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Llegó sudoroso, con el corazón palpitando a ritmo de cerveza y derrota. La mandíbula iba de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como si fuera una vieja y dentada máquina de escribir. Desenfrenada en su independencia motriz. El lugar se había tragado todo el smog de su motocicleta antes de que apagara el motor. Todos sabían de qué venía; todos eran cómplices; todos callaban pero nadie reía; tal vez un pensamiento colectivo irracional y salvaje se levantaba entre el fulgor del resentimiento y por ello todos callaban.
— ¿Qué pasó con el juego? ¿Ganamos? –preguntó Yulaidys.
Él la ignoró, como si no existiera, como si el eco de su voz no fuera más que la reminiscencia de una infancia llena de maltratos pretendiendo olvido. Abrió el refrigerador para reabastecer su entonación etílica:
— Esta vaina ya no enfría –dijo mientras manoseaba la botella que llevaba en el pecho un animal ártico.
— Te pregunté que qué pasó con el juego… ¿no oíste, Pega?
Pega Camacho le respondió, pero antes de hacerlo recordó que algún tiempo tuvo un nombre distinto, normal, aplicable a cualquier ser humano; recordó a Rufino, su padrastro, haciendo negocio con Cleotilde, su madre, vendiendo fantasías quebradas y piernas entornadas y duras, moldeadas por las escaleras mientras equilibran incontables baldes de agua. Ya con doce años las niñas eran buena mercancía.
Valmore vio el cierre de la transacción cuando vendieron la flor intacta de su prima, “mi primita”. Así la recordaba. Desde aquel momento no supo más de ella, no de su inocencia aún envuelta de sonrisa mientras elevaban un papagayo al final del cerro, arriba, donde nadie llegaba, no; pero sí supo luego de botellazos y redadas policiales; de una buena felatio para que la soltaran y la dejaran trabajar en santa paz; de “una buena pelota de plata” para que el policía corrupto no la jodiera y del “así te quería ver pajarito”, cuando una vez lo consiguió de civil unas cuantas escaleras abajo, resultando más vecino que ninguno; del sonido seco y rítmico que solo dan las furiosas balas; del “prima, ahora sí puedes trabajar tranquila”.
Valmore siempre supo de rumbos negros y torcidos; de la necesidad de barrio y de hambre atroz. Cuando niño aún el dinero sucio no llegaba, estaba bajo el mismo techo de zinc pero aún no era suyo. Cuando intentó llevárselo una sola vez, Rufino le partió la boca y usó su oreja izquierda como cenicero para apagar el cochino Cónsul sin filtro. Para calmar su dolor ardiendo en llamas y sus gritos desesperados, tiró al piso su endeble humanidad y a pesar del suplicante “no lo hago más… no lo hago más”, descargó su vejiga pletórica de miaos sobre su cabeza mientras le ordenaba “no te tapes carajo, porque si no, vas a tener que abrir la boca”. Con el tiempo conoció los favores que la pega traía consigo, de su inhalación y el emponzoñamiento de los vapores en el cerebro, de esa puntada aguda pero delirante que hacía despegar extrañas figuras al instante.
Al poco tiempo ya eran cinco, a veces muchos más, los que conformaban la banda de Valmore. Rateros de carteras y bisutería engañosa que más de una ocasión pasaba por oro. El premio: delirar con la química del pegamento que subía cual erupción por sus narices hasta atragantarlos y hacerlos toser con plenitud de éxtasis y falsa madurez. “Los pega—pega” se hicieron de temer al poco tiempo. Su líder, Pega Camacho, sabía en dónde, cuándo y cómo, conseguir el exquisito material de los nobles zapateros.
De navajas y puñales ya había vivido mucho. Le resultaba poco práctico y el contacto cercano con la víctima siempre resultaba un riesgo que pudiera voltear la moneda del instante y el ajusticiamiento. Ahora nada como la pólvora para saldar cuentas y en ese asiento contable de la vida, pronto le tocaría a Rufino saldar una deuda, que gracias a las buenas piernas de la “primita”, pagaría sin darse cuenta.
Pega Camacho la convenció en contra de su voluntad. Solo debía llevárselo al sitio en donde los rudos “pega—pega” lo esperarían escondidos. “Pero no tarden, que yo a ese perro no se lo hago ni por millones”. La tarea sería sencilla, Rufino nunca imaginó que su deseo por magrear a aquella hembra se haría realidad después de tantos intentos inútiles por poseerla. No se lo creía, hubo un coqueteo, una pierna invitando al sexo desde una falda que subía con lentitud hasta el límite de aquello que tanto quiso. Una palabra sucia y obscena que acribilla la imaginación sedienta de placer enceguecido, no se hizo esperar para hechizarlo por completo. “No toques, espera que lleguemos al sitio para que me deshagas…”
Y no fue, esa invitación al desgarre carnal no llegó nunca. Solo pudo palpar escasos segundos la piel tersa de su muslo bien depilado, para la fiesta de quien la paga billete sobre billete. Ella se levantó bruscamente y Rufino no entendía el por qué. “Y a ti qué te pasa, ahora le tienes miedo al tigre con el cuero casi en tu boquita”. Una voz en sus espaldas repitió con falso eco lo que él mismo acababa de decir, “el cuero en la boquita es el que te vamo a poné ahorita”.
Rufino saltó del sofá. El pantalón desabotonado y el cinturón ya cayendo por su peso, les hizo el trabajo más fácil de lo que se esperaban. Le ordenaron que se terminara de quitar los pantalones, obedeció; que se tirara en el piso, obedeció; que le pidiera perdón a la “primita”. Se negó, y acto seguido, tenía cinco armas de distintos calibres apuntándole hacia el miembro. “Cierra la boca con todas tus fuerzas y si la abres, el rato se te hará eterno”. El cañón largo chocaba con sus dientes, “No abras la boca…”, le decía Pega Camacho. Quería introducirle el frío metal hasta lo más profundo, “órdenes son órdenes, no abras la boca, perro…”, dijo la primita. Los labios comenzaron a sangrarle por la dolorosa resistencia hasta que los incisivos y caninos cedieron. Se los tragó de un solo golpe ayudado por el coctel de saliva y sangre que acumulaba en la boca. “No lo hago más… no lo hago más”, dijo. La frase retumbó en la memoria de lo que fue Valmore antes de transformarse en Pega Camacho.
Rufino sintió la tibieza de cinco orines distintos correr por su cabeza, a través de su rostro ensangrentado recibiendo la ablución por su perverso proceder, inagotable y siempre presente. Luego una solitaria detonación dentro de su cavidad bucal acabó con la tortura. Ella vomitó, “Qué, ¿tas cagada?”. “No, estoy preñada”.
— Sí, te escuché… perdimos por un punto.
Reía. Sorbió un trago profundo de la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano. Yulaidys no entendía por qué la risa si el resultado no había sido favorable. Ella escuchó disparos antes de que llegara pero no le preguntó. Tomó el arma que había dejado sobre la mesa y constató que el tambor no estaba lleno; faltaban dos balas que sumaban la misma cantidad de detonaciones que aún retumbaban en el silencio.
— ¿Hubo muerto?
Pega Camacho solo sonrió.
Del libro Doce hombres a caballo (FBLibros, 2018)