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Pensé que la oscuridad iba a recorrer los rincones, apagándolos uno a uno. Con lentitud. Con advertencia. Pero no. La oscuridad no esperó por nosotros, no hizo una pausa. Solo nos atacó de pronto con toda su negrura y su silencio. Recuerdo que reíamos porque el enamorado de mi hermana casi se cae al subir la pequeña colina hasta la casa. Reíamos. La casa vibraba bajo nuestra diminuta felicidad y luego se apagó. Miré el reflejo de mi sombra en el espejo que estaba frente a mí. Una ligera lluvia replicó en el zinc del techo y causó un sobresalto en todos. Las latas crujieron e hicieron ruidos extraños. Pero estábamos acostumbrados a esos sonidos.
Me alejé como pude, tanteando las cosas, hasta salir hacia el patio. Todo estaba en silencio y se respiraba un horrible olor a humedad. Había dejado de llover. Me acerqué a mi padre, que se encontraba sentado en una silla de mimbre, y lo arropé con su manta. No se movió. No quise decirle nada. La enfermedad lo consumió con lentitud. En uno de sus dedos, brilló una moneda de los años veinte, que encontró entre las cosas de su madre. La acariciaba con sus dedos, pensativo.
—¿Mamá? —escuché a mi hijo en alguna parte. Luego regresé al interior de la casa. Lo busqué con la mirada, tanteé con las manos extendidas para intentar encontrarlo. Me tropecé con algunas cosas regadas en el piso, pero al menos pude ver la sombra de la cama cerca antes de chocar con ella.
Lo tomé del brazo y lo jalé hacia mí.
—Estoy aquí. No te preocupes, ya volverá.
—Hoy no —dijo la voz de mi madre en la lejanía. Pude notar su sombra salir hacia el patio a fumarse un cigarro. Quise llorar al sentir el temblor del pequeño y frágil cuerpo de mi hijo, pero me contuve. Le pasé las manos por el rostro y suspiré.
—Me voy —dijo el enamorado, desde algún lugar de la penumbra.
—Está bien —dijo mi hermana—, ¿vienes mañana?
—Si hay luz.
—Mañana tampoco habrá —dijo mi madre desde el patio. Apreté mi mandíbula, quería decirle que se callara.
Me llevé a mi hijo hacia la pequeña cama con dibujos de Piolín y le arreglé las almohadas para que se sintiera cómodo. A veces, cuando no podía dormir por el calor, se arrastraba hacia el zinc y se pegaba a este para sentir el frío. No teníamos ventilador ni mucho menos aire acondicionado. Meses atrás tuvimos un ventilador grande, pero lo vendimos para comprar comida. Mi sueldo no me había alcanzado para terminar el mes. Perdimos nuestra fuente de aire y algunas viejas joyas de mi madre. Me las entregó con lágrimas en los ojos, pues eran el último recuerdo de su abuela. Mi padre intentó trabajar de albañil, pero los dolores en los huesos no le permitieron continuar en el trabajo.
Nuestra casa era pequeña, con piso de cemento agrietado y paredes de zinc. Compartíamos parte del terreno con unos vecinos con los que apenas hablábamos. Escuché a mi hermana llorar en algún lugar mientras me movía, guiándome con los brazos extendidos, hacia dónde estaba mi madre. Veía el cielo despejado, sin nubes, sin estrellas. Negro.
—¿Cuánto tiempo crees que viviremos así? —le pregunté. Ella dejó escapar el humo y suspiró.
—Años.
—Llevamos dos.
—Y serán más.
Recordé la época en la que íbamos al cine, al parque, a comer helados y hamburguesas. Visitábamos a familiares, amigos y conocidos. Miré a mi alrededor, encogida y triste.
La ciudad se sumergió en el silencio. Y en la oscuridad.
—¿Nos vamos?
—¿Para dónde?
—No sé.
A lo lejos, un perro comenzó a ladrar. Suspiré aliviada. Un sonido. Me reconforté en ese ruido por unos segundos hasta que de repente el perro también se quedó en silencio. Miré a mi padre sentado en la silla. Seguía con la mirada en el infinito, apenas pude notar que la manta azul se le deslizó por los hombros.
—No tenemos dinero —resopló ella. Miré su perfil, no podía distinguir sus arrugas, las manchas de su rostro por el sol, sus ojos marrones. Su cabello opaco, descolorido por la falta de tinte. Teníamos un año sin pintarnos el cabello. Sin maquillarnos. La ropa empezaba a quedarme pequeña.
—Reunimos.
—¿Cómo? Trabajas como maestra. No ganas ni 5 dólares al mes. Tu hermana arregla uñas, le va un poco mejor pero no creo que sea suficiente. Su novio cada día se interesa menos por ella. Y es ingeniero, no gana tan mal, pero tampoco es la gran cosa. Yo no trabajo y tu padre está enfermo. Tardaríamos años en reunir algo para irnos. No estoy segura de querer irme. Es un desastre, lo sé. Pero crecí aquí. Este barrio es mi barrio. ¿Entiendes?
Me quedé en silencio. Sus palabras me alcanzaron como un chorro de agua fría. Tenía razón. ¿De dónde íbamos a sacar el dinero para irnos?
—Además —continúo tirando el cigarro a sus pies antes de pisarlo—, no somos bienvenidos en ningún lado.
—Pero…
—¿Y su papá?
El papá. Miré a mi hijo acostado en la cama.
—No creo que lo deje ir… sí. —suspiré.
—No le da nada de dinero, pero es su padre, para nuestra mala suerte. Si él no firma el permiso, no podremos irnos.
—¿Entonces sí nos vamos?
