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Los tres años que siguieron al descubrimiento del ninguneón me los pasé pensando en la manera de apoderarme de él.
El descubrimiento había sido obra de la casualidad, o quizá el ninguneón me había estado esperando por años. Quién sabe si ya desde su fabricación, en algún orden secreto estaba previsto mi encuentro con él y todo lo que pasó después.
Fue una tarde a finales de los años setenta. Estaba yo en el penúltimo curso de primaria, el primer año que se me permitió ir y volver al colegio por mi cuenta, en vez de esperar el autobús, que deambulaba por todo el pueblo lerdamente, haciendo docenas de paradas y gastando casi una hora en llevarnos desde la puerta de la casa a la del colegio, separadas sólo por ocho manzanas.
El sonido del último timbre de la tarde marcaba con precisión el final del aburrimiento diario y anunciaba la aventura de regresar a pie a casa, esto es: deambular lentamente por todo el pueblo, haciendo docenas de paradas y gastando hasta dos horas en llegar desde la puerta del colegio hasta la de mi casa, separadas ahora por incontables manzanas desconocidas a cuál más apetitosa.
Dos compañeros de curso, Rubén y Enrique, lo eran también de estas expediciones, que no seguían un mismo recorrido dos días seguidos. Cada vuelta a casa teníamos que cumplir con una nueva misión imposible, como llamábamos a la aventura de infiltrarnos cada día en algún lugar desconocido, imaginando que entrábamos a un peligrosísimo búnker del enemigo. Un día nos colamos en la molienda de café, escondiéndonos tras un camión que entraba. Nos dispersamos luego, haciéndonos señas y buscando escondites. La meta era recorrer lo más que pudiéramos del sitio antes de que uno de los agentes del enemigo nos descubriese y nos asesinase con alguna salida del tipo: qué hacen aquí, niños, vamos, fuera, fuera. O lo peor: que alguno de ellos llamase a nuestros padres, lo que entrañaba además el riesgo de ser devueltos al autobús, quizá de por vida.
Así exploramos las cuatro fábricas de leche en polvo, los estacionamientos de bicicletas de los dos cines, el parque ferial, que permanecía cerrado once meses al año, la planta del agua, la procesadora de quesos y la embotelladora de cerveza Zulia, de donde un perrazo nos hizo salir corriendo y rasgarnos las perneras del uniforme de caqui con el alambre de púas de la cerca de ciclón.
Hacia el final del año escolar, pocos sitios quedaban ya de donde no nos hubieran echado. Llegamos a recorrer incluso las mercerías, el mercado principal y el economato del club de ganaderos, sitios todos donde los centinelas nos dejaban hacer sin participar en el juego, lo cual eliminaba el peligro y el sabor.
Esa tarde, la del ninguneón, íbamos los tres mirando todas las fachadas y buscando posibles lugares reconocibles como búnkers enemigos, pero ninguno era lo suficientemente peligroso ni misterioso, por lo que torcimos desanimados hacia nuestra calle, pensando en ver la televisión. Y fue así, cuando ya dábamos el pueblo por vaciado, que se nos puso por delante la Quinta Concepción.
Ocupaba una esquina junto a la cañada que dividía en dos el pueblo y, a falta de algo más emocionante, tenía a su favor el estar deshabitada y el ser enorme y muy antigua. En algún pasado remoto debió vivir allí alguna familia de dinero, pero en todos los cursos que llevábamos asistiendo al colegio, y analizando la calle desde el autobús, la habíamos vista convertida en: academia de corte y costura, comando del ejército, ambulatorio para distribuir vacunas, sede de un partido, club sindical obrero y por último, liceo nocturno.
