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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Mejillas, mejillas

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Según el tomo número infinito de la finita historia de la Primera Tierra, la ignorada reina Arlyna estaba próxima a cumplir el decimoctavo día de su nombre en la mañana que todo sucedió. Algunos historiadores como Sam el desasosegado y Ram el de los pies desviados aseguraban que en aquel día ninguna ave de mal agüero era previsible, sino que más bien todos los astros se habían alineado para darle un paso agigantado a lo que sin duda era el mejor día que hubiera conocido toda la humanidad. El viento soplaba con una tierna furia a través de los cuatro puntos cardinales, y las nubes eran mansamente blancas como la leche, y cuando el sol realizó su aparición como un jinete firme y armado hasta los dientes, a través de sus rayos se podía deducir que la vida jamás había sido tan linda como en aquel momento. Más Arlyna, la desdichada reina, no lo sabía.

Cuando amaneció, el manso suspiro de las corrientes de agua que colisionaban entre sí impulsadas por el favor divino le acarició los oídos a la tímida reina, que dormía plácidamente con el rostro dando al cielo y con una pequeña manta cubriéndole su cuerpo entero. Descansaba en un lecho de piedras, casi tan incómodo como una vulgaridad en el día de gracias. La mitad de su cabello oscuro descansaba sobre sus pechos y atravesaba su rostro, para cubrirlo del sol, y la otra mitad le caía a los lados, superando ligeramente la altura de sus hombros. El flequillo uniforme que le adornaba la frente estaba completamente desordenado, y cuando Arlyna se despertó de un brinco, todo el brillo de su magnificencia desapareció. Por unos minutos. Estaba sola, sí, completamente sola y abandonada en la orilla del Río Izäi (Río Azul), con un aspecto poco apropiado para alguien de su categoría. Luego de acercarse al río dando pasos intrépidos en medio de las piedras filosas que le hacían compañía, divisó su reflejo en el agua turbia. Se acarició las mejillas acaneladas con un dedo sonrosado, y sonrió para sí misma, mientras dejaba que el agua se apoderara de su cuerpo y le limara todas sus asperezas. Después de un largo rato salió del río, y se colocó un pequeño vestido de color vinotinto con bordes dorados que descansaba muy cerca de ella, en la orilla. Y luego, sin mirar atrás, se dirigió hacia el lugar donde iba a tomar posesión de su hereditario reino. En este punto de la historia, Ram el de los pies desviados argumentó que Arlyna no era tan desdichada como la mayoría dice, y que mucho menos lo era en ese momento, pues sabía muy bien que la profecía dictada por los monjes desde los Antiguos Siglos se vería cumplida a través de ella, y tal vez en esa misma fecha, sin una hora estipulada. El mismo historiador agregó que al momento de escribir sus líneas, estaba aterrado.

La Antigua Tierra se extendió ante Arlyna como un sueño hecho realidad. Sin importar cuántas veces transitara por esas calles, la reina siempre tenía la sensación de que flotaba en un universo entero repleto de vida dentro de otro universo vasto y solitario que jamás llegaría a conocer. Los automóviles abarrotaban las vías; hombres, mujeres y niños caminaban para alcanzar su destino eterno; los animales vagabundos se arrastraban pidiendo limosna, y los soñadores, como ella, reflejaban en sus ojos el deseo de comerse al mundo de un bocado. La reina Arlyna sonreía, palpando con los dedos libres de sus pies la calidez del suelo que se extendía bajo ella. Tan sólo se detuvo un instante a contemplar el camino cuando había dejado atrás la ciudadela cuando ya se internaba en el Valle del Rubí, donde el castillo que le aguardaba se alzaba tan firme como un roble sobre la infinita mina de rubíes carmesí. Fue entonces cuando divisó la sombra que le cambiaría la vida, un poco más allá del árbol de flores celestes donde descansaba. Allí fue donde recordó la leyenda que proclamaba su reinado, y donde su conciencia logró despertar de una vez por todas.

La leyenda profética escrita hacía millones de años por el Profeta Hyah, inspirado por el Espíritu del Único Dios Inmortal, dictaba que cuando el árbol de flores celestes se viera removido por el viento que llegara de los cuatro puntos cardinales y la sombra humana se alzara en sus cercanías llegaría la hora de que el Reinado de la Mujer Color del Vino se implantaría para siempre, desechando la Primera Tierra por la Nueva y Eterna tierra, que se extendería a través de toda la materia y jamás abandonaría su lugar. También dictaba la profecía que todo desaparecería por una acción inesperada, que ni el mismo Profeta Hyah, El Poderoso, conocería.

