Nocturno, de Lucas Garcia París
10/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente—¿Cuánto hace que nos conocemos, Soler?
Soler pone un vaso en la barra. Sirve tres dedos de whisky, un dedo de soda, agrega una concha de limón. Lo coloca sobre una servilleta de papel y lo desliza frente Sandoval. Exacto. Preciso. Como siempre.
— Doce años, licenciado — responde Soler —. Lo que llevo trabajando aquí.
—Yo llevaba casi lo mismo con Mirna.
— No piense en eso, licenciado.
— No, no, ni de vaina. Ya tuve suficiente. Durante un rato creí que no iba a sacármelo de la cabeza ¿sabes? Y no me refiero a Mirna en sí, sino a el… ¿cómo te lo explico?… a el sólo hecho de pensar sobre el asunto, ¿sabes?, de estar dale que dale con la lavadora todo el tiempo.
Soler toma otro vaso. Lo pule muy despacio con un trapo inmaculado.
— Es normal, licenciado, una relación tan larga…
— Si, Soler, pero no era de eso de lo que te quería hablar — hace un ademán con las manos que parece envolverlo todo —. Están pasando cosas muy raras, Soler, cosas rarísimas…
— Bueno, usted sabe que desde que ganó Chávez…
— No es eso, Soler, no es eso, me refiero a aquí — el índice de la mano derecha hace toc toc sobre la barra.
— ¿En el bar?
Sandoval levanta el trago, mira hacia los lados. Viernes. 1: 37am. La barra está desierta. Unos hombres terminan una botella de Cacique tres mesas más allá. En la televisión, sin sonido, pasan el infomercial del quita manchas universal. WASP histéricos aplauden a una rubia que borra una dantesca mancha de salsa de tomate de un sofá. Sandoval toma un sorbo, paladea. Parece reflexionar. Estudia a Soler. Soler deja el vaso en la repisa. Toma otro.
— Me refiero a esto, vale, a Parque Central.
— ¿Parque Central, licenciado? ¿Qué cosa mas rara puede pasar en Parque Central? Usted sabe que yo tengo años aquí. Esto es un zoológico.
— No me lo digas. Tu sabes que soy un tipo ecuánime, que me mantengo calmado, pero es que últimamente…
— ¿Últimamente qué, licenciado?
— Si te lo cuento vas a creer que estoy loco… Pero es que tengo que contárselo a alguien…
— Me esta preocupando, licenciado. Parece que hubiera visto a un fantasma.
Sandoval termina la bebida. Sin esperar a que se lo pidan Soler confecciona un nuevo trago y lo deposita enfrente, con parquedad zen. Es la ceremonia del té pero con Seagram. Sandoval admira el whisky otra vez, el brillo ambarino, los lentos reflejos dorados.
— Mira la hora — dice —. Ya debería estar en la casa. Tú sabes que yo vivo aquí, ¿no?, en el Catuche. Solo tengo que subir por el ascensor y me meto en la casa. ¿Cuánto puedo tardar desde este bar? ¿Cinco minutos, diez? Una nimiedad. Pero no lo hago. Sigo aquí, Soler, ¿y sabes por qué sigo aquí? Porque me da pánico caminar por allá afuera. Pánico. Están pasando cosas…
— Bueno, licenciado, usted sabe que la seguridad nunca ha sido la mejor, pero no todo es tan malo. Están los guardias. Quedan unos bichitos por ahí, pero bichitos siempre va a haber, ¿no?
— ¿Los guardias? Ajá.
