Buscar

‎ Cuentos
‎ Cuentos

Todos los cuentos publicados

‎ Novelas
‎ Novelas

Capítulos de novelas disponibles

‎ Sobre el oficio
‎ Sobre el oficio

Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

¿Puede oírme, mayor Tom?

  • Compartir:

“Yo tenía un hijo y él era mi padre”.

Eugenio Montejo

El Hostal Werther, situado en una céntrica calle de Berlín, era muy diferente a las fotos publicadas en internet. Ya sabía que era un lugar donde pernoctaban mochileros a 50 euros la noche y que tendría que compartir baño y habitación. Lo que no se esperaba es que el encargado fuera tan antipático que apenas le viera la pinta de latino y el pasaporte venezolano, insistiera en hablarle en alemán pese a que su inglés era bastante bueno. Pero era la opción más barata que había conseguido y su presupuesto, exhausto tras adquirir los pasajes de avión, no daba para más. Había llegado allí gracias a una tarjeta que le diera Ramón, un amigo gay de su madre que había estado el pasado verano en la capital alemana. Él, sin duda, lo había disfrutado mucho: “Es muy céntrico, está cerca de todo y es Kreuzberg, por supuesto, la ‘Pequeña Estambul’.” Pero el hombre que se bajó esa tarde en la estación del metro de Berlín no estaba interesado en las “delicias turcas”.

En el baño se mira en el espejo y no se reconoce, como si el viaje hubiese modificado su apariencia física hasta tornarlo irreconocible. Todo es nuevo para él, empezando por el olor, el apagado color del sol, su poco calor. “Solo a mí se me ocurre venir a Berlín en noviembre”, piensa tras sentir en sus manos la frialdad del agua.

Aunque está cansado no puede dormir. Debe ser el desfase horario, tras las muchas horas de viaje desde Caracas, vía Estambul, su cerebro funciona a media máquina. “En la clase de geografía, la maestra habla de Turquía…”, recuerda una vieja salsa de Rubén Blades. Para él son las ocho de la noche, hora de Venezuela, aunque el reloj del hostal marque las dos de la madrugada. Ya no sabe si tiene hambre o sueño, no siente nada. Decide que es mejor salir a caminar, dejar que la fatiga se presente con fuerza. Sale del baño compartido, guarda la mochila en un locker, echa un vistazo a las diez camas de la habitación, todas vacías. Sus dueños estarán paseando también.

Sale del hostal, cuya recepción está abierta 24 horas, y echa a andar. Afuera lo recibe un viento helado. Camina por la orilla del Spree. Hay botes anclados donde funcionan restaurantes para turistas. Supone que serán costosos. Caminando por las calles adyacentes descubre otras opciones, pequeños restaurantes e incluso puestos callejeros. El aroma a especias que sale de uno de ellos lo hace detenerse. El menú es salchicha con curry y ensalada de pepinos. Hay bastante gente, se acuerda de la célebre “Calle del hambre” en Caracas. Pide la comida y una Coca Cola.

Mientras prueba los inéditos sabores está seguro de que la comida le caerá mal. Rebusca en su bolsillo los euros y paga. Decide seguir caminando. Le gustaría ver el famoso Checkpoint Charlie, el viejo puesto de control de la Alemania comunista.  Le pregunta al hombre de las salchichas y este le hace unas señas. Hacia allá se dirige. Realmente no está lejos pero le cuesta divisarlo. No puede creer que el famoso punto de acceso a la Alemania comunista sea esa ridícula garita rodeada de sacos terreros, donde unos turistas japoneses borrachos tratan de sacarse fotos a pesar de la escasa luminosidad frente al letrero: “Usted está saliendo del sector americano”, escrito en cuatro idiomas.

En los alrededores hay edificios que parecen ser museos. Todos cerrados por la hora. Lo consuela la presencia cercana de la Puerta de Brandeburgo. Desde que la vio en Tan lejos, tan cerca, la película de Wenders, supo secretamente que alguna vez iría a Berlín y la admiraría en persona.

