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Piratas de plenilunio

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De regreso

El autobús aminora la marcha, tal como había venido haciéndolo ante los ahora incontables reductores de velocidad apostados en la vía. Algunos de estos obstáculos son discretos, de proporciones modestas, en cuyos casos, las exigencias a los automotores son apenas notables, limitándose por lo general, a una leve pausa en el camino, mientras remontan la cuesta prudente que les obliga a reducir el desplazamiento. Sin embargo, otros impedimentos se han diseñado como verdaderos promontorios sobre el nivel de la carretera; suerte de montículos grotescos apremiando a los conductores a detenerse, so pena de causar averías mecánicas de consideración en sus vehículos. El objeto principal de tales reductores viales, podría pensarse, incluso, ingenuamente, que sería el de atenuar abruptamente el correr desbocado de todo género de automóviles a fin de evitarles accidentes. Pero, sus propósitos suelen ser tan disímiles, como los propios intereses de quienes arbitrariamente los construyen para detener su flujo regular. Así, sobre dicha base discrecional, se han edificado los abundantes escollos que importunan la libre circulación a lo largo de la carretera Panamericana[1] y, en gran medida, en las de todo el resto del país.

En una de las paradas anteriores, varias horas antes de ésta última, ayudadas por la luz amarillenta de un par de bombillas situadas al margen de la vía, dos muchachas muestran a la distancia un termo grande de café que exhiben obsequiosas al chofer. Una de ellas levanta su brazo con el envase en una de sus manos, lo balancea en acelerada exhibición de abajo hacia arriba y en sentido inverso para llamar su atención. La operación tiene la misma vocación improvisada del propio cuerpo del estorbo plantado sobre la vía. Son dos chicas muy jóvenes, quizás arribando a la mayoría de edad por la habilidad con la que se mueven; por el semblante menudo de sus anatomías conservando ese aire cándido de la adolescencia que tan grácilmente se distingue a primera vista. Se aprecian diestras en el oficio, en particular, aquella que, desde la altura de sus hombros en adelante, oscila el recipiente de aspecto metálico en una fluctuación acompasada con el rítmico agite de su contenido. La compañera, atenta a sus movimientos, sostiene un paquete de vasos plásticos dispuesta a servir en diligente accionar la porción humeante del líquido. Sólo disponen de los segundos en que ha de frenarse el vehículo mientras supera el escollo. Es una maniobra bien ensayada, de perfecta sincronía con el abreviado pausar de la unidad automotora sobre la traba en la carretera. Tanto el ofrecimiento; el vaciado en el vaso; la entrega y, por último, el cobro con la misma mano con la que se sirve, forman parte del rápido ritual que la costumbre ha impuesto. Desde ese lugar donde se proyecta la luz eléctrica, varias personas vigilan pendientes el paso de los transeúntes, se ven divertidas, gesticulando alegres, y riendo a carcajadas al tiempo que escuchan el rumor melodioso de una radio encendida. Así van dejándose llevar durante horas mientras observan la súbita transacción de ambas chicas. En cierta manera, amparando su trabajo, las protegen, en tanto conversan

animadamente. Es una rutina en la que miran el paso de los viajeros a través del hábito cotidiano en que se ha convertido la faena. En algunos pueblos apartados, en las carreteras, especialmente, aquellas que por su importancia comunicacional tienen un mayor volumen de tráfico, las horas de ocio se entretienen viendo el transcurrir, a veces desbocado, de la gente en sus autos.

Pacientes, acaso, displicentes, las personas contemplan el ir y venir automotor como parte de su paisaje existencial. En ocasiones, como el caso de las vendedoras de café, la vía se convierte en un instrumento útil para ganarse la vida. En un medio para bregarse la suerte a través de la mucha o poca que puedan atrapar de quienes la portan sobre ruedas. El Encava[2], apenas se detiene, y el transportista les lanza una mirada de soslayo al pasarles a un costado; no tiene interés en el ofrecimiento que le hacen. En su lugar, centra la atención en lograr bajar los niveles del velocímetro cuando las ruedas remontan suavemente el impedimento repentino sobre el asfalto; una precaria mezcla de arena, cemento y piedras, integradas en una argamasa inconsistente. Así prosiguen durante la noche temprana hasta la nueva pausa en el camino, un puesto de control de seguridad vial que se distingue a moderada distancia debido a la señalización que las autoridades disponen para este tipo de vigilancia. Es una alcabala de vieja data levantada a un costado de la carretera, donde, eventualmente, cuando el ánimo lo permite, o, algún operativo excepcional así lo prevé, se inspecciona la carga y exige

identificación a las personas que por allí transitan. Es una garita bien construida que parece una habitación de un solo ambiente, pintada a dos tonos, verde y gris, con el emblema castrense bien destacado en el frente, y donde tres uniformados cubren guardia de modo permanente. Todos quienes viajan con frecuencia por esta vía están al corriente de su existencia. Al conductor, en ocasiones, en rutinaria operación de otros momentos, le han detenido para las revisiones de rigor, por eso no le impacienta que ahora puedan hacerlo.