Su vecindad con la cañada la había condenado: el terreno se hundía, llevándose consigo el caserón, que pese a su gran altura y proporciones generales, era una construcción ligera y grácil. Sus delgadas paredes eran, como pude comprobar después, apenas una barda de caña brava recubierta en ambas caras con una capa de barro y un friso de cemento. Se extendía desde la esquina hasta media cuadra en dos direcciones, ofreciendo dos amplias fachadas con grandes ventanas de batientes, con balaustres y poyos. En lo alto, la recorría una cornisa de madera perforada con motivos marinos, coronada por una hilera de vieiras de yeso. En el portal adelantaba hacia el hundido jardín una glorieta con una cúpula de ocho aguas sostenida por doce delgadísimas columnas. Completaban la fachada dos robustas palmeras, o mejor dicho, una palmera y el tronco cortado de la otra que en algún tiempo remoto completaba la simetría. Cada vez que cambiaba de inquilino, sus dueños —desconocidos para mí— la hacían pintar toda completa, siempre en algún color pastel combinado con blanco para las molduras y los marcos de ventanas y puertas. Así se mantenía en un aceptable estado, pese a ciertas intervenciones estrictamente utilitarias, como los agujeros practicados de cualquier manera, en ventanas y paredes, para instalar aparatos de aire acondicionado.
Fue la visión de uno de estos agujeros, a la altura de nuestras cabezas y tapado con precarios remaches, lo que nos hizo adivinar que la Quinta era en realidad el último reducto del enemigo, y que si lográbamos colarnos dentro e inspeccionarlo todo, habríamos salvado al mundo definitivamente de la amenaza enemiga, siempre por definir en detalle, pero en general aceptada como un plan para destruir el planeta.
Forzar la tabla y entrar no requirió, la verdad sea dicha, demasiado heroísmo de nuestra parte. Atrevernos a recorrer los interminables pasillos, distribuidos en el interior de una manera irregular y por tanto impredecible, ya era otra cosa, sobre todo si se considera que los centinelas, en este caso, eran por lo menos zombis sanguinarios. Avanzábamos con las espaldas pegadas a los muros, los tres queriendo siempre el que va adelante, se detiene, y luego hace un ademán silente a los otros para que le sigan, porque ha encontrado el camino. Este era el punto de los conflictos, el que hacía que nos dispersáramos y nos pillaran más rápido, y que termináramos enemistados una tarde de cada dos. Así que esta vez nos separamos de nuevo y, a solas cada uno recorrió un tramo de la casa. En cinco minutos nos habíamos encontrado, de nuevo, sin nada espeluznante que contar. Los salones estaban completamente vacíos y recién pintados. Ni siquiera contábamos con la oscuridad porque eran apenas las cinco de la tarde y la luz se filtraba a través de los cristales esmerilados. Muy pronto descubrimos que estar callados era menos peligroso que hablar, pues las palabras, e incluso los gritos que siguieron, temblaban en el aire vacío y paralizado del caserón. Pero tampoco esto daba para mucho. Estábamos ya por irnos cuando escuchamos un golpe seco y fuerte en alguna parte del inalcanzable tejado. Los tres sabíamos que era un mango maduro que había caído sobre la casa, pero preferimos aterrarnos, para poder ejercitar nuestra indudable valentía controlando el miedo: era una señal del mal, había que atacar los salones del fondo. Hecho lo cual, Rubén empezó a bostezar y Enrique a decir que tenía ganas de mear. Además, nos íbamos a perder Batman como no llegáramos pronto a casa.
Y entonces, cuando íbamos de regreso al agujero por donde entramos, al pasar frente a la puerta entreabierta de uno de los salones, yo intuí su presencia. Me detuve, alerta, e hice la acostumbrada señal a mis camaradas: peligro. De inmediato se pegaron a las paredes y me permitieron ser yo quien terminara de abrir de una patada la puerta para irrumpir los tres con los revólveres en ristre. Lo que vimos dentro nos hizo bajar las armas, o mejor dicho, que éstas recuperasen su aspecto de dedos, en que las llevábamos camufladas.
Al fondo del salón había un instrumento musical, de madera fina, erguido contra una pared. Debo anotar aquí que esta es la única descripción que se le acerca. Es inútil, al menos para mí, intentar agregar más datos. Lo que supe en ese momento, a saber, que era un instrumento musical, que era de madera fina y que estaba erguido contra una pared es lo más que supe nunca de aquél objeto. Bueno, está también su belleza, pero esto entra dentro de la lista inagotable de sus poderes.
