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El hombre apareció un día en San Juan y de repente fue habitual verlo recorrer las calles en bicicleta. No muy alto, algo pálido y desgarbado, con más huesos que carne, la nariz curvada con intención de seguir descendiendo hacia la boca, en una aparente pretensión de comerse a sí misma. Los ojos grandes, la mirada un poco esquiva, como si intentara evadir aquella premisa policial que dice que los ojos son el espejo del alma. Su alma es suya y nadie tiene por qué auscultársela. Si tiene pecas en el cuerpo, quien lo vea desnudo dé cuenta de ellas. Su pelo es escaso, oscuro y liso. Las manos no podría describirlas si no detiene el pedaleo y las posa fijas sobre una superficie. Pocos lo conocen, se podría decir que nadie puede dar fe de quién es, de dónde vino y qué busca en ese sitio oculto entre colinas, rencillas, pulsiones, chismes, habitantes que reproducen sus nombres y apellidos en la constancia de un coito entre los mismos de siempre; un pueblo donde los fantasmas no salen por temor a ser reconocidos por sus parientes o vecinos y que estos en vez de asustarse se pongan a preguntarles cómo es el más allá. Un río parte en dos el lugar con la misma alevosía con que lo hubiera hecho Salomón. Sobre el cuerpo mutilado del mártir San Juan Bautista fue fundado el pueblo, según cuenta la tradición oral.
La única certeza sobre Vicente López, el hombre de la bicicleta, quien prefiere que lo llamen Vincent Alexandre, es su puntualidad kantiana frente a la torre de la iglesia en su paseo habitual alrededor de la plaza a las seis de la tarde. La peluquera, el zapatero, el sastre, el carnicero, la mujer de la floristería y el panadero lo observan pasar con la certeza de quien ve llegar el día y la noche. Cualquier conversación que mantuviera este grupo de contertulios, sentados en los bancos de la plaza al terminar su jornada laboral diaria, es interrumpida por el paso del ciclista. Ahí va, dicen y se ríen. Alguno de ellos hasta mira el reloj de la torre para confirmar la perfecta sincronía entre las seis de la tarde y el pedaleo del forastero, como prefiere llamarlo Rigoberto, el de la carnicería, quien menos confianza y simpatía manifiesta por Vicente López. No me gusta la gente que aparece de la nada, uno nunca sabe de dónde viene y de qué está huyendo, dice y se lleva un trago de aguardiente a la boca, costumbre suya, bebida muy habitual. Yo no soy tan desconfiada como tú, le responde Felicia, la peluquera, quizás decidió venirse a vivir a San Juan por el paisaje y la tranquilidad del lugar. Samuel, el sastre, sonríe sardónico antes de comentar: paisaje tenemos, pero tranquilidad… Vuelve a sonreír con la boca un poco torcida e insiste: ya saben lo que dicen, pueblo pequeño, infierno grande. El zapatero, mucho menos perspicaz y más relajado que los otros, solo atinó a decir: el fulano de la bicicleta es un hombre tranquilo y amable que no se mete con nadie. En una ocasión me pidió que le remendara los zapatos. Yo le sugerí que comprara unos nuevos porque los que me mostraba parecían haberle dado la vuelta al mundo. Le mostré unos que tenían descuento y eran de buena calidad, el hombre me miró con desconfianza, tal vez pensó que solo quería venderle otro par de calzados, pero ciertamente sus zapatos ya habían dado los pasos que podían dar. Me dijo que en otra oportunidad, me dio las buenas tardes y se fue. Parece culto y de buenos modales, ya dejen la saña. Culto, de buenos modales, y bastante pobre, toma la palabra Emilia, la florista, para continuar el hilo que el grupo está tejiendo alrededor de la figura del desconocido como lo haría una araña amazónica con su presa. Es tan flaco que parece un garabato egipcio, dice mientras intenta imitar las figuras que ha visto en las páginas de los libros de historia del arte. Todos ríen con el comentario, excepto Felicia. A Rigoberto se le atora el buche de aguardiente en su carcajada cavernosa. Alentada por la fiesta ante sus gestos y palabras, Emilia continúa tejiendo la red: ¿se han fijado que casi siempre lleva puesta la misma chaqueta marrón y el pantalón beige? A Felicia le parece infeliz el comentario y se lo hace saber: desconocemos cuál sea su situación económica para juzgarlo por la vestimenta; tal vez viva en aprietos, es una grosería burlarse de la pobreza ajena. ¿Y cómo no va a vivir en aprietos económicos si es un vago que no trabaja?, le espeta el carnicero con los ojos vidriosos. Felicia no le responde por educación y porque prefiere evitar su actitud pendenciera; además, no soporta ese perenne tufillo a licor. Como para no quedarse sin decir nada y ayudar a dilucidar al personaje, el panadero cuenta que Vincent Alexandre compra en su negocio una vez por semana medio kilo de requesón, varias canillas, un chorizo. Cuando sus empleados lo ven entrar le preparan el pedido antes de que el cliente lo pida. El panadero está de acuerdo con el de la zapatería y agrega que el desconocido es un hombre de buenos modales, aunque un poco cauteloso, lento y algo avaro a la hora de tomar la plata de la billetera. Lo he visto sacar con recelo el dinero, parece que tuviera miedo de gastarlo. Tantos años frente a la caja registradora te da la experiencia, te azuza el olfato para reconocer el despilfarro o el control en las maneras en que el cliente se lleva la mano a la cartera. Este, les aseguro, no es un manirroto. Bueno, por la sastrería nunca ha pasado, así que cuando este señor quiera cambiar de vestuario con gusto le tomaré las medidas, remata el sastre como si cosiera la última puntada del patrón que han armado entre todos los presentes: el figurín de un hombre, el bosquejo de lo supuesto, un esbozo de lo incierto.