Cuando eso ocurre, los militares entonces se ocupan de los pasajeros, pidiéndoles sus identificaciones, y esporádicamente, indagan sobre sus

equipajes.

A medida que va acercándose relaja el pedal de aceleración, enciende las luces internas, y gradualmente aplica los frenos hasta parar la unidad frente al soldado que ha estado observándolos desde la distancia. Sólo él aguarda el paso de los vehículos, los otros dos permanecen dentro de la bien iluminada caseta, distraídos de una radio que suena ruidosa con un parloteo ininteligible. Las radios, en cualquiera de sus versátiles estilos, suelen ser la compañía fiel que llena las horas solitarias de las personas en algunas de estas regiones. Informan, entretienen, y las ponen al día sobre las noticias de modo oportuno, particularmente, ahora, cuando los medios impresos presentan severas dificultades para circular regularmente. Como todos ya saben, no hay papel para periódicos ni electricidad permanente, y tampoco tintas para imprimirlos.  A varios metros, la imagen que ha percibido es la de una reluciente luna llena detrás del autobús, parece un disco luminoso sembrado en el cielo que va alumbrando la ruta del transporte colectivo mientras avanza hacia su lugar. El hombre, saca su brazo a través de la ventana en frecuente gesto de simpatía, y eleva su mano a la altura de la sien para tocársela juntando dos de sus dedos, remedando así con un aire cordial el clásico modo en que se presentan los

militares.

–¡Buenas noches, mi cabo! –exclama zalamero, desde su asiento en el Encava.

–Buenas noches, ciudadano –responde el individuo trajeado de verde. No le ha correspondido con el ademán privilegiado de los suyos; sin embargo, no expresa animosidad alguna, y de seguidas se encamina hasta la puerta de embarque decidido a ingresar. Es práctica no siempre cumplida, en ocasiones, un simple saludo desde cada uno de sus lugares es suficiente para continuar la marcha. Esta vez, no ha sido así. El cabo, sube pausado los peldaños de la reducida escalinata de acceso, y cuando se planta al lado del piloto, extiende su vista a los pasajeros somnolientos. A pesar de su talante marcial, ningún juicio puede hacerse sino aborda a cada uno de ellos minuciosamente. La vista humana, por fortuna, no dispone de radiación electromagnética para revelar las intimidades de las personas, es, por tanto, un protocolo de resultados inútiles que con frecuencia se ejecuta. El chofer lo sabe y, también los pasajeros, por tanto, esperan sin mayor interés a que el sujeto se mueva del lugar donde se ha parado para continuar su labor. Entre los últimos asientos, al final del pasillo que divide en dos partes iguales las secciones de butacas, uno de sus ocupantes se siente aliviado al ver que éste no se desplaza hasta el área que él ocupa.

–¿Todo bien? –pregunta el soldado, al dirigirse al conductor.

–Sí, todo bien, mi cabo –responde obsequioso a la espera del siguiente paso del uniformado. Por su desganado proceder, intuye que no tiene interés en adentrarse hasta el fondo para examinar a los viajeros. En efecto, se da media vuelta, regresando con el mismo desencanto que antes revelaba, mientras se despide con una ocurrencia que sólo el ocio puede alumbrar.

–Traes la luna pegada en las espaldas… Parece que viene persiguiéndote… ¡Buen viaje! –dice concluyente, en un tono desinteresado, tan desenfadado, en el que pareciera no tener conciencia del valor estético de la afirmación que acaba de hacer.

–Cierto, pero no nos persigue… ¡Nos protege, mi cabo!… ¡Muchas gracias! – contesta el chofer, escogiendo como antes la misma expresión lisonjera. En su tono se manifiesta aquella cadencia andina en donde las terminaciones de cada palabra se vocalizan cantarinas, y las aseveraciones, parecieran tener siempre un tonillo de interrogante, dejando a veces una sensación ambigua sobre su sentido. Es esa tonadita, que, en otras regiones del país, suele interpretarse como pusilanimidad, sin que, naturalmente, haya fundamento alguno para semejante subjetividad.

Las luces internas se apagan, y un doble pedalazo sobre el acelerador, como quien pone a prueba el rendimiento automotor antes de partir, arrancan el vehículo del puesto de vigilancia retomando su viaje. Desde la cabina de conducción, la mirada en retrovisor deja ver al militar parado en el mismo lugar donde antes lo había recibido. Paciente, espera el paso del siguiente fugitivo lunar. Su figura erguida, como aquellos soldaditos de plomo que jugaban inocentes a la guerra, se va hundiendo entre la distancia, y los melifluos destellos plenilunares que, igualmente a él, abrigan cuando se posan a su espalda.

A medida que avanzan, el viento fresco de la medianoche, intrépido, como sólo puede decirse de esa curiosidad invisible que mueve las hojas de las plantas; levanta el polvo del piso, y alborota el cabello de las personas, se ha venido filtrando entre las ventanillas desacopladas que, con el uso rutinario del automotor, han ido apareciendo en su estructura desgastada. Impetuoso se estrella con el correr presuroso de una desenvoltura mecánica que va engullendo la ruta donde ahora pocos circulan. Los viajeros, entonces, se colocan las prendas que para estas ocasiones llevan a mano, protegiéndose del seco frio nocturnal que luego desaparecerá cuando la brisa calme su furia. Más tarde, un calor húmedo, emergerá vaporoso, volviendo pegajosos los cuerpos en la fatigosa travesía.

