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A los 17 años equivocarse es lo más común. Así que todo empezó por un equívoco, uno de esos que bien mirados parecen insignificantes, pero cuyas consecuencias son mucho más vastas de lo que podemos estar conscientes hasta que nos detenemos a pensarlo. De eso hace hoy justamente 17 años. Eran los primeros días del semestre inaugural de 1987 en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela. Yo me sentía más perdido que de costumbre ante la oferta de cursos. En la cartelera, ante mi mirada atónita, se desplegaba un auténtico archipiélago de fragmentos incomprensibles para alguien que acababa de poner el pie fuera del cosmos conocido y estable del bachillerato. Y puesto que apenas me aventuraba en eso que llamaban vida universitaria, de pronto me di cuenta de que la opción más segura era inscribirme en los cursos que dictaban aquellos nombres que me sonaran conocidos, ya fuera por haberlos oído nombrar en las tertulias políticas de mi familia, en los periódicos o en la televisión.
ADRIANO GONZALEZ LEON combinaba las tres categorías. En mi casa de vez en cuando escuchaba nombrarlo entre otros camaradas de la juventud comunista, aunque a decir verdad no era en las conversaciones de mi padre, a quien raramente escuché disertar sobre temas culturales o hablar de los libros que devoraba con una velocidad asombrosa. Era mi tía quien recomendaba ver Contratema como si se tratara de una cita obligatoria con el único producto que valía la pena de la caja diabólica que la televisión fue para ella hasta el día de su muerte. Conservaba también el recuerdo del afiche de la película País Portátil, basada en la obra de Adriano, en el que Iván Feo aparece empuñando una ametralladora. Desde entonces siempre que veo el mapa de Venezuela pienso que tiene la forma de esa arma.
Si, Adriano acarreaba en mi cabeza esa clase de leyenda. Pero también es cierto que fue una figura más abstracta que real hasta que un día la señorita Zeida, mi maestra de quinto grado de primaria, nos puso como tarea hacer un resumen de Contratema. Para empezar, expliquen ustedes por qué el programa se llama Contratema y cuál es la diferencia con anatema. Nunca olvidaré el trauma que significó. Primero, porque tuve que mantenerme despierto hasta muy tarde, quizás las 11 o las 12 de la noche, para verlo. Después, porque todo lo que decía sonaba en mis oídos como garabatos verbales, un lenguaje mucho más allá de mis posibilidades y eso me causaba frustración. Mi memoria ha perdido el tema de aquella transmisión. No obstante, puedo evocar con vivacidad la imagen de Adriano con sus lentes y su melena despeinada paseándose entre esculturas de piedra. Claro, ese no fue el único trauma que me quedó de las clases con Zeida. En otro arranque de su desmesurado afán por formar intelectuales de 10 años nos hizo leer El túnel de Ernesto Sábato para escribir un ensayo explicando el significado del asesinato como símbolo existencial.
Fue con este bagaje que llegué a su curso “La expresión contemporánea”. Era una materia optativa y prometía llenar las inmensas lagunas que, a los pocos días de visitar el cafetín AVP de la Escuela y carear mis conocimientos con los de mis compañeros en esas tormentas de ideas y referencias tan típicas de quienes sufren de ínfulas intelectuales, comenzaban a ser evidentes e incómodas. Leí el programa y no lo pensé dos veces: “Hay que darle un nuevo sentido a las palabras de la tribu mediante un estudiado desarreglo para provocar una nueva realidad tan bella como el encuentro fortuito de un paraguas con una máquina de coser sobre una mesa de disección”–¡Guao, esta era el tipo de curso que yo estaba buscando!
