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(…)
vos y el relámpago
Y esa noche, por vez primera, Najamutu comprobó que cuando Wari dormía apaciblemente, en el cielo aparecía cada tanto un relámpago; un relámpago solitario que no necesitaba de la lluvia ni de las tormentas para recorrer el cielo.
voz de merlina contando el macareus de los días de la casa en el sur de Bararida
Y seré yo quien cuente esta parte de la historia, porque estuve en ella, porque la vi de cerca y no pude evitar su inicial desgracia.
Una mañana, Wari y Najamutu se miraron en un hilo de agua. Se lavaron el rostro el uno al otro, y en cierto momento, Wari contempló el reflejo de ambos, y le pareció hermoso y entrañable y fiero y dulce, y quiso conservar esa imagen para siempre, quiso que el mundo se detuviese en la plenitud de ese instante, pero las aguas no cesaban de moverse, y las nubes en el cielo y los rostros de los dos amantes y el aire, nada dejaba de agitarse, y Wari rogó en voz alta: tiene que haber un modo de que nuestro reflejo conserve la perfección de este momento. Y al escucharla, Najamutu le pidió que hablasen conmigo, que me buscasen en la parte sur del bosque donde yo también solía refugiarme en estas épocas, pues seguro yo tendría una manera de complacer ese deseo.
Lo estuvieron pensando un rato. Estaban poseídos por la dulce indolencia de quienes tienen todas las horas disponibles y por eso mismo no poseen un minuto libre. Se mecieron en la hamaca, silenciosos, hasta que ella tomó a Najamutu por la mano y lo arrastró hasta el claro del bosque donde suelo pasar las tardes calurosas preparando mis conjuros y bebiendo infusiones.
Los vi aparecer. Parecían dos chispazos relumbrando en medio del bosque, pero a la vez, también asomaban sobre ellos alargadas y terribles sombras. Me senté sobre una piedra para esperarlos. Los bendije apenas estuvieron frente a mí; fingí sorprenderme por lo que me pedían, porque nada en aquellos minutos era para mí una sorpresa; al leer el tabaco esa mañana cada detalle de ese día me fue revelado.
Debí hacer un esfuerzo para no sonreír. Deseaban preservar la perfección de su amor en aquellos momentos. Me rogaban que los ayudase a que ese instante vivido en el riachuelo tuviese una correspondencia más sólida. Pude advertirles que todo deseo que pretenda extenderse es un desafío a las leyes trazadas por los dioses. Suspiré, mordí un limón y estuve un rato luchando contra su acidez. Al menos debía ayudar a que lo intentasen.
Refulgían. Se miraban entre ellos y me miraban como si yo fuese capaz de escuchar el modo en que el mundo cantaba para ambos.
Les señalé una choza situada al fondo. Les dije que allí encontrarían un espejo, que cuando fuese el mediodía se contemplasen en el azogue, muy juntos, muy amorosos, y que conservasen ese espejo pues poseía un curioso poder: allí sus sentimientos del momento quedarían fijados para siempre; y cada vez que lo mirasen se reencontrarían con la plenitud que vivían en estos instantes.
Los dos respondieron con encanto y asombro; les conté que el espejo me había sido enviado junto con otros objetos mágicos desde el lugar donde el río Orinoko produce un rumor silbante en el momento en que el agua dulce se superpone a la salada, algo que llaman macareo, y que tal vez eso explique que al espejo se llamase de manera tan similar: Macareus.
Sonrieron. Sentí una pena infinita. Se veían tan tersos, tan encantados, pero en el resplandor naranja que los envolvía yo también atisbaba esa fila de penumbras que estaban a punto de asaltarlos y causarles sufrimientos infinitos. Por eso les obsequié el espejo. Quería ayudarlos hasta el último minuto.
Con hierbas sagradas les di siete ramazos a cada uno; con azulillo les coloqué en los pies signos de protección y fiereza, y les advertí que debían siempre cuidar mucho el espejo porque era único en el mundo; su poder solo reposaba en su azogue; no había segundas oportunidades de repararlo o reponerlo.
Cuando el sol estuvo sobre nuestras cabezas ambos se asomaron al espejo, abrazados, un poco sudorosos, pletóricos. Yo los vi de reojo: incluso yo misma percibí al fondo, como una emanación, como un vago olor de coco, rosas, parchitas, una sensación de ardor y dulzura, de sangre y músculos, de huesos y piel y abrazo. Me aparté porque me dio miedo sentirme cerca de esa ebriedad.