Los pasajeros se han ido paulatinamente aclimatando, entregados al discurrir de las horas, esperando el arribo al despuntar el alba a sus sitios de destino. Así los sorprende un brinco intempestivo. Los despierta bruscamente, como antes. Ha sido un nuevo reductor de velocidad escondido entre la oscuridad del pavimento y la opacidad nocturna. Los ha recibido en emboscada al final de una pendiente donde la vía tuerce su rumbo hacia una curva de regular ángulo; una trampa perfecta para generar accidentes por su repentina presencia. También, para detener maliciosamente la marcha, puesto que, en derredor, no hay nada que justifique su construcción. No imaginan que sería la antesala de la embestida infortunada que más adelante los detendría. El obstáculo que les sobresalta, es de una fabricación maciza, compuesto de partes de gruesos neumáticos cortadas en largas secciones que se clavan en el suelo. Se fijan ingeniosamente para evitar que se dispersen con el paso de los vehículos y, así, puedan lograr el efecto de un solo impacto reductor.

Sin poder evitarlo por su obvio parecido al tono oscuro del pavimento, se topan con éste sin recortar la marcha y, un sacudón abrupto, levanta enseguida los pasajeros de sus asientos, alarmándolos por la magnitud de la estremecida. Cuando se accionan los frenos, el resultado en el acto, aborta el mismo trancazo sobre las ruedas traseras, la reacción, casi automática del conductor, ha impedido que se repita el sacudón inicial. La reciente construcción de aquel promontorio lo ha sorprendido, alterándole la noción que en su carta de navegación mental tiene de aquella ruta que tanto conoce. Casi podría circular en ella a ciegas, previniéndose a tiempo de cada uno de estos ingeniosos montículos artesanales; sin embargo, aquellos que se multiplican con las últimas horas, no es posible advertirlos, desconcertando intempestivamente a cada automovilista nocturno, como ha sido precisamente su caso. «¡Coño!», ha dicho en voz baja, al sentir la colisión. Aprieta los labios como quien sufre un apremio inesperado, y de seguidas, abre la boca en desahogo molesto expresando la conclusión a la que llegan todos quienes habitualmente transitan por estos parajes. «Éste no estaba en la cuenta, uno más para la colección… ¡Carajo!», murmuró agarrando firme el volante, dejando posar las ruedas traseras con el cuidado que antes debió esperarse para las delanteras. Evidentemente que ha sido un capricho su construcción, algún objetivo no bien intencionado ha determinado su levantamiento reciente, presupone, sin que llegue a expresarlo conscientemente en su voz cadenciosa.

Superado el tropiezo, el veterano chofer prosigue su rumbo, reinicia la marcha, y un chorro del humo azulado del combustible sale de su escape en bocanadas de veneno que se distraen con la medianoche. En el trayecto de rectas y giros eventuales que conforman la Panamericana, va colocando instintivamente las luces de mayor potencia del transporte colectivo, es el protocolo de conducción, también, el imperativo de la penumbra que unos desvaídos destellos de luna llena procuran remediar.

La madrugada fue abriéndose paso con su hipnótico sigilo, raramente es perturbada por el transitar acelerado de algún viajero noctámbulo. Algunos vienen en sentido contrario de la vía, en tanto otros lo hacen en semejante trayecto al de estos navegantes del asfalto que creen vencidos todos sus contratiempos. Los pasajeros rendidos por el peso agotador de las horas, han cerrado sus ojos entregándose al susurrar incesante de las ruedas en su roce con la carretera. Muchos ya duermen, mientras otros, aún lo intentan en esfuerzo estéril. De vez en cuando, un ronquido desprevenido se escucha diáfano en el ambiente. Inocuo sobre el discurrir somnífero de los otros, se integra en el coro de rumores involuntarios que surgen de sus cuerpos. Un niño dando vueltas en el regazo materno, gime dormido en el desvarío onírico que le conmueve, a nadie le importa, tampoco interfiere con la respiración profunda que, a ritmo quedo, va entrecortándose perdida entre las filas de asientos de aquellos anónimos durmientes.  Desde algún rincón extraviado, un silbido apagado saliendo de unos labios semiabiertos, se mezcla con un quejido lacónico que se escapa intermitente, sin llegar a perturbar un parloteo disimulado que se percibe lejano como diciendo palabras al viento.

–¿De dónde vienes? –pregunta, aquella voz masculina, se escucha desde algún lugar indefinido de entre las sombras que arropan el autobús en su sección posterior.

–De Guayaquil… –se oye decir a una mujer, sin poderse establecer el resto de lo que ha dicho. Es una tertulia ejecutada a ratos, con las pausas de dos desconocidos que sofocan el paso del tiempo sin otro interés que llenar las horas con palabras.