De pronto sintió un gran cansancio y decidió volver sobre sus pasos. Regresó al hostal y a la habitación donde ya todas las camas, menos la suya, estaban ocupadas por respiraciones ajenas. La acidez comenzaba a hacer estragos en la boca del estómago cuando echó una pastilla efervescente en un vaso de agua y se la tomó. Se tiró en la cama y se durmió antes de darse cuenta.

 

Durmió muchas horas y cuando se levantó ya el sol empezaba a ponerse. Pronto sería de noche. Al abrir los ojos se sintió desorientado por un instante. Recordó que tenía una misión. ¿Por dónde empezar la búsqueda? Su madre le había dicho que su padre trabajaba en un bar llamado Das Narrenschiff. Parece ser que el viejo le escribió y le contó algunas cosas. Él llegó a leer la carta, a escondidas pues su madre nunca se la enseñó. No había ninguna referencia a él, su hijo. Solo algunas vaguedades burocráticas, una ayuda que pedía con unos papeles. Allí figuraba la dirección de un bar cerca de Kreuzberg, supuso que no le sería difícil hallarlo, si es que aún existía. Así pues que por ahí empezaría su búsqueda. Tenía además una foto muy vieja, de los años 70, donde salían su madre y él, con mucho pelo.

Caminar por una ciudad desconocida era una sensación relajante. En Caracas no se habría atrevido a hacerlo por el temor a ser asaltado pero Berlín le inspiraba una sensación maternal, como de protección y seguridad. A su lado pasaba gente de todas clases y aspectos, desde árabes y asiáticos hasta rubios típicamente germánicos. Ninguno le inspiraba temor o interés, tan sólo eran estelas vestidas que ocupaban brevemente su campo visual.

Ubicó fácilmente el canal del río Spree y caminó hacia el oeste, siguiendo la corriente. Finalmente lo vio, era uno de los barcos-discotecas: Das Narrenschiff, algo así como “La nave de los locos”. Y sintió que su corazón latía con más fuerza.

Entró y enseguida se dio cuenta de que era un bar “de ambiente”. No tenía nada contra los gais ni contra los bares de ambiente, sólo que tal vez allí el alcohol sería más caro. De todos modos no podía estar allí sin consumir así que llamó al barman y pidió una cerveza. ¿Sería su padre, el que le estaba sirviendo? No, era demasiado joven. Su padre debía tener por lo menos sesenta años. Le preguntó al barman:

I’m looking for Nestor. Do you know him?

El hombre asintió y le mostró otra barra, un poco más allá.

Pagó y se dirigió allí.

El hombre era delgado, no muy alto y tenía la cabeza rapada. Cristóbal se quedó mirándolo un rato hasta que el otro percibió su insistencia.

–¿Eres Néstor? –le habló directamente en español.

El hombre lo miró más con curiosidad que con sorpresa.

–Sí. ¿Y tú quién eres?

–Soy Cristóbal.

El hombre quedó callado, como pensando.

–¿Nos conocemos de algo?

–Soy el hijo de Marcela. Soy tu hijo.

–Te equivocas, yo no tengo hijos, soy gay.

Cristóbal se había preguntado muchas veces cómo sería ese primer encuentro. Las opciones en ese instante se reducían a dos: reírse o pegarle. En lugar de eso hizo ademán de marcharse.

–Espera, no te vayas –dijo Néstor suavizando el tono–. ¿Cómo llegaste aquí?

–Ramón me dio la dirección. Me dijo que había hablado contigo.

–¿Ramón? ¿El venezolano?

–Era amigo de mi madre.

–Sí, me acuerdo de él. Estuvo por aquí hace poco. Un tipo muy divertido.

–Mamá murió el mes pasado.

Néstor se le quedó viendo otra vez. Su mirada pareció ablandarse.

–¿Marcela murió? Lo siento.

–No creo que lo sientas mucho.

La música llenó el hueco que se abría entre ambos.

–¿A qué viniste? ¿Para qué me buscas?

–Ella dejó algo para ti. Vine a traértelo.