Rubén, el dueño del bar colindante a la plaza, suele unírseles antes de abrir el local y antes de que el grupo se disuelva y agarre cada cual su camino a casa. Rubén llega justo cuando el panadero da cuenta de la compra semanal del magro ciclista, y aprovecha para contar su anécdota, como si todos tuvieran la obligación de poner su pieza para armar al hombre-rompecabezas. Primero, aclara que el mentado no es cliente del bar, por esa razón le sorprendió verlo entrar esa noche y sentarse en la barra. Era temprano, el negocio todavía no se llenaba. Él lo atendió y el hombre le pidió una cerveza de litro, y que por favor le trajera también la tapa de la botella. El tabernero no hizo más que servir tal cual se le solicitó, encendió el televisor y se dispuso a buscar los canales deportivos. Entre la transición de canales pasó por uno donde un gorila se golpeaba el pecho; se trataba de un documental. El hombre le pidió que por favor lo dejara ahí. Al del bar no le gustó la idea, pues sus clientes suelen ver beisbol, boxeo, fútbol, pero como era temprano y los pocos que estaban no eran borrachos altaneros, dejó el documental sobre la vida de los simios. El solitario bebedor tomó un par de sorbos lentamente mientras veía la televisión, el programa de gorilas terminó y comenzó otro sobre abejas. Vincent observaba con interés la explicación documental sobre el sistema comunicativo y reproductivo de estos insectos. Un borracho que también estaba en la barra se reía y comentaba: miren cómo cogen las abejas. El hombre sonrió y educadamente le dijo que todo el sistema de las abejas es muy sofisticado y se largó a explicarle al borracho, que lo veía con un ojo bizco que trataba de concentrarse en un solo punto de vista sin lograr hacerlo, que si la reina, que si el zángano, que si los obreros, luego tapó el frasco lo más fuerte que pudo, se lo entregó a Rubén y le agradeció que le guardara la cerveza, que mañana regresaba por ella. El tabernero estaba estupefacto, nunca antes le habían pedido algo así, sus clientes son tan alcohólicos que son capaces de tragarse la bebida y el envase también. Bueno, se dijo, en este mundo no falta gente rara, y sin pensarlo más guardó el resto de la cerveza tal como se lo pidieron y esperó a que el tipo saliera para cambiar el canal. No estaba él para ver cómo se comunican y reproducen las abejas.
Al otro día el hombre volvió, pidió su botella, tomó nuevamente un par de tragos, tapó y se la dio a guardar. Nos vemos mañana, dijo y salió. La misma cerveza le duró unos tres o cuatro días. Los borrachines que lo veían entrar se alegraban y exclamaban: ¡ahí viene el profesor!, porque él les hablaba de las abejas, de los egipcios y romanos, del origen del boxeo, del proceso de fermentación de la cebada. El fulano era como un documentalista, le gustaba explicar, hacerse entender. Un borracho lo llamó el Carl Sagan de San Juan. Los otros le celebraron la gracia.
Todos rieron a carcajada suelta con la anécdota del hombre que bebió una misma cerveza durante tres, cuatro o cinco días; todos menos Felicia, a quien se le abochornó el rostro, sacudió un poco nerviosa su cabellera de rulos dorados, y un nudito se le anidó en el pecho porque ella tiene sensibilidad especial por los menos afortunados, por los desparramados sociales, como a Samuel le gusta comentarle en tono de broma. Samuel es su amigo, el hombre de más confianza que conoce, el que había sido muy cercano a su padre y de algún modo una figura paterna para ella, que quedó huérfana bastante joven.
Es hora de volver a casa y de que Rubén abra su taguara, los borrachines ya están merodeando alrededor de la puerta del bar. Es mejor evitar un motín de sedientos, comenta antes de llevarse las manos a los bolsillos para esculcar las llaves. Los contertulios se despiden. Algunos continúan riéndose con la historia de la cerveza, Felicia se muestra un poco retraída, apartada. Rigoberto se le acerca y le comenta que tiene una diligencia pendiente que hacer cerca de su casa, ¿será posible que vayan juntos en el mismo autobús? Felicia no ve ningún problema; aunque Rigoberto no es hombre de su completo agrado tampoco quiere ser descortés con él. De modo que ambos toman la misma ruta, aun cuando el carnicero vive del lado opuesto de la ciudad.
