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And never mind that noise you heard
It’s just the beast under your bed,
In your closet, in your head
Cuando entras en la habitación y la observas durmiendo, con la sábana a medio cuerpo, quisieras dar las gracias. Admiras su espalda blanca que acentúa el color negro de su sostén, le besas el hombro y deseas de nuevo dar las gracias.
¿Y si voltease y vieras a Yohana? Pero cuando esta chica anónima que trajiste de la fiesta de anoche da la media vuelta para besarte con su aliento a Smirnoff, y confirmas que no hay milagro, que Yohana sigue sin volver a la cama, entonces te abstienes de agradecer. La chica sonríe y espera otro beso, desea que la busques, que hundas tu lengua en su boca y la explores, como lo hacías con tu mujer.
La besas en la frente y preguntas si desea algo de tomar, ella pide agua. ¿Evian o Minalba? Preguntas. ¿Qué es Evian? Dice la chica con dulce candidez. No necesitas respuesta, no necesitas nada más, ni siquiera le pedirás que se pruebe el vestido.
Le llevas una botella de agua y luego vas a ducharte. En pleno baño la anónima entra con el teléfono. Amor, tienes una llamada, una tal Adriana. Cierras la pila, contestas.
Adriana habla de un accidente: ocurrió anoche, al salir de la fiesta, ella y Jacobo atravesaron un cruce de la Avenida Cuatricentenario y no recuerda si la luz del semáforo daba rojo o verde, avanzaron, entonces una luz y después el impacto. Adriana ni siquiera sabe el modelo del carro que los chocó, para ella los embistió un monstruo luminoso. Adriana salió con algunos golpes y rasguños, Jacobo recibió lo peor. El impacto trituró la puerta y atrapó su pierna izquierda, la fractura fue múltiple: el fémur, la tibia, un trozo de metal se incrustó en su rodilla, ligamentos desgarrados. Van a operarlo en un rato. Seguro a Jacobo le gustaría verte, dice Adriana.
Sales enseguida, le explicas la situación a la anónima. Ella entiende y se viste. Van en tu camioneta a la avenida, la dejas en un despacho de taxis, le das un par de billetes. Que todo salga bien, papi, te desea ella con un rostro de angustia solidaria. Seguro que sí, le prometes. Papi, ¿tienes mi número? Arrancas antes de que pueda decir algo más. Descubrir en esta mujer todo en lo que no se parecía a Yohana te quebró las ganas de volver a verla. Al menos limitaste la decepción al no pedirle que se probara el vestido. ¿Y si le hubiese servido? ¿Podrías revivir la silueta de Yoha, pero sin sus gestos ni su risa? ¿Te habría quedado aún esa última ansia?
Cuando Yohana se marchó algunos te dieron la espalda porque creyeron que fuiste el responsable de su partida y merecías todos los castigos, otros no te acusaron, pero igual dejaron de saludarte. Jacobo y Adriana te acompañaron sin condiciones. No evitaban el tema, pero tampoco dieron sermones condescendientes. Te confrontaron y no cuestionaron cuando empezaste a reconstruir tu vida sentimental con una desconocida tras otra. Con ese detalle recuperaste un pedazo de lo que tu esposa había devastado.
Encontraste a Adriana en una silla del pasillo. Antes de llevar a Jacobo al quirófano los médicos le explicaron el procedimiento: artroscopia, reconstrucción de los ligamentos de la rodilla, clavos para realinear los huesos. La recuperación tomaría meses. El cirujano le había dado clases a Adriana en la universidad, ella confiaba.
La operación tardará varias horas, la invitas al cafetín a conversar. Adriana pregunta por tu conquista de la fiesta. La dejé en una línea de taxis antes de venir para acá, respondiste. Ella se ríe y te llama sinvergüenza.
Comentan las promesas de eterna felicidad de los novios, el fotógrafo desesperado que desplegó su menú de poses ocurrentes, hubo una mesa de quesos holandeses y jamones españoles, pero la primera bandeja en acabarse fue una de queso llanero en cuadritos. El cronómetro siguió y se ejecutó el guion completo: vals, merengue de los ochenta, reguetón, salsa brava, whisky doce años, tequeños, el numerito del liguero con Joe Cocker al fondo, la hora loca, los antifaces, la despedida de los familiares borrachos.