Los dos se marcharon a su casa del sur, a pasar su última tarde juntos. Volví a bendecirlos a lo lejos, pedí a los dioses que habían abandonado la isla o que todavía no habían llegado a ella, que fuesen clementes con ellos.
aquella tarde con vos
Hablamos poco. Sentíamos el peso de los días por venir. Vos a tú castillo, yo al mío; nosotros a nuestras guerras. La vida. Igual. La misma. Sin vos. Sin mí.
Cada tanto acariciábamos el espejo. Suspirábamos.
Me dijiste que irías a dar una vuelta por la playa, sola. Te vi alejarte; tu rostro pálido iba lleno los pequeños rasguños de mi barba.
Y cuando desapareciste, un agujero se abrió en mi estómago y en mi pecho. Sentí que el aire me faltaba, que la tierra de la isla bajo mis pies se convertía en lodo.
Era solo un paseo, Wari; volverías en minutos; pero comencé a marearme. Las gotas de sudor bajaban por mi frente, caían desde la punta de mi nariz.
El sol me contempló como un ojo enfermo.
coro
Huye, prudente Najamutu. Escapa ahora, corre hasta tu caballo, olvida tu armadura, tu espada, tu escudo, tu lanza y tu ballesta. Déjalo todo atrás; escapa; te queda poco tiempo para salvarte. Estás viviendo la última señal; el indicio de tu destrucción futura. Esa desolación que sientes al perder de vista a Wari por unos minutos es un trozo del futuro que salta hacia ti para advertirte. Oye el sonido del viento, el sonido del oleaje, el canto de los pájaros, el ruido del viento entre los árboles, el croar de las ranas, los aullidos de los lobos ocultos en el bosque, las voces de las cascadas, el rumor de la isla, todos repiten lo mismo: huye, Najamutu, escapa ahora que estás a tiempo y llora un poco por tu cobardía, pero piensa que esas lágrimas evitarán las muchas lágrimas del futuro. Llora ahora para que no llores siempre. Escapa. Ya vas dejando de pertenecerte por entero; ya demasiado de ti vive en Wari como para que puedas recuperar algún día la cordura.
Huye. Huye.
y
Acaricia el papel de maíz en el que escribes, en el que ellos escribieron, en el que las manos de Najamutu se detienen cada mañana para construir sus figuras. Palpa el papel, sus vetas, sus texturas, sus imperfecciones, su olor tenso. Escucha en el papel al maíz que alguna vez estuvo en los labios de los desgraciados amantes de Bararida.
breve digresión de Najamutu al pensar en Wari
Levedad, tumulto y rosa. Va la niebla, dibujando otro bosque en el bosque. Agua y lunares, mareas en las que voy y vengo, estallido y estrella sobre el lago, muy arriba, tenso como un arco que disparas sobre ti misma. Playa y vos.
También estoy en ti cuando te pierdes.
al volver
Wari adivinó en el gesto nervioso de Najamutu, que el hombre había pensado en marcharse, en salir a todo galope en su caballo sin despedirse de ella. Imaginó que su gallardía, su honor, su valentía en los combates lo habían hecho permanecer inmóvil. Jamás adivinó que había quedado paralizado por un sentimiento más básico, menos refulgente; se había quedado allí por el miedo de no volver a verla.
Esperaron que la noche creciera sobre Bararida. Recogieron sus cosas. Cada tanto les parecía adivinar curiosos ruidos atravesando la noche; gritos, crepitaciones; maderas y ventanas que estallaban. Ninguno quiso pronunciar una frase. Pensaron que aquellos ruidos palpitaban dentro de ellos. Caminaron pronunciando pocas palabras. De tanto en tanto se rozaban los brazos. Ninguno se atrevía a hablar de un próximo encuentro; lo necesitaban; lo deseaban; pero desconocían lo que les deparaba el futuro. Ahora, cada uno debería regresar a su reino y su castillo. Cada uno debía mentir con el rostro impasible. Advertir que se extravió durante la excursión a la sierra para buscar una nueva ruta que permitiese atacar al enemigo, y decir que, a duras penas logró sobrevivir en las duras condiciones de aquel lugar y de los ataques de las Ussu.
