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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Tres

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Los tríos solo salen bien en las películas porno, dijo.

Y ella sonrió.

Cuando no hay libreto, no funcionan, añadió Rodrigo.

Y ella entonces comentó que siempre había creído que el género triple equis no requería guiones. Acotó que no hablaba como experta, apenas había visto escasos segmentos de algunas películas pero eso le bastaba para pensar que los argumentos eran una improvisación, una excusa sin importancia, una suerte de exigencia formal para poder contar el único relato: ese reiterado mete y saca de la pornografía.

Te equivocas, él insistió. El porno se produce igual que cualquier otro filme. Todo tiene un costo. No se pueden dar el lujo de coger sin guion.

Rodrigo y Sabrina estaban en la cama. Era un domingo en la mañana. Ella miraba hacia el techo y él estaba tendido sobre el costado izquierdo del cuerpo, apoyaba la cabeza en su mano. Acababan de desayunar pero el tema los venía persiguiendo desde la noche anterior. Habían ido a una pequeña reunión en casa de unos amigos y, durante buena parte de la velada, se estuvo hablando de tríos. Para sorpresa de ambos, casi todos los presentes conversaban sobre el asunto con experiencia y, encima, con excesiva naturalidad. Rodrigo y Sabrina se sintieron incómodos, rehenes de un silencio vergonzoso: no tenían nada qué contar. Disimularon con breves sonrisas. Rodrigo ensayó un chiste, Sabrina se fue al baño.  No tenía ganas de orinar pero tampoco quería seguir ahí, sentada, escuchando. Cerró la puerta y permaneció unos minutos mirándose al espejo. También se sintió un poco ridícula. Era como no haber fumado nunca mariguana. Como no haber viajado jamás en avión. Como no saber nadar. Escuchó risas que venía de la sala.

De regreso a casa, comentaron lo ocurrido ¿Sería cierto? ¿O todos sus amigos estarían tan solo fanfarroneando? ¿O acaso era posible que solo ellos dos fueran los únicos del grupo que jamás habían participado en un trío? ¿Qué clase de vida habían llevado, entonces? ¿Cómo podían ser tan inocentes, tan simples, tan aburridos?

Despertaron tarde, comieron huevos con salchichas y volvieron a la cama con la idea de pasar un domingo de lagartos, leyendo, viendo alguna película, pidiendo una pizza, sin separarse jamás de las sábanas. Pero el tema seguía ahí, como una mosca redonda y peluda, zumbando junto a ellos.

¿Te gustaría hacer un trío?

Ella alzó los hombros con descuido, en un gesto demasiado ambiguo, una suerte de sí y no, de quién sabe.

Rodrigo se deslizó, puso la mano sobre sus caderas.

Te lo pongo de esta forma, prosiguió: si pensáramos en hacer un trío, así hipotéticamente, digo ¿con quién te gustaría que lo hiciéramos?

Sabrina propuso una mueca, una sonrisa casi burlona ¿Hablaba en serio?

Rodrigo imaginó a Sabrina y a Fernanda arrodilladas frente a él. Las dos desnudas,  boquiabiertas junto a su sexo, irreverentes pero devotas. Mientras Sabrina lamía dulcemente sus esféricas, Fernanda bañaba con la lengua la punta de su pene.

¿Con quién?, casi cerrando los ojos, ella repitió a medias la pregunta.

Sí ¿Con cuál de tus amigas te gustaría que estuviéramos?

La carcajada de Sabrina asesinó la imagen mórbida que Rodrigo ya tenía rodando debajo de sus ojos.

Con ninguna, exclamó ¡Yo estaba pensando en un trío con dos hombres!

Rodrigo se desinfló. Su sonrisa quedó suspendida ¿Por qué jamás había pensado en esa posibilidad? ¿Por qué no la había imaginado? Se movió, incómodo, arrugó la frente y fue entonces cuando dijo lo primero que se le vino a la cabeza.

Los tríos solo salen bien en las películas porno.

Y ella no dijo nada. Solo sonrió.

 

A partir de ese momento, empezaron a aparecer las coincidencias.

