Sombras, de Verónica Florez

31/ 12/ 2019 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente, Uncategorized

Sentía el pedal vibrar bajo su pie como un animal vivo. Iba por el canal rápido de la estrecha carretera, subiendo. A su lado, el canal lento estaba vacío. Podía ver los carros que bajaban en dirección contraria como dos pequeñas luces que se asomaban, acercándose con rapidez, encandilándolo con la blancura de las luces altas, y desaparecían. Por supuesto que manejaba rápido: la zona en la que se encontraba no disponía de alumbrado público; y si algo pasaba, más valía accidentarse en un sector donde al menos pudiera ver bajo la luz de un poste.

La noche era una bestia que se tragaba todo. Veía sombras: las sombras de las islas alineadas, que separaban la carretera en ascendente y descendente; la de una pasarela; la de algunas casas, todo gracias a las pobres luces de su carro y las de los que iban pasando. Una vez que ya no estaban, se volvía a sumir en la oscuridad y en la escasa iluminación de los cocuyos de su vehículo que, en realidad, parecían velas.

Cherry Bomb de The Runaways gritaba en el reproductor, durísimo, para que “la oscura” no lo hiciera sentir tan muerto. Había rodado por esos lares un par de veces, pero con la luz del sol, cuando los colores brillaban e incluso lo distraían; y como era tan fácil recorrer el camino, se daba la libertad de cantar. Pero ahora no: debía agudizar sus sentidos, obligar a sus pupilas a dilatarse y a atrapar toda la luz posible. La noche, la atormentadora noche, arrasaba. Algo tan poderoso, tan moderno como una carretera, perdía contra la caída de aquella gran sábana negra. La rueda se hundió haciendo que el carro rebotara y sonara como una maraca. Un hueco. No había tiempo de pensar en el precio de los amortiguadores.

Más bien pensaba en ellas, que lo esperaban al otro lado de esa desbaratada serpiente de asfalto de mala calidad.

No se iba a rendir: si la oscuridad y un motor de 1.6 se oponían, él lucharía contra ellos.

Espejo retrovisor derecho: negro. Espejo retrovisor izquierdo: negro. Espejo retrovisor central: más negro. Adelante vio dos pequeños faros blancos que se acercaban y se volvían más grandes, como si un Big Bang fuese a ocurrir, y, cuando se agrandaban a su máxima potencia, pasaron, siguieron su camino, dejándolo a él solo, solo y oscuro, oscuro y solo.

“Pero, ¿cuánto falta?, ¿cuándo se hizo tan larga?”, “¿Cuánto, cuánto, cuánto falta?”. Ya tanta oscuridad, densa como el pelaje de un puma, lo mareaba.

La opción de “repetir” estaba activada en su reproductor; por lo tanto, Cherry Bomb volvió a sonar. Soltó un suspiro desesperado, tenso, a punto de dejar de ser un suspiro para convertirse en exclamación. Realmente soltar el volante no era posible. Pero repetir el mismo tema, a las diez de la noche, sumido en aquel espacio sin estrellas, tampoco lo era. Escuchaba el chachachachachan de la guitarra, y este sonido iba desconectando, poco a poco, sus conexiones neuronales. Sentía perder su humanidad a partir de esta repetición. Sus uñas empezaron a rasguñar el forro del volante de cuero barato. Tenía que apagarlo. Si no la apagaba, no iba a lograr llegar; y si llegaba, iba a matarlas a ellas, porque en ese entonces ya no sería humano. Sería una bestia, una máquina de matar producida por una guitarra y una oscuridad repetitiva.

Llegó el momento. Sudó por la frente. La boca no le sabía a nada. Su mano derecha se desprendió más rápido de lo que podía creer; su mirada se tardó más porque seguía detallando todo lo que podía, cada piedrita del camino. Finalmente la desvió, pero lo que encontró fue un minúsculo infierno: sus ojos, ya no acostumbrados a la luz, no reconocían los botones del reproductor. Estos eran muy pequeños y las letras que los designaban más aún. Parpadeó una vez para enfocar. No era suficiente. Los ojos en el camino de nuevo. Una moto rugió a su lado y pasó disparada. Como fue tan rápido, incluso dudó de si eso pasó. Volvió a su misión: había perdido el enfoque de nuevo. El camino, la carretera. ¿Había, realmente, pasado una moto?

Para su siguiente intento, ya la canción había llegado a su tercera vuelta. Se desató su furia, pero debía calmarse para concentrarse en su tarea de apagar la radio. Ahora sí: cuerpo y mente dispuestos. “CD”, “AM/FM”, “SET TIME/DATE”. “A ver, a ver”. ¡Ahí!: “On/Off”.

Y lo sintió. La música se detuvo, pero para dar la bienvenida a un nuevo sonido, acompañado de un golpe contra el parachoques y el parabrisas. Estuvo a punto de perder el control del vehículo. Frenó. Su cerebro comenzó el trabajo de buscar qué pudo haber sido. El resultado que arrojó fue el de haber golpeado una gran bolsa de basura llena de objetos metálicos, grandes y pequeños, que al momento de la coalición se expande, se deforma, se rompe, para caer más adelante.

Pero la bolsa no podía dejar una abolladura en el capó y, muchísimo menos, un golpe tan grave en el parabrisas, donde una pintura roja definía las grietas.

Cuando se atrevió a mirar un poco más hacia adelante vio una sombra vagamente delineada por las luces del carro. La sombra parecía estar durmiendo: acostada, como de lado, sin moverse. No tenía idea de que golpear una sombra se sentiría así. La veía, la seguía viendo, pero su consciencia no cabía dentro de tanta oscuridad.

Soltó el freno lentamente, mientras analizaba su nuevo panorama con ahora el gran vidrio roto: incluso creyó sentir la brisa que generaba la velocidad, cómo aumentaba gradualmente. Pensaba: cuando llegue a casa, si es que llego, contaré cómo suena, cómo se siente golpear una sombra.

Una sombra como yo, que podía ser yo, pero que no soy yo, que ahora duerme en alguna parte de la carretera.

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Este cuento formó parte de la Semana de la Narrativa 2019, organizada en alianza con Revista Ojo

Ilustración cortesía Revista Ojo

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