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Los comemuertos

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I

No; no es una historia de chacales, de hienas o de cuervos; no es, siquiera, una leyenda de necrófagos. Es apenas uno relación corta, un poco triste, un poco pueril, donde hay infancia, el cielo brumoso de un diciembre provinciano, la carita triste de una niña que se pone a llorar.

II

Los Giuseppe eran una familia calabresa, hambrienta, desarrapada y sucia que vivían en un rincón de tierra en una cabaña hecha de pedazos de palo, de duelas, de restos de urnas robados en el Cementerio de Morillo, una de cuyas tapias derruidas lindaba con la vivienda de los Giuseppe, si es que puede llamarse vivienda un cacho de tierra colorada, diez o doce matas de cambur, un mango, y bajo el mango los techos de la zahúrda de latas y piedras, y bajo la casa, la familia: dos muchachos comochos o hachazos, con los brazos muy largos y las manos muy grandes y los pies enormes. Rojos, de pelambre erizada como los pelos de los gatos monteses y que ayudaban al viejo en trabajos de mozo de cuadra en la ciudad a veces, y a veces en el merodeo de los corrales. Además, una chica rubia, también pecosa y pelirroja, con nombre lindo de princesa: Mafalda. Cuatro cacharros, hambre, vagancia, fealdad del paisaje, de los habitadores, del concepto mismo que tenía la ciudad hacia aquel torpe rincón de cementerio donde vivían unos italianos que “comían muertos”.

III

—Los come-muertos!!Los come-muertos!

Y todos los chiquillos, cuando pillábamos de paso a la pelirroja y a sus hermanos, los acosábamos a motes, a injurias, a pedradas.. Sólo el viejo —torvo, mugriento, con una de esas barbas aborrascadas que no terminan de crecer nunca y la pipa de barro colgándole de lo mandíbula—, se libraba de nuestra agresión. Inspiraba temor aquel calabrés de hombros cuadrados y aire vago de sepulturero…

IV

Un día, Giuseppe padre fue arrestado. Parece que sé desaparecieron unas gallinas muy gordas del corral de las Hermanitas de los Pobres; qué sé yo — Lo vimos desfilar, amarrado por las muñecas, feroz y sombrío, entre dos agentes que le empujaban, brutales, calle abajo. Tenía el traje más desgarrado que de costumbre y marchaba cabizbajo, tambaleante, avergonzado probablemente de su horrible delito, con las faldas de lo camisa por fuero, al extremo de un eterno chaleco de casimir indefinible que usaba a manera de chaqueta. Cobardes como seres débiles, como mujeres, como hombres mal sexuados, gritamos todos al paso del vagabundo: ¿tullo, Come-muerto! Y seguimos gritando, en procesión tras del cortejo, por muchas cuadras. En seguida alguien tuvo una idea luminosa: —Ahora que están solos los hijos de Comemuerto, vamos a tirarles piedras.

V

Caímos como una tromba sobre!a barraca. Los dos Giuseppe contestaron al ataque vigorosamente, rechazándonos a pedrada limpia desde las bardos del corral. De los doce o trece que éramos, alguno se retiró cojeando, otro con la cabeza rota y un tercero al tratar de huir ante la furiosa carga que los dos muchachos, desesperados, intentaron más allá de lo palizada, rodó barranco abajo, estropeándose lo nariz.

Pero cercados por todas partes, lapidados por veinte manos, tuvieron que ampararse de nuevo tras las tapias de lo vivienda.

No obstante, nos tenían a raya. Sus pedradas, certeras, furiosas, pasaban zumbando por nuestros oídos. Otras dos bajas; une que gritó al lado mío poniéndose ambas manes sobre un ojo, otro que saltaba en una sola pierna, cogiéndose el pie aporreado en lo alto del muslo:

—Ay, carrizo, ayayay, carrizo!

El ala de la derrota batió un instante sobre nosotros. Hubo una vacilación, Pero alguno, estratégico, me gritó:

—iTú, que te metas por el cementerio y los cojas de atrás pa alante!

Comprendí. Y sin vacilar, los ojos inyectados de ira y los bolsillos repletos de piedras, trepé la tapia, y con un “guarataro” en cada mano, por entre las tumbas viejísimas, de ahora un siglo, y los montículos cubiertos de ásperos cujíes y las cruces de madera podrida, avancé, cauteloso, con todo el instinto malvado de la asechanza, en plena alevosía de pequeña alimaña feroz.

A pocas varas, entre dos sarcófagos, uno sombra fugitiva, un harapo oscuro, un ser que huía, trató de ocultarse tras de una tumba, pero antes de conseguirlo, una certera pedrada lo tendió, pataleando, entre la hierba.

Corrí hacia mi presa lanzando un alarido de triunfo. Sobre un montículo cubierto de yerbajos, uña fosa sin duda, estaba Mafalda, la peli-roja. Tenía la frente abierta por un golpe horrible, y un hilillo de sangre iba desde la sien hasta la hierba, trazando un caminito rojo, muy delgado; era como la cinta encarnada del rabo de los “papagayos”.

Entorpecido, alocado, corrí hacia la muchachita caída que abría los ojos llenos de estupor…

Luego se llevó la mano a la herida, sintióse la humedad de la satígre y rompió a llorar:

—ISon ellos, son ellos! A mí no me hagan nada; yo no sé tirar piedras…

Y arrodillada, se arrastraba a mis pies, las mechas en desorden, semejante a una gran trágica, con todo el pelo rojo como una llamarada.

Ya no sé cómo ni cuándo la tuve sobre mi brazo; con mi pañuelo sequé en su rostro lágrimas y sangre, y luego le vendé la frente.

Lloraba a pequeños sollozos y explicaba que huyendo de la pedrea había saltado la tapia refugiándose en el cementerio.

Estaba avergonzado, lleno de dolor y de desesperación contra los demás, contra mí mismo.

Cuando, ya mas tranquila, la guiaba para salir de aquel recinto lleno de frescuras vegetales, de vetustez de piedra, del misterioso encanto que tienen las tierras donde los hombres duermen para siempre, Mafalda me miraba a los ojos con sus pupilas amarillentas como las de una bestezuela asustada.

Había un gran silencio; una suave paz en la tarde. Los otros, o habían huido o reñían ya lejos …

VI

En la tapia, al saltar, apoyando sus manecitas en mis hombros, acercó a mí su carita pecosa, sucia, con la frente vendada y sangrienta.

Todavía recuerdo aquella expresión de sus ojos amarillentos que tenían la dulzura de la tarde amarilla sobre las tumbas.

—Ya tú ves que yo no tengo la culpa. Pero no vuelvas a venir con ellos que son malos y nos tiran piedras…

VII

Yo no supe cómo explicar en casa por qué tenía las manos y el traje manchados, de sangre. No lo supe explicar entonces. Hoy tampoco podría hacerlo.

 

De Cuentos grotescos (Imprenta Bolívar, 1922)

 

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