La primera vez fue apenas pocos días después de la conversación de aquel domingo. Rodrigo bajó del metro en la estación Capitolio y casi chocó, de frente, con un chino vestido con un saco de color azul oscuro. Al llegar a la calle, justo en la esquina, se detuvo para no tropezarse con otro ciudadano chino, que caminaba con apremio mirando hacia el suelo. Una cuadra después, al entrar en el local donde casi todos los días se tomaba un café, terminó engarzado con un chino que venía saliendo. Tres chinos en menos de tres cuadras y en menos de treinta minutos. Pensó que en el planeta había demasiados chinos y que todo era obra de una casualidad.

Pero una semana después coincidió, un mismo martes y en un cortísimo lapso de tiempo, con tres monjas. Una estaba sentada en la parada de autobús. Otra caminaba con un grupo de niños por la plaza San Jacinto. A la tercera la vio en lo alto de una pasarela, como un pájaro suspendido sobre un alambre, casi flotando sobre la avenida.  Empezó a preocuparse. Y empezó a descubrir que, con un rigor matemático pero de manera inesperada, aparecían a su paso series de hechos o situaciones que siempre repetían el mismo patrón: eran tres.

Un jueves recibió tres llamadas extraviadas de gente que marcó el número equivocado. Durante toda una semana, siempre le tocó el tercer puesto en la tercera fila en tres agencias bancarias diferentes. Otro día se encontró, en calles y en momentos distintos, tres botones. Uno rojo y dos color arena. A medida que pasaban los días, además, las series se iban multiplicando y expandiéndose, ocupando todos los ámbitos de su vida.  Cada vez se repetían con más frecuencia las situaciones azarosas que ofrecían permanentemente la misma ecuación. Tres veces. Siempre tres.

 

Me voy a volver loco, le dijo a Guillermo.

Guillermo era su mejor amigo. Se conocían desde la infancia y habían crecido desarrollando un vínculo casi filial. Confiaba más en él que en sí mismo. No tenían secretos.

Estás en crisis. Eso pasa.

No. Es en serio. Me estoy volviendo loco.

Tenía razón. Rodrigo había comenzado a desarrollar una ansiedad voraz, carnívora. Habían pasado varias semanas y la plática de aquel domingo había ido transformándose, mutando de una duda tímida a un obsesión cada vez mayor. Ya incluso se preguntaba sobre la estabilidad y la solidez de la relación que mantenía con Sabrina. ¿Desde cuándo su mujer fantaseaba con acostarse con dos hombres? ¿Desde cuándo tenía ese deseo? ¿Por qué no se lo había dicho nunca antes?  Tal vez, estamos en crisis, pensaba. Tal vez estamos en crisis desde hace mucho y yo no me he dado cuenta, pensaba. Y se cuestionaba y se contestaba de esta manera: ¿por qué una mujer fantasea con otro hombre? Porque algo está fallando ¿Por qué una mujer desea a otro hombre? Porque algo le hace falta. ¿Por qué una mujer sueña con un trío? Porque el hombre que tiene ya no le parece suficiente.

 

Ya no sé qué hacer.

Guillermo trató de calmarlo. Le dijo que tal vez estaba dramatizando toda la situación, que quizás que no era para tanto.

Tranquilo. Déjame contarte algo.

Porque también Guillermo podía hablar de tríos. Y esto fue lo que le dijo:

Hace muchos años, cuando Julia y yo éramos novios, participamos en un trío. Pero fue una experiencia particular, rara. Yo tenía como veinticuatro y trabajaba para el despacho del viejo Aníbal Serrano, ¿lo recuerdas? Ajá. Era un viejo muy hijo de puta. La gente decía que era por la silla de ruedas, que se había amargado por eso. Pero yo creo que no. Él era hijo de puta por naturaleza. Así como hay zurdos o bizcos, así también hay hijos de putas. Una tarde yo iba saliendo y Julia estaba ahí, en la calle, esperándome. El viejo la vio desde algún lado. Quizás desde alguna ventana de la oficina. Lo cierto es que esa misma semana me citó en su despacho. Yo no sabía a cuenta de qué me estaba llamando. Pensé que había pasado algo, que me iban a botar. El viejo me dijo que cerrara la puerta y luego me invitó a sentarme. La oficina era grande, lujosa. Era la primera vez que yo estaba ahí. Me senté y él se acercó, rodando. Nunca antes lo había visto a una distancia tan corta. Me asombró su piel. No estaba arrugada. Supongo que le decíamos viejo porque nosotros éramos unos muchachos. En ese tiempo, él debía tener como sesenta. Se me quedó mirando unos segundos, con una sonrisa estirada hacia un lado y entonces,  de una vez, sin anestesia, me preguntó por Julia, me preguntó si era mi novia. Yo le dije que sí. Y él me dijo que quería proponernos un trato. Y yo le pregunté: ¿qué trato? Y él me contestó: yo quiero verlos cogiendo. Y yo me quedé callado, con la quijada en el suelo, demasiado sorprendido. El viejo sonrió. Hizo un gesto con las manos. Me explicó que desde el accidente no podía moverse pero que deseaba ver gente moviéndose. Al menos eso, me dijo. Podemos organizarnos para que sea algo discreto, también me dijo. Yo les pagaría, por supuesto. Muy bien. En dólares.

 

A Julia la propuesta le pareció una cochinada. Pero no teníamos plata. Con el tiempo y la pobreza, las malas ideas siempre mejoran. Lo fuimos hablando, pusimos condiciones, diseñamos con cuidado de qué manera podíamos desarrollar los encuentros, cómo debíamos proteger nuestra intimidad. Todo por el billete. Las vainas son así. Eran mil dólares por coger. Y en ese tiempo, nosotros cogíamos bastante. Julia exigió que el viejo estuviera detrás de una cortina. Y que todo transcurriera en un lugar bonito, romántico. Te lo juro. Utilizó esas palabras.

No entiendo. Pero eso no era un trío, masculló Rodrigo.

Guillermo le explicó que no, que ciertamente al principio el pacto suponía nada más una simple secuencia de voyerismo. El viejo pagó una suite en un hotel, sus empleados colgaron una cortina delgada, vaporosa, que permitía ver pero que escondía un poco la presencia de su figura sentada sobre la silla de ruedas. Las primeras veces resultaron incómodas para la pareja. Se sabían observados y no lo disfrutaban. Sentían miedo e irritación. No podían evitar percibir que estaban siendo evaluados. Los movimientos eran mecánicos, había poca iniciativa, mucho sudor frío, más miradas de reojo hacia la cortina que erotismo.  Pero Aníbal Serrano jamás se quejó. Permanecía ahí y, cuando ya parecía estar satisfecho, dejaba un fajo de billetes en el piso y se marchaba.

¿Y entonces?

 

Te cuento: entonces Julia comenzó a sentir curiosidad. Una curiosidad torcida, perversa, qué se yo. Cada vez se interesaba más en el viejo. Al principio, trataba de especular por qué algunas veces se iba más temprano que otras, por qué en algunas ocasiones se quedaba hasta el final. Quería saber a qué se debía la diferencia en sus reacciones. Y se puso imaginar qué le gustaba más, qué le gustaba menos. Y empezó a variar nuestras tandas de sexo de acuerdo a esas intuiciones. Yo comencé a sentir que la estaba perdiendo. Que, a medida que pasaban la semanas, ella estaba cada vez más pendiente del viejo que de mí. Y no era un asunto de trabajo, del trato. No se si me explico. Ella se estaba interesando más en él que en el dinero. Un día yo me encontraba en la cama, esperándola. Julia salió desnuda del baño. Fue hasta la cortina y la jaló con fuerza. Así. La descorrió de golpe. El viejo pareció sorprenderse pero se controló de inmediato. Se miraron fijamente por unos instantes, como si se estuvieran desafiando. Julia le dedicó una sonrisa y dio media vuelta y se vino caminando a la cama. Pero no caminaba para mí. Yo me di cuenta. Caminaba para el viejo. Le bamboleaba el culo. Danzaba para él. Ese día tuvimos una pelea, lo recuerdo. Porque después le reclamé lo que había hecho. Ella me dijo que estaba cansada de la cortina. Que prefería verlo, saber qué hacía, cómo nos miraba, si se tocaba o no se tocaba, dónde ponía las manos, qué hacía con ellas.