—No sé.
Me alejé de ella para buscar agua. Tenía mucha sed. Abrí la nevera, saqué la jarra y me serví. El agua fría me reconfortó. Solo un poco, hasta que fui a lavar el vaso.
—Se fue el agua —dije.
Pero nadie contestó.
De repente, empecé a sentir mucho frio. El aire se impregnó de ese olor raro y dulzón, parecido al barro. No podía ver casi nada, pero estaba segura de que otros ojos, otros extraños, me miraban desde un rincón. Me moví hacia la cama y pude notar algo alargado y más negro que cualquier cosa, tocar a mi hijo.
Afuera, el sonido de una moto me estremeció.
La gente del barrio solía ser agradable, capaces de ayudar a pesar de la pobreza. Pero desde hacía años los vecinos dejaron de hablar. No estaban interesados en indagar en las historias, nadie quería escuchar las tragedias ajenas. Al segundo año de la dictadura, algunos murieron de hambre. Nadie nunca se enteró de sus necesidades debido a la inmensidad de lo que nos hacía falta a todos. Nos organizamos por un tiempo para intentar salir adelante, encontramos una fundación privada que nos ayudó con comida y medicinas. Su recolecta provenía del exterior, de personas de afuera que donaban. Aquella ayuda duró cinco meses. Un día, una camioneta llena de militares se estacionó detrás del camión de la fundación. Los van a ayudar, pensamos. Porque necesitaban gente para organizar las entregas. Vi a cinco militares bajarse y disparar al chofer.
La gente gritaba.
El sol ardía arriba de nuestras cabezas.
El hambre nos hizo chocar unos con los otros.
La debilidad.
Tiraron al chofer en el piso. Tres de ellos se subieron al camión y los vimos desaparecer en una nube de polvo y angustia. Nos quedamos mirando cómo se alejaba nuestra última esperanza.
Escuché varios llantos.
Al día siguiente, nada cambió. Seguíamos sin agua y sin luz. Mi hermana despertó con los ojos hinchados, tenía el vestido de flores rojas pegado al cuerpo debido al sudor. Mi madre estaba despierta. Mi hijo se estaba despertando. Vi a mi padre levantarse de la silla con su bolso raído en los hombros y caminar hacia la puerta. Le iba a preguntar por qué había dormido en aquella silla, pero algo en su rostro me silenció. Salió y cerró la puerta con suavidad. Me levanté y le pregunté a mi madre por qué lo dejó salir.
—No lo sé. Tengo calor y hambre.
—Iré a buscarlo.
—Primero ve a darte una ducha, estás toda mojada.
Fui a bañarme con el agua que recolectamos la semana anterior. Llené el pequeño tobo de agua, tomé una taza de la cocina y me metí al baño. Me fui echando el agua con la taza mientras pensaba en nuestra desdicha y en cómo nos convertimos en personas ajenas a nuestra propia felicidad. El silencio me incomodó y me bañé con rapidez. El pequeño espacio era sofocante, odiaba todo a mi alrededor. Odié cada minuto que estuve ahí, con la mitad del pelo mojado y las chancletas rotas. Tomé una decisión.
—Tenemos que irnos —dije con seguridad. Tenía como cincuenta dólares reunidos, no era nada, pero podíamos cruzar la frontera hacia Colombia. Podíamos ir hasta allá y después buscar trabajo. Algo. Algo mejor. Me arreglé el cabello y me maquillé un poco. Mis ojos marrones, iguales a los de mi madre, me devolvieron la mirada con reproche.
—No tenemos… —empezó a decir mi madre.
—Nos vamos.
Mi hermana me miró confundida.
—¿Cuánto dinero tienes? —le pregunté mientras sacaba las viejas maletas de mi padre.
Ella pestañeó y se pasó las manos por el rostro.
—Como 60 dólares.
—Eso no es nada.
—Nos vamos —repetí—. Iré a buscar a papá.
—¿De qué hablas? Papá está en el patio.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No supe por qué, quizás me encontraba tan distraída por mi propia rabia que no noté que hasta el aire era distinto. Mi madre, con el ceño fruncido, se empezó a acercar a él. Le dije a mi hermana que se quedara con mi hijo mientras caminaba detrás de mi madre. La manta que le puse anoche estaba en el piso, llena de tierra. Nos acercamos lo suficiente para ver su cabello gris, la camisa de rayas verdes y su pantalón caqui.
—Anoche… lo vi caminar.
—Me habló.
Nos quedamos las dos en una especie de trance, de incomprensión. Empezamos a llorar. Mi madre recogió la manta y lo envolvió con ella. No podíamos permitirnos una despedida digna. Me miró y no pude decir nada más. Era el lugar favorito de papá. Asentí y entramos de nuevo a la casa. Sin mirar a mi hermana o a mi hijo, empecé a empacar. Estuvieron por decir algo, pero se quedaron ahí, mirándome, con la cara roja llena de sudor. Yo también tuve miedo y ese miedo me impulsó a querer salir lo más pronto posible de ese lugar. Iría a dónde el papá de mi hijo y le plantaría cara. Si tenía que suplicarle, lo haría.
Decidí que teníamos que viajar ligeras, por lo que solo nos llevamos lo indispensable. Ya listas, nos miramos. Estábamos sudando por el calor y todo se sentía más pequeño de lo normal. Mi hijo me jalaba de la falda, pero sin decir nada. Miramos por última vez a papá. Tomamos las maletas y salimos de la casa, con la oscuridad cerrándose detrás de nosotros.
Cuento incluido en el libro Los lugares que escondemos (Foro/taller Sagitario Ediciones, 2023)