Sandoval se mudó un sábado. Ayudaba a los de la mudanza con una cajas en la cola del ascensor y una muchacha de seguridad apareció llorando por los pasillos, chillando por qué, por qué, en medio de un ataque de histeria. Sus compañeros intentaban calmarla, alguien la forzaba beberse un tilo. El ascensorista le explicó después que aquella misma mañana habían abatido a uno de los guardias en el robo de una joyería. Un pobre tipo de veinte años. Sorprendió a los atracadores en la tienda y les apuntó con una de esas escopetas de un solo tiro de dotación reglamentaria. Disparó cuando los vio desenfundar, se voló una vitrina y, mientras recargaba, recibió doce impactos de bala. El domingo, Sandoval bajó a comprar un campesino en una panadería del pasillo principal y vio pasar el cortejo fúnebre: familiares y viuda, urna de caoba y coronas de flores. El velatorio se celebraba en una de las salas de reuniones del complejo residencial. Sandoval jamás había visto un velatorio en una sala de reunión de un complejo residencial. Cuando se lo contó a Mirna, ella le respondió con sarcasmo que era un exagerado.
— Bueno —dice Soler—, usted tiene viviendo aquí, ¿qué? ¿Nueve años? Nunca le ha pasado nada.
— Ajá. Cómo no.
— Coño, licenciado, no me diga que lo robaron. Por eso está tan raro…
Sandoval mira de nuevo hacia los lados. Uno de los hombres en la mesa se levanta y se tambalea hasta los baños. Otro pide la cuenta, se ríe. En la televisión una aspiradora absorbe bolitas de polietileno, trozos de vidrio, tornillos, piedras.
— Bueno, robar, robar — dice al fin, casi apenado —, no, no me robaron.
— ¿Y entonces qué? ¿Pasó un susto?
—Un super susto, Soler, un super susto. Mira, tú sabes que desde que se fue Mirna me cuesta dormir. Le pedí un récipe a un amigo mío y conseguí unos lexotaniles, así que me quedo dormido viendo la televisión y me da como un knock out que es bendito, Soler… En las mañanas se pone fuerte porque me despierto vestido, con Marta Colomina cacareando como una loca, pero por lo menos duermo y no pienso en el dale que dale con Mirna. Pero, bueno, el caso es que la otra noche me quedé dormido y como a las doce me despertó un tac—tac—tac…
— ¿Un tac—tac—tac?
— Ajá. Yo no entendía nada porque estaba hasta el culo de lexotanil y en la televisión estaban pasando la boda de Daniel Sarcos con la niña está…
— Chiquinquirá Delgado.
— Chiquinquirá, exacto, Chiquinquirá, y estaban cantando en un ferry en el lago de Maracaibo y el audio era terrible con aquella brisa y los hijos de Alí Primera en un solo peo infernal y, bueno, yo… yo pensé que el tac—tac—tac era de la boda, la televisión, las microondas, no sé. Pero siguió. Los tipos cantaban y el tac—tac—tac seguía…
— ¿Y qué era, licenciado?
— La ventana, Soler.
— Ay…
— Exacto, Soler, Ay. Ayayay. Tú sabes que yo vivo en el segundo piso.
—Si, licenciado, que vaina. No me diga que era un…
— Un malandro, Soler, un malandro. ¿Qué más iba a ser? Tú lo dijiste. 12 años aquí y no me habían abierto ni el carro. Nunca me habían robado y, bueno, como anda el hampa de desatada en este país tenía que tocarme el número una vez, ¿no? Yo no se quien fue el genio al que se le ocurrió poner ese alero de concreto en el segundo piso, porque no sirve para nada. Solo recoge toda la mierda que tiran de los otros pisos. Calcula, a 19 apartamentos por piso y veinte pisos, pues es una cantidad de mierda considerable. Sirve sólo para eso y para que se te metan en la casa, para mas nada. Y yo sabía que se metían de vez en cuando, pero no con gente adentro, ¿sabes? El caso es que veo hacia la ventana, porque el tac—tac—tac es cada vez más fuerte, y veo a un tipo parado en el alero de mis cojones…
— Dios mío.