–¿Viniste desde Venezuela solo para eso? Podrías haberte ahorrado el viaje si me lo mandas por correo.

–Quería conocerte. Ya me había explicado que eres insufrible.

–Te advierto que no tengo donde alojarte.

–No hace falta, estoy en el Hostal Werther.

–¿Esa pocilga? Ten cuidado que no te violen.

–Me sé cuidar.

–¿Viniste a pedirme dinero?

–Vete a la mierda.

Néstor lo miró directamente a los ojos, como si tuviera algo que decirle pero no supiera cómo hacerlo.

–Disculpa, no te molestes. Esta situación es un poco incómoda para mí.

–¿No se te ocurre que para mí también?

–Mira, ahora no puedo hablar, tengo que trabajar hasta las tres. ¿Qué tal si nos vemos mañana, paseamos un rato, charlamos? ¿Te parece bien a las cinco? Yo paso por allí.

 

Al día siguiente, en la tarde, Néstor le propuso caminar por Tiergarten, el principal parque público de Berlín. Mientras andaban, Néstor hablaba de su pasado y, poco a poco, se iba emocionando.

–Casi nunca paso por aquí –dijo–. Hace años esto era una fiesta, cuando la caída del muro. Entonces sí veníamos casi todas las noches a celebrar, a emborracharnos, a hacer el amor. La caída del Muro fue para nosotros como el Mayo Francés. Bueno, tú no debes saber qué fue el Mayo Francés.

–No me subestimes.

–Disculpa, no era mi intención. Simplemente es una cuestión de edad, de referencias culturales. Bueno, lo que quiero decir es que cuando llegué aquí, en 1981, esto era una efervescencia. Además aquí había mucha marcha, como dicen los españoles. En los 80 había mucha buena música, muchos conciertos. Estaban Klaus Nomi, Nina Hagen, Kraftwerk, Peter Schilling.

–No me suenan esos músicos.

–¡No puede ser! ¿Nunca viste Urgh! La guerra musical? En la película salían casi todos ellos. ¡Qué tiempos aquellos! Cielos, ya estoy hablando como un viejo. ¿Tienes un cigarrillo? La canción de Schilling, Major Tom, contaba la odisea de un astronauta perdido en una nave espacial. Llegó al número uno. ¡Cómo la bailamos! La idea fue de David Bowie quien compuso esa canción maravillosa llamada Space Oditty que se convirtió en nuestro himno en las fiestas en Caracas. ¿Sabías que Bowie vivió en Berlín? Claro, eso fue antes de que yo llegara. También estaba Nena con 99 luftballons. Luego la tradujeron al inglés como 99 red balloons, como una referencia a la RDA. Estaba de moda la Neue Deutsche Welle, la nueva ola alemana. Bailábamos como locos, nos vestíamos divinamente…No te puedes imaginar…Yo tenía un traje de satén ¡divino!

En verdad le costaba un poco imaginar a ese señor flaco y calvo vestido de astronauta y bailando al compás de una percusión sintetizada. Pero, a juzgar por el brillo de sus ojos, debió ser muy bueno todo aquello. Una buena razón para tomarse los estudios a la ligera.

–Con decirte –prosiguió– que para divertirnos a veces íbamos al Muro de noche y nos sacábamos los penes e incluso hacíamos el amor ahí, frente a los guardias comunistas.

–¿No les disparaban?

–No, qué va. Lo que querían era incorporarse a la fiesta.

–¿Cómo fue que llegaste acá?

–Pedí una beca.

–¿Y qué estudiaste?

–Filología Germánica.

–¿Quién va a pagar en Venezuela para que alguien estudie eso?

–Te hablo en serio, es verdad, aunque no lo creas. El gobierno daba muy buenas becas. Eran los años de la Gran Venezuela, la bonanza petrolera. La euforia antes de la devaluación.

–El Viernes Negro. He leído sobre eso.

–Yo no era buen estudiante, ni siquiera tenía buen promedio. Había conseguido la beca con un amigo de mi padre. Mi padre era del partido de gobierno. La familia estaba bien conectada. Durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez mi viejo hizo buenos negocios. Y me consiguió la beca.