De ahí en adelante, todo fue distinto. Yo ya no me sentí igual. Y ella tampoco.  Su curiosidad fue creciendo. Con mucha frecuencia, se montaba sobre mí, de frente al viejo, y se tocaba las tetas, se manoseaba. Yo no podía verla. O más bien solo podía ver su espalda. Pero nada más. Sabía que ella y el viejo se estaban mirando. Julia se movía rápido, gemía, me estrujaba y yo no podía dejar de sentir que se movía y gemía y estrujaba en verdad al viejo. Viejo hijo de puta. Me la estaba quitando. Eso pensé.

 

Luego Guillermo le relató los detalles, más bien sosos, de las discusiones que había sostenido la pareja durante las siguientes semanas. Él quiso terminar con el trato pero Julia decía que no. Intercambiaron diferentes argumentos sin mayor destino, jamás pudieron resolver el conflicto. Siguieron ganando mil dólares semanales. Hasta que finalmente llegó el día en que Julia, en mitad de la acción, saltó de la cama y se fue a cuatro patas hasta la silla de ruedas. Retiró la manta que cubría las piernas del viejo, desabrochó su pantalón y se metió su sexo en la boca. Guillermo se quedó sin respiración. Se sintió cómo un huérfano sobre el colchón. El viejo lo miraba sin ninguna expresión particular. Pero estaba ahí. Inmóvil. Y su novia también estaba ahí. A cuatro patas. Bebiéndoselo.

¡El hijo de puta sí podía tener erecciones!

¿Tú no sabías o qué?

Nunca lo hablamos, pero yo siempre deduje que no, que no funcionaba.

¿Y qué hiciste?

¿Qué podía hacer? Me salí de la cama y fui hasta donde estaban ellos y observé más de cerca a mi mujer. Sentí celos, asco, rabia, repulsión. Cómo podía mamar así. Cómo podía mamar otro cuerpo que no fuera el mío. Julia se sacó la pinga de la boca y me miró. Ahora tú, métemela por detrás, me pidió. Eso hice. Y fue espantoso. Sentí que el viejo tenía todo el control. Que lentamente la había conquistado. Que ella estaba ahí, devorándolo, entregada a él. Que yo era un apéndice pasajero, un detrás, un pedazo prescindible. No podía escapar pero tampoco quería quedarme ahí. En un momento, el viejo levantó la vista y nuestros ojos chocaron. Y entonces sentí su poder. Supe que todo era distinto. Sentí que él estaba arriba. Arriba de los dos. No pude resistirlo. Bajé la mirada.

 

Guillermo cerró su historia con una moraleja:

En un trío lo mejor es llegar de último, dijo. Hay que ser el número tres. Los terceros siempre ganan.

 

Hay una correspondencia especial entre la forma errática de los relatos y la puntual rigidez de las cifras. La imaginación y las matemáticas comparten una misma angustia: desean ordenar el caos. Están todo el tiempo buscando sus propios límites. Después de escuchar la narración de Guillermo, Rodrigo comenzó a buscar desesperadamente sus series de tres. Lo que antes había sido obra de la casualidad o parte de un fenómeno inexplicable, de pronto se trabucó en una inquietante ofuscación. Una tarde pasó casi seis horas dentro del mismo elevador, hasta encontrarse con un tercer hombre con una corbata verde. En otra ocasión, siguió por demasiadas calles a una mujer hasta confirmar que, por tercera vez, entraba a una farmacia. No podía haber dos sin tres. No le parecía concebible. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por hallar siempre un tercero.