— Ajá. Apuntándome con un revólver, Soler. Así mismo, una cosa enorme que parecía un misil, ¿sabes?, una vaina como para invadir Irak, vale. La muy rata le pegaba con el cañón al vidrio. Eso era lo que sonaba. Tac—tac—tac. Y yo ahí, en calzoncillos, acostado en la cama, como un pendejo, viendo la boda de Daniel Sarcos. Tiré el paro y me hice el dormido pero el tipo no se lo creyó. Me hizo señas para que me acercara y le abriera la ventana. Me dijo por el huequito que quedaba entre los dos vidrios que le abriera o me partía el culo.
—Dios mío.
— Ajá. Y yo me paré, Soler, porque ¿qué iba a hacer? No había donde esconderme. Y yo no tengo ni un palo para defenderme. Así que me levanté y fui a abrirle la ventana al coño de su madre ese. El tipo era un chamo, no debía tener ni veinte años, pero tenía una cara, Soler, que te digo, sinceramente, que miedo, hermano. Ahí si es verdad que se me pasó lo del lexotanil. Tenía una cicatriz que le pasaba por el cachete como un gusano. Los ojos rojos. Y mandibuleaba, Soler, mandibuleaba.
— Esa es la droga, licenciado.
— Supongo. Parecía un vampiro. Me decía bajito, por el hueco de la ventana, abre, mamahuevo, abre, si no abres te quiebro. Y, bueno, yo le abrí, vale, me da hasta pena decirlo, pero yo le abrí…
— No se disculpe, licenciado, usted mismo lo ha dicho, ¿qué iba a hacer? Ni que fuera Superman. ¿Qué pasó?
Sandoval toma un sorbo largo. Los hielos a medio derretir suenan débilmente contra el cristal del vaso. Se inclina unos centímetros sobre la barra.
— Abrí la ventana. El tipo me dijo que le pasara con cuidado la cartera. Y en eso… en eso le cayó encima una gavera de refrescos.
Sandoval termina el segundo whisky. Deja el vaso en la barra y mira a Soler a los ojos, inquisitivo. Esboza una sonrisa mediada.
— No es broma, Soler — dice en voz baja —. Una gavera de refrescos. De botellas de a litro. Escuché como un tintineo y de golpe le cayó esa gavera en la cabeza. No dijo ni pío. Por supuesto que se escuchó un estruendo de cien mil pares de cojones, sabes, ese poco de botellas reventándose y tal, pero el tipo no dijo ni pío. Ni supo lo que le pegó. Le dio de cuajo. Una cosa de una precisión teledirigida, viejo. El tipo se aplastó como una cucaracha y se fue por el alero para abajo.
—No me joda, licenciado, y perdóneme el lenguaje…
— Que mas quisiera, Soler —dice Sandoval. Se restriega los ojos con los dedos, tiene ojeras que denotan una fatiga crónica. Sonríe sin un ápice de buen humor. Los hombres en la mesa del fondo dejan una propina y abandonan el local. Uno de los mesoneros se despide con un saludo cordial. Soler silba entre dientes.
— ¡Que loco, licenciado! —opina—. Yo sé que tiran cualquier cosa. Botellas, bolsas con mierda de perro, macetas, pero una gavera completa…
— Ya lo sé, Soler, ya lo sé. Yo pensé lo mismo. Me pareció un milagro. Supuse que a lo mejor había una fiesta en uno de los pisos de arriba y en el desnalgue se le cayó a alguien pero, ¿que te puedo decir? ¡De bolas que es una locura! Pero pasó. Como que te estoy viendo aquí parado, Soler. Una gavera. Cuando me asomé a ver no había ni rastro del tipo, solo unos pedazos de botella. Colita, Golden cup.
— ¡Qué bolas licenciado!, que suerte más loca. ¿Y la policía? ¿No le dijo lo que paso, quién tiro la gavera?
— Bueno, no hubo policía.
— ¿Cómo?
— Estuve dos horas esperando a que se aparecieran las patrullas y nada. Seguridad no me llamó, los vecinos no tocaron a la puerta, nada. Y eso no es lo peor. Lo friqui fue cuando me recuperé. Bajé a notificar a los de Seguridad esperando ver al malandro estortillado en el piso y la mitad de la policía del Municipio Libertador haciendo lo suyo y bueno… No había nada, Soler. Nada.