Seguro sale preñada este mismo año –dijiste– y en tres se divorcian, tal vez cinco. ¿Por qué dices eso? Pregunta Adriana. Porque pusieron todo su empeño en hacer una fiesta predecible, de lejos se ve que no hay nada particular en su relación tampoco. ¿Y para qué tendrían hijos entonces? Pregunta Adriana. Para continuar con la farsa, los niños te distraen de la convivencia, pero igual llega el día en el que dices: ¿Qué carajo hago contigo? Adriana bebe un sorbo de café y luego pregunta: ¿Así pasó con Yohana? Imagino que sí –respondiste–, nunca quisimos engañarnos con los hijos. Teníamos un acuerdo: jamás los usaríamos como excusa para prolongar lo insostenible, a un niño hay que mostrarle las puertas de la felicidad. Pero para eso ustedes debían conocerla primero, dice Adriana. Exacto, no puedes enseñar a nadie lo que desconoces. Ella baja la mirada y asiente. Parecía un buen plan.
Los padres de Jacobo se sientan junto a ustedes, hablan nimiedades por horas hasta que el cirujano llega y les informa que Jacobo se encuentra en la sala de recuperación, todo salió bien. Permaneces un rato más con Adriana, esperarás a verlo en su habitación para irte.
Los padres de Jacobo se dirigen al cuarto para alistarlo. Ustedes van a la terraza del cafetín, ya empieza la noche, hace frío. Miran las luces de la ciudad. Nosotros discutíamos en el momento del accidente, hablábamos de la fiesta, yo también imaginé que la novia saldría preñada en unos meses, pero por simple interés, para desplumar al menso del novio. Creo que a Jacobo le molestó eso, al fin y al cabo es su amigo, luego vino el choque. Ahora creo que hablar del embarazo de la novia tan a la ligera le molestó mucho más. Él, desde hace meses, me ha asomado la idea de tener un hijo, que si ya tenemos cinco años juntos, ¿cuándo vamos a formar familia?, que si la edad, todo ese cuento. Pero yo acabo de terminar el posgrado y quiero abrir mi consultorio, ya tengo el local en una clínica en las afueras, falta equiparlo, se requiere tiempo y dinero. Con un embarazo tendría que posponerlo todo. No puedo guindar mi vida en un perchero y ponérmela otra vez en unos años. Me inquieta que Jacobo pase un par de meses en la casa desocupado y vuelva sobre ese tema.
Le dices que no se preocupe, la rehabilitación absorberá todo el tiempo de Jacobo, ni siquiera pensará en esos temas. Adriana te agradece que no le salieras con el discursito de no-hay-nada-más-bello-en-la-vida-que-dar-vida y te da un abrazo.
Van a la habitación de Jacobo y lo ves aún atontado por la anestesia, él también te ve, levanta una mano para saludar, sus padres revolotean por la cama, le arreglan las almohadas, le preguntan si tiene sed, piden agua a la enfermera, también los horarios de los medicamentos, su padre pregunta si hace falta comprar alguno. Decides despedirte y no estorbar. Adriana te agradece por haber venido y también por escucharla, le dices que no hay problema, siempre podrá disponer de tus servicios de hombro-escucha. Ella se ríe y acompaña la risa tocando tu hombro.
Te marchas y en la vía solitaria del domingo conectas el iPod y se activa en la última pieza: Seek and Destroy de METALLICA, no, demasiado duro para el momento, mueves el dial del aparato, cae en la carpeta de JEFFERSON AIRPLANE, encuentras una canción con el ánimo del momento, you better find somebody to love dice un verso desde los parlantes. Y las luces ocres de los postes de la avenida parecen repetirlo. Después de Yoha creíste que te habían talado la capacidad de amar e inventaste el carrusel de aventuras para comprobar si en tu alma sólo quedaba un muñón seco. Pero tu conversación con Adriana te devolvió un entusiasmo perdido, el mismo que buscabas en las noches con mujeres anónimas.
