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Talento salvaje: hubris y desarrollo juvenil

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A aquellos que los dioses quieren destruir,
primero les dicen que son promesas.

Cyril Connolly

La triste historia de César González me permite regresar a un tema fundamental de la psicología del fútbol, sobre todo respecto al desarrollo juvenil, que es el hubris. Los griegos consideraban que el hubris estaba detrás de los actos llenos de insolencia y desprecio con que actúan los embriagados de poder. Platón utiliza el término para referirse a los excesos a los que nos pueden conducir las pasiones. Aristóteles también utiliza el término añadiendo que es un exceso al que son propensos los que se creen superiores. Es una confianza en sí mismo que se vuelve arrogante, ciega y despreciativa.

Mi libro anterior, Terapia para el Emperador, lo titulé así aludiendo a un personaje que me sorprendió por el grado de hubris que exhibía. Julio César Baldivieso, un gran jugador boliviano que llegó al Caracas F. C. en 2004, cuando yo daba mis primeros pasos en el fútbol profesional, y cuyo apodo era “El Emperador”. Su tiempo en el fútbol venezolano fue un gran aprendizaje para mí. De entrada me sorprendió la arrogancia y la falta de consciencia con que me hablaba de su carrera.

Sin duda había sido brillante, destacando como goleador de las eliminatorias para el Mundial de 1994, que llevaron a Bolivia al Campeonato del Mundo. Jugó en varios países que incluyeron a Chile, Argentina, Ecuador, Japón y Arabia Saudita, siendo Venezuela su última parada internacional. Cuando llegó al Caracas, ya estaba fuera de forma, pero continuaba sobresaliendo gracias a su talento. Sin embargo, le pesaba tener que pelear por el puesto con jugadores más jóvenes y más dispuestos al sacrificio. Eso lo condujo a múltiples roces con sus compañeros. Continuamente me buscaba para hablar mal de todos, incluyendo el entrenador. Le pidió a uno de los asistentes, César Baena, que lo cambiaran de compañero de habitación en las concentraciones porque, en sus palabras, “no le gustaban los negros”, sin siquiera reprimir su prejuicio —eran tiempos en los que el racismo se exhibía descaradamente en el fútbol—. Su hubris ni siquiera tomaba en cuenta que el entrenador Noel Sanvicente y el mismo asistente son hombres mestizos, dentro de las variaciones del negro que poseemos todos los venezolanos. César se preguntaba entre risas y desconcierto cómo trasladarle a Noel la petición del jugador. Sus actitudes eran tan desatinadas que terminaban siendo tragicómicas.

De Venezuela regresó a la liga boliviana. Las controversias lo persiguieron en todo momento. Era capaz de exagerar cualquier logro y desmentir cualquier error. Hacia el final de su carrera dio positivo en consumo de cocaína y fue suspendido por seis meses. Primero reaccionó desafiante, acusando a un “sinvergüenza” que buscaba manchar su imagen y demandó que se le repitiera la prueba porque nunca había consumido nada. Al pasar de los días, viendo que no había vuelta atrás, confesó diciendo que “era humano”, y pidió disculpas a ver si le permitían retirarse “por la puerta grande”.

Baldivieso me hizo pensar mucho en la desmesura y lo que un psicoanalista junguiano cubano-venezolano, Rafael López Pedraza, denominó “personalidades titánicas”. El deporte es un escenario propicio para estas personalidades ambiciosas que anhelan ser protagonistas, derrochan confianza y son propensas a los delirios de grandeza.

Seguí a Baldivieso a distancia por las noticias. Jamás me imaginé que los giros de la vida me lo volverían a acercar al ir a trabajar a Bolivia. Pero allí estaba, como entrenador de un equipo rival, cuando dirigimos a The Strongest. Confirmé que lo que había escrito no había sido una percepción distorsionada de mi juventud, sino que había quedado corto.

Después de retirarse, estando en el equipo cochabambino Aurora, pasó a ser el entrenador. No tardó en volver a las noticias internacionales cuando incluyó a su hijo de doce años en la plantilla profesional y lo hizo debutar. Estaba convencido de que su hijo Mauricio era la próxima superestrella del fútbol.

Las imágenes del prepúber declarando a la prensa sobre su debut, portando el número 10, son desconcertantes. Un niño colocado en una situación absurda. El malestar en el club no tardó en aparecer, lo que finalmente llevó a la renuncia del “Emperador”, no sin antes hacer varias declaraciones desafiantes. Baldivieso le dijo a la prensa: “A muchos dirigentes les ha calado profundo el debut de mi hijo, porque ellos tal vez tienen fracasos en su vida personal o en sus hijos”. Insistió en que el problema era que Bolivia “le cortaba los pies al desarrollo” de jugadores jóvenes.