Le rodeaba una atmósfera de finísima vibración, como si por alguna razón se perpetuara a su alrededor el recuerdo de la última pieza musical que de él había salido. O como la promesa de toda la música que podía ofrecer en el futuro. Yo tenía la sensación de saber qué instrumento era, la vaga idea de haberlo sabido siempre.
Es un piano —dijo Rubén.
No —dije yo—, es otra cosa, lo tengo en la punta de la lengua.
Es un arpa grande, un arpón —dijo Enrique.
Que no, que no —dije yo—. Déjenme concentrarme.
Es un clavicornio —insistió Enrique.
Tiene botones: es un acordeón —sentenció Rubén.
No —dije yo—. Además, no son botones, son como remaches de madera. O tornillos.
Un bandoneón —redondeó Rubén.
Que no —dije yo, más impaciente— no es ninguno de esos.
Es un ninguneón —concluyó Enrique, harto ya del tema, mientras daba la espalda y salía.
Rubén se echó a reír. Enrique era célebre por su habilidad de salir adelante con alguna palabra inventada para lo que no conocía. La risa de Rubén, que declaraba su conformidad con la conclusión de Enrique, me irritaba, sobre todo porque aquella palabra se estaba adueñando del instrumento, y a la vez alejando definitivamente esa otra palabra —la correcta— que yo sentía en la punta de la lengua, y que era algo así como “capotoste” o “capitosque”, aunque no sé de dónde podía haber salido.
Es un ninguneón —dijo Rubén. Vámonos.
Me quedé unos instantes más mirándolo, pero al final corrí para alcanzar a mis compañeros.
Esa noche, al irme a la cama, me encontré pensando intensamente en el capitosque o capotoste, pero el problema de la definición me estorbaba, así que decidí que provisionalmente aceptaría la definición de ninguneón, combinación de letras que al repetirla mentalmente, resultó tener el poder de hacer aparecer, ante mis ojos cerrados, al ninguneón.
Lo veía entonces en todo su esplendor, pero cuando intentaba pasar a imaginar su música o su posible origen, se difuminaba, quedándome sólo la certeza de que era un instrumento, de madera, erguido. Un ninguneón, me repetía, y así podía verlo fugazmente y me dormía con su imagen.
Vino entonces una época de increíbles sueños que tenían como centro al ninguneón. Su evocación atraía la aparición de blanquísimas arquitecturas que yo veía con tal grado de detalles que al despertar tenía la certeza de haber estado en palacios creados para alojar el ninguneón en su núcleo, quizá en Rusia o la India.
El ninguneón tenía que ser mío. Esta obsesión ocupó entonces las lentas horas de las clases de dibujo, la espera, cualquier espera, en el cine por ejemplo, y la antesala del sueño.
Tenía que ir a la Quinta Concepción y llevármelo. Pero ¿a dónde? No podía ir por la calle con el ninguneón, la gente me preguntaría, quizá querrían impedírmelo. Por otra parte, es posible que tuviera dueño. ¿Y si Enrique y Rubén estuvieran pensando en lo mismo? Además, cómo es posible que nadie hable del ninguneón, cómo es que habiendo pasado tanta gente por esa quinta el ninguneón no haya sido robado antes. Cómo es que no se forman colas en la entrada para verlo. Así se me amontonaban los pensamientos y las conjeturas. Empecé a analizar a la gente, a ver si alguien mencionaba el asunto. ¿Y si toda la vida lo han estado nombrando delante de mí pero con la otra palabra, la correcta, “capitrosque”, “casquiproque” o como fuera?
En las clases de dibujo, la memoria del ninguneón me llegó a desesperar. Cada vez que nos pedían “un dibujo espontáneo” ponía yo, lo primero, el título en arco: el ninguneón, confiado en que la palabra convocaría con su poder al ninguneón, pero nunca llegué ha hacer ni una mancha que le rozara siquiera en su color.
Tenía que apoderarme del ninguneón. Lo sacaría de noche. Pero entonces ¿cuánto pesará? ¿tendrá ruedas por debajo? ¿cabrá por la puerta? ¿y si a media madrugada, cuando venga con él por la calle, le da por ponerse a sonar?