En la primera clase apareció Adriano en genio y figura, un hombre rechoncho de cara rosada que por nada del mundo paraba de frotarse los ojos y la nariz, y cuya voz parecía salir de la sordina de una trompeta desafinada. Sin duda lo fascinante era que la apariencia externa del profesor no encajaba del todo con su poderosa retórica. El discurso de Adriano era hipnótico. Mezclaba de forma erudita la historia de la literatura y la historia del arte con inusitadas anécdotas, al tiempo que ilustraba las particularidades y extravagancias de cada autor sacando de su maletín libros que se desconchaban de viejos y carpetas que daban la impresión de estar a punto de desvanecerse de tan usados. Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, el aduanero Rousseau, Bretón, Eluard, Dalí, Picasso, Lam iban cobrando vida ante mis ojos hasta hacerse personajes animados y no simples nombres con pedigree artístico. Cada sesión me dejaba excitado y cansado como después de un electroshock emocional. Las neuronas bullían frenéticamente a punto de fundirse por el esfuerzo de asimilar tanta información nueva, pero de pronto la realidad resplandecía con unos colores que no le eran comunes, sino más intensos y hasta grotescos. Por supuesto, la mayoría de las ideas que Adriano filtraba en la clase y con las que esperaba, de eso estoy seguro ahora, sembrar en nosotros el virus del inconformismo y la rebeldía pasaban para mí casi inadvertidas, pero actuaban como un contrabando que se iba sedimentando en el inconsciente.
Pero lo importante es que de una semana a otra un vacío se instalaba en mí, haciéndome sentir ansioso, atribulado, inquieto. Para saciar estos síntomas, me veía obligado a saquear la biblioteca familiar y a peinar los libreros del pasillo de ingeniería de la UCV y del boulevard de Sabana Grande en busca de los títulos que habían sido mencionados aquel jueves por la mañana. Ir al cine al menos cinco veces por semana -había días de doble tanda entre la Cinemateca y la Margot Benacerraf- también se convirtió para mí en un entrañable ritual cuyo gran incitador era Adriano González León.
El clímax de aquella clase fue sin duda el poema “Unión libre” de André Bretón que Adriano recitó, de memoria y corazón, escalando la entonación a medida que las palabras de Bretón se hacían cuerpo de mujer para luego deshacerse en el juego erótico sin fin, llegando a tal grado de exaltación que las lágrimas comenzaban a saltar como chispas de sus ojos ante la mirada conmovida y el suspiro suspendido de su auditorio, y no sólo de las muchachas por semejante tributo sino también de los muchachos que acabábamos de descubrir que la poesía también nos serviría de llave para el amor.
Por supuesto, en la raíz de todo esto había un error fundamental. Ese semestre de vértigo me había dejado intoxicado hasta lo más profundo. La prueba era un examen final que jamás me atrevería a volver a leer de la vergüenza, un asqueroso batiburrillo de citas e ideas pseudofilosóficas que de recordarlas se me revuelven las tripas. Sin embargo, lo descubrí de forma abrupta cuando me asomé a la cartelera de calificaciones a ver mi nota final y me tropecé con un inesperado pero también rotundo y, sin ninguna duda, generoso 15. Mi desilusión fue proporcional al fervor infinito que se había despertado en mí. Durante las semanas siguientes el numerito no se fue de mi cabeza. Estaba atormentado. Entraba en pánico al pensar -esto me parecía razonable- que me había equivocado de carrera, que la literatura era apenas un acto de esnobismo o que, en el mejor de los casos, era una compensación producto de la pérdida prematura de mi padre, el poeta Muñoz, cuando yo tenía apenas 12 años.
A pesar de que mi ego no se resignaba y mi autoestima todavía sufría, mi curiosidad seguía viva, intacta. Fue entonces cuando opté por insistir en el asunto. Después de un semestre de retirada estratégica, en el que volví a leer ahora por mi cuenta y con mayor paciencia lo esencial del índice, me inscribí en otra materia dictada por Adriano: “Literatura latinoamericana”. La conclusión a la que arribé me parecía correcta: si sobreviví a La celosía de Robbe Grillet y a El año pasado en Marienbaud de Resnais, no hay motivo para temerle a Borges, Bioy Casares, Carpentier y Asturias, quienes de paso son más como uno, puesto que son “latinoamericanos”. Era otro error, aunque menos grave. Probablemente, Adriano había entendido que no éramos sólo espectadores de su programa televisivo Contratema, es decir, seres imaginarios y por tanto perfectos, sino estudiantes con grandes dudas y que, en su mayoría, pensaba que esa clase era una puerta secreta para evadir aquella maldición que persigue al comunicador social: un ser que domina un océano de conocimiento pero con un centímetro de profundidad.
