Antonio López Ortega: No tenemos claro el rastro por donde venimos caminando

18/ 12/ 2012 | Categorías: Entrevistas, Lo más reciente

por Héctor Torres y Lennis Rojas

Antonio, tú eres un entusiasta del uso de las nuevas tecnologías en la literatura. Por otra parte, en tu condición de gerente cultural, eres un observador de excepción sobre lo que pasa en la literatura de Venezuela, que ha sido (con respecto a la de otros países del continente) un poco reticente con el uso de internet. ¿A qué atribuyes eso?
Lo atribuyo a nuestra incapacidad histórica de relacionarnos con un entorno distinto al inmediato. Lo puedes pensar en términos electrónicos, pero también lo puedes pensar en términos periodísticos o impresos en los años pasados. No nos hemos caracterizado por cultivar las relaciones internacionales. Quién sabe, hay gente que dice que nos ha hecho falta experiencia de exilio como la tuvieron muchas literaturas del cono sur. Es aberrante pensar que tenemos que llegar a eso para tenerla. En líneas generales, el autor venezolano es mal corresponsal, al menos esa es la sensación que yo tengo: Yo viví siete años en París y escribí a muchos amigos, y cuento con los dedos de la mano los que contestaban. Eso se extrapola al universo electrónico; y creo que son ataduras que traemos del pasado, ante las que las nuevas generaciones están actuando, razonando, de manera muy distinta. Es la impresión que yo tengo, que sí se están aprovechando las nuevas tecnologías, y creo que tienen otros parámetros para la comunicación. De manera que yo creo que la reticencia tiene que ver con razones históricas: nosotros no hemos sido los mejores promotores de nuestra literatura. El autor venezolano ha tenido que cubrir demasiadas funciones a la vez: ha sido agente, escritor, distribuidor, librero, impresor; es decir, ocupamos todos los eslabones de la cadena hasta llegar prácticamente a lector; y eso habla de un mundo no profesional, de un mundo todavía artesanal, desde el punto de vista de la concepción editorial; y esos esquemas trasladados al universo electrónico más o menos se mantienen. Mi única aspiración es que las nuevas generaciones vengan con otro criterio, y aprovechen estas herramientas para cambiar los parámetros que han pesado mucho.

¿Y estas herramientas pueden modificar a la literatura?
No me atrevería a asegurarlo, pero sí van a cambiar los mecanismos de recepción de la literatura. Esa es la gran diferencia. El problema es el acceso. El problema del conocimiento, de la información, es decir: es un mecanismo enormemente democrático, de un alcance brutal, casi total. Que tú estés en Villa de Cura o en Tucupita y no haya una librería, con el medio electrónico prácticamente no te hace falta para leer un poema de Derek Walcott, o una pieza de Pitol, ¿no? Entonces, yo creo que todo ese gran universo de carencias, que son carencias de subdesarrollo, de incapacidad para que la información fluya, que son problemas de mercado y de educación, de formación, de consumo, bueno, internet plantea un salto tremendo, y una vez que tú haces la inversión de la base electrónica, prácticamente estás conectado.
Volviendo a la otra parte de tu pregunta: ¿cómo es el impacto de eso en la creación? Eso sí es un misterio. Yo creo que la información, el conocimiento, la lectura, redundan en la calidad literaria, en el conocimiento, en la madurez, en la vocación, obviamente. En ese terreno virgen de las relaciones entre creación y medios tecnológicos apenas estamos viendo cosas. Esas son dimensiones que no conocemos del todo, pero es todo un horizonte que se abre.