–¿Por eso has regresado, supongo?… –interroga de nuevo aquella voz del hombre, oyéndose flotando sobre el coro de oraciones dispersas. Es una pregunta formulada en clave dubitativa, siendo la consecuencia de una conversación que el murmullo de tantos se ha ido llevando. Preludia, en cierto modo, el fragmento de la siguiente afirmación.

–Te comprendo, uno vive como en dos mitades; una parte allá, donde trabajamos, y la otra, aquí, donde están quienes nos esperan.

Así va transcurriendo el viaje con la vida puesta al revés para algunos de sus ocupantes, en tanto el eco perdido de sus voces comienza a extinguirse paulatinamente. Vienen de regreso en una nave sin velas ni talismán, conjurando los avatares de una travesía que habría merecido mejor destino. Todos duermen ahora, también aquel, ese, que se ha estado resistiendo inútilmente por varias horas. Finalmente lo ha conseguido, se ha rendido, después de un largo rato, derrotado por una vigilia de muchos días de camino. Nueve meses atrás hizo éste mismo recorrido en sentido inverso, lleno de incertidumbres y dudas, inevitables han sido para él recordar aquellos momentos, ahora cuando se interroga sobre la suerte corrida en su condición de emigrante. «¿Será que vivir es como estar siempre al borde de un precipicio? No entiendo cómo es que posterior a tantos momentos agradables. De vencer, además, aquello que parecía imposible, nos haya tenido que pasar esto.  ¿Qué puedo decirle ahora a mi madre? ¿Qué voy a entregarle?… Mejor habría sido emigrar sin él», debatía consigo mismo. Desde un comienzo ha permanecido callado, atendiendo con una cortesía básica a quienes hablando a su alrededor a veces se han dirigido a él. Frases sueltas, en ocasiones sin mayor relevancia en ellas, y monosílabos desganados en otros instantes, han respondido las inquietudes arbitrarias de algunos de sus compañeros cercanos. Sólo lleva un propósito en mente.

Al acercarse al siguiente reductor de velocidad, éste, en efecto, sí se encuentra en la prescripción subconsciente que el timonel tiene del mapa del trayecto.

Disminuye la aceleración y reposadamente se apresta a pasar las primeras ruedas sobre el asfalto alterado. Es, entonces, cuando un par de ruidos seguidos se escuchan en el lóbrego silencio. Son dos las detonaciones que formalizan el estruendo que se advierten casi al mismo tiempo en que aplica los frenos para menguar la velocidad. Surgen de ambos lados del autobús, en dirección precisa sobre las ruedas delanteras que acusan el impacto de inmediato. Todos identifican esos sonidos tan exclusivos, igualmente que aquel originado por el chiflido que producen los cauchos al desinflarse súbitamente. En instinto de conservación se levantan de sus asientos varios de sus ocupantes. Alarmados por el percance insospechado enfocan las miradas hacia la parte frontal, lugar desde donde provienen los estallidos. El chofer, desconcertado, igual que el resto de los ocupantes del Encava, intenta sobreponerse de la turbación inicial. Aferrado al volante, pasan por su mente aquellos comentarios sobre los ataques de piratas de carreteras, los ha conocido de compañeros de oficio, y también, leído en las noticias. Impulsado por una reacción desesperada como último recurso, en gesto atrevido, oprime con fuerza su pie derecho sobre el acelerador para continuar el rumbo, comprende la gravedad de la situación al imaginarse la naturaleza del infortunio que les asecha. Los pasajeros, por su parte, gritan angustiados aupándole a seguir adelante; no obstante, es inútil franquear lo inevitable, apenas logran moverse torpemente; no hay nada que hacer. Resignado suelta el pedal. Desde la oscuridad surgen cuatro hombres que innecesariamente, salvo el propósito intimidador que los anima, disparan al cielo de escuálidas estrellas del sur del Lago de Maracaibo. Ese que, alumbrado en las noches del primer mes del año por una luna de plenilunio, se avista desde las faldas de una topografía irregular de la baja cordillera de los Andes, lugar donde colindan en laberíntica confluencia varios estados del occidente del país. Vociferan y golpean con fuerza la carrocería en su flanco derecho, aturdiendo con furia deliberada a sus ocupantes. De inmediato, sus rostros cobrizos se desvelan a través del largo cristal de la puerta que da acceso a la cabina de conducción del automotor. El mecanismo que la abre sólo se opera desde adentro, por ello presionan iracundos por entrar. Reclaman con planificada violencia que se les abra. Las personas presas del pánico imploran con devoción desesperada a todos los santos que sus memorias permiten, suplicando ahora la protección divina. Presienten la fechoría de la cual serían víctimas en minutos. El chofer, perplejo, reacciona inercialmente. Se mueve prudentemente, siguiéndole el pulso a los hechos. En medio del desconcierto uno de los atacantes toma la iniciativa, irrumpe resuelto desde la espesura de la madrugada. El resto de los cómplices se aparta abriéndole paso en muestra de subordinación. Apunta con su arma al piloto a través de la ventanilla que la luz de la cabina de mando ilumina compasivamente. Con la misma determinación lo conmina a que destrabe la puerta, gesticula con autoridad, y con unos pequeños ojos negros, como de pulgas, encendidos por el fuego de la adrenalina, amedrenta con pavor al abrirlos más allá de lo que naturalmente permiten. Mueve con destreza la pistola que porta en su mano derecha hasta finalmente lograr que el conductor reaccione. Accede, sin remedio, a la petición despiadada procurando evitar la fatalidad de la que tantas veces se habla en las noticias. Dentro del autobús, un rumor apagado de voces, se confunde en la negrura opaca de pasada la medianoche. Aquellos gritos iniciales que minutos antes se oyeran, devienen en un silencio expectante, acobardado –de pánico, sería mejor decir– y sombrío, precariamente perturbado por el concierto de cantos de la fauna silvestre que pone música al misterio de los caminos solitarios. Desde los lugares imprecisos que la confusión interna ha generado, se escuchan extraviados los sollozos reprimidos en una garganta de mujer; la respiración vacilante de un niño que asustado esconde su rostro en el aliento de los senos de su madre. Allí, entre el aturdimiento general, el gesto sigiloso del joven con barba poblada de varios días, sentado en una de las filas de los últimos asientos, procura ganar unos segundos en una maniobra desesperada, de una improvisación fílmica, en la que apoya su brazo izquierdo sobre un bolso de mano; un discreto y pequeño morral, con el propósito de protegerlo de la arremetida que ocurriría en unos momentos. Es un intento apresurado de simulación para mostrarlo insignificante, de interés nimio para los piratas. Este bolso lo trae consigo desde el inicio de la travesía junto a un par de maletas que ha dejado en el compartimiento externo del vehículo. Su contenido es el esmero de su atención, la razón del viaje que ha comenzado en sentido inverso nueve meses atrás cuando emigró del país. Viene trayéndolo con esmerada cautela para evitar que en cada uno de los puestos fronterizos puedan descubrirlo. Luchará, aun a riesgo de su vida, para conservarlo.