Imaginaba sótanos para esconderlo, largas escaleras subterráneas en cuyo diseño me pillaba el sueño, y continuaba entonces dormido, agregando agua en torno al ninguneón, laberintos de cristales, pequeñas islas en medio de lagos negros, con la glorieta frontal de la quinta robada también para contener al ninguneón.
Decidí dar un paso importante: averiguar qué demonios era el ninguneón. Pero no aparecía en ninguna enciclopedia. Quedaba solo la posibilidad de que fuera alguno de los instrumentos de los que no había fotos ni dibujos en los libros, pero entonces ninguno de los significados de éstos se le acercaban.
Llegaron las vacaciones y nos fuimos a la capital de la provincia. Por un verano estuve relativamente libre del ninguneón, pero a cada tanto reaparecía en sueños, reclamando siempre la complicada elaboración de algún espacio imposible para rodearle.
Al año siguiente, de regreso al pueblo, al pasar frente a la Quinta Concepción, me aventuré a mencionar el tema a mis padres, por ver si a través de la casa obtenía sin descubrirme algún dato sobre el ninguneón. Pero no me dijeron nada que yo no supiera, a lo sumo terminaron hablando entre ellos de la familia a la que había pertenecido la casa, sin asomar pistas sobre el ninguneón.
La quinta seguía cerrada, a la espera de un nuevo alquiler. Mientras la rodeábamos, me asaltó un pensamiento: ¿y si alguien se lo hubiera llevado?
Al parar el carro frente a la casa, salí corriendo y me colé de nuevo en la quinta. La recorrí toda, sin dar con el salón del ninguneón. Perdía la cuenta de los salones, y por más que volvía a empezar, haciendo grandes esfuerzos de concentración, siempre me quedaba la sensación de no haber pasado por todas las puertas, y la que me faltaba era la del ninguneón. Con esa certeza me fui a casa, y me hicieron meterme en cama, pues tenía 40 de fiebre.
Transcurría el otro año escolar. El viaje a casa se había convertido en una rutina, siempre por la misma vía, la más corta. Lo mismo hacían Enrique y Rubén. El recuerdo del ninguneón se iba volviendo más dulce. Se desdibujaba por espacio de un mes o así para regresar en sueños, fortalecido.
Un día interrogué a Enrique y a Rubén, pero para mi gran sorpresa, ninguno de los dos se acordaba ya. Un instrumento musical, de madera, en la Quinta Concepción, repetía yo. Recordaban, sí, la vez que entramos, por momentos parecía que se iban a acordar también del ninguneón, pero los datos que yo repetía no hacían más que confundirlos.
¿Pero qué era? ¿Una guitarra grande de esas que se tocan con un palo, así? —preguntó Enrique.
No —dije yo— eso es un contrabajo. Te estoy hablando del ninguneón, tú mismo le pusiste nombre.
Nada, recordaba haber dicho lo del ninguneón, pero esta palabra no traía nada en el bolsillo para él. Llegué a pensar que entre los dos lo habían robado, pero conocía sus casas y sabía que no podrían haberlo escondido sin que se hubiera armado un escándalo.
Volví a la quinta seis veces, y a la sexta, cuando ya me disponía a irme, con unas inmensas ganas de llorar, escuché el golpe seco del mango al dar contra el techo. Se me ocurrió que si repetía la ruta del primer día, quizá… así lo hice. Me fui a los salones del fondo, regresé por el pasillo principal y vi una puerta entreabierta. La abrí del todo de una patada y allí estaba el ninguneón. Musical, de madera, erguido. No parecía pesar mucho. Eso sí, no cabría por la puerta de mi casa. Tampoco podría sacarlo por el agujero del aire acondicionado, tendría que forzar la puerta de la quinta. Podría hacerlo esa noche, pero antes tenía que encontrar un lugar para esconderlo. Antes de irme, repetí el recorrido, temiendo no encontrarlo a la vuelta, pero, al menos ese día el ninguneón siguió en su sitio.