Por eso vas apresurado a la clínica al día siguiente y llevas unos dulces para Jacobo. Conversas con él, te habla del accidente, del dolor en la pierna, la operación y los clavos de titanio, ahora debe esperar a que suelden los huesos, después la rehabilitación, seis a nueve meses para todo el proceso. Le preocupa el trabajo, aunque ya le dijeron que no habrá problemas, ellos harán el papeleo en el seguro social y su sueldo se depositará intacto. Él había trabajado por un cargo en la gerencia de proyectos, se convirtió en el candidato seguro, su jefe le prometió que el puesto lo esperaría. Terminamos el diseño para las primeras torres. Va a ser el batacazo de la construcción. Mi idea, mi proyecto y cuando sólo faltan unos permisos para empezar a construir me sucede esta vaina. ¿Cómo puede uno creer en Dios cuando pasa esto?
Le pides que se calme, primero debe reponerse, el cargo seguirá ahí cuando regrese, el jefe le dio su palabra (aunque ni tú mismo lo crees, ya deben haber elegido a su reemplazo). En cuanto a lo de Dios, no puedes darle respuestas, después de lo de Yoha te diste cuenta de que tal vez Dios observa, pero no entiende o no le importa nada, aunque no puedes soltarle eso a una persona que no puede caminar y quizás no vuelva a hacerlo con normalidad por un buen tiempo. Concluyes diciendo que aproveche el reposo y tome un curso en línea, un diplomado, el cerebro también es un músculo y hay que ejercitarlo.
Al tercer día Jacobo confiesa otra preocupación: vienen varios meses difíciles, desde hace tiempo él sentía a Adriana lejana, desdibujada. Yo quiero hijos, mi familia me pide los nietos, también mi suegro, pero más allá de eso sueño con ese pequeño, más bien una pequeña que pueda cargar, abrazar, jugar, enseñarle a andar en bicicleta, curarle los raspones, mostrarle que no hay monstruos debajo de la cama. Sin embargo, Adriana sólo piensa en su trabajo, casi ni habla con su padre, me preocupa que sea distante con los niños también. ¿Podrías conversar con ella? Yo sé que en este momento no andas entusiasmado con la idea de la familia, pero si lo escucha de otra persona a lo mejor lo entiende.
¿Le has dicho estas cosas? Preguntaste. Sí, claro, pero Adriana sólo piensa en las horas de sueño que va a perder, en lo doloroso del parto, en su figura y en el atraso para arrancar su consultorio, pero al matrimonio deben llegar los muchachos que se emocionan por los juguetes en Navidad, los nietos. Aunque no deseo una manada de hijos como mi abuelo, dos o tres, no más. Quizás si lo oye de otra persona lo reconsidere.
Le sigues la corriente, prometes que le hablarás a Adriana del proyecto familiar, como cuando hacías la segunda a tus amigos en el liceo y contabas a las chicas las innumerables virtudes de cada uno de ellos. Buscarás el tiempo para conversar con Adriana, pero no lo usarás para eso, sólo quieres indagar un poco más, quieres saber si le quedará el vestido. Porque ya te libraste de toda culpa al rodar en tu cabeza la película de Jacobo y a Adriana, ya conoces este guion ya sabes el desenlace. La recuperación de Jacobo les dará un años más, quizás dos, no más.
Las visitas continúan con regularidad después del alta de Jacobo, contactas a Adriana, hablan un poco más cada día, comparten mensajes, chistes por la red, siembras tu presencia como un tigre que se confunde con la maleza hasta hacerse parte del paisaje. Ese proceso toma meses, no es fácil mantener la atención tanto tiempo sobre la misma presa por lo que te distrajiste y casi sales del coto de cacería.
Ocurrió en un banco, esperabas el turno para hacer un depósito cuando la escuchaste. Dijo algo como: apenas termine aquí vuelvo a la oficina. El sonido, el timbre de la voz, con la misma gravedad difusa de la de Yoha te hizo levantar las orejas como un pastor alemán. Ella continuó: le reenvío el correo apenas llegue, lo tengo en mi buzón, pero es que no llevo la laptop. Las palabras pasaron por un filtro extraño, las convertiste en: ven por mí y déjame que te arrulle con mi voz, cantaré a tus heridas, convertiré tu dolor en una serena alegría. Y saltaste a su lado con tu celular.