–¿Así como así?

–Mira, yo para él era un problema. No sabía cómo manejar el hecho de que fuera homosexual. Así que prefirió alejarme de él. Y yo también preferí esa lejanía. Solo echaba de menos a mi madre. Ella vino varias veces a visitarme, cuando vivía con Walter.

–¿Walter?

–Fue mi pareja por más de diez años. Ya murió.

–Lo lamento, no sabía.

–No te preocupes. Por él me pude quedar aquí. Me ayudó con los papeles. Yo no estuve mucho tiempo en la universidad. El ambiente era demasiado formal para mí. Yo lo que quería era divertirme. Era tan inmaduro. ¿Tienes un cigarrillo?

Se sentaron en un banco a fumar.

–Que no nos vean, aquí no se puede fumar. Dime algo: ¿tu mamá te dijo que yo era gay?

Cristóbal recordó a su madre. Cada vez que le tocaba el tema, ella se alteraba y las conversaciones terminaban en discusión. Por lo visto era una herida abierta para ella, algo que nunca pudo superar.

–Sí, me dijo. Pero creo que nunca lo aceptó. ¿Cómo se conocieron? ¿Cómo fue que salió preñada de ti?

–Hace ya tanto de eso. Me parecen siglos.

–Sería el colmo que no te acordaras de la única relación heterosexual que debes haber tenido en tu vida.

–No he dicho que no me acuerde, estoy tratando de responder tu pregunta. Tal vez no sea fácil para mí. Fue en una fiesta en casa de un amigo común. Allí nos presentaron. Bailamos. A mí me gustaba bailar y a tu madre también. Nos entendimos y nos fuimos del sitio. Recuerdo que ella tenía un Volkswagen escarabajo. Nos fuimos hasta el Parque del Este y saltamos la verja. Nos metimos y allí hicimos el amor, sobre la grama.

–Qué poético. Tuvieron sexo, querrás decir.

–Bueno, no pretendo que me creas, pero fue un momento mágico. Tu madre estaba muy hermosa, muy sensual. Yo no había estado con ninguna mujer pero sí con varios amigos. Se lo dije pero a ella no le importó. Se propuso excitarme. Creo que lo tomó como un reto. Y lo logró.

–¿Y ahí salió preñada? ¿Así de simple?

–Pues sí. “Haz el amor, no la guerra”, era la consigna de los hippies. Y vaya si la aplicamos. Luego me salió la beca y me vine a Alemania. Ella no sabía que estaba embarazada. Cuando lo supo yo ya me había instalado aquí.

Cristóbal no sabía qué sentir. Tenía una pregunta que le quemaba la boca del estómago. Tal vez para obtener la respuesta había viajado miles de kilómetros y ahora estaba hablando con ese hombre que era un perfecto desconocido para él.

–¿Por qué nunca te interesó conocerme?

Néstor se quedó mirando cómo se alejaban las últimas volutas de humo de su cigarrillo.

–Yo quise conocerte. Tal vez no me creas pero hubo muchas circunstancias que me lo impidieron. En la vida uno a veces no puede cambiar algunas cosas como quisiera.

–¿Eso es todo lo que tienes que decirme? ¿Una sarta de lugares comunes?

–¿Qué quieres que te diga? Te estoy hablando la verdad. Yo tenía una relación de pareja. Ponte en mi lugar.

–¿Por qué no te pones en el mío? ¿Sabes lo que es crecer sin padre?

–Claro que lo sé, yo crecí sin el mío. Por eso es que me apegué tanto a mi madre: mi padre nunca estaba en casa. Más de una vez la vi llorar por culpa de ese desgraciado. Por eso nunca volví a Venezuela, ni siquiera cuando murió mi madre. Simplemente no quise volver a ver a mi viejo. Nos hizo la vida imposible a ambos. Y mi madre era chapada a la antigua. No quería saber nada del divorcio, aunque yo siempre le insistía en que se divorciara. De todos modos el desgraciado tenía otra mujer y otros hijos.