El hombre desde su lugar de dirección, ya repuesto de la conmoción, se voltea hacia el acceso desde donde presionan los bandoleros, mira a quien le apunta y levanta sus brazos esforzándose por conservar la serenidad. Es un individuo fornido, y alguna gestualidad tosca lo presenta como lento en sus movimientos que, no es, sino el reflejo de una personalidad circunspecta, condición que, en cierto modo, hace percibirlo como alguien maduro, con experiencia. En efecto, lo es, por eso busca serenarse, sobreponiéndose a la tensión del momento.

Conoce de los riesgos de oponer resistencia. Recién recordaba las crónicas que sobre estas incursiones se han contado, en muchas de las cuales los saldos han sido generalmente trágicos. En los meses recientes, la cantidad de robos en las carreteras, se ha incrementado apreciablemente, así lo han registrado los periódicos de cada una de las regiones, y el parte oficial de las empresas de servicios. Todos los transportistas están enterados de la presencia de piratas de carreteras que durante las noches abordan las unidades, algunos las detienen a punta del fuego de balas, otros, algo más sofisticados, utilizan un artilugio de clavos o trozos de cabillas afilados que atraviesan en las vías para hacerles estallar los neumáticos. A estos objetos, curiosa y extendidamente, se les conoce como miguelitos.

En días cercanos a los asuetos que por cualquier causa hay en el país, la gente se traslada desde lugares distantes a sus regiones de origen. A finales de diciembre, particularmente, son muchos los venezolanos que regresan desde varios de esos países vecinos, adonde han emigrado buscando el modo de conseguir aquello que en Venezuela no han podido lograr. Algunos lo hacen para no volver; otros para socorrer temporalmente con los ahorros levantados en medio de angustiantes privaciones de inmigrantes, a familiares agobiados por el hambre y la enfermedad. Cada autobús que sale de San Cristóbal, generalmente, trae a un venezolano que hace unos días era inmigrante en algún país contiguo. En enero, aún retornan los que no pudieron hacerlo al cierre de año, asimismo, quienes por causa de fuerza excepcional han de regresar apresuradamente, como todo sugiere es el caso que atañe al joven de barba. Sólo él lo sabe. El transportista, igual que aquellos otros que cubren la misma ruta en diversos horarios, ha escuchado las historias que se desprenden de los susurros de medianoche de hombres y mujeres insomnes que viajan en sus naves. Son relatos acongojados que ahora cargan como huellas perennes por causa de un peregrinaje impuesto.

Sereno, sosegado y en aparente calma, se yergue sobre la butaca, procura evitar complicaciones lamentables. Sabe de los riesgos que corren. Por ello intenta inspirar confianza en los agresores. Lentamente va deslizando la mano próxima al dispositivo que destraba las puertas, exhibiéndola de modo franco a la vista de los piratas afín de proceder a tirar de ella. Así, con extremo cuidado en sus movimientos, sabiéndose acechado desde el lugar en que le encañona el malhechor, estira una especie de palanqueta ubicada al lado derecho de los controles de mando de este tipo de vehículos, y en segundos, el mecanismo entra en ejecución; abre la puerta principal, y en el fondo, en la sección posterior, igualmente, la trasera, en operación simultánea. Una vez que las grandes hojas verticales de acceso se despliegan prestas, como en ordinaria maniobra de trabajo mecánico, el chofer, con un ponderado desplazamiento, voltea su mirada hacia el interior del Encava. En voz alta, entonces, armado de un coraje insospechado, que sólo el despliegue hormonal de situaciones extremas genera, aprovecha los brevísimos instantes de que dispone para dirigirse a los pasajeros bajo su responsabilidad. Está decidido a impedir las fatalidades que en ocasiones acompañan a estos hechos. Por ello, lapidario, sin más recursos que su temple sobrevenido, les exhorta juiciosamente, sin titubeo alguno, a ponderar las circunstancias que enfrentan

