Un torso sordo y ciego, de José Luis Palacios
15/ 02/ 2013 | Categorías: CuentosTeresa Robles, viuda de Calatrava, piensa para sí misma: «La gente no debería tener hijos». Delante de ella, en la cola de carros esperando ser aspirados, un individuo mal afeitado y ojeroso inspecciona el material regado por la tapicería de su Corolla clase—media—modelo—anterior—al—actual. El individuo ojeroso hecha un vistazo a una cuartilla emborronada con trazos infantiles y la desecha, después de hacer una bola con ella, en un pipote multiuso que, además de recibir la basura, les sirve a los operarios como blanco donde apalear las inmundas alfombras de los carros. «Ahí está», sigue pensando Teresa, «seguro que esa era la tarea del niñito para el día de padre, y el gran carajo la desecha como un envoltorio de chucherías». Se quita el cintillo de la cabeza y se echa para atrás el pelo rubio y abundante para volver a ajustarse el cintillo. «Definitivamente, la gente no debería tener hijos». El carro de adelante con el individuo ojeroso adentro se mueve unos metros hacia la cola del lavado y le toca el turno al BMW 525i de Teresa de ser aspirado. Tres jóvenes uniformados de overoles azules asaltan el carro abriendo todas las puertas y metiendo tubos de artículados de plástico conectados al aspirador central.
«Señora, si nos da una buena propina le dejamos el carro bien limpio», dice uno de los muchachos, que entra por la puerta del copiloto, frotando entusiastamente la lujosa consola. Teresa sonríe con un dejo de tristeza. Son unos niños. Por todos lados niños trabajando: vendiendo periódicos, cargando bolsas del automercado, secando carros… Niños semiindigentes, iletrados… «Definitivamente…», se dice mentalmente Teresa, y en voz alta: «sí, cómo no». sale con trabajo de su asiento, con todo y la posición programada con chip, afincando bien las piernas antes de erguir el torso, un poco más grueso de lo normal por los tres meses de embarazo que, si bien todavía no son visibles a través de la blusa suelta y los pantalones con cintura elástica, condicionan su motilidad. Vuelve al interior del automóvil y se dispone en la cola de lavado detrás de un Chevrolet, añoso y reluciente, que no parece necesitar de ningún aseo. A veces las motivaciones de la gente para lavar sus carros son bien extrañas. Cuando le toca su turno, alinea sin ningún problema la rueda izquierda en el mecanismo que atrapa el carro para conducirlo al interior del pasillo de lavado. Un operario le ayuda en la maniobra con señales manuales y después el mismo operario se arma con una escoba bañada en agua jabonosa con la que frota los rines y la parte tasera del BMW. En segundos el carro, en neutro, apagado y sin freno de mano, como repasa mentalmente Teresa, se encuentra inmerso en una llovizna escupida insistentemente por un complicado sistema de tuberías. A ella siempre le ha encantado lavar el carro en este establecimiento; aquí no tiene que tomar ninguna decisión, tan sólo dejarse llevar por la línea de lavado automatizado con sus rodillos, chorros y mangueritas, y los brazos entrenados de la mano de obra barata que al comienzo del proceso le aspiran y al final le secan minusiosamente el vehículo. Ah, si pudiera transferir el autolavado al resto de su vida, abandonarse en manos de otros y dejarse llevar… Pero tantas decisiones por tomar: pedir o no ese permiso prenatal en el departamento, evitando de paso, verle la cara a Celina; contestar o no el último correo de Jacinto; tratar de equilibrar las hormonas y el útero en expansión con la biblioteca, el proyecto de investigación, el doctorado interrumpido… La escalera al cielo de Pittsburgh y la tesis incompleta sobre los escritores domésticos exilados en USA; el resquemor de entregarle o no el puñado de ideas originales a Jacinto, el estudiante favorito perdidamente enamorado de las profesora ligeramente embarazada, para construir la tesis de maestría de él y agotar el caudal de tópicos doctorales de ella… Jacinto, tan imposible como su nombre, enviando mensajes por la computadora que Teresa demora una semana en contestar. Dentro de la agenda, en el piso del asiento delantero, yace una copia del último mensaje. Teresa impulsivamente toma la agenda, extrae y despliega la cuartilla doblada en cuatro, para leer por enésima vez la nota:
«Teresa, Teresita, Tere, esa que no quiere que me alTERE… Reza, Teresa, por mis pecadoras ideas, y déjame que te lance esta botella al mar: soñé que estaba en una clase de apreciación literaria o taller, y tenía miedo de meter la pata cuando me llegara el turno de hablar. La directora daba pequeñas pistas, palabras sueltas a las que la gente debía reaccionar. Cuando llegó mi turno de comentar cierto texto dijiste… pájaro… Como de costumbre, opte por el sarcasmo para enmascarar otros sentimientos. Respondí: nótese que pájaro es una manera de llamar al pene, aunque claro, esa interpretación no la daría Miller. algunas risas y movimientos incómodos en las sillas. Un giro en la cama. el sueño cambió de rumbo. Responde a ésa, Teresa: ¿necesitaré una sesión de sicoanálisis contigo? La culpa es tuya, por hacerme leer ‘pájaro de mar por tierra’.