Ahora, siendo el Estado tan mal editor (en el sentido de políticas definidas de difusión) ¿Cómo debe interpretar eso que viene con internet, para actuar en consecuencia?
Esa pregunta es difícil, porque… mi tesis es que el Estado va a estar desbordado con toda esta situación, y va a quedar desbordado porque sencillamente no las ha anticipado. Está mal preparado incluso para la era preinformática. Si está mal preparado para la era preinformática, qué diremos de la era informática, o de la postinformática. Claro que esta es una sociedad muy precaria, de enormes necesidades, pero a pesar de todo, las sociedades, los grupos, se van articulando para depender menos del Estado porque es la única manera de lograr canales de expresión. Yo lo que creo es que lamentablemente en Venezuela el Estado sigue protagonizando mucho el hecho cultural, dependemos mucho del Estado, ese no es el caso de otros países…

A pesar de que la iniciativa privada ha sido mucho más efectiva.
Correcto, sí, hay muchas iniciativas, yo te pondría por ejemplo en Colombia, el país que tenemos al lado, el Estado no marca el hecho editorial, lo marca la iniciativa privada, la sociedad civil, absolutamente. En Colombia la Feria del Libro de Bogotá la organiza la Cámara del Libro, un ente privado…

Que está arriesgando su dinero…
Por supuesto, y es negocio. La Feria allá es negocio, y hay mercado y hay consumo. Una revista cultural en Colombia, un país que se está despedazando y matando, vende veinte mil ejemplares. Entonces, ¿de qué realidad estamos hablando? Obviamente, estamos hablando de realidades donde la clase ilustrada, donde los niveles de lectores, son mucho más altos. En Venezuela el hecho cultural o el hecho editorial sigue estando muy marcado por el Estado (universidades, consejos municipales, Monte Ávila, Biblioteca Ayacucho) y poco por la iniciativa privada. Tú preguntabas ahora por Alfadil, que era una iniciativa privada; fíjate que se vino al suelo porque no encontró ningún mercado. Entonces, yo creo que el Estado es una gran trampa en el sentido de que está colapsando y no nos damos cuenta. Ese modelo está colapsando, es insuficiente. O sea, cómo es posible que los libros más importantes de la nueva narrativa venezolana no están saliendo en editoriales del Estado, cuando debería. Ricardo Azuaje publica en editoriales alternativas, lo cual me parece vergonzoso para los autores ya de cierto renombre. Israel Centeno publica en Memorias de Altagracia. Entonces, ¿qué está pasando? Obviamente es una enorme falta de visión. ¿A qué apostaría yo en este momento como Monte Ávila Editores (posiblemente haya en América Latina en este momento dos grandes editoriales de Estado: Fondo de Cultura y Monte Ávila, que tiene 32 años de fundada), en un momento donde todas las editoriales españolas (Alfaguara, Planeta, Anagrama), prácticamente se posesionaron de las capitales latinoamericanas? Bueno, qué puede ser mi elemento competitivo. Si me pongo a pelear en el terreno de las editoriales españolas me muero. Si algo puedo yo pensar desde el punto de vista de ventaja competitiva es apostar a la nueva narrativa nacional. Estos muchachos de veinte años, los libros, los potenciales que yo pueda detectar. Bueno, yo hago una inversión allí, pero una inversión a mediano o largo plazo. Yo apuesto aquí para ver en veinte o en quince años qué me produce esta promoción, y los llevo a ferias internacionales, busco que los traduzcan, y les doy elementos para que puedan trabajar. Lo hizo Chile después de la caída de Pinochet. Es decir, hubo un concurso entre el Estado y las editoriales privadas para apostar a una nueva generación: a esa generación de la postdictadura, y quince años después, son autores traducidos, que están ganando premios; allí hay una visión.
Entonces, volviendo un poco a tu pregunta inicial: los medios electrónicos vs. la política de Estado: lo que estamos viendo, a pesar de la precariedad y los problemas es que esos son movimientos autónomos que cada día irán opacando más la función del Estado por falta de visión, por falta de recursos, y la sociedad va articulándose muchas veces sin apoyo y logrando resultados.

