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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Rubi Guerra es un narrador con una sólida trayectoria literaria asentada en una decena de títulos, entre libros de cuentos y novelas. Esta trayectoria, desarrollada a lo largo de cuatro décadas, nos permite entrever elementos estilísticos propios de una voz afianzada y unas búsquedas que, al margen de las anécdotas y los ámbitos en los que se desarrollan sus historias, dejan ver la tracción de interrogantes esenciales que, por fortuna, no se han saciado en los proyectos que aborda. Estas búsquedas vienen acompañadas de ciertas presencias (o, podríamos decir, talismanes) que se dejan ver en sus ficciones literarias.
Como el mar, por ejemplo, que suele ser telón de fondo, presencia silente que contribuye a alimentar sus atmósferas o, incluso, la perfecta metáfora de todo eso inabarcable y misterioso que envuelve la vida, ese rumor ancho que rumia su eternidad y que está presente incluso cuando lo ignoramos.
Otra característica del universo de Guerra es un personaje-narrador-¿alter ego?, que se apellida Medina; una especie de solitario periodista-escritor que presta la voz (o toma forma corporal) en narradores o protagonistas de algunas de sus historias, de forma explícita o intuida, como en el caso del personaje que llega al pueblo a hacer un reportaje sobre sus bondades y se encuentra con su arruinada realidad, en El Discreto enemigo (2001); que se deja ver en Cálidas ruinas (2023) y que también se intuye en algunos de los cuentos recogidos en sus libros.
El mar como compañía silenciosa y persistente, los pueblos olvidados llenos de historias que se apagan (y el temor latente de que esas historias, esas vidas vividas, no hayan tenido razón de ser y desaparezcan de la memoria de los hombres) y un personaje que se deja ver, arrastrando sus perplejidades frente al paso del tiempo, son elementos que vuelven a poblar el universo de Rubi Guerra en Dime que me extrañas, la magnífica novela editada por ABEdiciones (2025), y que entreteje la vida (más preciso sería decir: los recuerdos, los dubitativos y sospechosos recuerdos, que se extienden durante cuatro décadas) de cuatro narradores que acuden a su memoria para entrever el camino andado y, con ello, el destino que, eventualmente, les espera. Personajes muy distintos entre sí, miradas que vuelven sobre sus pasos, para deleitarnos con detalladas memorias de sus vidas vividas, las cuales no tendrían mayores elementos comunes, además del hecho de ser hombres y estar en un momento de sus propios recorridos en el que parece que ya solo queda el naufragio. Pero el elemento que realmente une a estas historias, el silencioso punto común que las cruza, es el aparentemente más frágil de todo ese ecosistema de testosteronas e insatisfacciones vitales: Antonia, una muchacha que se nos presenta morena, linda, menuda. Una muchacha sencilla, que vive con la tía y que apenas sabemos que quiere ser cantante. Un personaje sin aparente sofisticación que, sin embargo, es el punto en el que pivotean y se rozan estas historias, la encrucijada de esos caminos. Un personaje que hace palpable la indefinible soledad de la vida de los que la evocan.
Aunque se trata de lo que en cine se conoce como un multiplot, en realidad el corazón de la historia recae sobre la voz de Octavio, viejo policía retirado que, en tanto visita en un asilo de ancianos a Gonzalo, un viejo compañero de faena, va rememorando su pasado, en el que Antonia es el inevitable centro de los recuerdos de su vida. Y los recuerdos son tan vivos que arden en su memoria:
“El olor de Antonia, piel cubierta de sudor fresco y perfume barato y vapores de ron, le llegaba a Octavio mezclado con el de la arena y el mar y se alojaba en su cerebro y sus testículos y le daban ganas de gruñir y gritar, y de hecho eso hacía mientras ella reía y se adhería a su cuerpo con brazos y piernas. Aun a través de la ropa sentía el calor de su cuerpo como una promesa de refugio, en gozoso contraste con el viento frío que corría sobre ellos. Y sobre ellos estallaba un camino de estrellas, polvo celeste disperso en el tapete del cielo.”
Antonia, un personaje de los márgenes, “cuya vida transcurría en una zona gris en la que era fácil equivocar la perspectiva”, es la fragilidad misteriosa, inabarcable, compleja sin proponérselo. Más que un punto de encuentro, es el detonante que haría de la vida de esos hombres la razón por la cual sus historias tienen sentido en esa polifonía de voces. O, dicho de otro modo, Antonia es un personaje contado a través de las miradas de unos narradores que creían conducir sus vidas sin saber que estaban siendo conducidos por el azaroso misterio de la Vida, adheridos a la silenciosa presencia de una mujer que la representa como es, sin artificios, frágil, abismal, indefinible. Ella es la vida y ellos, unos más que otros, los que la fabulan. Ella es el misterio que no se abarca y ellos, al menos Octavio y el Chaure, los antagonistas que se complementan, por exceso o por defecto, en su necesidad de la ilusoria posesión, como si algo en la vida pudiese ser definitivamente poseído.
Dime que me extrañas no es un policial, no es una novela acerca de los extravíos de la mente y de los recuerdos, no es una metáfora del naufragio del tiempo en el final del camino. Tampoco es una historia de amor ni un thriller y, sin embargo, como buena novela, se pasea por todos esos ámbitos para regalarnos a los lectores pasajes de las vidas de unos personajes muy particulares, que es como decir, de alguna manera, pasajes de la vida a secas, esos en los que se manifiesta en su esplendorosa modestia. Esos que solo un narrador experimentado y sensible sabe hacer aparecer.
Dime que me extrañas es la apuesta de un autor que elude las fórmulas para arriesgarse por nuevos caminos que le permitan seguir haciéndose las mismas preguntas. Y es, qué duda cabe, una muestra representativa, no solo del universo metafísico de Rubi, sino además de su calidad y solidez como narrador.
Reseña sobre la novela Dime que me extrañas, de Rubi Guerra (ABEdiciones, 2025)