Si es muy importante puedes usar mi teléfono. Ella se sorprendió, esperaba alguna trampa, insististe, estiraste el brazo con el aparato y la manga de tu camisa se corrió y dejó al descubierto tu reloj de lujo. Ella te miró embutido en tu traje y aceptó el ofrecimiento, usó el celular y envió un correo electrónico. Te agradeció el gesto, le dijiste que no había problema, luego vino la conversación ligera que aprovechaste para invitarle un café al salir del banco, ella no podía, pero accedió para el día siguiente, te dio su número. Te quedaste embelesado todo el rato con su voz, mientras más la escuchabas más se parecía a la de Yoha: hallaste el mismo flujo de palabras en el que se mezclaban los tonos como un río de aguas templadas.
Vino el café y la posterior invitación al cine y a cenar, luego a bailar, ella comenzó a enviarte mensajes de texto para darte los buenos días y tú la llamabas para escucharla, en la ausencia de su cuerpo cerrabas los ojos y sentías la restitución de Yoha a través de las ondas en el aire. Te gustaba poner el altavoz y dejar que sus palabras flotaran por la habitación y frases simples como hoy tengo que ir al odontólogo o voy a comprar jabón, se convertían en caricias revividas, como si las llevaras dormidas contigo y ese sonido las hiciera desplazarse por tu cuerpo como una serpiente.
Las palabras de Adriana no activaban eso, y dudaste de continuar con el plan, lo inconveniente de intervenir en esa relación, y luego la amistad de Jacobo. Pero Adriana movía algo más profundo, oscuro, desconocido y no podías desistir hasta encontrar esa palanca, por ello decidiste alejarte y no avivar brasas que a la larga los consumiría.
Saliste varias veces con la Voz, continuaste el cortejo, luego vino el fin de semana en tu apartamento, prepararon pasta y ensalada, después al sofá, apoyaste la cabeza en su regazo, desde tu teléfono activaste el equipo de sonido de la sala, escogiste María Rivas. Hablaré catalán/porque quiero decir en tu idioma/montones de cosas, ¿cuántas veces escuchaste esa canción con Yoha?, ella hablaba tu idioma y deseabas con desespero que la Voz lo hiciese también.
Llegaron a la cama y al compás del piano, te envolviste en un trío sonoro con los gemidos de la Voz y el canto de la Rivas. En la oscuridad encontraste, por un momento, un pliegue de la serpiente que te recorría y pensabas que debajo de uno de ellos se ocultaba Yoha. Volviste en ti después del segundo orgasmo, descansaban, el disco había terminado y quisiste adelantar las cosas, salir de dudas. Encendiste la luz y le dijiste que le tenías un presente.
Sacaste el vestido de su funda plástica y se lo mostraste, le encantó, te dijo que se lo probaría en la mañana, le pediste que te lo modelara enseguida, sólo para verificar la talla. Ella accedió al juego si prometías quitárselo de nuevo. Se lo puso. Caminó por la habitación. Te preguntó si no tenías los zapatos también y se rio. ¿Cómo me veo?
Cumpliste tu promesa, se lo quitaste, lo guardaste en su funda, te acostaste, quizás con el sueño podrías superar la decepción, ella te abrazó, puso sus senos contra tu espalda, deseaba otra sesión, tomó el teléfono y volvió a sonar María Rivas. Ella se sabía una pieza, quiso cantarla en tu oído, pero ahora todo sonaba a distorsión y chirrido. Te volteaste y miraste su cuello, redondo, terso, lo acariciaste, lo rodeaste con la mano, lo apretaste, un poco más, un poco más, ella tosió, aflojaste. Te dijo que no le gustaban los juegos de asfixia. Pero son mis favoritos. No cuentes conmigo para eso, y se dio media vuelta para dormir.
No intentaste persuadirla ni disculparte, fuiste a la sala, encendiste el Bluray y buscaste videos en Youtube, te quedaste con los de METALLICA, buscaste Enter Sandman, lo oíste una vez más y dejaste que te embriagaran. It´s just the beast under your bed. Una vez practicado el exorcismo volviste al cuarto a dormir, pero antes de eso admiraste una vez más el cuello de la Voz, lo acariciaste y ella movió el hombro como si se sacudiera una alimaña. Diste media vuelta y cerraste los ojos. A la mañana siguiente se despertaron temprano, ella te dio una excusa para irse enseguida. No volviste a saber de ella.