Recuerdo que en una conversación virtual que sostuviste con el público, dijiste que el correo electrónico tenía la inmediatez del teléfono y la mediatez de la carta ¿No supone un arma de doble filo regresar al género epistolar usando un medio tan inmediato como lo es el correo electrónico? ¿no atenta de alguna manera contra la reflexión que supone escribir, eso de volver a la carta sin la posibilidad de pensar mucho lo que se dice?
Depende de los niveles de comunicación y de reflexión ¿no? Para conversaciones serias por teléfono, que a veces toca hacerlas, yo siempre sueño con la posibilidad de poder escribirlas; es decir, poder mandarlas como un correo electrónico, más que hablarlas. No te estoy hablando de un saludo familiar, hablar de un hijo, hablar con una madre, un ser querido, pero ciertas conversaciones donde se discuten elementos de contraargumentos, reflexiones, me gustaría muchísimo más tener la coherencia de la escritura para plasmar bien las ideas, que la inmediatez del teléfono. Ese riesgo que tú mencionas me parece que es cierto pero es una cuestión de planos; es decir, es un poco como la conversación: hay conversaciones efímeras, sabrosamente superficiales, y hay otras conversaciones que… bueno no sé, momentos de relación de pareja, con tu hermano, con un amigo, que son memorables; esos parámetros también son transferibles al correo electrónico, y creo que hay abordajes de distintos sitios. La cosa inmediata de: «oye ¿viene Héctor o no viene?, perfecto, cuatro y media aquí». Pero, me mandas un libro y a mí me gustaría hacer un comentario de ese libro, te puedo asegurar que prefiero hacerlo escrito y no por teléfono. Entonces yo creo que eso depende. Ese riesgo mucha gente lo conversa pero a mí realmente no me preocupa. Sí me ha parecido muy saludable el hecho de ocupar más tiempo de la comunicación telefónica en la escritura, eso me parece una cosa muy saludable, yo la disfruto mucho. Sobre todo con colegas amigos del exterior. La inmediatez de estar escribiendo en tu casa y le das a un send y aquello en cinco minutos, ya está en España ¡Tremendo! y que te pueda contestar el mismo día la persona. Claro, se nos va el rito de la tinta, el papel, cierras el sobre, vas al correo, revisas el apartado. A mí me gusta todo eso, yo tengo apartado todavía. Pero hoy en día, para el volumen de cosas que uno maneja… la gente que está sin correo… comienza como a rezagarse. Te digo: a mí me cuesta el doble escribirle a los amigos que no tienen correo electrónico, se me retrasan un poco las cartas, estoy atravesando otro ritual ¿no? Yo tuve muchísima resistencia, ¿pero los que vienen después de uno? olvídense…

A pesar de que el correo electrónico es tan inmediato como un teléfono escrito.
Yo tengo un amigo venezolano que está viviendo desde hace poco en Francia, que se llama Gustavo Guerrero. Él se ha especializado en lo que llaman Génesis Textual, que es una disciplina de la semiótica contemporánea que se encarga de la revisión de los manuscritos, las versiones de los cuatro cuartetos de Eliot, las versiones de la Tierra Baldía, las correcciones que pudo hacer Ezra Pound sobre el manuscrito de Eliot, ¿Sabes lo que significa el monumento de tener la versión manuscrito de Cien Años de Soledad o de Paradiso? Es una disciplina que se acaba, que llega a su callejón sin salida porque a lo sumo quien escribe en computadora, que ya es la mayoría, podrá tener la primera impresión de eso y las correccioncitas, pero ya esa cosa de la cocina del manuscrito, de la carpintería… parece que eso se conocerá como piezas de museo.