Recuerdo aquellas sesiones como un ejemplo de lo que debe ser una clase magistral, un despliegue de conocimiento presentado de forma accesible y con mucha gracia, a pesar de la complejidad. Hablar para Adriano era como respirar: no había las divisiones usuales que separan el proceso de pensar de la acción física de decir. ¡Qué elegante! Sus pensamientos salían redactados en una prosa transparente e imantada de poesía. Ser testigo de esas clases era sumergirse en un proceso de semiosis ilimitada: una historia se conectaba con la siguiente, pero mientras una sucedía en el tiempo más contemporáneo, la otra tenía lugar hace miles de años: un mundo llevaba a otro mundo, un tiempo espejeante y encadenado como en un juego de cajas chinas. Adriano a veces fingía deliberadamente perder la memoria y entonces le pedía a Luingo -alias Luis Alvis- que le refrescara este o aquel pasaje del Concierto barroco de Carpentier o de “Las ruinas circulares” de Borges. Luingo -nunca dejaré de envidiar el don de su memoria y su modestia absoluta- se transformaba en un médium y pronunciaba sin esfuerzo las palabras textuales de los libros: “De plata las cucharillas, de plata los tenedores…” o “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”.
Gracias a los días felices de “Literatura latinoamericana” muchos de nosotros incursionamos con pie firme en el interminable laberinto borgeano. Aprendimos a reconocer que lo real maravilloso era un elemento común del mundo que nos rodeaba y era gratis como el aire, pero sobre todo nos ayudó a entender que la literatura no era únicamente un sistema de palabras bonitas, que muy al contrario había que leer prestando mucha atención a todo lo que ocurría en la página para poder captar algo de lo que ese universo de letras nos entregaba. Sólo así nos acercaríamos al significado o a su crisis como proponía el dadaísmo o comprenderíamos que uno podía llegar a sentirse tan separado de uno mismo como para convertirse en cucaracha.
Adriano nos había enseñado a leer con nuevos ojos. El resultado de esa experiencia me sorprendió: además de obtener la máxima calificación, el profesor me preguntó si quería ser su asistente. Su invitación todavía me parece un misterio. En fin, acepté con cierto temor. No me sentía a la altura de semejante responsabilidad, pero en el fondo de mí me encontraba encantado, pues ostentar el título de preparador era lo más cercano al reconocimiento de cierta madera para la literatura por parte del maestro. Fue el comienzo de una época de hondo aprendizaje. De vez en cuando iba al estudio de Adriano, ubicado en un altillo de la galería Durbán, en la calle Madrid de Las Mercedes, donde, en las desordenadas bibliotecas que cubrían todas las paredes de la oficina, ubicábamos los materiales necesarios para las clases y también libros con grandes ilustraciones destinadas a apoyar visualmente las series que dedicaba en su programa Contratema a los pintores modernos -de Gauguin o Van Gogh a Picasso y Matta. Incluso lo acompañaba al destartalado estudio de Venezolana de Televisión donde una vez por semana se grababa el espacio televisivo. Yo contemplaba el desarrollo de ese espacio guardando un silencio ritual y con toda la curiosidad que mi cuerpo era capaz de albergar. Carlitos Reyes, el productor y mano derecha de Adriano en cuestiones televisivas, vigilaba cada detalle con bastante celo y hasta regañaba a Adriano cuando, en medio de un ataque alérgico, intentaba frotarse la nariz frente a la cámara.
Algunos días, me daba por pensar que Adriano se comportaba como un intelectual distraído, un ser un poco lunático que veía al mundo desde la torre de marfil. En ocasiones había que recordarle en qué día de la semana nos encontrábamos o el número del aula donde teníamos clase. Sin embargo, eso era sólo en la superficie, pues, en las pocas ocasiones que nos tocó hablar de política o economía, demostraba tener un instinto certero y un conocimiento preciso y actualizado de la realidad.
Al principio todo mi trabajo se limitaba a mantener al día el papeleo de los cursos, en llevar las notas a control de estudios y hacer algún cambio cuando fuera necesario, esas cosas. Mis amigos de la Escuela de Letras muchas veces contaban que anoche se habían tomado unos traguitos con Adriano y que les había contado las proezas del gigante Gilgamesh y su amigo Enkidú. Aunque yo ya había oído en el aula la leyenda del Cantar de Gilgamesh, el primer libro de aventuras en la historia humana, sabía que sería mucho más viva contada entre tragos que en el aséptico ámbito del aula. O que en una fiesta habían jugado al Cadáver Exquisito y otros divertimentos surrealistas. Por supuesto, yo vivía esas jornadas en mi imaginación como grandes empresas de la libertad. Era fácil darse cuenta de que estudiar letras tenía grandes ventajas, aunque solamente fuera porque el horario era más propicio para el espíritu bohemio que, suponía yo en esa época, debía caracterizar a un intelectual.