Una mancha de silencio, como una nube portadora de agua, se condensó entre ellos.

–Hace frío –dijo Néstor–. Ven, te invito a tomar algo antes de que nos congelemos.

 

Fueron a un pequeño local y pidieron café. Néstor se puso a hablar de literatura. Por lo visto era un tema que lo entusiasmaba. El gusto por la lectura era lo único que le había quedado de sus años en la universidad, donde nunca se graduó. Pero el tema no era su fuerte. Además tenía muchas preguntas guardadas desde hacía demasiado tiempo.

–¿Entonces te quedaste aquí? De becario pasaste a ser emigrante.

–Al principio no fue fácil. Los dos primeros años fueron fatales, no hacía más que pensar en las playas, en mis amigos, en el sol y en el ron. Luego ocurrió el Viernes Negro. Después de la devaluación se acabaron los dólares. Me quedé sin beca. En verdad yo no estaba estudiando, iba a la universidad a joder. Cuando me quitaron la beca pensé: si mi país me da la espalda, yo no cambiaré mis planes. Pero lo pasé muy mal, no pude inscribirme en la Facultad ni pagar el cuarto. Comencé a deambular por las calles, a comer las sobras de los restaurantes. Así conocí a Walter, una vez me encontró hurgando en la basura de un McDonald’s. Pensé que me iba a denunciar a la policía, en cambio me llevó a su casa. Recuerdo que nos entendíamos hablando inglés pues mi alemán era pésimo. Sin embargo me permitió tomar un baño caliente y me dio una sopa. Creo que quería que me fuera después de cenar, pero yo me quedé dormido en el sofá. Me desperté escuchando Las Cuatro Estaciones, de Vivaldi. Sin que me diera cuenta me había abrigado con una manta. No sé qué vio en mí pero me cobijó, me atendió, me alimentó y cuando me di cuenta ya estábamos viviendo juntos. Posteriormente me ayudó con los papeles y a conseguir trabajo.

–¿Qué hacía Walter?

–Era contable en una empresa eléctrica.

–¿Y podían vivir juntos sin problema?

–Había una actitud de tolerancia hacia la homosexualidad, debido a los crímenes de los nazis, que mataron a muchos. En Alemania siempre hubo un fuerte movimiento gay y lésbico. Desde 2001 fueron aprobadas las uniones civiles entre personas del mismo sexo, como la que firmamos Walter y yo.

–O sea que una de las razones por las que te quedaste aquí fue por la mayor tolerancia.

–Sí. Lo que recuerdo de Venezuela es que había un gran machismo y una homosexualidad oculta y latente en la sociedad. Yo no quería vivir toda la vida encerrado en un closet. Cuando me di cuenta ya tenía ocho años en Berlín. Los cumplí precisamente durante la caída del Muro.

Cristóbal bebía con su padre. Con el que lo había ignorado durante tantos años pero que ahora, rendido a la evidencia de tener enfrente a su doble, aceptaba como hijo. Treinta años de ausencia, de distancia, de desconocimiento mutuo. Ese hombre bajo, delgado, de aspecto enfermizo y mirada huidiza tras los lentes de montura de pasta. Este hombre que alguna vez se fue a Europa y dejó sola a su madre. Su madre que hoy ya no está.

–¿Cómo te fue en el hostal?

–Bien, al menos no me violaron.

–¿Estudiaste en la universidad?

–Sí, me gradué en psicología hace un par de años.

–¿Y dónde trabajas?

–Doy talleres y tengo una consulta en un grupo médico.

–¿Te sientes bien con lo que haces?

–No me quejo. Gano poco pero lo paso bien. Heredé el apartamento de mamá. Al menos no tengo problemas de vivienda.

–¿Marcela nunca se casó?

–Pues no.

–¿No tuvo novios?

–Le conocí algunos pero no llegó al matrimonio.

–¿Sabes por qué?

–Pienso que no le gustaban suficiente como para casarse. Pero hay otra razón que me molesta: creo que siempre estuvo enamorada de ti.