Locamente, Jazzinto.»
Jacinto y su puntillismo, seleccionando cuidadosamente las palabras y las combinaciones de colores en camisas y pantalones, desplegando grandes y elaborados gestos que le habían ganado una falsa reputación de gay. Teresa dobla cuidadosamente la cuartilla, siguiendo los pliegues originales, y la vuelve a meter en la agenda, justo a tiempo para contemplar la última fase del lavado. Extrae de su cartera unos cuantos billetes de menudo para los de las gamuzas secantes, y entrega el ticket, previamente comprado en caja, en un entreabrir de la puerta —»así no se chorrea la ventana», como siempre le había aconsejado Marcelo— y segundos después, tras doblar un par de calles, se encuentra en la avenida principal de regreso a casa, con el sol brillando implacablemente sobre el asfalto, y la estación de rock adulto contemporáneo atronando por las ocho cornetas para audiófilos.
Es la primera vez que Teresa saca el BMW desde que se lo devolvieron del taller. Ya hace más de un mes de eso, y casi tres meses desde el accidente que obligó a llevar el carro al taller, un accidente estúpido donde perdió la vida Marcelo Calatrava, su esposo. Absolutamente estúpido: seis de la tarde, el sol de frente y el vidrio del parabrisas algo sucio; la falta de atención en la carretera —al fin y al cabo, la misma poco transitada carretera por el cerro inhabitado conectando el par de urbanizaciones privilegiadas con vista a la montaña— y esa atención transferida a los muslos de la acompañante, Celina, la colega que convenientemente vivía en la otra urbanización vecina y de quien Teresa no podía sospechar, porque de por medio la amistad y el interés compartido por la narrativa de la primera mitad del siglo, porque la solidaridad femenina, porque las seis de la tarde y el trabajo que daban todos aquellos exámenes que debían corregir juntos en la universidad, y porque Marcelo tan buen padre, Eugenia se le guindaba del cuello cuando se aparecía, nunca más allá de las siete, hasta ese día que dieron las siete, y las ocho, y las ocho y treinta y seis, cuando por fin sonó el teléfono, una voz distante emergiendo entre ruidos, disculpe, debe venir inmediatamente, un accidente, sí es aquí al lado, casi en la entrada de la otra urbanización, y el horror de salir precipitadamente en franela y bluejean —el cintillo, el cabello siempre bajo control— en la camioneta para encontrarse con la escena, ahí al lado, casi en la entrada de la otra urbanización, de luces intermitentes (la policía, la ambulancia…) bañando el BMW invertido y la figura de Celina, sentada gimoteante en la cuneta, cubierta con una chaqueta prestada y rigurosamente incólume, mientras Marcelo horizontal, por encima la sábana discreta en estas circunstancias, y muy poca sangre, difícil de creer, máxime cuando todo lo que hizo fue meterse en un hueco que usualmente no estaba allí, pero ya se sabe, los ladrones buscan cualquier cosa para robar, las tapas de hierro se las llevan a las fundiciones y se las pagan en peso, quedando abierto uno de esos huecos que luego alguien señala con un palo erguido, o un pipote incrustado, pero que hace falta saber quien fue el primero al que se le ocurrió meter el palo o el pipote señalizador, capaz que sea algún policía que levanta el choque y llena los recaudos del cadáver, la viuda y la amante…