La búsqueda del lugar para esconderlo me consumió meses. A cada tanto iba a la quinta, pero de cada diez veces, sólo una daba con el ninguneón. Llegué a creer que su aparición estaba subordinada a la caída de un mango y a la repetición de los pasos desandados, pero esto resultó no cumplirse siempre, porque una vez, olvidado casi del motivo de mi intrusión en la quinta, di con él nada más entrar.
Luego volvieron las vacaciones y el ninguneón se negó a mostrarse de nuevo, con golpe de mango o sin él, disimulando yo o yendo a por él directamente. Para colmo, se anunció en un cartel la próxima apertura en la quinta de una academia de inglés, y pusieron un enorme perro negro a cuidar el patio.
El cartel se destiñó bajo la lluvia y el sol, y el perro desapareció y no hubo academia de inglés. Ya para entonces odiaba al ninguneón. O al menos lo intentaba. Me ponía a pensar en cuánto podía valer, y se me aparecía ante los ojos la cifra, redonda y deslumbrante: 1.00000000000000000000 de dólares. Me entregaba, antes de dormir, a inventariar todo lo que compraría con ese dinero, para terminar reconociendo que todos los tesoros por alguna razón no me compensaban. Aumentaba entonces el precio, y agregando ceros me dormía.
Dejé de pasar por la quinta al volver de clases. Me hice otros amigos, me puse a usar la bicicleta y me entregué a una vieja pasión, la piromanía, y a otra nueva, la de hacerme pajas.
El ninguneón regresaba en sueños, pero ya ni lo comentaba conmigo mismo. Cuando íbamos en el carro y pasábamos por la Quinta Concepción, pensaba, con rencor: ahí te pudras. Pero en la noche, después de rezar y antes de la paja, le pedía perdón.
Lo volví a ver, pero en un libro. Un diccionario gordo que estaba revisando en busca de la palabra “incordiar”, que había visto en la prensa, cuando en una de las páginas que pasaban en caída, lo vi claramente, en una fracción de segundo. Tuve que robarme el libro de la biblioteca del colegio para revisarlo en casa página por página. Creía haberlo visto entre la jota y la eme, pero no apareció por más que revisara de adelante hacia atrás, al revés, al azar. Tampoco sirvió de nada dejar reposar el libro varios días para tomarlo de improviso y revisar. Terminé quemándolo en el patio.
En la época de los exámenes, ya en el último curso, descubrí algo que me pareció un gran invento: unos fósforos colombianos que se encendían al rasparlos contra cualquier superficie rugosa, sin necesidad de usar la caja. Esa era mi compañía en los viajes de vuelta a casa. Además, podía llevarlos sueltos, lo que me permitía burlar las revisiones que a cada tanto se me hacía para quitarme fósforos y yesqueros, sobre todo después de que por accidente quemé la cama de mis padres. Sólo podía comprar los fósforos en las tiendas alejadas de mi casa, porque en las de mi calle estaban avisados y no me los vendían.
Eso me llevó de nuevo a la calle de la Quinta Concepción. Enfrente estaba un supermercado, el primero en el pueblo. Al salir de él, uno podía ver la quinta desde arriba, porque la acera de enfrente se trepaba al puente de la cañada. Yo compraba los fósforos y me iba a casa, quemando uno por uno, o a veces quemaba algún montículo de hojas o de papeles, y eso era todo.
Esa tarde hacía mucho calor. Era agosto y no había llovido en todo el año, lo que me proporcionaba abundantes hojas secas. Algunas otras cosas debían haberse adueñado de mis pensamientos por aquel tiempo, porque no miento si digo que cuando me vi frente a la quinta, no pensé en el ninguneón. La verdad, y esto quizá sea más difícil de creer, es que nunca tuve la intención de hacer lo que hice. Es decir, si digo que lo hice, miento, pero si digo que no lo hice, también.