Mientras ocurría ese affaire, Jacobo permanecía en su casa solo, excepto por el par de horas que lo visitaba la fisioterapista. Le angustiaba su trabajo, la empresa asignó el proyecto de Jacobo a otra persona, lo llamaban una que otra vez para aclarar dudas sobre el diseño, él dijo que podía trabajar desde casa y enviar los planos modificados por correo electrónico. Eso lo mantuvo entretenido una semana, luego miraba la luz del sol proyectándose sobre las aristas de los muebles y los pasillos, aprendió a reconocer las horas por la posición de las sombras, cuando se aburrió de su discoteca personal pasó a la radio hasta aprenderse los comerciales de memoria, no volvió a encenderla, un silencio adiposo parecía derretirse sobre las paredes. Jacobo habituado al ruido del tráfico, de la oficina, de los chismes de pasillo, a veces llamaba a la oficina para enterarse de cómo avanzaba el proyecto, luego, apenas para conocer las minucias del café de la tarde. A los días todos se hallaban muy ocupados para atenderle o responder sus correos y sintió cómo el trabajo se le escapaba de las manos, vaticinaba al menos cinco años condenado a su cargo actual hasta que apareciera otra oportunidad y para ese momento ya pasaría de los cuarenta, demasiado tarde para aspirar a su primera gerencia. Además, la rodilla no mostraba mejorías. Un eco sordo empezaba a aturdirlo, le decía que había perdido el autobús de su carrera profesional. Adriana llegaba en la noche, agotada del consultorio y le tocaba lidiar con el mal humor de Jacobo, ella lo escuchaba, él a veces lloraba, otras gritaba como deseando recuperar el ruido que había perdido durante el día.
Incluso a ti se te hizo difícil visitarlos. La hostilidad entre ellos te irritaba la garganta como el humo de un escape. Dedujiste que llevaban meses durmiendo espalda contra espalda. Cualquiera podía enloquecer sin sexo, tú al menos tuviste a la Voz, y otras más, pero ellos no podían recurrir a más nadie, permanecían sin desahogos, como dos tigres hambrientos y enjaulados.
Esta noche decides irte al poco rato porque el numerito de los insultos velados te agota. Miras el reloj, dices algo sobre otro compromiso y te levantas. Adriana te acompaña hasta el ascensor y marca con la llave el botón de la planta baja, pero esta vez entra contigo. Mientras descienden te pide disculpas. No hay problema, le dices. Entonces ella quiere saber si en verdad tienes otro compromiso. Quiero tomarme un café, dijo. Por supuesto, la acompañas. Van a una panadería cercana y piden dos marrones grandes. Primero hablan de lo bueno del café, del trabajo, un poco del país, de los amigos que emigraron, del frío en Canadá. Silencio.
Las cosas se han puesto difíciles entre ustedes. Sí, entre su mal humor y mi cansancio sólo hay peleas. A veces me arrepiento de discutir con un lisiado, pero me pone al borde con la quejadera por su trabajo. Jacobo sólo está preocupado por su futuro. El futuro, su futuro, nuestro futuro, esa palabrita me sabe a gotas para la indigestión. ¿Sabes qué le angustia del futuro? Los hijos. Él se pregunta ¿cómo los vamos a mantener? Y dice que si se queda estancado en su cargo no nos va a alcanzar el dinero, porque con su sueldo actual yo no podría quedarme en casa con los niños. ¿Te imaginas eso? Así se ve mi futuro según Jacobo, teteros y pañales para mí, mientras él huye tempranito cada día para su oficina.
Él no quiere hijos, en realidad quiere grilletes para encadenarte en el apartamento, para mantenerte ocupada. Disparaste, por fin, a quemarropa. Así parece, mantenerme ocupada con muchachos está bien para él, pero le molesta que a las siete y media de la noche aún pase la consulta. ¿Cuándo supiste que lo tuyo con Yohana había terminado?
Me enteré cuando llegué una tarde del trabajo y vi el clóset: sólo había un par de vestidos. Pensé en un robo, pero mis cosas seguían ahí. Me senté a esperarla esa noche. No llegó. Llamé varias veces a su teléfono y nada. Tampoco volvió a su trabajo. Llamé a la policía y días después confirmaron que sellaron su pasaporte en la salida del aeropuerto. Misterio resuelto. Yo lo sabía desde el momento que abrí el clóset, pero necesitaba la evidencia. No lo vi venir, pero lo de ustedes sí lo veo venir. Y tu mano repta hábilmente hasta la suya, sabes que esa es la señal definitiva. Adriana no te corresponde tomándola, pero tampoco la aparta.