Para Teresa recuperarse no fue fácil. Le faltaba Marcelo y su risa sonora, claro. Su barba entrecana y las fracesitas crípticas robada a Borges, de quien era un especialista a pesar suyo, porque de algo tenía que graduarse uno, como él afirmaba con esa sonrisita suya aderezada de cinismo, el mismo cinismo que usaba noche tras noche cuando retozaba en la queensize con ella y con Eugenia frente al televisor, enseñando a la pichurra a repetir poemas imposibles llenos de tigres y espejos, jurándoles su amor eterno después de haber pasado la tarde con Celina «corrigiendo exámenes». Lo de Celina se había hcho más soportable gracias a su ausencia, permiso remunerado durante un trimestre para visitar como invitada una universidad española, qué manguangua, así cualquiera se recuperaba del trauma de ser la otra en la comodidad de claustros renacentistas, casa solariegas barrocas y acueductos romanos. Lo peor llegó con las sensaciones raras en el vientre semanas después del accidente, eso que la gente llama somatizaciones de la viudez, cosas según ellos remediables con unas grageas de Prozac para levantar la serotonina, pero que ella sospechaba se debía al hormonero alboorotado por el embarazo confirmado con un simple test casero de orina. Entonces sí, el derrumbe. La depresión, el no soportar a Eugenia, o a la señora Beatriz —la suegra— o a Fanny —la muchacha de servicio— o a los colegas, causantes todos de sus males… Entonces el drenaje, la colección completa de Borges —incluyendo la notica manuscrita de María Kodama, de la época cuando Marcelo la consiguió traer a través del decanato de postgrado— arrojada al jardín desde el cuarto piso con vista a la montaña, los vómitos y los mareos, la pérdida de peso, las visitas bulímicas a la nevera a medianoche. Y la masoterapeuta, el drenaje linfático, las saunas relajantes, los peeling con ácido glicólico, las limpiezas de cutis, la tonificación muscular, un lifting y un sumergirse en estudios de cosmetología casi equivalentes al doctorado interrumpido en Pittsburgh para nada, para que Marcelo terminara su análisis de las esructuras matemáticas en la narrativa borgiana, y tenga su doctorado, muchacho, mientras que ella, embarazada de Eugenia, vámonos mi amor, quiero parir al lado de mi familia. ¿Y los narradores de la primera mitad del siglo? Bien, gracias, te mandaron saludos.
Teresa enfila el BMW hacia el centro comercial. Espera pacientemente en cola hasta que otro carro desocupa un puesto legítimo de estacionamiento —no se iba a montar de mala manera en la acera, no señor— y se dirige a la panadería, siempre invitadora con sus familiares aromas de café y harinas horneadas. En la puerta, un buhonero vende videos infantiles de origen incierto. Duda algunos instantes si comprar algunos para Eugenia, alternando entre la culpabilidad y la complicidad, decidiéndose al fin por no hacerlo, y se desliza hasta el mostrador del pan, pidiendo automátiamente «dos canillas, por favor». Eugenia le ocupa la mente, la absorbe. Suele compararla con un hueco negro, donde el tiempo y el espacio son succionados en un maelstrom espinal vertiginoso. Casi tres años de aprendizaje en los cuidados y el cariño, salpicados de paranoias y angustias de principiante. Jamás olvidará el parto, cuando aquella especie de anémona marina, untuosa y escarlata, emergió de su interior como un ser independiente agitando desesperadamente todos sus tentáculos. Tampoco olvidará las escenas de injustificado terror, el cabezazo de la bebé contra su huesuda clavícula al sacarle los gases, ¿le haría causado un daño irreversible en su cerebrito?, o el primer episodio de cólicos en la mitad de la madrugada, el llanto ininterrumpido por horas, hay que llevarla a la emergencia, la franela de dormir embutida en un bluejean, las medias de diferente color y ni siquiera el cintillo, total para que en la mitad del trayecto hacia la clínica se durmiera en sus brazos como un ángel. «Me das también un litro de leche, por favor». O las fiebres, los buches de leche regurgitados en cualquier lugar y circunstancia. Pararse en la mitad de la noche para espiar su inmovilidad en la cuna… ¿estaría viva? No fue fácil aprender a amar aquel amasijo de células organizadas en un pequeño ser que muy lentamente, al pasar los meses, respondía con algo más que reacciones primarias propias de un tubo digestivo sensible.