Pero algo pasó con el prodigio, aunque a los quince años volvió a jugar con el Aurora, en una segunda contratación de su padre como entrenador. A partir de allí su carrera se fue diluyendo de manera prematura. Jugó con Nacional Potosí, Wilstermann, Universitario de Sucre y San José, pero en ninguno tuvo muchas apariciones. A los 25 años se retiró.

En 2015, Julio César Baldivieso fue contratado como entrenador de la selección nacional de Bolivia. Dirigió once partidos, perdiendo diez, con ocho goles a favor y treinta y uno en contra. En el camino se enemistó con jugadores veteranos como Pablo Escobar y Ronald Raldes. Declaró que no lo estaban despidiendo por los malos resultados, sino como castigo por haber alineado con jugadores jóvenes.

Baldivieso mantiene una presencia mediática continua, la prensa lo busca activamente para que difunda sus opiniones, muchas veces derogatorias de cualquiera que perciba como rival. Sus múltiples fracasos como entrenador suelen venir con declaraciones que atacan a cualquier otro a quien señale como saboteador de sus esfuerzos. Julio César encarna el hubris que raya en el delirio.

Su biografía tiene unos ribetes psicoanalíticos que ayudan a entrever el origen de su ego enfermo. Algunos de sus compañeros y ex entrenadores han contado que de pequeño falleció un hermano menor que él. Según personas allegadas a la familia, Julio César era el nombre del hermano. Él se llamaba o se llama Mauricio. Pero los padres decidieron intercambiar los nombres, otorgándole el del hermano muerto. Un manejo muy curioso de la pérdida traumática que lo dejó cargando con las secuelas de una identidad trágica.

Según la revista Sports Illustrated, 35% de los de los jugadores de fútbol americano profesional se declaran en bancarrota a los dos años de haberse retirado; algo similar se ha reportado con jugadores de la NBA[1]. Las entrevistas con ex atletas que han despilfarrado cientos de millones de dólares en un documental de ESPN son aún más asombrosas[2]. Los relatos de cómo gastaron dinero en autos, fiestas, casas de lujo, negocios absurdos en los que los amigos les pidieron invertir, así como en apuestas y en mantener a familiares, son una muestra clara de jóvenes que en el ascenso jamás imaginan que también se enfrentarán con la caída. Adolescentes que firman contratos de muchos millones de dólares sienten que pueden gastar sin miramientos, sin considerar que sus carreras van a terminar, muchas veces en pocos años, ni que las casas descomunales requieren mantenimientos costosos, los negocios malos generan deudas y los autos pierden valor después de chocar.

Hay excepciones brillantes, por supuesto. El legendario Ervin “Magic” Johnson de los Lakers de Los Ángeles se dedicó a estudiar finanzas durante su carrera, con lo cual no sólo multiplicó sus ingresos al retirarse, sino que ahora es de los hombres más ricos de Estados Unidos.

En Venezuela, Fernando Aristeguieta, delantero de la selección con quien trabajé de juvenil y que luego fue goleador en Francia, Estados Unidos, Colombia y México, no sólo compitió al más alto nivel, sino que continuó preparándose para su carrera después del fútbol. Recuerdo con particular admiración que lo tuve como alumno en un diplomado en línea de Psicología del Deporte. Era el estudiante más aplicado, a pesar de estar jugando una Copa América.

También recuerdo una vez que el gerente del Caracas F. C. me preguntó por qué casi ninguno de los jugadores de uno de los equipos juveniles asistían a las clases de inglés que ellos ofrecían de forma gratuita para apoyarlos en su desarrollo. No recuerdo qué le respondí, pero sí que me explicó que los únicos jugadores que aprovechaban esa oportunidad eran Josef Martínez y Alexander González. Yo le dije: “Esos son los dos que están más claros en lo que quieren lograr”. Justamente fueron los dos de esa camada que tuvieron las carreras profesionales más brillantes. Josef, quien proviene de una familia muy humilde de Valencia, estuvo siempre enfocado. Recordé esa anécdota del gerente cuando, años más tarde, firmó para jugar con el Torino en la Serie A italiana y en la rueda de prensa sorprendió a los periodistas respondiendo a las preguntas en italiano. Asombrados le preguntaron que cómo sabía el idioma apenas aterrizando en Italia. Aclaró que mientras estuvo jugando en Suiza, aprovechó para aprenderlo con los compañeros de esa nacionalidad. No sólo ha sido un gran goleador, de niveles históricos en la MLS americana, sino que en sus horas libres se dedicó a aprender lenguas.