Ahora cruzas esa puerta cada semana, como buscando el jardín en el que dejaste la planta que ahora crece dentro de Adriana. Los encuentros son almuerzos rápidos al mediodía, otras veces en la tarde en algún café. Después un par de tragos en un restaurancito oculto, así, sin siquiera un beso aún, han tejido una malla cómplice. También llegaron las mentiras inocentes a Jacobo para escaparse un rato antes y llegar un rato después. Tú no tienes prisa en verdad. Adriana te da la serenidad que perdiste con Yoha. Ella también se ve alegre y ya no le causa ningún estrago el mal humor de Jacobo, quien también ha empezado a mejorar y cambió las muletas por un bastón.
Hace rato dejaste de escuchar METALLICA, tampoco has vuelto a la gravedad envolvente de la Rivas, esa voz, esas canciones pertenecen a Yoha, estás haciendo una transición. LED ZEPPELIN te ayuda por el momento. Since I’ve been loving you es el soundtrack cuando vas a ver a Adriana. La parquedad del blues estimula de nuevo a la serpiente, pero no es igual a la que te recorría con la Voz, esta es una boa que te atrapa, te aprieta, en lugar de asfixiarte te exprime y sale un jugo negro y espeso de tu mente, como el pus de una herida infectada. ¿Por qué sucede eso? Robert Plant responde con un aullido: Cause I love you, baby, How I love you, darling, How I love you, baby. Esa sería una buena razón, pero aún es muy pronto para soltar algo así.
Creíste que los primeros besos vendrían cuando su relación con Jacobo iniciara la cuesta abajo, pero ocurrió todo lo contrario. Jacobo regresó a la oficina, Adriana lo llevaba cada mañana y él, aún con el bastón, se bajaba muy entusiasmado a reencontrarse con su proyecto. En efecto, lo habían dejado de lado, pero pudo integrarse a algunas tareas.
Adriana también lo recogía la primera semana, pero luego Jacobo pidió regresar en un taxi. El horario de diez y doce horas en el que se sumergió parecía llenarlo de energía y entusiasmo. Ella también se contagió de esa alegría, quizás por eso pudo besarte apenas después de la primera copa en uno de los encuentros. Esa noche Adriana no tuvo que inventar ninguna excusa para verte, también porque el tema de los hijos había desaparecido y una incipiente vida sexual comenzaba a reaparecer.
Quizás eso prolongó besos más profundos, más indiscretos. El camino hasta tu apartamento se inició en la camioneta, en el estacionamiento de los restaurantes en donde las sesiones de besos y caricias aún no son reprochables, pero en encuentros posteriores tuviste que llevar el vehículo a sitios más discretos, a callejones con poca luz, debajo de árboles frondosos, y así pasaron los días acercándose a tu sala.
Algunas semanas después, un sábado en el que Jacobo trabaja, entran y aterrizan en el sofá inmenso de la sala en plena tarde. Se besan, se frotan y acarician, se van desnudando a medida que sus bocas exploran los volúmenes de sus cuerpos y mientras el espacio de la piel aumenta parece que el del mueble se encoge. Adriana te pide ir a la habitación cuando ya has escarbado sus labios y sus senos. Ella te toma de la mano y caminan dando tumbos con los restos de la ropa entre las piernas hasta el cuarto.
El acto sucedió sin actuaciones apasionadas ni éxtasis orgásmicos, no necesitas de la música apropiada, no recuerdas ninguna que refleje el ánimo de la tarde, este es un momento nuevo para ti. En un descanso te levantas a buscar agua y galletas, Adriana prefiere la Evian sin gas, y mientras ella bebe, tú exploras la lista de reproducción de tu iPod y te tropiezas con Gustavo Cerati, te decides por Puente, la guitarra sinuosa se cuela entre sus cuerpos acostados en la cama.
