Mínima expresión. Una muestra de la minificción en Venezuela, por Rodrigo Blanco Calderón
01/ 06/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, ReseñasEl cuento, por su brevedad, es el mapa de un territorio y a la vez el territorio mismo. Esto lo afirma Ricardo Piglia y me parece cierto e inexacto. Sobre todo si consideramos que la definición de Piglia se esboza pensando en el cuento clásico, tal y como llegó estructurado a nosotros gracias a Edgar Allan Poe. Creo que esa definición sólo aplica verdaderamente para el minicuento o la minificción: el único género narrativo que no permite el resumen, donde lo representado y la escala de representación se igualan de manera indisoluble, postulando con la fuerza de un átomo la creación de verdaderos mundos posibles.
La particularidad del género es tal que no existe un consenso sobre el nombre que debe llevar. Hasta hace algunas décadas, este vacío era responsabilidad de la indiferencia crítica y académica hacia un tipo de literatura que se juzgaba mediante un ejercicio metonímico: por ser breve se le consideraba (de hecho, aún se lo considera) menor. Esta circunstancia se ha modificado sensiblemente gracias al trabajo de Violeta Rojo, quien (junto a otros desperdigados investigadores armados de sus lentes de aumento) se ha dedicado a revelar la estructura subyacente a estos microbios ficcionales llamados minificciones o minicuentos. Si tal indecisión en la nomenclatura persiste después de varios años, podríamos atribuirla a una condición esencial del minicuento: como cualquier otro átomo, su núcleo no puede ser separado sin un ejercicio de violencia, sin una lectura brusca que termine por transformar, hasta el punto de la total diferencia, la materia narrativa.
Este progresivo ejercicio de perplejidad es el que ha realizado Violeta a lo largo de su carrera académica. Es célebre su Breve manual para reconocer minicuentos, de reciente reedición ampliada (Editorial Equinoccio, 2009), donde da rigurosa cuenta de todos los rasgos reconocibles de los minicuentos, así como de la futilidad final de asignarles un estatus irrevocable a esas mismas características. Allí incluye una breve antología del género en sus manifestaciones hispanoamericanas. En 2004, para la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá, publica La minificción en Venezuela, pero no es sino hasta finales de 2009 cuando edita, de la mano de la Fundación para la Cultura Urbana, la compilación más extensa y completa del género en nuestro país: Mínima expresión. Una muestra de la minificción en Venezuela.
No desmerezcamos el honor de la tarea asignada y seamos, al menos por un instante, breves. Vayamos al grano. El título del libro puede ser engañoso. No hay nada de mínimo en sus 447 páginas, que hubiesen dado pie a un volumen paquidérmico de no ser por la cuidada edición de la FCU. Son 98 autores compilados, cuyas fechas de nacimiento van desde 1890 hasta 1984 y cuyas procedencias diversas permiten leer este libro como una Venezuela ficcional en miniatura. Cada autor tiene su respectiva ficha, lo cual hace de este libro una biblioteca venezolana de bolsillo, o un ipod bibliográfico de nuestra narrativa. Con la lucidez que la caracteriza, Violeta aclara que “esta es una muestra de la minificción venezolana, no una antología. Esta última implicaría la elección de los mejores textos, mientras que una muestra es una suma de textos representativos del proceso de desarrollo del género en Venezuela”. Respetando el sólido criterio de Violeta, debemos acotar, sin embargo, por los alcances de este libro que van mucho más allá de la mera compilación, que ésta es una muestra de antología.
¿Qué otra antología, o, perdón, muestra, permite ser leída como una novela policial o de intriga? Hasta ahora sólo Mínima expresión cumple con esta expectativa. Lo digo porque una de las mayores sorpresas que puede llevarse el lector es descubrir que hemos sido víctimas de un engaño, de un prolongado acto de miopía. Hemos creído que José Antonio Ramos Sucre, Juan Sánchez Peláez, Ida Gramko, Elizabeth Schon, Rafael Cadenas, Alfredo Chacón, Eleazar León, es decir, lo más selecto de nuestra poesía, hemos creído, decía, que ellos son poetas. Cuando en realidad son narradores, o, cuando en realidad no son sólo poetas ni sus textos se prestan únicamente a una lectura poética. Este acto transgresor de modificar y derrumbar los panteones erigidos por una ya petrificada crítica, es uno de los elementos más atractivos de la muestra. Representa, a mi parecer, uno de los actos de lectura, y de organización de esa lectura, más innovadores en la literatura venezolana. Es también un signo antiquísimo que sólo parece revelarse de forma más o menos evidente y compartida ahora: la clave de la literatura no está en la escritura sino en la lectura.