No perdamos de vista que algunos elementos de las personalidades que tienden a la grandiosidad tienen sus bondades, sobre todo para la competencia. Esa confianza ciega en sí mismos, ese atrevimiento, esa rebeldía ante los límites impuestos, pueden empujar a equipos y a atletas a desafiar grandes obstáculos, a sobreponerse a los tropiezos, a convocar grandes montos de energía para la lucha. En cierto modo la sociedad busca a estos personajes, queremos que sean así, que nos empujen a atrevernos a más, que nos alienten a aspirar a la grandeza. De hecho, la literatura de desarrollo personal y las campañas publicitarias están inundadas de mensajes en este tono: “¡Nada es imposible!”, “Just do it!”.

La fortaleza y la audacia de la juventud que se quiere comer el mundo, que sin saber los detalles de la realidad está dispuesta a intentarlo con absoluta convicción es, en parte, de lo que está hecha la humanidad. Hay una dimensión inspiradora de ese matiz de la locura que subyace al hubris. Luego de casi tres décadas trabajando con atletas jóvenes y talentosos al comienzo de sus carreras, reconozco las huellas de esa fuerza que convoca esa etapa. Aquellos que al comienzo de su adultez, gracias al trabajo duro y a su enorme talento, sobresalen por encima de sus rivales han sido llamados a sentirse importantes, llenos de confianza, capaces de asombrar a sus competidores. Eso, junto con la fuerza física, que ha ido aumentando con el pasar de la adolescencia hasta imponerse sobre los adultos que van envejeciendo, convoca un gran sentido de poderío.

Puede haber una crueldad salvaje en el talento, esa naturalidad con la que se desenvuelve la habilidad sublime. Una prepotencia comprensible por poseer una capacidad divina que resulta admirable, que se impone, que causa arrebato.

Si esa habilidad florece en la juventud, en medio del proceso de crecer y atravesar esa época en la que se cree que se va a conquistar el mundo, es difícil que no produzca una convicción casi demencial de superioridad. En ocasiones la vida no ha tenido tiempo para advertirle al talentoso de las ironías del poder y del paso del tiempo.

Hallarse ante el espejo atravesado por el talento es una experiencia compleja, llena de autosuficiencia, de confianza, de sensaciones de grandeza. Es una experiencia poderosa. Ver más allá de ese poder que habla con tanta firmeza es una tarea de vida que requiere sabiduría.

¿Cómo no se habría de inflar de hubris? ¿Cómo no habría de sentir fascinación por su propia capacidad? ¿Cómo no quedar seducido por la propia imagen, cuando esta parecería dictar un mensaje que invita a desplegar los favores que otorgó la naturaleza? ¿Cómo no aceptar la aparente invitación de regodearse en los propios talentos, entregarse a la divina experiencia de atender sólo los llamados de ese don? ¿Cómo escuchar las peticiones de equilibrio cuando la conquista se ve a la mano?

En varias ocasiones escuché a un jugador admirado, y generalmente ponderado, burlarse del cuerpo médico y de los utileros que celebraban los goles. “¿Qué se creerán?”, reía, queriendo decir que los verdaderamente importantes eran los jugadores que hacían o fallaban los tantos; les reclamaba que ansiaran algo de protagonismo. Su observación era comprensible dado el contexto. Pero resulta irónico que un jugador experimentado, luego de pasar su vida ante los focos, afirme con tanta convicción que los futbolistas son más importantes que los doctores. La admiración continua puede alentar la vanidad y hacer perder de vista que, en el gran esquema de las cosas, quizás la habilidad de curar enfermedades puede ser más importante que la de chutar un balón.

Si la personalidad sufrió alguna deshonra de pequeño, si la vivencia de vulnerabilidad infantil fue dolorosa, entonces aún más peligrosa se vuelve la adulación. Parecería ofrecer revancha, conferir un triunfo sobre la derrota temprana, una reivindicación, una retribución a injusticias pasadas que, cuando han sucedido en la infancia, siempre son calibradas con desproporción. Parecería que los triunfos propios y las derrotas ajenas son un merecido ajuste de cuentas. Si el otro es llevado por delante, pues quizás se lo tenía merecido. La humillación infantil seguida por el talento del joven es una fórmula para la desmesura. El talento conduce a esa crueldad salvaje.

