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Los verdaderos paraísos son los que uno ha perdido.
Albert Camus.
1.
En el pueblo se rumora que hay un joven hospedado en la posada pesquera Pôr do Sol que habla un portugués torpe y viene de muy lejos. Por órdenes de doña Satori, la dueña de la posada, nadie le pregunta por su procedencia o su destino. Intuye, por la forma en que le habla —desacompasado, intercambiando las vocales, como si fuera víctima de un trance angustioso—, por aquel rostro de resignación —los párpados pesados, los pliegues de una piel endurecida por el sol—, que solo necesita ayuda. Necesita un trabajo y está dispuesto a hacer casi cualquier cosa.
Doña Satori no siente compasión, es poco dada a ese tipo de sentimientos. Solo cree en el chico, cree en su fortaleza, en lo que sea que haya podido llevarlo hasta ahí. Debajo de ese dolor y ese cansancio, que no son más que los signos de un largo viaje que todos hemos hecho alguna vez, hay determinación. Sea cual fuere el motivo, ahí en la posada hay trabajo para él.
Es un joven hermoso, con el cabello castaño, imberbe y de nariz pequeña, piel morena y una sonrisa discreta pero seductora. Es de mediana estatura, como de unos veintitrés o veinticuatro años. Delicado, sereno, despierta en las jóvenes mucamas una curiosidad desconocida para ellas. Ya habían visto turistas muchísimo más bellos que este muchacho, pero ninguno producía esta sensación de peligro, de materia desconocida, de ecuación no resuelta. Revolotean, se azuzan y amontonan, van y vienen, podría decirse que están inquietas, desacostumbradas a la novedad en un lugar de normas ciegas y rituales; pero es más que eso, parece como si detrás de ese hombre se avivara un fuego, una llama dulce que invitase a la cursilería. No se aguantan, se ríen inocentes entre las ropas colgadas al sol, se hacen señas y muecas delatoras. Están, qué duda cabe, erotizadas.
David, ese es su nombre, es cauto y hacendoso. Muchos días de no beber suficiente agua y yacer bajo el sol dibujan en sus brazos ramificaciones azules que sobresalen de un cuerpo vigoroso. Sus ojos, sin embargo, no despiden ninguna luz, son opacos, taciturnos, como si el pasado lo acechase, como una sombra que se proyecta bajo un cuerpo que no es el suyo.
Llegó la madrugada de un sábado a Ilha Comprida, pueblo vecino de Iguape emplazado al sur del litoral paulista. Bajó de la parte trasera de una camioneta con estacas de madera que venía de São Paulo a la costa a cargar cocos. Lo arrojaron en la isla y le señalaron hacia el oeste —levantando la mano como un navegante que ha avistado tierra—, rumbo a Iguape. Siguió de noche por una carretera larga y estrecha, con ciegos brotes de luz venidos de unos faroles distantes que marcaban una sinfonía que a él se le hizo eterna, una verdadera peregrinación. Al llegar al pueblo preguntó por una hospedería y dos borrachos le convidaron una cachaça mientras descansaba en las escaleras de la iglesia del Bom Jesus. Le indicaron una modesta posada que no habían visitado nunca, pero de la que todo el mundo hablaba, llamada Pôr do Sol. Quedaba a unas pocas cuadras cruzando la pasarela arqueada sobre el río Ribeira. Fatigado, atravesó la plaza, bordeó el río, cruzó la pasarela y a unos pocos metros se encontró con un portón azul y un largo paredón blanco y rústico con un sol rojo dibujado en el centro, lo que para él fue señal suficiente de que estaba en el lugar que buscaba. Esperó hasta el alba, recostado del largo paredón para no despertar a nadie. Solo le quedaban un par de bananas en la mochila. Se las devoró la primera de las cuatro veces que abrió los ojos antes del amanecer. En las otras tres se conformó con bostezar, mirar con devoción su pequeño reloj de pulsera tratando de que, en una disputa que suele ser muy desigual, el sueño venciera al hambre.