Y con internet, con el correo electrónico, se acaba ese tiempo que es cada vez más difícil dedicarlo a la cercanía. Ese tema tiene mucha presencia en Naturalezas menores: el recuerdo (que es una forma de evadir la realidad), el buscar al otro, la permanente indefensión ¿Logrará el hombre vencer esa soledad?
Tengo dos maneras de responder: no sé si esta especie de orgía de la comunicación que vivimos conduzca a la unión esencial del hombre. De pronto conduce más a la soledad, a la independencia. Yo creo que esos son problemas hondos que tienen que ver con la noción de progreso. Hasta qué punto el concepto de progreso con el que sigue viviendo la humanidad es resistible. Aviones cada día más rápidos, carros cada vez más rápidos, ¿dónde están los elementos esenciales, la concepción de la existencia, la vida, la muerte, el amor por el semejante? Creo que los problemas esenciales (la soledad, la separación) se mantienen, y quién sabe si se ahondan. En las sociedades desarrolladas es terrible. Prácticamente puedes resolver la vida desde tu casa, sin siquiera ir a un café. Eso por un lado; por otro lado, en la lectura de Naturalezas menores ciertamente hay una necesidad de expropiación de la memoria, no me atrevería a decir que como una negación del presente, sino más bien con una especie de enfermiza necesidad de recuperar el pasado, de recuperar un rastro, un patrimonio asible ¿no? Los campos petroleros son universos muy extraños, universos que no son rurales ni urbanos, son cotos cerrados. A mí me tocó vivir una vida extraña, independiente, donde la noción de mundo no existía mucho, era un campamento minero con una cerca, y la cerca era un límite y el límite yo lo veía cuando salía cada cuatro meses a visitar a mis familiares. Mi papá me llevaba de chiquito. El campo petrolero que me tocó vivir a mí es todavía muchísimo más distinto al de hoy en día, que más o menos está integrado con el entorno. Entonces, a mí me ha trastornado siempre el problema de la memoria; de la necesidad de saber a qué patrimonio respondemos, a qué cultura respondemos, a qué noción de vida respondemos. Creo que somos una cultura bastante desmemoriada. Es una cultura que responde cada día menos a los signos del pasado; es decir, no tenemos claro el rastro por el que venimos caminando, y eso es una cosa que nos va desarticulando. Entonces, muy humildemente, este libro, por lo menos desde el punto de vista del narrador que está ahí, trata de recuperar aunque sea su cosmovisión, su lectura de los valores y de los hábitos de esa comunidad estrecha que es una parcela de la realidad venezolana, pero una realidad que ha marcado el siglo veinte venezolano como es lo petrolero, desde una perspectiva que ni siquiera es colectiva, sino que es individual, íntima, personal. Es decir, el narrador no aspira más que a una necesidad de reconstruir un mundo propio de claves: aquí me moví yo, estas son las figuras, estos son los íconos, estas son las imágenes, esta fue la lluvia que llevé; y la terrible necesidad de que eso no desaparezca. Es decir, en la medida en que ese libro, quitando a López Ortega, no se escribe, esas parcelas de la realidad venezolana hubieran desaparecido de la memoria de los hombres, eso está muy basado en las vivencias de un campo petrolero específico que es Lagunillas, en el estado Zulia. Lagunillas está siete metros debajo del nivel del lago, y quieren inundar eso, quieren abrir el dique que contiene el lago, dejar que el agua entre como cuatro o cinco kilómetros, y taparlo, porque obviamente mantener el dique supone un costo muy grande. Entonces, la sola idea que el paisaje, la tierra en que yo viví, los árboles en los que me monté, las culebras que logré matar, queden bajo el agua, es como una negación de mi propio pasado. Entonces, en qué espacio puedo yo recuperarlo: en ese.

Pero no es solo el recuerdo del niño que se fue. En Naturalezas menores es reiterativa la presencia de un muchacho que se siente solo en París, o en frías ciudades de Norteamérica ¿es también López Ortega bajo otras pieles?
Pienso que sí. Lo que pasa es que uno tiene muchos disfraces, pero eso responde al mundo más íntimo, más esencial. Los otros son oficios que uno se inventa, pero yo creo que las necesidades están allí, las lecturas están allí, es decir: las lecturas de la vida, los sistemas de valores que se plantean están allí. Sí, creo que en el fondo hay un rastreo de personajes solitarios, con dificultades para trazar un tejido emocional. En Cartas de relación, un libro de distanciamientos que escribí estando en París… Es curioso, porque es un libro que está escrito desde la distancia pero es un libro que trata de recomponer el tejido emocional de ese narrador. Las cartas son al amor materno, al de la amistad, al de la cónyuge y a sí mismo. Entonces, es curioso que precisamente bajo el fenómeno del distanciamiento se trate de rearticular la red emocional donde ese autor necesita reconocerse, está muy presente la búsqueda de los tejidos emocionales, el: a qué respondemos. Hay un elemento que a mí también me subyuga mucho y es que creo que nos falta, como decía también Garmendia, mucha subjetividad, en nuestra literatura. Hemos respondido a un parámetro demasiado cívico y demasiado heroico, y nos hemos olvidado de lo que Kafka llamaba la literatura menor, el pequeño incidente de lo místico, de la cosa aparentemente intrascendente, pero que va horadando vidas, va marcando destinos.
Entonces yo creo que hay una necesidad urgente, angustiosa y angustiada de recuperar segmentos de vida, que si no estuvieran en esos libros se perderían para la memoria de los hombres.

