentes?, ¿a esos labios abiertos, voraces y rotundos?, ¿a esa nariz aleteante y roma que exhala—inhala un aire caliente por doquier?, ¿a esos dientes mordedores, grandes, blanquísimos, parejos y brillantes?, ¿a esa cintura avispada, delgadísima, modelada femínea al golpe del tambor?, ¿cómo, a esa piel de ébano, de azabache, acarbonada?, ¿cómo a esas nalgas agrestes y enormísimas, tan grandes como dos vasijas de Paracás? Cuando camina, se abanican (ellas) Cual perantones de chonta… Seguro; seguro que no podrá resistirse.

Manuela recuerda que ella misma estuvo a punto de enloquecer ante la belleza salvaje de Nathán. Fue un día ya lejano de la adolescencia, a la hora de los juegos infantiles, en la vieja hacienda de Catahuango. Jantás, Nathán y ella cazaban mariposas, recogían florecillas y piedrecitas uniformes, todas del mismo color, o, simplemente, correteaban alegres por los prados. De pronto, Nathán sintió ganas de orinar. Libre se levantó la saya, se bajó las bragas de liencillo, se agachó, y sin más, natural y obscena, obscena y natural, echó el chorro viripotente sobre la tierra ávida. Manuela recuerdo el hervor espumante de la orina y cómo, por momentos, quería ser tierra para recibirlo en su boca, en su cara, en su cuerpo todo, ávida también. Recuerda el olor que, entonces impregnó el aire de la comarca; un olor de profundidad oceánica poblada de cientos de miles de millares de anchovetas y miríadas de huevas piceas; un olor de pecina, de almacén portuario, de piscifactoría. Recuerda la postura de la muchacha, en cuclillas, abierta de piernas, insolente, como distraída y tuvo ganas de decirle entonces: méame, méame a mí, repitiéndolo mentalmente, una y otra vez, con una especie de sed. Pero, sobre todo, recuerda su vulva enrojecida hasta la sangre, como las fauces de un perro furioso, como si hubiese sido untada toda ella parejamente con almagre, con polvos de bermellón o zumo de yerbamora; desplegada como una flor de lis, flordeslisada valdría mejor decir o, quizás, como una orquídea tropical, una de esas orquídeas que se ven en las riberas de Putumayo; coronada por una maraña de pelos negros, cortos, hirsutos, ensortijados, que más que pelo parecían cerdas retorcidas tal su grosor y consistencia. Fue esa la primera fantasía erótica que Manuela recuerda en su vida. Por días y semanas estuvo presa de una confusión siempre más demente, ebria, tocante en la locura. Sola, en su cuarto, se masturbaba pensando en Nathán, en su vulva enrojecida, en el olor que de ella desprendíase, como si ese olor lo tuviese en la punta de la nariz, esparcido por la pituitaria y por todas las terminaciones olfativas, metiéndosele por los poros todos, sembrándose en la piel; como si Nathán, de verdad, se orinara en su boca, y ella, voraz, se tragara, frenetizada, toda su úrea y su ácido úrico y sus cloruros y sus fosfatos y sus oxalatos y sus sales biliares y su amoníaco. Al final, era ella la que, invariablemente, terminaba orinándose, y el plasma de la sangre parecía filtrársele, inerte, a través de las sutilísimas paredes de su glomérulo renal, de a goticas primero, con una micción dolorosa que parecía comprimirle más que ensancharle el uréter, y luego, a borbotones, poliuria desbordada que hacíala contornearse para tratar de reabsorber el chorro completo, como si fuese el miembro de un varón, hasta que el líquido mórbido empapaba su ropa de dormir, las sábanas, el colchón de la cama, o se empozaba en el piso, o fluía por él en hilillos múltiples hasta formar un estuario paroxístico de máximo goce que a Manuela, no sabía por qué, siempre figurábale la vulva enrojecida de Nathán.

Seguro, seguro que David no podría resistirse a los encantos e insinuaciones de semejante mujer.

Lo demás lo haría ella. Diatribas en su contra. Él no era una persona confiable porque solía emborracharse con putas en las chinganas de la calle Ocoña, y en las de Huancavelica, rumbo a la Plaza Unión, y en las de la horrible esquina de Rufino Torrico. No pocas veces llega ebrio a altas horas de la madrugada. Se aprovecha de que tú estás en la chacra. Cuando eso ocurre, persigue a Jonatás y Nathán. Las hostiga. Las irrespeta. Trata de seducirlas con su labia y su juventud y su buenamozura. Si hasta a ella se ha atrevido a perseguirla, atisbándola por el ojo de la cerradura de la alcoba y del cuartico de baño, cuando toma el sol en el jardín, cuando pasea por el traspatio, cuando come, cuando duerme la siesta, o cuando se cambia de ropa en el vestiaire.

Así se lo diría a Thorne.

Con Nathán acordó que ella, cuando lograra atraerlo hasta su cuarto, cerciorándose previamente de que Thorne estaría en casa, debería gritar despavorida. Simularía un estupro, una violación. Ellos, como dueños de casa y guardianes del orden, se harían presentes en el lugar de los hechos y el criminal sería descubierto in fraganti.

Resultaba raro imaginar, en la negrura propicia de un sigiloso cubil, una noche seguramente lloviznosa, velada la luna por el peso de la neblina, el polvo del desierto y los vientos de la sierra, que Nathán, boqueando desesperadamente como un pez fuera del agua, la respiración entrecortada por el daleidale de la cópula, gozosa de tener sobre sí a un muchacho tan hermoso y bien formado, blanco, blanquísimo, por añadidura, alcanzara a gritar simulando estupro alguno.

Pero así, como Manuela lo tenía previsto, ocurrieron los hechos. Y tres semanas después de haberse acordado ella con Nathán sobre los particulares del caso, David estaba despedido de su cargo y regresando a Quito, bien que con el pago de una doble indemnización en la bolsa.

A Manuela le dejó una esquela de despedida donde la acusaba de ingratitud, la maldecía como a la más pérfida de las mujeres y hablaba de suicidarse por despecho, amén de otras linduras.

—Necedades de ese David —dijo para sí Manuela, al tiempo que, por enésima vez, releía la carta y se masturbaba pensando en él. Ningún hombre, sino él, David Bennet-Erdoiza, habíale metido el brazo hasta el codo para sopesarle la matriz. Ninguno le había chupado la crica tan sabrosamente y sin remilgos. Ninguno le había untado los pezones con mantequilla o salsa de tomate.

«¡Qué Dios lo proteja!», fue el último pensamiento que tuvo en su favor.

 

La esposa del Dr. Thorne (Tusquets, 1988)

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