Dice que perdió todo en el camino. Intenta explicar cómo lo asaltaron durante la travesía, pero doña Satori no se molesta en indagar, presiente que la historia es falsa. No le inquieta, a kilómetros se ve que es un hombre honesto. En los cuarenta años que tiene a cargo de la posada ha visto pasar un desfile de trabajadores y sabe, de solo verlos, si son de fiar. Él pide permiso para usar el baño, no toma las frutas de la vasija que reposa sobre la mesa del zaguán, la vasija naranja que cada mañana ella completa para que los empleados se sirvan sin consultarle, y tampoco ha reclamado por los mosquitos que, en la única habitación disponible, con las paredes a medio frisar, acaban por convertirse en uno de esos tormentos silenciosos de la vida campestre. Doña Satori lo sabe. los japoneses siempre están evaluando las formas con discreción. Para ellos los hábitos lo dicen todo.
Doña Satori lo llama el argentino porque su idioma es el español y hace sonar la erre como si tuviera apresada la lengua e intentase liberarla haciéndola vibrar.
Tiene destreza con las manos y aprende rápido. Doña Satori necesita ayuda en la cocina. Lavar uno por uno cada siri es una tarea que, en manos de una sola persona, puede llevar todo el día. Los pescadores llegaron esta mañana del río, de donde sacaron unos doscientos ejemplares adocenados en sacos de papas.
Ella le enseña cómo tomar al cangrejo para que las pinzas no acaben destrozando sus manos. La precisión lo es todo, este crustáceo es ágil, de movimientos rápidos y certeros. La operación debe ser exacta, con dos dedos hay que tomarlo justo sobre el caparazón y con la otra mano restregar con la esponja los excesos de tierra y algas. Del otro lado, en el fregadero, los bichos se contorsionan y crepitan. Se amontonan dentro de las piletas que componen la larga encimera de granito que ocupa todo el centro de la cocina.
—Viene de Uruguay.
—No, viene de Argentina.
Hablan entre ellas, cacarean; las empleadas de limpieza especulan sobre el joven que camina todas las mañanas a la orilla de la playa. Lo ven llegar en la bicicleta oxidada que doña Satori tiene para los mandados. Juega con los perros de los pescadores, pasa horas sentado viendo el mar arrojando cantos rodados, como si buscara algo más allá de la línea divisoria entre el mar y el abismo, ahí donde se acaba el mundo. Nada con mucha destreza —y a veces también con algo de imprudencia—, se adentra al océano y vuelve nadando enérgico y poderoso. Bruna, vendedora de açai, lo ve bañarse solo y lo saluda. Él se le acerca y conversan un poco.
—Tu portugués está mejorando, al menos ahora te entiendo.
Le regala un vasito de açai con dos fresas y leche condensada. El joven celebra cada bocado como el manjar más delicioso sobre la tierra. Al terminar la ayuda a subir el carrito de chapas plateado por la rampa de madera que se tiende entre la vereda y la orilla.
2.
Es junio. Tiene apenas un mes en el pueblo y ya saluda a los pescadores. Todos creen que es un turista curioso de esos que no faltan cuando se acercan los festejos del Bom Jesus, de esos que vagabundean por el pueblo con rostros alelados buscando no se sabe qué.
Doña Satori le enseña a limpiar róbalos. La jornada fue buena, traen abundantes ejemplares y de buen peso. Últimamente esta actividad se ha vuelto dura, la competencia ha crecido con el turismo y este pescado se ha convertido en un producto muy preciado.
—Olha aquí! —dice mientras sostiene un cuchillo inmenso. Atraviesa con el filo el vientre del pescado y lo abre en dos como una naranja. Luego mete su diminuta mano con avidez y extrae las entrañas del animal de un solo tirón.