–¡Señores, van a atracarnos, conserven la calma! Nada es más importante que la vida. No hagan tonterías…

Al escucharlo, todos guardan silencio, atienden el llamado de quien tiene por misión llevarlos a puerto seguro. Esperan, entonces, por el desarrollo de los hechos con sumisión obligada ante el percance desafortunado. Ocupando su posición de mando, siente que su corazón palpita con tanta fuerza que pareciera zarandearle la camisa que carga puesta. Piensa en llevarse una de sus manos al pecho buscando disimular el fragor nervioso que lleva dentro; pero prefiere colocarlas sobre la cabeza en muestra de rendición, mientras hace el esfuerzo por despegarse nuevamente del asiento, movimiento

inexplicable que sólo responde a la tensión que vive.

Los piratas ingresan en el preciso instante en que un par de gotas de sudor le bajan desde el costado derecho de la sien para ocultárseles entre los apretados cabellos de su patilla. El primero de los asaltantes en entrar, las percibe claramente en su escape raudo entre los ensortijados vellos colindantes con su oreja. Ha sido en un santiamén, en un vistazo rápido en el que repasa la escena donde actuarán, y en el momento en que lo retiene a empujones sobre la butaca. Al conductor el miedo le embarga sobremanera, su cara de susto así lo revela sin disimulo, trance que reconoce rápidamente el líder de los malhechores.  Esos segundos le han bastado para recordarse que debe apartar su semblante de los atacantes, nunca observarles el rostro. De este modo, procede inmediatamente, antes de que cualquier acción violenta se lo imponga. Lanza su rostro al piso, en muestra de humillación, con la actitud sumisa y obediente a quienes tienen el poder de decidir sobre sus vidas. En los primates, luego de una refriega, bajar la cabeza y la mirada ante el adversario, constituye la prueba de rendición inobjetable a sus designios, por tanto, la garantía de conservar la vida. Vaya usted a saber, si aún pervive en los humanos, ese mismo comportamiento atávico de nuestros primos, inalterada reacción que la evolución no ha podido superar transcurridos millones de años.

El chofer, en cualquier caso, conoce las reglas, las recomendaciones de las agencias de transporte colectivo donde prestan servicios. Una de ellas, en especial advertencia, les prescribe a no confrontar con el asaltante bajo ninguna circunstancia. Por tanto, el hombre se limita, en consecuencia, a obedecer, a dominar el miedo que le eriza la piel. Sin embargo, como de curiosidad está hecha la genética de los seres inteligentes, una obvia cadena dorada que cuelga desde el cuello del sujeto que le intimida, le roba una ojeada imprudente. A ella dirige su vista sin poder evitarlo. Destaca por sobre la camisa oscura que lleva puesta. Es una extravagante cruz de doble líneas horizontales que atraviesan perpendiculares la recta vertical, pendiendo soez sobre la boca del estómago, y oscilando trepidante con cada ademán impetuoso del agresor de los ojos de pulga.  Él, también, se ha dado cuenta del vistazo curioso que le han hecho. Tal vez sea ese su propósito; llamar la atención. Se la toca en gesto retador con la mano que tiene libre, la acaricia brevemente con sus dedos, con las puntas del índice y el pulgar, y luego la suelta, desentiéndose, finalmente, del fisgoneo temeroso que le han efectuado. Él sabe que ha logrado su cometido, cumpliendo así la primera parte de su objetivo. El pirata no lleva oculta su cara, tampoco ninguno de los otros, las exhiben sin pudor. Son piratas de plenilunio que dejan a la oscuridad el resguardo de sus identidades.

–¿¡Tienes miedo, verdad!? –interroga, casi pegándose al oído del piloto– ¡Es bueno que lo tengas! –sentencia perversamente. Se expresa en una entonación bronca en la que se escuchan pausadas las palabras envueltas en un aliento fétido. Difícil sería establecer que ha tenido mayor mérito intimidador; si, las advertencias irónicas de la maldad, o, el vaho repulsivo que las viste. El individuo no responde, se contiene entre los nervios y la impotencia, piensa en su familia, en las tantas veces en que le han pedido cambiar de trabajo. Son muchos los años que lleva dedicados a este oficio. Nunca antes había vivido una situación como la que ahora enfrenta. Prudente, conserva silencio, se atiene a la norma, y espera lo mismo de sus pasajeros. Sabe que no puede hacer nada más por ellos, por tanto, la suerte corre pareja, sin distinciones ni preferencias. En ese lapso que lo separa de la realidad, como, asimismo, ocurre a todos los que al filo de la desdicha se encuentran, las ideas le fluyen precipitadas sin saber con certeza la razón de sus tan particulares sentidos. Parece un juego con el que se divierte el cerebro. Inexplicable ha venido a su mente la ocurrencia del cabo de hace unas horas al despedirse. «Traes la luna pegada en las espaldas… Parece que viene persiguiéndote…»