—…
— Ajá. Solo unos vidriecitos y tal, pero más nada. El chamo de Seguridad no sabía nada, no había escuchado nada, y no había visto nada. Me miró como si fuera un loco.
— ¿Seguro? ¿Fue para el lado que era, en el sitio donde pudo caer el tipo? El lugar del impacto que le dicen…
— Si, vale, pero nada, como si no hubiese pasado. El tipo de seguridad estaba medio dormido y, bueno, tú sabes la miseria que ganan esos tipos, seguro que ni había cenado. Parecía que el uniforme le quedaba siete tallas más grande y tenía cara de pánfilo. Pero me dijo que no vio nada. No le conté mucho para que no terminará de creer que me bailaba la canica… ¿A ti te parece que puedo estar loco, Soler?
— Coño, licenciado, usted siempre ha sido un hombre correcto. Para serle sincero si me lo contará otro no le creería, pero con usted, patria o muerte.
— Gracias, vale. Ponme otro.
Soler cambia de botella. Escoge un Black Label. La destapa frente a Sandoval. El perfume del whisky flota durante un momento entre los dos hombres.
— Esta va por la casa, licenciado. Sin cargo. Lo necesita. Tiene que admitir que usted ha estado bajo mucho estrés últimamente. Casi me lo botan de la oficina con la vaina del paro y lo de su mujer, la separación y tal, no fue en términos muy amables, según usted me contó…
— Se fugó con su instructor de taebo. El tipo tiene como veinte años. Esperó que le este saliendo un furúnculo en la cabeza del…
— ¿Lo ve? El estrés. Pudo haberlo soñado. El lexotanil. Esas cosas pasan. La mente es un misterio, licenciado. Paulo Coelho lo dice todo el tiempo.
— Ajá.
El mesonero hace señas para cerrar. Soler lo mira de reojo y hace un gesto de suplica. Unos minutos más. Sandoval apoya las yemas sobre el borde del vaso. En la televisión una máquina convierte una cebolla en rodajas, a una zanahoria en julianas, a un repollo en virutas moradas. Todo en cuestión de segundos. Un grupo de cuarentones aplaude como si se tratara del último acto de Turandot.
— Y eso no es todo — murmura Sandoval, mirando fijamente el vaso.
— ¿Perdón?
Sandoval se mira los zapatos. Parece apenado, como si acabase de darse cuenta que lleva el cierre del pantalón abierto.
— Eso no es todo, Soler. Me pasó otra cosa.
Sandoval saca una hoja de papel doblada. La extiende sobre la mesa. Tiene fotocopiado el dibujo del rostro de un sujeto negro. Parece una versión malhumorada de Henry Stephen. Un Henry Stephen perteneciente a una dimensión paralela en la que nunca cantó «El limonero» y consumió cantidades apreciables de crack. El dibujo viene acompañado de una leyenda en grandes letras:
ALERTA VECINO. ESTE SUJETO YA HA ROBADO CINCO VECES EN LAS ESCALERAS. LE DICEN EL BASQUETBOLISTA. ES NEGRO, ALTO Y ANDA ARMADO. RECUERDA QUE LA PRECAUCION ES NECESARIA AHORA Y SIEMPRE. AVISA A SEGURIDAD SI LO VES. ASOCIACION DE VECINOS.
— Hace dos viernes llegué con una rasca al edificio — empieza decir Sandoval, como si hablara solo —. Los ascensores estaban echados a perder. Tú sabes, el clásico. El otro día el mamagüevo del Centro Simón Bolívar dijo que los iban a cambiar por unos ascensores inteligentes ¿lo puedes creer? De los que hablan, dijo el muy sucio. De los que dicen buenos días, planta baja. Acá irán a decir nos jodimos otra vez, los muy cabrones. El caso es que terminé subiendo por las escaleras. Con aquella rasca, Soler. Todo me daba vueltas. Tuve que subir los seis pisos. Borrachísimo. Dos de la mañana, rascado y seis pisos. Cuando iba por la mezzanina me encuentro a este fulano, el Basquetbolista.