Esto es lo que ocurrió. Al pasar frente a la quinta, raspé un fósforo contra la verja. Uno solo. Prueba de que no llevaba ninguna intención es que por el camino había gastado ya una docena de fósforos haciendo lo mismo, raspándolos contra las verjas y mirándolos arder. Tenía el fósforo ardiendo en mi mano cuando me acarició la frente un fleco de la palmera. Estaba reseca, y me había tocado. Sin pensarlo acerqué la llamita al fleco, y eso fue todo. El fuego se trepó, se infló, creció, envolvió la palmera, que se puso a cabecear como un animal que se quiere quitar las bridas. Yo no me había movido, el fósforo aún ardía entre mis dedos y se me apagó entre ellos sin que tuviera tiempo de tirarlo, o cerrar la boca. Cuando empezó a llegar la gente, disimulé, hice como que iba pasando. Le di la vuelta a la manzana (la calle de atrás la recorrí corriendo) y volví caminando como quien pasa por ahí, por la otra acera, la del supermercado, donde no quedaba nadie porque todo el mundo estaba del otro lado mirando la palmera en llamas.
No sabía yo que hubiera tantos bomberos en el pueblo, que fueran capaces de responder tan rápido (estaban a media calle de allí) ni que fueran tan torpes: lo primero que hicieron al llegar fue intentar derribar la palmera tirando de ella entre todos tras rodearla con una cuerda. La palmera basculó hacia delante, hacia atrás y luego se derrumbó sobre la glorieta, esparciendo una ola de fuego sobre la quinta. Es difícil contar esto, pero las viejas maderas, esas mismas que se habían visto tantas veces anegadas por el agua de la cañada en tiempo de lluvia, parecían haberse impregnado, al resecarse en el largo verano, de algún vapor de aceite. El caso es que jamás en mi vida he visto, ni en el cine, arder algo con tanto furor. Es como si la casa hubiera estado atormentada desde el día en que la construyeron, por un desesperante deseo de arder, como si hubiera estado a la espera de una llama, por mísera que fuera para carbonizarse, en medio de una explosión de chispas de madera. El friso se desgajó en pedazos, dejando salir las cañas para que ardieran una por una, separándose del todo, como una mano de mil dedos que los usara para contar. Uno tras otros iban cayendo los tejados inclinados, con el artesonado crepitando y distribuyendo el fuego a otras estancias. La gente se alejó, porque el calor imponía mucho y porque aquello no se podía creer.
Pensé en el ninguneón y me imaginé que iba a ser perseguido por el resto de mi vida. Los crímenes siempre se descubren, y el culpable iba a ser yo. Me trepé por el poste hasta el anuncio del supermercado y allí vi desde arriba, cómo el fuego se adueñaba de toda la quinta, creciendo de rabia y poder.
Y desde allí vi caer un mango entre las llamas, vi al fuego ir al fondo y devolverse. Y vi aparecer el ninguneón al caer el techo que le cubría. Su madera también quería arder, quizá la que más. Fue sólo una visión de un instante: el ninguneón, perdido el punto de apoyo de la pared, giró como este movimiento de la mano en que al bajar el meñique le siguen los otros dedos con elegancia, como una esfera, como algo hecho para girar. Giró una sola vez hacia el abrazo de las llamas y eso fue todo.
El fuego duró cinco horas. Hasta yo me aburrí de verlo. Al final me di cuenta de que mi bloc de dibujos estaba justo en la puerta, o lo que había sido la puerta de la quinta. Mi bloc, con mi nombre, en el lugar del crimen. Lo recogí sin que nadie me preguntara nada. A lo sumo: quítate de ahí, niño, vete para tu casa.
Estaba dispuesto a decir la verdad, sin embargo me encargué de desaparecer las primeras hojas del bloc, que tenían huellas de las botas de los bomberos y perforaciones hechas por algunas pavesas que le cayeron y atravesaron hasta diez hojas. No iba a decir la verdad hasta que la policía me fuera a buscar.
Pero asombrosamente nunca vinieron por mí, nadie me dijo nunca nada, nadie sospechó de mí y más asombroso aún, la vida continuó igual y el tema se olvidó, en realidad, no dio ni para dos días de conversación.
Y veinte años después, el ninguneón aún me pertenece. Ahora mismo cierro los ojos y lo veo. Musical, de madera fina, erguido. No me pidan más datos.