Una cosa maravillosa que plantea el texto Residual (de ese libro) en ese encuentro de dos seres, es que ella (según descripción de él) no es hermosa. Está un poco marchita, pero en ese momento viene a ser lo que él necesitaba, un poco contradiciendo lo que la publicidad nos ha hecho creer. Es decir, todos estos años de comunicaciones masivas no nos han orientado en nuestras verdaderas necesidades…
Es cierto. Esas lecciones nos faltan ¿no? Las lecciones de los esencial. Eso no está en la escuela, no está en la televisión… quizás está en esos ensayos, en esos libros, en los poetas, en la gente, en los códigos… Claro, están los grandes valores de la sociedad moderna: la tolerancia, el respeto, la integridad, los grandes enunciados y eso ya forma parte de la burocracia internacional. Pero no la enseñanza esencial del pensamiento individual.

Esa sustancia esencial de la maestra Cruz Basanta y del padre Benedetti, esa actitud resignada ante la inminente tragedia.
A mí me sorprendió mucho el accidente real que hubo en el Aponwao. Me han pasado muchas cosas con ese relato. Una de las cosas que me pasó es que yo tengo una conocida que trabajaba en la comisión de cultura del Congreso; es una muchacha de origen kariña, y esos muchachos eran como primos de ella. Cuando el relato sale en El Nacional, sale a medias. Ella me llama al día siguiente y me dice: Antonio, mi abuela ha estado llorando todo el día, porque no entiende cómo tú retrataste tan bien ésto. Mira es como si eso lo hubieras revivido. Entonces, es una cosa que me sorprendió mucho, porque eso estaba en claves de ficción. Pero una de las cosas que me impresionó de la noticia era cómo el cura, en un momento dado, se entrega a Dios. No te lo podría justificar quizás tan bien en el caso de Cruz Basanta. Tal vez es el hecho de saber que no podía salvar a todos los niños, y entonces es que ya estaba condenada; o sea, «Yo me quedo con mi clase» ¿No? y el cura asume que él ya entra en otro terreno, un terreno donde ya Dios dispone. Entonces, es quizás esa cosa pasiva que no quisiera que se interpretara como una cosa de sino antropológico, de dejadez, de falta de voluntad ¿no?, al contrario. Pero son las actitudes, de pronto, que esta gente asume, de entrar en la tragedia, de ya formar parte de eso, de ya ser una ruptura. Tú estás aquí, yo estoy de este lado, tú tienes un rol, yo tengo otro.

En todo caso si se puede hacer una lectura antropológica, podría suponerse un rasgo de contacto íntimo con lo trascendente eso de no luchar contra el destino (es decir: contra Dios), sino dejar que las cosas fluyan como el mismo río.
Correcto. Y en el fondo, ¿quién hereda la tragedia? ¿quienes heredan la muerte? los que se salvan. Es decir, llevan ese puñal ¿Qué es salvarse? ¿Salvarse de qué? ¿Qué significa ganar la orilla? Viven marcados con ese sino de por vida. Esa es una muerte que llevan. Eso es el Aponwao corriendo por dentro.