David no es tan diestro con el cuchillo, pero se las arregla. Doña Satori le muestra el procedimiento una vez, solo una, y luego se va. Primero lo observa mientras abre uno de los pescados y lo limpia y después se marcha en silencio para continuar con las labores de jardinería. David no acaba de aceptar que se ha quedado solo con una pila de róbalos boqueando dentro de una pileta con hielo esperando a ser rebanados. Es demasiada responsabilidad embarcarse en una tarea de la que apenas entiende los rudimentos. De sus manos depende la cena de casi veinte comensales que esperan ansiosos el famoso sashimi de róbalo de doña Satori. Dos pescadores, Milton y Guilherme, empleados de la posada, beben cerveza cerca del pequeño muelle de la posada y miran a David mientras ríen como diciendo “¡buena suerte, campeón!”.
Ella, entre tanto, va por ahí, menuda, con la mirada puesta en la ocupación del día. Con delicadeza arranca los botones marchitos de los jardines que rodean la casa como un templo. Esta operación diaria es necesaria para que los botones secos no roben la energía de la tierra y otras flores germinen, eso dice. A sus ochenta y un años, doña Satori ha visto crecer una familia, una posada pesquera y un pueblo en los márgenes del río Ribeira de Iguape, muy lejos de donde ella nació. Nadie mejor que ella sabe lo que es hacer crecer. Todo lo que toca florece.
Vino con su esposo, Kanaye, a principios de los años 70, y se instaló en el litoral paulista. Trabajó junto a él en la faena del campo, vendiendo frutas en el mercado o como peones en una hacienda cafetera. Fueron necesarios cuatro años de trabajo y ahorro en Japón cuidando ancianos, separada de su esposo, para que al volver comprase una tierra a orillas del río, una tierra decididamente mágica. Para construir la posada sembró la samambaia, un helecho silvestre que sirve para acompañar ramos de flores. Un modesto relleno cuya principal virtud —tal vez la única— es no ser protagonista.
Su marido murió de diabetes en 2005. Desde entonces se dedicó a viajar, a recorrer el mundo junto a otras señoras japonesas que viajan en clanes. Mientras lo cuenta, David no puede evitar imaginarse una cofradía de peligrosas abuelas armadas con cámaras fotográficas. Después de acumular experiencia y suvenires, un día se cansó de viajar y no voló más. Tomó su decisión cuando se dio cuenta de que estando afuera su mayor sueño era volver a Iguape: “Yo soy feliz aquí, tengo todo lo que necesito. Si mañana me caigo vienen cuatro o cinco a levantarme. Mis hermanos en Japón se caen y de ahí no se paran más”, dice entre risas.
David pregunta por las fotografías de la familia y doña Satori le trae un arsenal de álbumes y los pone en la mesa. Entonces, cuando cree que va a comenzar, con uno por uno, a contarle historias, suelta una frase lapidaria, como un haikú, y enfila hacia la cocina sin decir nada más. Después de todo, las imágenes hablan por sí solas.
Doña Satori anota todos los días en un cuadernito asuntos de la administración de la posada. En ella David está registrado como “el argentino”, aunque de esto, ya sabemos, no tenga ninguna prueba. Aún doña Satori no ha hablado de los honorarios de David, pero si le dijera que no iba a pagarle nada él lo aceptaría. Come en abundantes porciones y tiene una habitación para él solo a cambio de un trabajo diurno no demasiado agotador, aunque exigente. Son un lujo las comodidades que le brinda ese oficio del que sabe apenas nada. Además, es casi el único empleado en la posada que tiene el privilegio de conversar con doña Satori y eso le encanta. A menudo sostienen largas charlas que van desde el punto justo de sal y el tipo de especias de la cocina oriental hasta los colores de los ocasos en diciembre y enero.
Escribe también en un diario antes de dormir todas las noches. Sin eso no concilia el sueño. Sorprende a David con una escritura vertical que va de derecha a izquierda y que combina tres grafías diferentes, dos silábicas y una ideográfica. Le enseña a saludar en japonés, cosa que hace con regularidad, luego de lo cual suelta una carcajada portentosa y se retira diminuta y ágil.
La posada apenas aparece en internet con un par de fotos pálidas y unos pescadores sin suerte. Pero una clientela cautiva, casi una secta, sabe que no hay hospedería como esta. Difícilmente un trato tan familiar, tan humano, se repita en otros lugares de mayores dimensiones y demanda.