La filósofa Simone Weil pensó hondamente en las paradojas de la fuerza. Intelectual, de cuerpo frágil pero con experiencias nada delicadas que incluyeron inscribirse como voluntaria para combatir en la guerra, reflexionó sobre estos dilemas. En su poema de la fuerza regresa a La Ilíada sosteniendo que el protagonista de esta épica clásica es la fuerza. Muestra cómo el espíritu humano “es arrastrado por ella”. Según Weil, la fuerza es aquello que reduce el hombre a cosa, el cuerpo vivo a carcasa. Utilizando al héroe Aquiles como ejemplo, describe las trampas de la fuerza:

El fuerte no es nunca absolutamente fuerte, ni el débil absolutamente débil, pero ambos lo ignoran. No se creen de la misma especie; ni el débil se considera semejante al fuerte ni es considerado como tal. Quien posea la fuerza camina por un medio que no ofrece resistencia, sin que nada en la materia humana que lo rodea pueda suscitar entre el impulso y el acto ese breve intervalo en que se aloja el pensamiento. Donde el pensamiento no tiene lugar, no hay justicia ni prudencia. Por eso mismo esos hombres armados actúan con dureza y alocadamente. Su arma se hunde en el enemigo desarmado que está a sus pies; triunfan sobre el moribundo describiéndole los ultrajes que sufrirá su cuerpo; Aquiles degüella a doce adolescentes troyanos en la hoguera de Patroclo con tanta naturalidad como nosotros cortamos flores para una tumba. Al utilizar su poder nunca piensan que las consecuencias de sus actos les harán doblegarse alguna vez…

Es imposible que no perezcan. Pues no consideran la limitación de su propia fuerza ni sus relaciones con los otros como un equilibrio entre fuerzas desiguales. Los otros hombres no imponen a sus movimientos esa pausa de la que surge la consideración de los semejantes; concluyen de ello que el destino les ha dado todos los derechos y ninguno a sus inferiores. Desde ese momento, van más allá de las fuerzas que disponen. Van inevitablemente más allá, ignorando su limitación. Quedan entonces entregados al azar sin recursos y las cosas ya no les obedecen. A veces el azar les beneficia, otras veces les perjudica; y allí están desnudos expuestos a la desdicha, sin la coraza de poder que protegía su alma, sin que ya nada les separe de las lágrimas[3].

Aquiles carece, siguiendo de nuevo al analista López Pedraza, de “consciencia de fracaso”. López considera que esa es la clave psicológica necesaria para contrarrestar los peligros de las personalidades titánicas que, como el Titanic, piensan que nunca se van a hundir, lo cual es el núcleo de su tragedia.

David Owen, quien ha descrito lo que él denomina el “síndrome del hubris” en políticos, hace unas descripciones muy interesantes del ex primer ministro Tony Blair en la medida en que fue avanzando su mandato en Inglaterra. Para cuando se dio la invasión de Irak, Owen describe a un personaje tomado por el poder y el reconocimiento, incapaz de escuchar a los consejeros expertos que lo rodeaban, completamente convencido de sus propias ideas y de su importancia. Sobre una reunión que tienen con Blair en 2002, previa a la invasión, Owen dice que el Primer Ministro:

… era un hombre muy distinto al que conocí en 1998. Además de su convencimiento de su propósito mesiánico… tenía una confianza absoluta en sí mismo y una manera inquieta, hiperactiva. Su desprecio por las dificultades y las circunstancias que le comentábamos significaba que tenía un yeso en su mente sobre la idea de forzar el cambio de régimen[4].

Las observaciones de Owen son agudas: mesianismo, convicción absoluta en sus ideas, hiperactividad, “yeso en la mente”, ausencia de cualquier consciencia de fracaso. Víctor Lapuente ha estudiado las tendencias grandilocuentes en la política, denominándolas “chamanismo”. Describe la construcción de una biblioteca en España, en medio de un crecimiento económico, que buscaba imitar la biblioteca del Congreso de Estados Unidos en Washington. El proyecto era tan costoso que, después de terminar la construcción, se quedaron sin presupuesto para comprar los libros que debía contener. Una hermosa metáfora de las cáscaras vacías del hubris. El problema no es el tamaño, reza Lapuente, sino la arrogancia, la incapacidad de prever la posibilidad del fracaso[5].

No sorprende que el terreno deportivo y el político sean dos de los que más convocan a este tipo de personajes. El protagonismo de las capacidades individuales de ganar en circunstancias retadoras, la competencia intensa para imponerse, el estrés continuo son compartidos por ambas profesiones.

El deporte está plagado de historias de personajes titánicos. El impresionante ascenso de Tiger Woods y de Lance Armstrong reúne quizás dos de los ejemplos más dramáticos. Ambos resultan especialmente fascinantes porque en la cresta de sus éxitos eran utilizados constantemente como ejemplos de fortaleza mental.