Más cuando Arlyna miró al hombre de las sombras que se dirigía hacia ella, con la altura de un caballero perdido y el semblante de un alma perfecta, sí conoció como debía proceder. Y como todo debía terminar.

Lo recibió entre sus brazos, mientras el hombre sonreía y se apegaba hacia ella, palpando los nerviosos latidos de su corazón sin mover sus manos, acariciando su rostro con sus ojos oscuros y perfilados, amándola sin siquiera haberla conocido, y al mismo tiempo sintiendo cómo su vida se reducía a la gran alegría de poder amarla después de haberla soñado una infinidad de veces. La reina Arlyna abrió su vida para él porque así estaba destinado desde la eternidad, porque así la vida les había asegurado que se consumaría su destino, y porque así el cielo descendería y se transformaría en vida eterna, en vida pura, en amor sin final. Cuando el sol alcanzó su punto máximo y ya cada uno sabía los secretos del otro, se apresuraron a partir hacia el castillo del Valle del Rubí.

Detrás de ellos, el mundo gemía de dolor y nadie parecía poder detenerlo. Todos luchaban por salvar sus vidas, por sobrevivir al hambre, por desestimar a la evolución de las máquinas, por construir un futuro mejor aún desde las cenizas de la sangre de todos sus antepasados, en honor a los que habían nacido, a los que habían muerto, y a los pocos que quedaban por nacer.

Muchos de ellos continuaban pensando que el Único Dios Inmortal se había olvidado de ellos, y que por ello, no era algo más que un alma cruel. Aseguraban que lo mejor era desobedecerlo.

Frente a ellos, el castillo del Valle del Rubí abría sus enormes puertas de oro forjado con grandes incrustaciones de rubí en sus diferentes presentaciones. Ningún guardia los recibió, como parloteaban las historias clásicas de reyes y reinas, sino que más bien los acogió un pasadizo solitario perfumado con canela y paz, donde cada diez pasos surgían cuadros y pinturas que reflejaban las hazañas los reyes usurpadores, apoyados por la tecnología del último momento. En algunos de ellos se reflejaba el horror de las víctimas de las dos guerras más impactantes de la historia, e incluso mostraban las razones por las cuales se estuvo a punto del llegar a una tercera; reflejaban los rostros de los enfermos agonizantes como un trofeo glorioso, y a partir de allí surgieron incontables horrores que ni el rey de la reina Arlyna se atrevió a mirar. Al final, ascendieron por medio de una escalera redonda hasta la Corte del Reinado, que estaba abarrotada por una multitud que alababa al Último Rey Usurpador mientras él se regodeaba en su trono. Cada uno de los presentes en la corte, incluso los más cercanos el Rey, tenían marcados con sangre un número de tres dígitos en la frente, y llevaban cadenas que los afligían y les marcaban las muñecas y los tobillos con su propia sangre, dejándole la piel en carne viva. Ninguno se quejaba, sino que más bien parecían complacerse por su dolor. El Último Rey Usurpador bebía una enorme botella de vino mientras varias mujeres desnudas hacían obscenidades a su alrededor. Arlyna observó al hombre a su lado, quien se mantenía impávido a pesar del temblor que le alborotaba el cuerpo. Ella también temblaba, pero no de temor, sino más bien de una furia divina que le quemaba hasta la última fibra de su ser.

Decidió caminar hasta abarrotar la visión del Usurpador, y cuando ya estuvo allí, se frotó las manos, y después de elevar un suspiro, habló con determinación.

-Levántate de allí.

El Usurpador la miró de arriba abajo con ojos divertidos, y dejó sonar una carcajada estruendosa que cada uno de sus fanáticos obedeció.

-¿Y quién eres tú para darme órdenes a mí, muchacha maldita? ¡Ofréceme primero tu alma, y así te ganarás algo de mi consideración!

-¡Yo no quiero tu consideración! -La voz de Arlyna acalló las risas a su alrededor-. Quiero mi trono.