Y ahora que Eugenia ya se comunica, responde y se hace más manejable, vuelta a la casilla número cero, con otro embarazo no deseado, con Borges revoloteándole en la cabeza todo el día, pues en definitiva, muchas de las ideas de la tesis de Marcelo se le ocurrieron a ella, aunque claro, él era el macho de la relación, ¿no? «Y un milhojas. No, sin nevazúcar, de los de ducle de leche». ¿Qué hacer? ¿Mandarlo todo al cuerno y dedicarse a su progenie? Los reales no son motivo de preocupación, como heredera única de la fortuna de Robles y Compañía. Pero su intelecto no lo va a soportar, tanto colegio fino de señoritas y tanto curso de postgrado. ¿Y Jacinto? Ya le había hablado de la posibilidad de seguir explorando el tema del infinito en Borges, lo limitado de la Biblioteca de Babel postulada por el argentino, la falsa infinitud de una finitud muy grande por culpa de la cota superior de cuatrocientas diez páginas. Cuánto más interesante hubiera sido la postulación de un infinito número de libros no repetidos —matando la idea de la periodicidad, de paso— con el simple expediente de no limitar la longitud de cada libro. Otros cuentos del mismo autor jugaban con esa posibilidad, que de todas maneras conducía a un universo con un número contable de libros, infinito ciertamente, pero diminutamente infinito: ¿cuántas ideas puede tener una persona?, ¿cuántos pensamientos se pueden verter en una tal biblioteca? Si nos atenemos al axioma de que una idea existe si y sólo si hay una palabra que la designa, hay unicamente un número contable de ellas… ¡qué pobreza! Se podía dar un paso más allá —y Teresa quería haber trabajado el tema mucho antes que Marcelo lo usurpara— sugiriendo la posibilidad de libros de longitud infinita donde, con tan sólo usar dos letras distintas, se obtendría un grado de infinitud superior al de meramente contable.
Teresa deja el pago de su compra junto al cajero sin esperar el vuelto —¿qué se puede comprar con el vuelto de la panadería?— y da por terminada su salida matutina. De las varias posibilidades de regreso a casa toma la que precisamente la llevará a lo largo del lugar de los hechos. Ya han cerrado el hueco con una tapa nueva y nada parece fuera de lugar, ni siquiera hay señales en el pavimento que delaten la tragedia. Haría falta quizás una de esas capillitas que la gente pone al borde de las carreteras para conmemorar a sus muertos en accidente de tránsito. Ella siempre se ha preguntado cómo la gente puede detenerse en la vía pública para visitar esos lugares como si fueran camposantos legítmos, sin el menor pudor. Qué ordinariez. El carro desvencijado estacionado en la cuneta, los muchachos sentados en le capó, el adulto barrigón la lata en la mano, quizá llena de agua para limpiar el arreglo de flores plásticas y albañilería rústica, los cabellos de todos azotados por la ventolera de los otros carros al pasar. No, gracias, cuanto menos supiera el mundo de su desgracia, mejor.