Tiger fue, nada más y nada menos, que el primer atleta de la historia en acumular más de 1000 millones de dólares en ganancias. Luego de conquistar el US Open de 2008 en los últimos dos golpes del torneo, la prensa se llenó de artículos sobre la maravillosa capacidad de Woods de utilizar la presión a favor. Coaches mentales, siempre al acecho de cualquier cliché, lo utilizaban para ejemplificar que él podía “interpretar” la presión como algo bueno y eso era lo que lo convertía en un gran atleta[6]. En entrevistas, Woods describía su capacidad de entrar en el místico estado de “fluidez”, en el que estaba tan enfocado que sentía que todo ocurría en cámara lenta; que mientras más presión, más sentía que lograba calmarse[7].

Como ya es ampliamente sabido, Tiger fue formado para ser golfista por un padre, militar retirado, obsesionado con el deporte. Juntos desarrollaron una relación intensa que giró en torno al golf. Los relatos de su infancia cuentan que Earl, el padre de Tiger, le exigía hasta límites extremos, con el acuerdo de que si el joven sentía que era demasiado, podía decir “enough” y así detener el entrenamiento. La leyenda cuenta que Tiger nunca llegó a decirlo.

Es una anécdota significativa. Tiger fue entrenado para desconocer los límites, para tragar dolor, para desconectarse de sí mismo hasta el punto de sobreponerse a casi todo. Esa dimensión psicológica vino de la mano de un entrenamiento físico desconocido hasta ese entonces para un golfista. Tiger era fuerte física y mentalmente. Su éxito temprano se llevó por delante toda la competencia a niveles nunca vistos.

Hasta que falleció el papá en 2006, la persona que lo formó/deformó como un atleta de alto rendimiento capaz de vencer cualquier obstáculo. La muerte es el límite definitivo del que no podemos escapar. Earl Woods había combatido en Vietnam, llegando al rango de teniente coronel. Su personalidad calza con las personalidades recias forjadas por la guerra.

A su vez, las figuras titánicas como Tiger tienen graves dificultades para lidiar con la pérdida de sus seres queridos. En pleno duelo comenzó a asistir a entrenamientos militares con los Navy Seals, como buscando el fantasma del padre fallecido, obsesionándose con los ejercicios de alta intensidad preparatorios para el combate. Continuó ganando a pesar de una vida privada convulsa. Pero luego de conquistar su decimocuarto campeonato del PGA en 2008, debió operarse las lesiones de rodilla ocasionadas, aparentemente, por los entrenamientos.

En paralelo buscaba amantes de manera compulsiva: mesoneras, bailarinas eróticas, estrellas de pornografía, llegando a sumar, según su confesión, hasta ciento veinte parejas distintas. Sufría de insomnio por lo que tomaba calmantes, lo cual fue parte del cocktail que lo condujo a chocar el auto el día que la esposa descubrió sus infidelidades.

Ese año, en agosto de 2009, había perdido un juego tras ir liderando un torneo importante. En noviembre de ese mismo año, su esposa Elin descubrió los mensajes de textos a sus amantes que Tiger había olvidado borrar por estar noqueado con los hipnóticos que tomaba. En medio de la pelea tomó el auto y generó un aparatoso accidente al llevarse por delante un hidrante.

A partir de allí la imbatibilidad de Woods desaparece, escasamente gana algunos torneos, pero también tiene algunas actuaciones espantosas, al punto de que en 2015 declara que se tiene que retirar a entrenar, porque su rendimiento es “inaceptable”. Woods pasa a ser un jugador más dentro del tour, con algunas victorias pero con una desconcertante volatilidad. El titán invencible desapareció, la fortaleza mental sorprendente, ejemplo preferido de coaches, se desinfló una vez que la omnipotencia tocó tierra.

La sensación de imbatibilidad que da el ascenso victorioso puede ser, como advierte Weil, engañosa. El que asciende rápido gracias a su talento y trabajo puede no haber pasado por el crucial aprendizaje del fracaso. Hasta que ya es muy tarde.

Sam Sheridan, un explorador deportivo que ha escrito sus propias crónicas de la psicología del combate, cuenta en una entrevista que durante sus travesías por Latinoamérica fue retenido por las FARC mientras hacía senderismo en Colombia. Debido a su cuerpo de atleta y rostro gringo, pensaron que era un agente de la CIA y le costó bastante esfuerzo escapar con vida. Es un experto en titanismo.

Entrenó y compitió en artes marciales mixtas y luego escribió dos libros sobre la psicología de los peleadores, El corazón del peleador y La mente del peleador. En el segundo describe a Michael Moorer, un boxeador que llegó a ser campeón mundial en los pesos semipesado y pesado.