Otro incómodo silencio se interpuso entre ambos.

–Ella sabía quién era yo, nunca la engañé. Sabía que conmigo no podía tener una relación seria.

–No te pongas a la defensiva. Conmigo no hace falta. No he venido a reclamarte nada.

–La verdad es que no tengo muy claro a qué viniste.

–Sabrás que yo tampoco. En este momento me dan ganas de salir corriendo.

–Hablemos de otra cosa. ¿Tienes novia? Supongo que no saliste como yo.

–No, no soy gay. Y sí, estoy casado. Se llama Amanda. Nos conocimos en la universidad.

–Amanda. Bonito nombre. ¿Por qué no vino contigo?

–Tenemos dos hijos. Patricia y Alejandro. Además esto no es viaje turístico, es algo que debía hacer yo solo.

–Supongo que no tienes mucho dinero.

–He dicho que no necesito tu dinero.

–Bueno, si puedo contribuir con algo con tu viaje pues te invito a que te quedes en mi apartamento para que no gastes más. Te advierto que es pequeño y tendrás que dormir en el sofá. Pero será mejor que el hostal.

–No te preocupes, estoy bien.

–Vamos, así tendremos más tiempo para hablar. Además hace poco se murió mi perrito. Me siento raro sintiendo el apartamento tan silencioso.

–Bueno, seré entonces tu perrito. Me podrás dar la comida de él que te haya sobrado.

 

Cristóbal se instaló en el apartamento de Néstor, en un viejo edificio de Kreuzberg. Era pequeño pero confortable. Un portarretratos con una foto de él con Walter se hallaba colocado en un lugar privilegiado de la salita. Cristóbal no se sentía a gusto pero pensaba que los juegos hay que jugarlos hasta el final. El dueño era un turco de grandes bigotes llamado Kemal que vivía ahí mismo con su familia. Daba la impresión de tenerle cariño a Néstor. Debía ser si no su inquilino más “normal”, al menos el más cumplido el que mejor pagaba, el que daba menos problemas en ese edificio lleno de inmigrantes mayormente musulmanes. Debía saber que era homosexual pero al parecer no le importaba. Tal vez era liberal. Por esos días vio una foto de una marcha del Orgullo Gay en Estambul.

Néstor era ordenado. En un apartamento tan pequeño no era difícil tener cada cosa en su lugar. Se iba a trabajar a las seis de la tarde y estaba en el bar hasta la medianoche. Se acostaba a las dos o tres de la madrugada. Se levantaba tarde, hacia el mediodía. Era perezoso. La primera mañana Cristóbal quiso sorprenderlo con el desayuno pero se lo tuvo que comer él solo cuando vio que no se levantaba. Aún tenía el horario tropical, se despertaba a las seis de la mañana y salía a trotar. Desde el mediodía hasta las cinco tenían oportunidad de hablar. Cuando Néstor se iba al trabajo, Cristóbal se quedaba descansando un rato para salir después.

Una noche salió solo y conoció en un bar a unos latinos con ganas de divertirse. Terminaron en la casa de una estudiante colombiana de Sociología. Se emborracharon mezclando diversos licores y cantando rancheras y boleros. Cuando abrió los ojos vio que todos estaban durmiendo la mona. Apenas despertar se acordó de Néstor y se dio cuenta de que no le había avisado pues no tenía su teléfono. Fue al baño, se arregló como pudo y salió. Le costó un tanto orientarse, de hecho se equivocó en el U-Bahn hasta que finalmente consiguió ubicarse. Llegó al apartamento hacia las cinco de la mañana. Entró sin hacer ruido, pensando que estaría dormido, pero al asomarse a su habitación constató que no se encontraba. Le pareció raro y lo llamó a un número que tenía anotado en un papelito. Nadie respondió. Salió de nuevo y se encaminó a Das Narrenschif. Ya estaba cerrado. Tocó la puerta y se asomó el encargado con mala cara, pero suavizó la expresión tras reconocerlo. Le preguntó si había visto a Néstor. Le dio a entender que no había ido a trabajar, lo cual lo preocupó aún más. Deambuló por los lugares más o menos conocidos, por donde habían caminado los últimos días.