Y al final el personaje-narrador toma la mano de Nicole para ir al colegio y «es como si de la mano hundida de Karina se tratara»… Es decir que cada vez que él le toma la mano, es como aquella manito.
Ahora, volviendo a una visión más panorámica de nuestra literatura. Desde tu punto de vista, ¿existen los grandes ignorados de nuestra literatura? ¿A alguien olvidamos canonizar dentro de la literatura?
Buena pregunta. Pero una cosa es saber si existen olvidados y otra cosa es la relectura que no hemos hecho ¿no? o las revalorizaciones que no hemos hecho. A mí me pasó una cosa bien curiosa muy reciente, que me tiene muy afectado. Yo di un seminario de maestría en La Universidad del Zulia, sobre cuentística venezolana en los últimos treinta años. Tomé el período 1970-2000 para evaluarlo bien (que es el período que corresponde a mí generacionalmente). Era un grupo de diez personas ya graduadas. Fue un curso bien intenso y bien rico desde el punto de vista de la discusión. Tuvimos seis meses trabajando en eso y yo me quedé muy sorprendido del balance del curso porque mi posición de lectura, mi posición crítica, en el momento que me tocó vivir fue siempre muy dura, no escéptica, pero sí muy crítica en relación a la producción del momento, y ya viendo este corpus a la distancia, me vino un esquema de valorización distinto. Entendí más el grupo de cuentistas, entendí más los vasos comunicantes. Siempre había pensado que la generación del setenta introducía un cisma en relación a la continuidad narrativa venezolana. Siento que estos autores rompían con los formatos textuales, fueron irreverentes, mataron la anécdota, mataron el sentido de narrar. Esas cosas que se vieron de Alberto Guaura o de Lourdes Sifontes, en los setenta, los ochenta. Ahora entiendo un poquito mejor al grupo, y ahora entiendo que tiene una calidad mucho mejor de la que yo creía, y ahora entiendo que responden más a parámetros de respuesta de lo que yo esperaba. Hay algunas claves que están en un estudio de Julio Miranda sobre la narrativa venezolana donde menciona por ejemplo la recurrente figura del soñador insomne. Nuestra narrativa de los setenta de verdad que tiene muchos de esos personajes de soñador insomne, que sueña despierto, del soñador que vuelve su realidad un sueño. La crónica sentimental, la cuestión erótica por otro lado, algunos que han explorado la cuestión policial. Él hablaba como de distintas fuerzas de ese desarrollo. Pero ahora viendo el corpus completo, entendí mucho mejor el conjunto y entendí la necesidad de una relectura del período, ahora que el siglo acaba ¿no? Esa reflexión pudiera transferirse a otros períodos. «Olvidados» me parece un poco fuerte, pero autores que necesitan relectura sí, muchos.

¿Algunos nombres?
En ensayo te pondría a Jorge Semprúm, un autor excepcional, Enrique Planchart, un estudioso extraordinario de la poesía. Me interesan algunos hitos de la narrativa, por ejemplo: Carlos Eduardo Frías publicó un solo libro, pero es un libro magistral; Graciela Farías. Incluso dentro de los autores que supuestamente conocemos más, tenemos grandes lagunas: conocemos mucho al Díaz Solís de Arco Secreto, pero conocemos muy poco al de Llueve sobre el Mar, que es más telúrico, menos cosmopolita.