Dos de sus hijos, Takatsu, el mayor, que vive en la capital, y Aiko, dueña y señora de la cocina, trabajan en la posada o colaboran de alguna manera. Conservan ese trato afectuoso que los clientes aprecian tanto. Todos en el pueblo repiten a una sola voz “no hay lugar como este”. Hay días en que amanece nublado o nadie saca un solo pez, pero incluso en esos días estar aquí es tan agradable como estar en casa. Tal vez porque doña Satori va por ahí, menuda, repitiendo frases ininteligibles que los empleados contestan con sonrisas y gratitud. Cada vez que hace esto, David cae arrobado de ternura, pero nunca se lo dice. No haría falta, ella lo sabe.
3.
El sábado David despierta temprano para ayudar a encender las embarcaciones que salen en la madrugada para la pesca. Debe llenar los tanques de combustible y sacar las carnadas de la nevera y distribuirlas equitativamente en cada una. Está listo para zarpar. Pasará el día surtiendo a los pescadores de carnadas, llevando las cañas y cumpliendo los más insólitos caprichos de los tripulantes: una cerveza helada cada diez minutos, limpiar la proa que se ha impregnado de un olor desagradable (que despiden ellos mismos), vaciar y volver a llenar las cajas de ninfas, moscas húmedas, libélulas y moscardones, por tamaños y colores, y otros deseos banales que rayan en la servidumbre, como secar el sudor de la frente o incluso pasar protector solar por la cara y los brazos.
Al volver, cerca del ocaso, le toca anclar la lancha al tractor para llevarla de regreso al estacionamiento y bajar la carga pesada fruto de la pesca del día. Mientras vacía la embarcación y limpia los desperdicios, mira a una chica que está tendiendo las sábanas en el patio muy cerca del vivero de orquídeas. No la había visto antes.
Se acerca a la cocina, deja algunas cosas y pasa nuevamente, con gesto distraído, pero absorto en la joven de rostro cándido y ojos brillantes. David se embelesa en su piel salpicada de pecas, un dorado suave la cubre toda, lleva un vestido blanco con flores violetas que nace en sus hombros en forma de dos cintas diminutas y cae con delicadeza sobre sus caderas como un arrullo. Siente un impulso incontenible de pasarle la mano, ¡ah, esa piel!, ¿cómo describir lo que siente? ¿Con qué palabras si ella no las entendería?
—Bom día, moça, sou David, trabalho aquí há pouco tempo.
Se dibuja un signo de interrogación en su rostro. David se detiene un poco más de lo prudente a mirar esos ojos, ensaya alguna forma de seducción que no le sale como espera porque las cosas son siempre más verdaderas en su imaginación.
—Um prazer, me chamo Júlia.
Del pequeño banco de vocablos extrae uno muy modesto con la vana esperanza de que haga justicia a lo que siente. Por primera vez el contrato social de la lengua le parece una imposición, siente el peso de esa ley como un yugo.
—Gosto muito das flores… —murmulla, y casi al mismo tiempo se arrepiente, no sabe qué hacer con esa afirmación un tanto ambigua, es un hilo que no puede recoger.
La moza ríe, debe estar preguntándose cuáles flores, ¿las de su vestido?, ¿las del orquideario?, ¿las flores en general?
Las mucamas cada vez que lo escuchan hablar exclaman: Ay, qué fofinho! y se echan a reír. Su acento es tierno, pero ellas se sonrojan al decirlo, entre bromas comienza a tejerse una cierta complicidad.
La aventura termina bien, los dos han sonreído. Es mucho más de lo que David hubiera pedido de un encuentro como ese, en mitad del trabajo, balbuceante, inseguro, absorto en esa piel acanelada y unos ojos como los obturadores de una gran lente. La moza sacude sus pestañas de arriba a abajo involuntariamente y es como si se levantase un viento delicioso que le provoca escalofríos; esos alisios prefiguran ya alguna forma sutil de rendición.
Novela ganadora del XX Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana,
publicada por esa editorial en 2022.