 

El joven atisba la escena con dificultad, la escasa iluminación interior que llega a la parte trasera del autobús, se lo impide adecuadamente. Los primeros momentos del abordaje han sido, como es de suponer, de una gran turbación, de un caos general donde cada quien ha reaccionado conforme a sus muy singulares formas de encarar una agresión. Al percibir las detonaciones ha sido uno de los primeros que se ha levantado de su asiento para enterarse del repentino contratiempo. De inmediato intuye la magnitud del peligro al que se enfrentarán, el propio conductor se los confirmaría en apresurada declaración unos segundos después. Es una situación de clara conmoción que expresa cerrando sus ojos en compañía de una honda respiración cuando torna a su puesto. No tiene idea de cómo proceder para evitar que su equipaje de mano caiga en poder de los bandoleros. En medio de esta desdicha apenas escucha el intercambio fugaz de comentarios de quienes se encuentran cercanos a él. Ha sido impactado por un acontecimiento casi insólito del cual no tenía noticias que sucedieran. Abstraído se limita a pensar en el modo de resguardar aquello que con tanto celo protege. Cuando se produce el atronado ingreso de los salteadores, y la violencia con la que se muestran para obligar al chofer a sus requerimientos, los nervios, como ha sucedido con cada ocupante del colectivo, le perturban su racionalidad para afrontar el momento. Fija su mirada hacia el puente de mando en actitud de alerta sin decir una palabra, como petrificado paseando sus ojos a lo largo del angosto pasillo que lo atraviesa recordando a Carlos y Roberto, sus amigos de siempre, y a Cosme Cirilo, proponiéndole lo que finalmente decidió. En medio del pesar, le pareció que era la mejor opción que tenía dadas las circunstancias del apremio. Nunca esperó que una contingencia como ésta, de evidente peligro para su cometido, se presentara durante el retorno. Casi pierde la calma de tan sólo imaginar la posibilidad de perder el bolso. Mientras divaga en sus pensamientos, la arremetida sigue su curso desde la puerta de acceso principal. La intimidación en pleno desarrollo acoquinando a todos los pasajeros, se lleva a cabo con exquisito esmero. Son labores de ablandamiento emocional para quebrar cualquier resistencia inadvertida entre las agobiadas víctimas. Todavía no tiene claro sobre qué acciones tomar para proteger el modesto morral que porta, aquel que ha sido la razón de su regreso intempestivo desde Lima. «¿Será que lo lanzo debajo del asiento?». Se pregunta en un comienzo, y en el mismo ejercicio introspectivo que le lleva algunos instantes, se responde: «¡No!». Sus ojos pardos se mueven en derredor buscando el modo de resolver el dilema. «Podría abrirse el cofre…». Concluye, al considerar dicha alternativa. Es entonces cuando llega a lamentarse de la decisión que ha tomado días antes, de haber atendido ciegamente a la sugerencia del cuzqueño, y secundada, además, por el par de amigos en Lima. «¡Cónchale, parece que no fue una buena idea haber hecho esto!». «Y ahora, ¿qué hago?».

Unos segundos extendidos de cavilaciones sin ninguna resolución lo mantienen perplejo, mientras el ataque se ejecuta sin dilación. Al cabo de este apretado intervalo reconoce que no tiene sentido lamentarse ahora. Sería malgastar la oportunidad que podría tener para poner a salvo su carga. Acorralado, entonces, con el cronometro urgiéndolo para escoger alguna de las opciones posibles, sin explicarse a sí mismo de dónde ha surgido la acción que se la ha ocurrido en trance desesperado, acomete en un arranque inusitado la escenificación de un acto de simulación teatral propio de un experimentado actor. Se inclina rápidamente sobre el equipaje, asumiendo una pose descuidada al recostarse sobre éste, buscando, obviamente, disimularlo, mostrarlo fútil, aunque su interés real sea ocultarlo con el brazo con el que se apoya. Asimismo, soltando inadvertidamente el costado izquierdo de su cuerpo, como descansándolo encima del modesto bolso, simula una compostura desinteresada sobre él. Su torso, con agilidad, se acomoda rápidamente ante la arremetida ineludible, evita desesperadamente que le sorprendan en la maniobra. Por esta razón, adicionalmente, relaja desprevenida su cabeza, dejándola caer –desmayándola– hacia el tórax. Deslizando, a su vez, el brazo derecho sobre el abdomen, y con dedos de prestidigitador, desabrocha algunos de los botones de la camisa blanca que viste. La chaqueta negra que lleva encima, probablemente de cuero o material similar, se la afloja rápidamente, descansándola informalmente encima de su cuerpo. Es evidente que con dicha distensión intenta aparentar el agotamiento de un viajero cualquiera, alguien que tan extenuado, apenas se da cuenta de un altercado imprevisto en el trayecto; fingimiento vano que la pericia de un avezado pirata descubre sin mayores impedimentos casi de inmediato.