Unos minutos y tres o cuatro medidas de seguridad más tarde, entre remotos, candados y llaves multilock, Teresa penetra en su apartamento. Abrir aquella puerta blindada siempre le produce una sensación instantánea de bienestar. El impacto de la luz a través de los amplios ventanales y sus reflejos en el parquet impecable, la vista de ciento ochenta grados a la verde montaña, la quietud, todo contribuye a darle un aspecto positivo a las cosas una vez transpuesto el umbral del apartamento. Deja las cosas sobre el mármol de la cocina, y alcanza a ver el trasero de pimpina de Fanny desapareciendo de su ángulo de visión en el balcón. Es la hora del almuerzo, y Fanny estará en plena faena, peleándose con Eugenia para montarla en su silla y disputar la posesión de las cucharitas con las qué regarse de sopa, arroz y carne molida por toda la anatomía, incluyendo de vez en cuando la boca. Teresa se siente cansada y sin ánimos de presenciar el cotidiano rito de alimentación. Se desliza con sigilo hacia su habitación, separada del ambiente del balcón por varias capas de pasillos y puertas. Deja caer la cartera en el piso alfombrado del vestier y se descalza con dos movimientos maquinales. Las sandalias le han dejado unas marcas enrojecidas en los pies. Cada día está más hinchada. Se despoja con algo más de trabajo del pantalón, la blusa y la ropa interior, y se sopesa los senos frente al espejo. También ellos están henchidos de un tiempo a esta parte, recorridos por un reticulado de venillas azules y marcados por los brasieres fuera de los cuales rebosan. Para Teresa, esta es una de las pocas cosas verdaderamente satisfactorias del embarazo: la placentera posiblidad de amamantar. Uan renovada sensación de poder animal en su cuerpo, una rotundidad que la hace blanco de ciertas miradas inequívocas, incluyendo las de Jacinto. «Ah, si Jacinto no fuera tan amanerado, no sé que le haría uno de estos días en mi oficina», piensa Teresa. Fantasea un poco mientras se inspecciona frente a la luna de cuerpo entero. Si bien la hinchazón de su pecho la halaga, la pérdida de la cintura la tiene preocupada: cuánto no le había costado recuperar su silueta después de tener a Eugenia… Sobre el vientre curvado ya empieza a insinuar lo que será dentro de poco tiempo una linea nigra bien definida. Teresa cierra las puertas del closet y, desnuda como está, se dirige hacia el baño. Todo lo que necesita ahora es un rápido duchazo para refrescarse. Distantes, oye los «¡ No, no, no !» de Eugenia en el balcón.
Teresa no tiene por qué saber que Antonio, el plomero de confianza de la familia, ese personaje que se persigue, se corteja y se mima para que no nos abandone y arregle los desesperantes desperfectos domésticos, en ese momento se enceuntra en el baño, escondido detrás de los helechos colgantes, arreglando el bote de agua del jacuzzi. Antonio hace poco ruido; es un individuo pulcro que cada cierto tiempo recoge la basura que su trabajo va creando. El jacuzzi: reluciente, mastique nuevo y lleno de agua humeante. Cuando Teresa cierra tras de sí la puerta y da un respingo, él levanta la vista y mira a la mujer de arriba abajo, tratando de balbucear una excusa:
«Señora Teresa, disculpe, yo no sabía…»
Teresa no hace ningún ademán de cubrirse. Extrañamente se siente casi tan cómoda como en la presencia de Fanny, frente a la cual se pasea en cueros casi todas las mañanas durante la limpieza de las habitaciones. Nunca le había prestado demasiada atención a Antonio, y hoy, en el encuentro fortuito y sin ropa, encerrada en su baño con el sujeto, puede detallarlo con más cuidado. Pequeño, moreno, con la buena musculatura de quien diariamente se dedica a tareas físicamente exigentes, y un bigote que hace presumir un prontuario policial, impresión totalmente equívoca, pues ella sabe de su responsable paternidad y de su trato decente hacia su mujer, a quien alguna vez ha traído para que ayudara en ausencia de Fanny. Teresa se dice a sí misma: «Esto es ridículo, debería salir del baño en este mismo instante», y de hecho tiene una mano en el picaporte, pero quizás el cansancio no la deja pensar, o quizás la falta de control de la situación la obliga a quedarse y decir en voz alta:
«No se preocupe, Antonio, yo tampoco sabía».
Teresa avanza unos pasos hacia el hombre y con calma se quita el cintillo. Se sacude levemente la cabellera. Puede sentir la mirada de él posarse en su vientre convexo y en sus areolas oscuras y grandes como morocotas. Bueno, aquí no hay nada que ocultar: ni siquiera cargo los zarcillos. Una sonrisa y otra frase de ella, ambas con un desparpajo inusitado:
«Si ya arregló el jacuzzi, quisiera probarlo».