En el trayecto, el acompañante pretende seguir haciendo gracias con la patética historia de Vincent Alexandre, lo asiste su intención de continuar difamándolo, como si hubiese encontrado en él un juguete con que entretenerse. Le cuenta a Felicia que el fulano (además de forastero, también le gusta llamarlo fulano) compra kilos de pellejos para perros, pero él cree que no tiene perros, supone que son para su propio consumo. Felicia lo mira con escepticismo, cree que es un invento, una patraña para malponerlo aún más. ¿Qué le ha hecho ese hombre para que haga comentarios tan despectivos? No entiende. Ella está bastante incómoda con la compañía de Rigoberto, sus chanzas y su tufo. No puede dejar de observar con desagrado las gruesas manos del acompañante, cuyos dedos parecen embutidos; macizos, pesados, brutos. Hábiles manos para destripar gallinas, degollar reses, asfixiar tiernos conejos y hasta estrangular cuellos humanos. Tan distintas a las finas manos del desconocido de la bicicleta, a quien una vez se las observó mientras él esperaba ser atendido en la panadería cuando ambos coincidieron frente al empleado que preguntó quién llegó primero. Vincent Alexandre no dudó en ceder su puesto a pesar de que era su turno; este gesto le pareció tan galante que se sonrojó sin poder evitarlo. En ese momento, logró detallarlas. Se fijó que eran delicadas, con los bordes de las uñas bien cortados y rematados con lima. Extremidades pálidas, pulcras, sin rastros de marcas o maltrato por trabajos forzados. Las uñas impecables, no como esa uña morada casi negra que tiene Rigoberto en el pulgar izquierdo, producto de un hongo o de un golpe, a ella no le interesa saberlo. Las del hombre de la bicicleta podrían ser manos de pianista, escritor, pero nunca de herrero, mecánico, destripador de gallinas. Tan distintas a los chorizos enchumbados de sangre del carnicero que está sentado a su lado y balbucea procacidades sin el menor empacho, creyéndose muy gracioso.
Ya la parada de la mujer está cerca y no nota ninguna disposición de su incómodo compañero en bajarse. Ella le pregunta a qué lugar se dirige exactamente. Rigoberto trastabilla sin tener una respuesta acertada. Le dice que se queda un par de paradas después de la suya.
Felicia da gracias a Dios cuando le toca bajarse. Se despide rápida y esquiva y le deja plantado en el aire el beso pegostoso que Rigoberto intenta darle en la mejilla. Camina incómoda a lo largo del pasillo del autobús hasta la salida porque siente los ojos vacunos del hombre clavados en su trasero, como si sus ojos fueran capaces de comerle a mordiscos las nalgas. Razón tiene la mujer al sentirse intimidada bajo la mirada de Rigoberto, en la cabeza de él transcurren una tras otras viñetas de apareamiento animal: un león sobre una leona, el toro encaramado sobre la vaca, dos monos copulando en la rama de un árbol, un perro jadeando sobre una perra. Algún día, se dice, y se zampa un trago mientras el transporte deja atrás su culo del deseo.
A pesar de las burlas y de las penosas anécdotas alrededor del personaje, Felicia no deja de pensar en Vincent Alexandre. Esa noche, como siempre, come sola, recoge la caca de sus gatos, toma una ducha caliente, se entalca, se prepara un chai y se dispone a ver la novela de las nueve, como todos los días; el reiterado ritual de una mujer solitaria y aburrida. Sin embargo, no logra concentrarse en la trama, la imagen del hombre desgarbado, menudo y de manos finas pedalea en su cabeza. ¿Qué te pasa, Felicia? Estás vieja para la gracia, se reclama. Apaga la luz y pretende dormir. Da vueltas, no puede conciliar el sueño hasta que sin más se lleva la mano hasta la mata de pelos que le cubre la vagina. Cuando una mujer está sola poco se rastrilla esa zona boscosa, piensa. Ya no recuerda la última vez que se la afeitó. Tal vez cuando fue de visita al ginecólogo, sí, quizás. No sabe. En un instante se le cruza en el pensamiento que esa noche pudo tener a alguien haciéndole un cunnilingus bárbaro y real, pero qué asco Rigoberto, cómo se le ocurre. Mejor imaginar al forastero, metido ahí dentro de su mata de pelos. Sí, mejor así. Felicia se toca e imagina que el hombre venido de ningún lugar mete su cabeza abajo y lame. Se toca, se moja, gime, y el gato que duerme a sus pies levanta ligeramente la cabeza para observarla, hace un maullido molesto y se tira de la cama al piso.
Capítulo El corazón pide placer primero, tomado de la primera edición de Monroy editor, 2023