La obviedad de su propósito salta a la vista cuando el tercero de los criminales nota que sí alguien es capaz de mostrarse desentendido sobre lo que sucede, es porque, en efecto, pretende engañar sobre lo que realmente le importa, está simulando una treta para despistar.

Todo esto se desarrolla al compás de unos mezquinos minutos que dura el proceder inicial de los piratas. Cuando finalmente, el líder de ellos se ubica en el pasillo central para dar sus instrucciones, el desempeño teatral del joven, ya está en ejecución. A su lado, el acompañante del mismo asiento que comparten, lo observa callado, algo perplejo al verlo en el ardid de último momento que no comprende. Antes le ha hablado sin recibir respuesta, como si no lo hubiese escuchado.  Siente que no le interesan sus comentarios al verlo abstraído. En efecto, el joven, se debatía entre las opciones que tendría para cubrir su bolso. El sujeto viendo que no le presta atención, comienza a experimentar el temor por el asalto, vuelto un manojo de nervios, igual que todos a su alrededor, baja su rostro rehuyendo curiosear el desempeño de los asaltantes. Se mira su cuerpo sentado sin saber qué hacer mientras el vecino se mueve con insólito dramatismo. En derroche inconsciente de la voluntad, toma la toalla de turista que le sirve de cabecera, y la coloca sobre sus piernas. Abraza las palmas de sus manos y las frota, luego con el pulgar de una de ellas, masajea el centro, entre las líneas del destino que la quiromancia identifica como aquella de la vida. Es un ademán de concentración similar a los que se recomiendan para ejercicios de relajamiento. Ciertamente, pretende apaciguar los temores que le turban, en algún modo lo consigue. Aguarda, ahora, el turno en que habrán de llegar hasta el lugar que ocupan él y su atolondrado compañero.

Detrás de ellos, una mujer lleva un suéter entre sus manos, doblado entre las asas de la cartera que descansa sobre su lecho. Nada hace para esconderla, tan sólo ha retirado su cédula de identidad y algo de dinero en efectivo que ha guardado en la intimidad del brasier que retiene sus senos turgentes. Cree que sería inútil ocultar del desenfreno pirata las pertenencias de mayores proporciones. Un riesgo que no quiere correr atendiendo a la exhortación que han recibido. En tono muy bajo, pero audible para quienes van muy cercanos a ella, dice: «Para qué voy a esconder nada, vienen por todo, es mejor que se lleven mi cartera y no a mi…». Es la misma voz que hace unas horas se percibía flotando errante al fondo del autobús. También, ha visto el proceder atribulado del joven, cómo no advertirlo, si va sentado con su espalda haciéndole frente. Sin embargo, no es aquello lo que llama su atención, a pesar del hecho evidente que ha significado su comportamiento extraordinario, no ha sido eso lo que ha despertado su interés hacia él. Es una indescifrable peculiaridad que va dándole volteretas dentro del acervo de imágenes archivadas en sus lóbulos temporales; un no sé qué errabundo haciéndole clic detrás de esa barba oscura que se le antoja tan familiar. Ahora mismo cuando observa los movimientos con los que se desempeña, nota esa gestualidad registrada con antelación en su memoria de corto plazo.

Desde el espacio contiguo a la cabina de conducción, con vista plena al interior del Encava, el individuo que comanda el grupo de piratas ordena encender toda la iluminación interna para potenciar al máximo su dominio visual. Su figura delgada y de mediana estatura, se mueve ágil, con una gran precisión, debería decirse. Cubre todos los flancos a fin de evitar improvisaciones a causa de algún despropósito inesperado. Gira instrucciones al piloto para que opere los interruptores desde su panel de controles, so pena de un nuevo empellón arbitrario. A este tiempo y, con base al cronómetro de que disponen para estas operaciones, tienen absoluto control del colectivo. Entre la intimidación, y la efectiva disposición de actuar sin miramientos, todos los pasajeros reconocen que realmente hay muy poco qué hacer a estas alturas. Razón ha tenido el arriesgado timonel en su advertencia atrevida.  Al lado del salteador al mando, en discreto segundo plano en el pasillo central, se ubica uno de los cómplices a la espera del momento en que ha de iniciar el pillaje. Parece el segundo abordo en el mando de acuerdo a su comportamiento; no obstante, su jerarquía, no actuará hasta tanto el cabecilla dirija sus advertencias a los acobardados viajeros. Por el momento aguarda a que el otro de los bandidos, el tercero, conforme a la disposición estratégica que han definido, se acomode en posición desde la puerta auxiliar en el extremo hondo de la unidad. Desde allí habrá de comenzar el recorrido expoliador sobre los ocupantes inermes, de atrás hacia adelante, en el sentido inverso en que viajan las personas.

[1] .- Sistema de carreteras que une a toda la cordillera de los Andes con el occidente de Venezuela.

[2] .- Marca de vehículo de transporte público de uso frecuente en Venezuela.

 

De la edición de Universo de Letras (2022)

 

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