-Con que quieres tu trono. -El Usurpador se levantó y abofeteó a una de las mujeres desnudas que se arrodillaron frente a él por simple placer. Arlyna sintió como la furia crecía cada vez más-. ¿Y que harás para obtenerlo? Imagino que tu rey, ese bastardo que tienes detrás de ti, te defenderá y hasta morirá por ti.

-No -dijo Arlyna mirando a su acompañante, sonriente-. Él está aquí por una razón mayor. -Se dirigió al Usurpador-. Ríndete ahora, y el Reino Verdadero se apiadará de ti.

-¡Mentiras! ¡Ja ja ja! -Escupió-. La única que debe rendirse a mis pies eres tú. Apresúrate.

Arlyna lo miró con desprecio, y fue entonces cuando supo que era el momento. El Usurpador, a pesar de alardear de cada uno de sus pecados y regodearse en su vanagloria, reflejaba en sus ojos un temor profundo e inagotable por la irrupción de la realidad. Parecía temblar. La tímida reina cerró los ojos. El hombre que estaba detrás de ella, su amor designado por la Providencia, se acercó y apretó sus manos junto a las de ella. De repente un estruendo lejano empezó a llegar desde afuera, venía desde muy lejos y progresaba a medida que se acercaba. Era un sonido cruel, rocoso, que despertó un enorme temor en los presentes. Y entonces, cuando el estruendo lejano se convirtió en una realidad inevitable, las puertas doradas se cerraron definitivamente, y los rubíes que le adornaban se partieron, dejando manar ríos de sangre humana. El estruendo se convirtió en temblor y el castillo se hacía pedazos desde adentro, derribando toda la maldad que había albergado durante millones y millones de años, manteniendo en pie a las tres únicas almas que más que vidas propias parecían monumentos de fantasía. Arlyna abrió los ojos y a través del fuego de ellos vio como El Usurpador lanzaba gritos y alaridos suplicando piedad, y el fuego eterno descendió del cielo directamente hacia él, incinerando hasta el último vestigio de su poder. El rey de Arlyna se alejó de ella, y alzó la mano hacia el cielo, de donde provino mágicamente una espada sin forma alguna, cubierta de fuego desde el filo hasta la empuñadura, y que le inspiró al guerrero a salir al encuentro de la Última Guerra, dándole una estocada de furia al suelo que se derrumbó sin mesura debajo de las pisadas del Usurpador, que cayó estrepitosamente a lo que sería su hogar desde ahora y para siempre. Al final el fuego se agotó y una luz cegadora inundó a la vida misma y la envolvió en su pureza, haciéndola desaparecer de una vez por todas. Pero luego, cuando todo quedó sumergido en una momentánea oscuridad, surgió Arlyna. Su largo vestido de color vinotinto con bordes dorados ahora era más intenso y precioso que en el pasado, y una enorme corona dorada que tenía siete rubíes incrustados le adornaba su enorme e intenso cabello oscuro. Su piel era más acanelada que nunca, y en sus ojos ya no se podía hallar el fuego de la furia o las nubes de la duda, sino que más bien podían encontrarse las palabras iletradas que describían al amor en su plenitud, que era tan infinito y tan puro como el tiempo mismo. Y sus mejillas, sus redondas y sonrosadas mejillas, brillaban con un destello rojo, intenso e irresistible.

Según las líneas que ahora les escribo, yo, el Rey de la Reina Arlyna, descubrí que el último paso para alcanzar la Nueva Vida jamás había sido escrito por el Profeta Hyah. Descubrí que el lugar donde se hallaba la paz eterna y la realización de todo lo bueno, de todo lo puro, de todo lo eterno, de vida misma del Único Dios Inmortal, estaba dentro de sus mejillas. Rojas, puras, repletas de finura intensa: la Nueva Tierra nos esperaba allí, a todos los que siempre fuimos puros de corazón.

Aún no ha llegado el tiempo en que yo, su humilde servidor, entre a conocer el Reino Verdadero, pero ya se acerca, y lo espero con infinita ansiedad. Aún en la oscuridad que me acompaña, cuando miro a la reina Arlyna sé que la Antigua Tierra a quedado muy atrás, y que toda su miseria, dolor y perversidad, jamás, jamás, jamás regresarán.

 

Del libro Cuestión de tiempo (Araca Editores, 2022)

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