Más allá de descubrimientos teóricos, la intriga es también un hecho concreto: mientras leía, fascinado, las 278 minificciones recopiladas por Violeta, a menudo me preguntaba “¿y quién será este autor?”, “¿y quién será esta autora?” La muestra recoge no sólo a autores indispensables de nuestra tradición literaria, sino que además incorpora a otros que resultaron penosamente (penosamente para mí, claro) unos completos desconocidos. Esto por tratarse en buena parte de escritores que han publicado en editoriales fantasmales de la mal llamada “provincia”, o, no menos riesgoso y destacable, por tratarse de autores que tienen en este libro su debut literario oficial.
Dos minianécdotas y una elipsis para cerrar
Apenas tuve el libro en mis manos comencé a leerlo. Fue tal el entusiasmo, que la misma noche de mi primera lectura escribí dos minicuentos. No contento con ello, le comento a Violeta por Twitter (ese altar cibernético de la brevedad), que del impulso, al leer Mínima expresión, me había puesto a escribir minificciones. La respuesta de Violeta, de apenas 31 caracteres con espacios incluidos, fue ejemplar: “No pierdas tiempo en nimiedades”.
Semanas después, le escribo un correo a Violeta y a otros conjurados poniéndolos al tanto de mis lecturas del mes. Nos gusta llamarnos “The Death Squad” (“El escuadrón de la muerte”), y por esa vía, o en algunos rincones apartados, ventilamos nuestras opiniones literarias. Uno de los conjurados responde que ese libro que estoy leyendo y que tanto me gusta, le resultó un fastidio. Lo leyó haciendo una de esas largas y humillantes colas para sacar la visa estadounidense. A partir de ese comentario, comienza un interesante debate sobre la literatura y los autores más propicios para leer en la cola del banco o de la embajada, en alguna sala de espera, o en alguna cabina de ascensor atarugada a medio camino por las fallas eléctricas. Es decir, la literatura o los autores que leeríamos cuando no tenemos otra cosa mejor qué hacer. Después de intercambiar nuestros respectivos rechazos, Violeta acotó que la minificción se prestaba muy bien para estas situaciones de embotellamiento rutinario o existencial. “Uno puede leer minificciones y de forma simultánea escuchar a la doñita habladora infaltable de las colas que nos dice este país se lo llevó quien lo trajo. A lo que uno contesta y lo que falta, señora, y se puede retomar la lectura sin ningún problema”.
Así contestó Violeta en aquel correo y esa respuesta dentro de la respuesta, lo dicho a la hipotética viejita de la cola, me viene a la mente con un sentido nuevo cuando pienso en la minificción y en Violeta. Lo que falta, aquello que no está, sostiene como un andamio apenas presentido la estructura de todas las minificciones. La elipsis, nos dice Demetrio Estébanez Calderón en su Diccionario de términos literarios, “consiste en la supresión de palabras o expresiones que, desde el punto de vista gramatical y de la lógica, deberían estar presentes pero sin las cuales se puede comprender perfectamente el sentido del enunciado o el del texto”. La elipsis es el recurso principal para estructurar las minificciones. El origen griego de la palabra es sugerente y paradójico: elipsis significa “carencia”. Y las minificciones son eso, carencias que Violeta Rojo ha ido recogiendo y que nos permiten colmar los puntos ciegos de la realidad y la ficción. Ese vacío que aún en el amor presentimos como un átomo en el zapato, como una piedra en el corazón: el presentimiento desgraciado o venturoso de aquello que nos falta.
Bibliografía
Estébanez Calderón, D. (1996). Diccionario de términos literarios. Madrid: Alianza.
Sobre el libro: Mínima expresión. Una muestra de la minificción venezolana, de Violeta Rojo -compiladora, (Fundación para la Cultura Urbana, 2009)
Publicado en la revista Investigaciones Literarias (Nº 17, Vol I y II 2009)
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¿Es el minicuento un derivado en línea directa con la minificción por aquellos de lo mínimo, lo más pequeño, lo reducido? Podría ser, pero creo que el minicuento puede ser un cuento total en su expansión, si el narrador logra alcanzar esa totalidad con tan pocas palabras. Borges habla del universo total dentro de un punto, en un sótano, en una casa. ¿Y no era éste, el pensamiento inicial de los científicos para explicar que la partícula más pequeña se asemeja, al menos, al sistema solar? El Kybalion nos dice en uno de sus principios que «como es arriba, es abajo». El minicuento es una obra completa que no todos los que escriben pueden lograr, ni todos los que leemos podemos alcanzar a comprender en su dimensión. Un buen enfoque en la presentación de este trabajo.