Moorer venía de un entorno difícil, como tantos otros boxeadores. En el proceso, desarrolló una pegada feroz. Conversando con Sheridan, confesó: “Yo no sentía miedo porque comencé muy joven… tuve ciento cincuenta peleas amateur y veintisiete peleas profesionales antes de recibir un knock-out. Nadie siquiera me había logrado hacer daño. Era invencible. Pero un día no vi venir el golpe y me desperté tirado en el piso… a partir de allí supe que me podían tumbar y eso me cambió por completo. Antes entraba sin reparos. Perdí mi incapacidad de sentir miedo. Metió un signo de interrogación en mis pensamientos”. La caída de la omnipotencia hizo que toda su personalidad se tambaleara. De allí todo continuó en caída libre[8].

La adolescencia es una época de omnipotencia expresada en la imprudencia, en la confianza absoluta en el cuerpo joven y saludable, en las ganas de comerse al mundo. Los jóvenes atletas, que miran la vejez y la debilidad con desprecio, están tomados por esa fuerza. El mito de Ícaro alude a esa experiencia. La recomendación de Dédalo, su padre —quien construyó las alas con las que Ícaro pudo escapar del encierro—, de que volara alto, pero no tan alto como para que el sol pudiese derretir las alas de cera, es la misma recomendación de todos los viejos que intentamos advertir a los jóvenes que sean ambiciosos, pero que se cuiden de la desmesura.

El cuerpo caído y las heridas que deja son una marca significativa en las carreras deportivas. El cuerpo es la fuente de sustento de los atletas; el cuerpo herido es por lo tanto una amenaza a su manera de estar en el mundo. Ese cuerpo que han sometido a entrenamientos dolorosos, que han exigido hasta límites inimaginables, ese que los hace sentirse por encima de los demás mortales, cuando se lesiona es como si los estuviese traicionando. La herida, propone el analista junguiano James Hillman, es una herramienta importante para la reflexión, para que el púber adquiera algo de sénex. La costra, la herida, es un recordatorio que permite reconstruir la fuerza desde la consciencia de la vulnerabilidad. Es la fuerza-débil o la débil-fuerza que permite administrar con más sabiduría los recursos.

Los jóvenes que sufren heridas graves, como las temidas rupturas de ligamentos cruzados de la rodilla, se enfrentan al reto de detener su ascenso, hacer un alto en el camino y reconstruir la confianza desde un lugar nuevo donde el cuerpo ya no es omnipotente, sino vulnerable. Inocencia proviene del término latín innocentia que, entre otras cosas, significa “sin daño”.

La historia de Lance Armstrong es aleccionadora en este sentido. Otro titán que reinó sobre los mortales, ganando la impresionante cifra de siete tours de Francia consecutivos, luego de haber vencido un cáncer que le produjo tumores en los testículos y en el cerebro. Lance era la historia de superación que todos queríamos escuchar. Un hombre joven, pobre y abandonado por el padre que, a punta de fuerza de voluntad, había desafiado todas las probabilidades incluyendo la muerte.

En su autobiografía escribió: “Hay dos Lance Armstrongs, el pre cáncer y el post… Salí de mi casa una persona, un 2 de octubre de 1996, y regresé convertido en otra… en cierto sentido, un yo viejo murió y me fue dada una segunda oportunidad… la verdad es que el cáncer fue lo mejor que me podría haber ocurrido”[9].

Sin duda, Armstrong encarnó una voluntad férrea que le ayudó a superar la enfermedad y luego continuar su carrera de ciclista. Sus palabras parecerían sugerir una intensa reflexión. Pero en realidad sucedió otra cosa, una negación de dimensiones maníacas. Desmintió completamente el hecho de que había estado al borde de la muerte, a tal punto de que organizó un sofisticado sistema de dopaje para sacar ventaja de manera ilícita. No sólo se llevó por delante a los compañeros que no quisieron acompañarlo en la trampa, sino que mintió insistentemente ante las cámaras de todo el mundo. El hubris de Armstrong es de dimensiones verdaderamente mitológicas. Luego del reporte que terminó de probar la maquinaria de la trampa alrededor de su preparación y que condujo a su suspensión definitiva del ciclismo, Armstrong, desafiante, se tomó una selfie en su casa con las siete camisetas de sus victorias en los Tours de France, como diciendo al mundo que él estaba por encima de todos. La omnipotencia, la negación y el desprecio del otro son las marcas, según el psicoanálisis, de la inflación maníaca. Armstrong las exhibió todas. Las heridas sufridas no le abrieron el camino a la reflexión.