Sin embargo, poco a poco la confianza fue ganando terreno. Y el gesto no tenía nada que ver con esa vida bohemia que tanto me fascinaba, sino con la persistencia de la relación que llevábamos en el aula. Un buen día Adriano me pidió que me encargara de recolectar el último ensayo y de cuidar el examen final del curso “Escritura y comunicación”, que había sido un verdadero éxito de matrícula. Más tarde en la semana lo llamé para decirle que tenía los trabajos y exámenes de los 45 estudiantes a buen resguardo. Su respuesta me pilló fuera de base: “Corrígelos y ponles una nota provisional. Después los revisamos juntos para asignarles la calificación final”.
Intenté cumplir el encargo con la mayor seriedad. Una semana después nos reunimos en la barra del restaurante Denaona, en El Rosal, con un par de tragos al frente, y comenzamos la tarde de revisión. Aunque intentando no perder el rigor, yo había sido todo lo generoso que podía con quienes, después de todo, eran mis amigos y compañeros. Con un lápiz de grafito marqué muy tenuemente los errores, dibujando en la última hoja el trazo casi imperceptible de la calificación tentativa. Se podían encontrar muchos catorces y dieciséis, también abundaban los diecisietes. Escaseaban los dieciochos y diecinueves. Y, lógicamente, había un par de veintes irrefutables. Pero el sistema de calificación y notas de Adriano era muy distinto del mío. El echaba una hojeada al texto y se detenía en alguna frase afortunada (cuando las había). Después revisaba mis correcciones y por último me preguntaba: “¿Quién es ella?”. Yo le describía en voz alta a la persona, intentando sacar a relucir alguna característica personal. Adriano: “Pero cómo le vamos a poner 15 si esa muchacha es una gran poeta”, decía marcando con exagerado énfasis la palabra poeta. Enseguida añadía: “Definitivamente se merece un 19”.
Así, al final de la tarde, teníamos una hoja de calificación donde destacaban los grados más altos. Algo debe quedar claro: su método era democrático para hombres y mujeres. Para concluir, ya medio prendidos de gin`n tonics y cervezas, cerrábamos la sesión de trabajo evocando las gracias de esta o aquella muchacha -no olvidar que la Escuela de Comunicación está siempre bien surtida de jevitas buenas.
Mi experiencia de preparador fue breve pero decisiva. Una vez concluida seguí incursionando en la vida callejera y la literatura por mi cuenta y de la mano del poeta Ezequiel Borges y Luingo. El virus liberado por Adriano también me llevó a cursar algunas materias como oyente en la Escuela de Letras. Allí asistí con una emoción indeclinable a las clases de Guillermo Sucre y María Fernanda Palacios. Un laberinto de circunstancias me hizo más tarde abandonar el país para estudiar literatura en los Estados Unidos. Desde entonces, suelo pensar que persistir en aquello que en principio parece un gran error termina por descubrirnos una verdad. En este caso esa verdad es la literatura como fuerza determinante capaz de moldear lo que somos, más allá de lo que podemos reconocer conscientemente. Pero, en mi caso, además del mítico estímulo familiar y paterno, aparece diáfana la figura de esa especie de Juan de Mairena nuestro que es Adriano González León.
Un último recuerdo que atesoro y que siempre le deberé. Transcurre en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela una lluviosa mañana en los primeros días de diciembre de 1992. Pocos días antes, un grupo de milicos había intentado por segunda vez en aquel año terrible, tumbar a un gobierno corrompido pero electo por voluntad popular. Todos dábamos por seguro que nuestro acto de graduación sería cancelado. Pero para gran sorpresa nuestra la UCV, probando que el conocimiento debe vencer el oscurantismo, decidió celebrar la ceremonia. Todos tuvimos que correr a alquilar togas y birretes. Incluso Adriano, quien con su disfraz de búho sabio, estuvo allí para imponernos con mucho cariño a su hija Georgiana y a mí, la medalla de licenciados de la República de Venezuela. Suena un poco cursi, lo sé, pero es un momento que todavía me conmueve y que me llenará de orgullo toda la vida.
Publicado en ocasión de cumplirse 35 años de País portátil en 2003