Su vida cotidiana comenzaba a volverse un infierno silencioso. Vivía en una extraña vigilia, atento siempre a las secretas posibilidades numéricas de la realidad. Un, dos, tres. Un, dos y tres. Sabrina no entendía que pasaba. Pero era obvio que la relación había sufrido un enorme deterioro en poco tiempo. La simple conversación de aquel domingo parecía haber abierto un vacío entre ambos. Todo lo hacían con menos frecuencia y con menos entusiasmo: el sexo, las conversaciones, las salidas juntos, la limpieza de la casa…El abandono también tiene un método. Lo que parecía una inercia desordenada era en realidad una aritmética precisa y feroz. Rodrigo ya lo sabía.  Ya sabía que eran dos, dos en conflicto, que muy pronto tendría que llegar un tercero.

 

Tengo que hacer algo pero no sé qué, le confesó a Guillermo.

Lo único que puedes hacer es adelantarte a los acontecimientos.

Rodrigo lo miró abismado. Guillermo sorbió despacio el café.

¿A qué te refieres?

¿Por qué crees que Julia y yo todavía estamos juntos?

Rodrigo no supo qué responder. Apretó la taza entre sus dos manos.

Después de lo del viejo nos casamos.

 

Guillermo entonces le relató cómo había terminado la experiencia. Su primera pulsión fue mandar todo al carajo. Y así lo hizo. Se peleó con su novia, la insultó, quiso pegarle. También en su trabajo actúo de la misma manera. Le gritó al viejo, pateó un escritorio, puso la renuncia y se largó tirando la puerta. A nadie le importó demasiado. Le costó semanas entender que se estaba equivocando. Que en verdad amaba a Julia y no quería perderla. Que Julia y el viejo jamás serían pareja. Que solo eran una circunstancia y que él podía aprovechar esa circunstancia para fortalecer, más bien, su relación.

¿Entiendes?

No.

Estoy tratando de decirte que, a veces, un trío es la mejor manera de prevenir unos cuernos.

Rodrigo sintió que se desinflaba.

 

Pasaron varios meses y la relación entre Rodrigo y Sabrina solo parecía empeorar. Una noche, incluso, ella insinuó que tal vez debían separarse por un tiempo. Rodrigo dijo que se merecían una oportunidad, que esperaran un poco más. Para ese momento, él ya sabía que algo especial estaba ocurriendo. Sabrina estaba cada vez más esquiva.  En algunas ocasiones se apartaba y hablaba por teléfono en voz muy baja. Sus rutinas habían variado, también sus horarios se habían vuelto de pronto mucho menos precisos. Era evidente que tenía una relación clandestina, algo o alguien a quien ocultar. Las infidelidades comienzan a oler aun antes de producirse Un jueves en la mañana, cuando salía a su trabajo, Sabrina le advirtió que tenía un día muy complicado, que volvería en la noche, quizás tarde. Rodrigo asintió. Luego fue a la cocina a prepararse el desayuno.  No necesitaba especular nada. Entendía perfectamente qué estaba ocurriendo.

 

A media tarde llegó al hotel. Era un discreto pero moderno local para encuentros sexuales, ubicado en el norte de la ciudad. Subió al último piso. No pudo evitar sentir un leve temblor dentro de su cuerpo. Como si la sangre tuviera electricidad. Caminó apremiado pero con pasos cortos por el pasillo, hasta llegar frente a la puerta de la habitación. Sus nudillos se repitieron sobre la madera. Tras unos instantes, la puerta se abrió. Dio un paso y entró. La puerta volvió a cerrarse. Guillermo estaba ya sin camisa, Sabrina venía saliendo del baño, preguntando extrañada quién había tocado la puerta. Apenas llevaba puesta la ropa interior. Al verlo, quedó paralizada. Lívida. Ni siquiera pudo pronunciar su nombre. Las palabras se le extraviaron en la garganta. Sintió una leve asfixia. Los observó a ambos, alternativamente, como queriendo entender qué estaba ocurriendo.

 

No te preocupes, musitó Rodrigo. Yo solo quiero mirar.

 

Cuento aparecido en El adiós a Telémaco, una rapsodia llamada Venezuela (Editorial Confluencias, 2024)
y en Tríos (Editorial Anagrama, 2017)

 

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