Como el caso actual de que nos estamos quedando con el Massiani de Piedra de Mar, e ignoramos lo último que está escribiendo.
Correcto. O sea, los caprichos y las tendencias han hecho que nos fijemos más en unos relatos y olvidemos otros. Yo creo que plantearse una relectura del siglo veinte narrativo venezolano luce como una cosa demasiado épica, pero hay que hacerlo. Los estudios críticos se detienen, prácticamente, en el setenta, abordan muy poco el período posterior, y ya estamos hablando de treinta años. Cualquier otro país de América Latina tiene ese mapa perfectamente cartografiado ya, con señales y con pequeñas montañas y ríos. Nosotros no, acá esa cartografía no se ha hecho. Entonces, pienso que hay mucho por hacer. Ahora, eso corresponde mucho a la crítica periódica, a los sistemas de valoración, a nuestra capacidad de leer, de valorar el pasado. Entonces, pienso que podríamos hablar de relecturas importantes, que están pendientes. Porque hablar de olvidados es fuerte. Olvidado pudo haber sido Ramos Sucre prácticamente hasta la relectura de los sesenta, y esto porque Ramos Sucre es un hombre que no podía relacionarse con su tiempo. Ese es uno de los grandes dramas que tenemos ahora; o sea, en qué medida (y eso va con la pregunta inicial) nuestro autor está en sintonía con el tiempo, o en qué medida el entorno de ese autor está en sintonía con ese autor. Entonces ¿le estamos hablando a lectores en presente o le estamos hablando a lectores hipotéticos del futuro? Yo creo más en este momento, lamentablemente, en lectores del futuro. No siento que hayan mecanisnos de recepción sólidos, yo creo que más bien nos hemos perdido, creo que los setenta eran mejor que los ochenta, los ochenta mejor que los noventa…

O sea que ahora estamos metiendo mensajes en botellas.
Exactamente, estoy convencido. Y los mecanismos de recepción de los autores hay que buscarlos dolorosamente en otras audiencias no precisamente venezolanas. Qué significa, por ejemplo, que en el último año tanto Cadenas como Montejo hayan publicado en España en dos editoriales de prestigio. Significa que se nos está leyendo más allá de las fronteras. Es doloroso y contra eso hay que luchar y eso no es para quedarse cruzado de brazos, eso es para seguir trabajando. Pero la inercia es muy fuerte ¿quién lee cabalmente literatura hoy en día?

De hecho, en Venezuela es prácticamente sinónimo ser escritor que ser lector.
Es terrible, entonces publicamos algo y va fulano: poeta, tome sus libros (risas) Es un engaño delicioso y divino pero habla de una precariedad muy grande. Yo acabo de estar ahora, en mayo, en Barcelona, que fui a presentar una novela, y me asombró mucho lo profesional que puede ser un mundo editorial cuando hay un espacio de mercado.

Para concluir, Ficción Breve está elaborando, sin proponérselo, una especie de galería sobre esos elementos, esos recursos, que el autor privilegia cuando escribe. Estamos tratando de alguna manera de intuir cuál es esa estética del narrador venezolano. ¿Cuál es la poética que asume López Ortega a la hora de escribir narrativa?
Hay un ensayo mío donde esa pregunta está medianamente respondida: se llama Ars narrativa y ahí hablo de la necesidad de recuperar los signos invisibles de la cultura. Suena un poco pretensioso, pero voy un poco a la reflexión que les hacía antes. Sánchez Pelaez, en el epígrafe de Cartas de relación, dice «A fondo memoria mía, para que no extravíes en la estación final ni un átomo de la angustiosa cosecha». La angustiosa cosecha, obviamente, es la escritura ¿no? y un átomo son los signos que alimentan esa escritura. Y la necesidad de que no se extravíe ni uno es la necesidad de dejar rastro de lo que se ha vivido, porque si no ¿qué sentido tiene la existencia? ¿cómo sabemos realmente qué fue real? Entonces, claro, es una condena por otro lado porque significa que es el legado que le estamos dejando a los otros. Pero así lo veo porque estas son culturas muy frágiles. Yo creo que la continuidad de nuestra cultura está en los artistas y en los cultores, con todas las deficiencias que tengamos. Yo doy gracias a Dios de poder leer hoy en día a un autor de los años treinta, cuarenta, o incluso del siglo pasado que pudo haberse suicidado, que estuvo encerrado todo el día en una casa, que pudo estar enfermo, pero me da los elementos para sentirme parte de un todo. Entonces, yo decía en ese ensayo que en la medida que podamos recuperar una mayor cantidad de signos de lo visible y que los dejemos plasmados, que dejemos testimonio de eso, en esa medida seremos menos inexistentes. Así lo veo, eso creo que es lo que me anima, aunque sea inconscientemente, cada vez que me pongo a garabatear esa pulsión. Nada tiene para mí más sentido que eso.

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