Cristóbal empezó a sentirse angustiado. De pronto Berlín le pareció una ciudad fría, inhumana. Los edificios eran moles en penumbra que parecían dispuestos a tragarlo. Se sintió como un niño perdido y recordó que una vez le había pasado algo similar. En cierta ocasión, su madre lo llevó a un parque. Jugaba en el tobogán cuando de pronto algo llamó su atención y fue a verlo. No se acuerda qué fue, lo cierto es que se alejó del campo visual de ella. Cuando la buscó con la mirada ya no la encontró. Se echó a llorar en medio de los cactus. Se había adentrado en un jardín xerófito, alejándose del parque infantil. Su madre, acompañada por un guardaparques, finalmente lo encontró. Le dio una bofetada y se echó a llorar. Lloraron juntos un buen rato. «No me vuelvas a hacer eso», le decía, y él no la entendía pero se sintió culpable.

Cristóbal deambulaba. No tenía la menor idea de dónde podría estar su padre. Lo peor era la sensación de que le podía haber pasado algo malo. Aunque Berlín no era tan peligrosa como Caracas, de todos modos la desazón, la sensación de angustia, era insoportable. Trató de calmarse. “Coño, hace cinco días no lo conocía y ahora me preocupa su desaparición”, pensó. Emociones nuevas lo embargaban, una mezcla de nerviosismo, incertidumbre y desesperación.

Sus pasos lo llevaron a Tiergarten. Cuando tomó conciencia ya se había adentrado en el parque pero no era el mismo de noche que de día. Caminaba entre árboles, por una parte que era de tierra y poco iluminada. De golpe lo asaltó una sensación harto conocida: paranoia. Se activaron los sensores que alertaban sobre peligro. Se acordó de algo que había leído hacía poco en una guía turística, un comentario de un usuario: “Keep away from the Tiergarten during the Night!!! (Just do it)”.

Demasiado tarde, ya estaba muy adentro. Debido a la escasa luz no veía mucho más adelante pero sí escuchaba, algo que parecían gemidos o una especie de llanto. Llegó hasta la mole oscura de una estatua y la rodeó. Del otro lado su padre lloraba aferrado a ella, como un animalito o un niño perdido. Cuando lo vio llegar se sobresaltó y gritó del susto. Hizo ademán de correr.

–¡Soy yo, Cristóbal, tu hijo! ¿No me reconoces? –gritó el joven.

Al escuchar su voz, Néstor se detuvo y Cristóbal aprovechó para acercársele con los brazos abiertos. Su padre y él se abrazaron.

–No sé qué hago aquí. No me acuerdo cómo llegué –repetía con el terror reflejado en los ojos.

En eso se acercaron dos sombras móviles y Cristóbal se puso alerta, pero se tranquilizó al ver que eran dos policías jóvenes, que patrullaban el parque. Como pudo les explicó la situación. Entonces ellos le preguntaron si necesitaba una ambulancia o asistencia médica. Uno de los policías quiso saber si su padre se perdía con frecuencia. Le dijo que no y emprendieron el camino a casa.

Finalmente llegaron al apartamento. Sentó a Néstor en una butaca, le echó encima una manta y le preparó un té. Estuvo un buen rato ahí, mirándolo con cara de susto, hasta que su mirada volvió a ser familiar. Aferrando la taza caliente con sus dos manos lo miraba como implorando respuestas. Pero Cristóbal sólo tenía preguntas.

–¿Qué te pasó? –preguntó tratando de disimular la ansiedad.

–Pues…No sé, no sé qué me pasó. No me acuerdo de nada. Yo…cuando me di cuenta estaba en el parque pero me sentía desubicado…

–¿Estabas borracho?