Le tiende una mano para que él, parado del lado afuera del jacuzzi, le ayude de muy buena gana a ingresar al líquido humeante en la bruñida ponchera de fibra de vidrio. Con el primer contacto de aquella mano callosa, Teresa empieza a dejarse llevar, otra vez como en el autolavado: que las circunstancias ajenas y los demás decidan por ella. Pero ahora hay un nuevo ingrediente, una emoción abandonada tiempo atrás y no reeditada: el deseo. Al diablo las reglas. He aquí un buen ejemplar de macho humano, completo y capaz. Todo lo que requieren ahora es una superficie razonablemente plana para retozar sobre ella de mil maneras posibles. El hombre se quita su franela agujereada exhalando un almizcle ferruginoso. Con determinación, Teresa lo hala y obliga a acercarse, buscando los labios de él y ofreciendo su lengua. Las lenguas se encuentran e instantaneamente los pezones de ella, sensibles con la preñez, se yerguen con un cosquilleo doloroso, casi como si la leche fuera a manar de ellos. Desde que Eugenia tomó pecho, no había sentido esas ansias de amamantar. Antonio la besa en el cuello y en los hombros, presionando su erección, contenida por el pantalón, contra la pierna de ella. Teresa no puede evitar pensar en Fanny y Eugenia, a uno cuantos pasos de distancia. ¡Si la vieran! ¡Si Jacinto la viera! Cuántas veces había imaginado la escena en su oficina, Jacinto sentado en el escritorio y ella arrodillada frente a él, con los ojos cerrados y la lengua afuera, recorriendo entrantes y salientes e identificando táctilmente cálidas y familiares formas. Antonio le succiona los pechos con suavidad, como si intuyera su fragilidad, como si manejara una delicada pieza de porcelana, mientras ella le baja el cierre del pantalón. «¡Señora Teresa!», es todo lo que el hombre acierta a susurrar una y otra vez. El termina de descartar su ropa y se mete también en el agua caliente, se arrodilla besando su vientre, separando sus labios y hurgando en la entrepierna pulsante en busca de un fuego que disuelve las extremidades, incapaces de sostener el cuerpo. Ambos necesitan encontrar una horizontalidad incómoda y anfibia en aquel jacuzzi donde Antonio la posee lentamente, con precisión, como si enrollara teflón alrededor de una tubería antes de encajar perfectamente una parte en la otra. Teresa, jadeante, arquea la espalda, se agarra del borde de la ponchera sin darse cuenta de que con sus manoteos ha abierto el desagüe, levanta las piernas hasta que las rodillas casi tocan los hombros, en su postura favorita para olvidarse de todo excepto de su sexo, para sentir que su cuerpo se reduce a un torso sordo y ciego, a un orificio anegado de todos los líquidos y secreciones posibles que debe ser bombeado por un chupón desatascador, y por un momento se evade del entorno de luces halógenas empotradas, espejos y mármoles, y se deja arrastrar como el agua por el desaguadero, limpiándose de los colegios de señoritas, del departamento, del doctorado, de Marcelo y de toda la familia.
Cuando finalmente Teresa se queda sola (una súplica con los ojos cerrados: «váyase, Antonio, sin hacer ruido»), regresan el cansancio y el abatimiento a su cuerpo manipulado. Se queda un rato en el jacuzzi sin agua, observando a través de la ventana, semioculta por las matas, el tráfico que pasa veloz por la avenida y el embotallemiento en el centro comercial a lo lejos. En cualquier momento oirá del otro lado el trotecillo de Eugenia, y la puerta se abrirá para que la pequeña e inquisitiva cabeza pregunte, «Mami, ¿me puedo bañar contigo?» Teresa no quiere lidiar con esa posibilidad. Sale con trabajo del jacuzzi, pasa el seguro de la puerta del baño y se dirige a la ducha, un enorme prisma de vidrio y grifería italiana. Desliza uno de los lados del prisma y abre la llave del agua caliente. La deja correr hasta que oye cambiar el tono del sonido en la grifería, signo inequívoco de que el líquido ya comenzó a salir caliente. Cierra la llave y abre simultaneamente la de la fría y la de la caliente para recibir el impacto del chorro tibio en plena cara y así poder comenzar un llanto suave, camuflajeado y solitario.
Del libro: Decágono (Memorias de Altagracia, 1999)
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