A lo largo de los años he podido acompañar a muchos jóvenes que oscilan entre las angustias de ser capaces de dar la talla en el alto rendimiento y los que se sienten predestinados a dominar el mundo. Los comienzos humildes del fútbol venezolano nos permitieron trabajar con jóvenes talentosos a quienes, no imaginando todas las posibilidades, tuvimos que animar a que se atrevieran. En otras latitudes con más historia futbolística he tenido en ocasiones que hacer lo contrario.

En Bolivia tuvimos a una joven promesa que divertía con el atrevimiento y desfachatez con los que retaba a los compañeros más experimentados en el equipo. Sus enormes deseos de destacar y su talento le permitieron servir como un suplente efectivo, que entraba en los partidos a correr con vehemencia y a terminar de machucar a los contrarios con su potencia. Pero así como era atrevido en la cancha lo era fuera de ella, incapaz de escuchar ningún consejo de que se cuidara, de que frenara los excesos de la fiesta y la noche. A pesar de su indisciplina, lo intentamos aprovechar. César Farías lo mantenía exigido, sin regalarle ni un halago de más para que supiera que en el más mínimo desliz se tendría que ir de la selección.

Con un primer premio económico se compró un viejo auto deportivo. Era una cacharra que sólo a distancia disimulaba ser atractivo. Las ventanas no subían y el motor tosía, pero el joven se presentó sonriente y campante en el entrenamiento. César, horrorizado de que su primer pago lo hubiese utilizado en un auto malo y usado, prohibió que utilizara el estacionamiento del club y lo obligó a estacionarse a dos cuadras. Por las mañana lo veíamos caminando hacia el estadio remontando la cuesta, resignado a un castigo que nunca entendió.

Avanzada las eliminatorias en octubre de 2021, jugando contra Perú de local, entró en el segundo tiempo con su ímpetu característico. Todo apuntaba a que eran las condiciones perfectas para que nos ayudara a liquidar el partido. Sin embargo, estaba demasiado acelerado, no pudo regular su intensidad y en una pelota que se le fue lejos atropelló al contrario y lo expulsaron. No supo regular su fuerza. No tenía ni cinco minutos en la cancha y ya nos había dejado con diez jugadores.

Por suerte ganamos ese partido 1 a 0 y su error quedó en segundo plano. Pensé que podría ser la ocasión para invitarlo a reflexionar y entender que tenía que acompañar su talento con trabajo psicológico personal, regular su vehemencia. Una vez más me escuchó sin demasiado interés, haciendo gestos de llevarme la corriente. Esa misma noche, después del partido, cuando llegamos a descansar porque a los cuatro días jugábamos otro partido clave, se escapó del hotel para irse de fiesta. Su conciencia de fracaso estaba muy interferida, su capacidad reflexiva, impedida.

Uno podría preguntar, en contraposición, ¿qué es la humildad? ¿Sirve para algo en una cancha de fútbol?

Hay una jugada del Mundial de 2018 que me quedó en el recuerdo como una pequeña obra de arte, como una sinfonía donde todo calza armoniosamente en un final estruendoso. Pero, sobre todo, una jugada cuya grandeza estriba en la humildad.

Japón le ganaba a Bélgica 2 a 0 en los octavos de final y parecía que iba a ser un resultado histórico para los nipones. Pero Bélgica, la promesa del futuro, llena de jugadores jóvenes, muchos de ellos hijos de inmigrantes de orígenes diversos, tenían un equipo alegre y dinámico que remontó hasta empatarlos.

Ya en el minuto 92, en un córner a favor, los japoneses se volcaron al ataque, poblando toda el área grande con sus jugadores, buscando desesperadamente recuperar la ventaja que habían dejado ir. En ese último suspiro, cuando todo parecía conducir al tiempo agregado, la pelota llegó mansa a las manos del portero y de pronto Bélgica desplegó una serie de movimientos como una puesta en escena, una ópera, un crimen perfecto.

Cuando Courtois atrapó el balón, todo el equipo belga salió disparado hacia el arco contrario. La imagen desde la cámara aérea es hermosa. Es una explosión coreografiada a toda velocidad, cada movimiento atado al del compañero abriendo espacios estrepitosamente por la cancha hasta dejar a los japoneses atrás y clavar un gol fatal.

Pero de todos esos movimientos, el que más quedó en mi mente fue el de Romelu Lukaku. Un joven hijo de congoleses nacido en Bélgica, criado en medio de la pobreza y la discriminación que conllevaba destacar como un hombre negro con un físico portentoso en un país blanco. Creció para convertirse en una pared que se mueve como una gacela. Rápido, técnico y mortífero. Terminator bailando tap.