–No, no he tomado hoy. Me he sentido extraño todo el día. Es una sensación… ¿cómo puedo decirte? Una sensación nueva para mí. Es como un mareo que me da de pronto. Sólo sé que cuando salí del bar tuve la necesidad de caminar. Me eché a andar sin rumbo fijo. Caminé y caminé hasta que no pude más. No me preguntes más, no puedo acordarme. Ahora déjame descansar. Me voy a mi cuarto. Estoy muy cansado…

Esa noche Cristóbal no pudo dormir. Una nueva certeza se había instalado en su ánimo: la de saber que tenía un padre y que debía ocuparse de él a partir de ese instante.

 

Mi padre ya no sabe quién soy aunque identifica la marca de pañales que le llevo siempre al ancianato. Me lo traje a Caracas y le busqué un sitio decente. No puedo atenderlo yo solo. Tampoco puedo tenerlo en casa, me costaría la relación con Amanda y no quiero perderla. Sé que el cambio puede acelerar su enfermedad, esa maligna dolencia con nombre alemán. ¿Cuánto tiempo le queda? ¿Cinco, ocho, diez años? No se sabe. Lo importante es la calidad de vida que lleve en este tiempo. Los médicos aquí confirmaron la enfermedad. Tampoco saben cuánto vivirá. Algunos dicen que generalmente son diez años desde el diagnóstico, pero eso depende de varios factores. Al principio pensé que sería una dolencia producto de su condición homosexual. Pensé incluso que estaría relacionada con el sida. Pero mi padre, aunque es seropositivo, no ha desarrollado el VIH. Es un gay sano.

Al principio paseábamos, en algunos momentos de lucidez recordaba jirones de su vida caminando por las calles de la ciudad. Pero Caracas ha cambiado mucho en treinta años, por esa maldita manía que tenemos de tumbarlo todo. Me preguntaba por lugares que ya no existen, el cine Lido, la discoteca The Flower, el edificio Galipán. Constatar esos grandes vacíos lo llenaba de angustia, sentimiento que me transmitía. Necesitaba sacarlo a caminar –los médicos me lo habían recomendado– pero a veces era peor salir que quedarse encerrado porque ya no podía reconocerse en las calles y lugares que fueron escenario de sus correrías infantiles y juveniles. Algunas cosas permanecen pero en estado lamentable, como la Ciudad Universitaria o las torres del Centro Simón Bolívar, que cuando él se marchó aún eran el símbolo de Caracas.

A mi padre le dio por deambular solo por la ciudad. Varias veces me llamaron al trabajo para decirme que lo habían encontrado en la entrada de la urbanización donde vivo. Afortunadamente el vigilante y algunos vecinos –entre ellos los conserjes– lo conocen. Lo atajaban en la garita de acceso. Sin embargo una vez logró traspasar la barrera. Tras horas de angustia finalmente logramos ubicarlo. Previendo la situación le había colocado una pulsera con mi teléfono. Me llamaron para decirme que estaba en Altamira, preguntando por el cine Canaima, que tumbaron hace más de cuarenta años para construir el Centro Plaza. “¡Quiero ver El espectáculo más grande del mundo!”, repetía una y otra vez cuando fui a buscarlo. Al principio no lo entendía. Luego supe que era una vieja película sobre el circo, de Cecil B. De Mille, que su mamá lo llevó a ver en el único cine de Caracas que tenía pantalla en Cinemascope.

El proceso de deterioro es indetenible. La memoria se desordena, es como si tuviera el cerebro en cortocircuito permanente. Antes de que empeorara hablé con un abogado e hice que Néstor me reconociera como hijo suyo. Fue una promesa que le hice a mi madre antes de morir. Él aceptó y firmó sin entender muy bien lo que estaba haciendo. Ahora puedo llamarlo padre, aunque no me reconozca. No me hace caso, lo único que quiere es que le ponga, una y otra vez, Major Tom, la canción de Peter Schilling que cuenta la historia de un astronauta abandonado en una nave a la deriva. Tal vez él se sienta así: como un hombre dejado a su suerte en la inmensidad de su propio cosmos interior.

 

Cuento ganador del III Premio Salvador Garmendia (2018)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.