Adriana se recuesta en tu pecho. El resto de la tarde continúa con sexo y breves lapsos de hidratación. Propones pedir algo para comer, ella dice que no puede quedarse, ya casi son las seis de la tarde, Jacobo ya debe venir de regreso. Lo entiendes y la invitas a ducharse, ella se baña, tú recoges sus cosas regadas entre la sala y la habitación, las colocas sobre la cama, ella te agradece el gesto y comienza a vestirse. La próxima vez tendré algo listo en la cocina, dices. Ella se queda callada. ¿Qué tal comida china? No habrá próxima vez, responde, hasta aquí llega nuestro viaje. Me ayudaste mucho, pero ambos sabemos que esto es todo. Esta es una tregua hasta que Jacobo sospeche, lo hará cuando se le pase el entusiasmo en su trabajo. Ella toma tu rostro y te dice: lo siento, me llevo esta hermosa tarde, nuestras conversaciones placenteras, sobre todo tu ausencia de juicios, de planes, de promesas de felicidad.
Guardas silencio, no tienes la mínima intención de convencerla de lo contrario. Le pides antes que se marche una última cosa. Una locura, pero si puedes complacerme, por favor. Ella accede, tú vas al clóset y tomas un vestido, lo colocas en la cama y le ruegas que se lo ponga y camine, sólo por unos minutos, para ti.
Adriana se lo prueba y tal como esperabas le queda perfecto. Ella se ríe del juego, participa, desfila para ti, lo disfrutas desde tu tristeza. Ella lo nota, se acerca, te repite lo de la imposibilidad de continuar, se sienta a tu lado en la cama. Te acuestas y ella te sigue, le acaricias el rostro y miras su cuello. Adriana continúa hablando pero ya no entiendes lo que te dice, tal vez trata de consolarte, pero en tu cabeza escuchas otra cosa. Tocas con la punta de los dedos su cuello breve, por eso ella no lo nota, luego tu mano abarca toda la circunferencia. Luego aprietas mientras en tu cabeza se repite: it´s just the beast under your bed, it´s just the beast, the beast, it´s just…
Adriana tarda en responder, su pelea es leve, no lo cree –yo tampoco lo creí– y por eso no reacciona. Adriana se queda con una mirada vidriosa y sorprendida. En la mía hubo tristeza. Y ahora reaccionas tú. Ves el cuello rojizo, la cara amoratada, ¿qué hacer? Subes el cuerpo a tu hombro y bajas por el ascensor hasta tu camioneta.
Tal y como lo hiciste conmigo esa tarde, no entiendes cómo pudo repetirse: la misma partida, los mismos agradecimientos, pero al final sólo un adiós. Tú sabías que ya no teníamos nada, sé que me trajiste esos vestidos como una ofrenda de paz, pero como te dijo Adriana; apenas alcanzaba para una tregua. Yo me agoté de esa pequeña guerra de cada día, no pude aceptar los vestidos y tú no pudiste aceptar mi partida y me agarraste por el cuello tan fuerte como pudiste.
Ahora que llevas el cuerpo de Adriana en la camioneta ¿qué harás? ¿Volverás a detenerte en algún lugar solitario a esperar la noche? ¿Buscarás otro lugar oscuro en la autopista con la maleza alta? ¿Bañarás el cuerpo de Adriana en gasolina también? ¿Te quedarás a su lado mientras se quema el cuerpo y susurrarás su nombre como una plegaria?
¿Lo recuerdas? Decías: Yohana, Yohana, Yoha. Pero esta vez no dispones del pasaporte de Adriana, ni del contacto en el aeropuerto que selló la salida en el mío sin preguntar nada frente al fajo de billetes.
Cuando enfilas a la autopista piensas todo eso y te das cuenta del error. El auto de Adriana aún se encuentra en el estacionamiento del edificio, alguien te habrá visto. Quizás Adriana aún respira. Das la vuelta y te diriges al hospital. Llegas a la emergencia y los camilleros te asisten enseguida, se la llevan. Te piden que pases para tomar los datos de la paciente. Muevo el carro y vengo, dices. Pero regresas al apartamento, recoges algunas cosas, tu pasaporte, efectivo y te largas al aeropuerto. Veo tu camioneta diluyéndose en el inicio de la noche con otros automóviles. Entre las cosas que recogiste llevas mi otro vestido.
Del libro Mundos diagonales (Editorial Lector Cómplice, 2015)
Primer Premio de Narrativa Lector Cómplice 2014