Lo había escuchado en varias entrevistas previas al Mundial hablar de la experiencia de crecer pobre en Bélgica, rodeado de racismo. Recordaba ver a su mamá echándole agua a la leche para rendirla. “La gente habla de mi fortaleza, mi fortaleza era estar sentado en la oscuridad con mi mamá triste, diciendo para mis adentros: esto va a cambiar”. Por eso, continúa diciendo, cuando salía al parque a jugar con los amigos, nunca fue un juego; salía con el temperamento de un asesino.

Ese asesino arrancó con furia cuando Courtois le pasó el balón a De Bruyne, convencido de pisar el área contraria para rematar a gol. Los japoneses, desesperados, intentaban alcanzarlo a sabiendas de que era la pieza más peligrosa. Lukaku hizo dos diagonales con la precisión de un cirujano, abriendo el campo de juego para extraer el corazón del contrario y, cuando aceleraba hacia el punto penal, cuando todo apuntaba a que a sus pies llegaba el pase final para hacer el gol, hizo una genialidad. Se adelantó en busca del balón e hizo creer a todos que lo chutaría con la furia contenida de una vida esperando ese momento, pero lo dejó pasar entre sus piernas. La defensa japonesa, que se había abalanzado por impulso hacia él, dejó atrás un inmenso vacío que aprovechó Nasser Chadli, quien venía galopando a sus espaldas.

Todos esos años deseando callar la boca de los que le gritaban “mono”, “gorila”, que lo acusaban de haber mentido sobre su edad; todo el deseo de convertirse en el héroe absoluto, de reivindicar los años difíciles, todo lo pudo dejar ir para que el balón corriera hacia el otro costado del área, donde Chadli, un compañero relativamente desconocido que había entrado de cambio al minuto 70, recibiera el balón solo y liquidara el partido.

Un discreto gesto de grandeza. Servir de señuelo, llegar primero, pero ceder el protagonismo al que viene atrás engañando a todos los contrarios, a todo el planeta que, esperando en suspenso, pensaban que Lukaku iba a chutar.

Es una escena épica, de elegancia en acción.

Todo el sacrificio de una vida que ha acumulado fuerza, habilidad, ambición, de pronto, en el momento justo, apartándose para que los que vienen atrás puedan recibir ese legado. Ceder el protagonismo en el momento justo para abrir espacio para el otro.

Para cerrar regreso a Simone Weil, quien contrapuso la humildad a la locura de la fuerza desbocada. Chul Han, interpretando a Weil, resume diciendo: “Que la belleza exige de nosotros ‘renunciar a nuestra figurada posición como centro’… No es que cesemos de estar en el centro de nuestro mundo propio, sino que voluntariamente cedemos nuestro terreno a las cosas ante las cuales nos hallamos”.[10]

Un gol colectivo que me atrevería a describir como posibilitado por la humildad. La humildad contenida en una fuerza portentosa, que ataca a toda velocidad, pero se aparta con gracia, en el último instante, cuando hace falta.

Fuerza y belleza, en el minuto 93.

 

[1]      “How (and Why) Athletes Go Broke”. Sports Illustrated https://vault.si.com/vault/2009/03/23/how-and-why-athletes-go-broke

[2]      https://www.imdb.com/title/tt2318140/

[3]      Weil, S. (1956): La Ilíada o el poema de la fuerza (p. 30 ). Madrid: Mínima Trotta.

[4]      Owen, D. (2007): The Hubris Syndrome: Bush, Blair and the Intoxication of Power (p. 48). London: Politico’s Publishing.

[5]      Lapuente, V. (2015): El retorno de los chamanes: los charlatanes que amenazan el bien común y los profesionales que pueden salvarnos. Barcelona: Ediciones Península.

[6]      https://www.peaksports.com/sports-psychology-blog/how-tiger-woods-uses-pressure-to-succeed-at-us-open/#:~:text=After%20winning%20the%202008%20US,a%20free%20throw%20to%20win.

[7]      https://www.youtube.com/watch?v=T1mSMDoVqcg

[8]      Sheridan, S. (2010): The Fighter’s Mind: Inside the Mental Game. New York: Atlantic Monthly Press.

[9]      Armstrong, L. (2000): It´s not About the Bike: My Journey Back to Life. London: Putnam.

[10]     Chul Han, B. (2023):  La Salvación de lo bello. Barcelona: Herder.

 

Capítulo 6 del libro Se juega como se vive: crónicas de la psicología del fútbol (Editorial Alfa, 2025)

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