Habían ensayado juntos su mentira durante aquellas semanas de tregua.
Para no seguir en silencio, Najamutu suspiró ruidosamente, acarició el borde del espejo y comentó en susurros: qué hermoso será poder mirarlo cuando esté en mi aposento extrañándote tanto. Wari arrugó el entrecejo. ¿De qué hablas, Najamutu? Soy yo quien ha pedido el milagro de conservar de algún modo la belleza de nuestros instantes; el espejo me pertenece. Najamutu sonrió, incrédulo. Hemos conseguido el espejo gracias a la maga de mi infancia; a Merlina; sin ella tu deseo no habría servido de nada.
Los dos se detuvieron en seco; incómodos; molestos. Hasta ese instante se habían turnado para llevar el espejo a través del bosque, pero en ese segundo decidieron colocarlo junto a un árbol, en el borde de un claro en el que las personas de varias aldeas sembraban maíz.
El espejo iluminaba como luna llena: impregnaba los árboles del bosque, los manantiales, la pelambre de los animales que se deslizaban entre el follaje con una película plateada y vibrante.
Ambos se miraron como si se estuviesen contemplando por primera vez. Wari se sorprendió al ver ese gesto irritado de Najamutu; esa especie de tedio e irritación que lo hacía arrugar la nariz como cuando los jardines se llenaban de abono. No es justo que vos me privéis del espejo; yo tuve el deseo. Tampoco es justo, Wari, que vos me privéis a mí del espejo; yo tuve la idea de cómo resolverlo.
Los dos resoplaron. Por eso no vieron bajar ni sintieron el sonido silbante del águila que a toda prisa se deslizó en medio del claro y con sus garras atrapó el espejo y se elevó con él. Wari fue la primera en comprender lo que sucedía; lanzó un espadazo al aire cuando el ave ya se había alejado. Najamutu la siguió con furia, sin dejar de dar gritos por el bosque, sin perder de vista la forma extendida de sus alas. Usó el rastro de la luz para orientar su ballesta. Disparó. La flecha hizo un sonido como de río desbordado.
El águila pareció detenerse en el aire unos segundos. Giró sobre sí misma tres veces, voló en un largo círculo, como si se estuviese despidiendo de los bordes de la isla y al final sus garras aflojaron la presión y el espejo cayó sobre unas rocas. Wari y Najamutu tardaron en comprender lo que sucedía, hechizados como estaban por la sangre del águila que fue dejando una estela púrpura entre las estrellas.
La isla entera tembló cuando el espejo Macareus se hizo pedazos. Fue como el estallido de una fuente. Un terremoto frío que se esparció como espuma. Wari y Najamutu comprendieron que la perfección de su imagen había quedado destruida para siempre. Sintieron, sin saberlo, el peso del tiempo apoyándose sobre sus hombros. Abrieron la boca desolados.
La brillantez del amor que ambos fueron en un antiguo instante, el fogonazo de su ternura y su pasión, quedaron esparcidas en la isla como millones de pequeñas agujas, imperceptibles a la vista.
monólogo del águila
Se cierra el círculo. Se cumple al fin. Tu flecha y mi corazón se encuentran.
Fugaz, inútil victoria. Tu gran puntería solo ha servido para que ahora en Bararida la perfección de un amor que desobedece al tiempo sea polvo brillante, esquirla, trozo mínimo.
De tanto en tanto, las personas lo tocarán con sus manos sin saberlo, lo tendrán dentro de su boca o será parte de sus respiros. Incluso algunos, hurgando en la hierba, sentirán el pinchazo de su rastro. Esa intensidad inenarrable de la belleza estará allí, para todos y para nadie. En trozos muy pequeños.
Has llamado a la pesadez, Najamutu, el roce, la presencia punzante del dios Fo; has llamado el cansancio, el olor pastoso de las aguas empozadas y verdes. No lo sabes, no te darás cuenta, porque veo cómo en el bosque, unos y otros comienzan a rodearte a ti y a la bella mujer que te acompaña. Pero has escrito tu derrota y la de Wari.
Junto a ella has extraviado el tesoro. Que los dioses se apiaden de mí, que caigo al mar y desaparezco; pero que también se apiaden de ustedes.
Fragmentos de Román de la isla Bararida (Firmamento editorial, 2024)