— No puede ser, licenciado…
— Estaba jamaqueando a la vecina del 9. Yo te conté de ella ¿no? La pelirroja bien buena que hace danza contemporánea. La tenía contra la pared y la jamaqueaba, para que le diera la cartera y tal, y yo llego y me encuentro esa película. Me quedé congelado, Soler. No se dieron cuenta de que estaba allí. No atiné a decir nada. Estaba pensando más bien en ir a buscar a Seguridad pero con aquella pea dar media vuelta en silencio y bajar todos esos pisos era como bajar del Acongagüa. Las escaleras parecían de gelatina. Y, bueno, de la impresión me quedé como en pausa. La boca abierta, vale, los ojos claros y sin vista, temblando. Cagado, pues, requetecagado. En eso vi el brazo…
— ¿El qué?
— No me malinterpretes, Soler, no es una vaina Poltergeist, con un brazo fantasma flotando en el aire, sino un brazo. El brazo de alguien. Alguien que estaba en el tramo de las escaleras que sube.
— Coño.
— Si. Era un brazo con una manga de mono de esas de trotar y llevaba uno de esos guantes de hule de cachifa para destapar posetas, amarillo pollito. ¡No te rías, Soler, que es en serio! Lo recuerdo perfectamente. Pero eso no es lo mejor. El lomito de todo esto es que sostenía una pistola.
Sandoval se lleva la mano a la boca. Se la pasa por la cara y sus facciones se arremolinan en torno a sus dedos por un momento para luego recobrar su posición original.
— Pequeñita — continua —. La pistola, digo. Pequeñita. En un principio pensé que una cosa de juguete, sabes, por el tamaño y tal, pero no, era de verdad. Una pistola automática. Se la puso por detrás del cogote al negrito y, bueno, le dio pues. Disparó. PING.
— ¿PING?
— Lo detonó, mi hermano. Una cosa… Una cosa de verdad… una cosa… Yo nunca he visto detonar a nadie, a nada, así, en vivo. No es como en las películas, Soler. Para nada. No es nada agradable, no señor. Al tipo se le levantó la parte de atrás de la cabeza como el capó de un volkswagen. Le salió una cosa como un cepillado de colita… Horrible, vale. Casi ni sonó. Hizo PING, tal cual, como un triquitaqui, se chorreó el cepillado de colita y ya está, listo. Se acabó El Basquetbolista. Se acabó El Bas—quet—bo—lis—ta.
— Virgen Santísima…
— Se fue por las escaleras como si lo hubiesen desenchufado, un vulgar saco de papas. Rodó hasta donde yo estaba y, Soler, que feo. Que feo. El tipo estaba muerto y le salía una espumita por la boca. El pie le temblaba. Parecía un pollo descabezado… Lo vi y, de la impresión, le vomité encima. Salió hasta el desayuno. Ni hablarte de la muchacha. La tipa estaba en shock. Bueno, todos estábamos en shock.
— Que bolas, licenciado.
Sandoval se toma un trago largo. Se vuelve hacia Soler como buscando ayuda.
— Bueno, Soler, y eso no es nada. El tipo muerto, la pelirroja medio violada, yo con el vomito. Eso no es nada, ¿eh? Lo bueno vino después. De arriba, de las escaleras. Bajó una tipa. Porque era una tipa, Soler, la que se quebró al negrito. Una señora. ¿Te lo puedes creer? Una doña, estoy seguro — levanta la mano y marca un punto en el aire, a un metro cincuenta, aproximadamente, del piso —. Así de grande. Vestida con un mono, unos Adidas de goma baratones. Parecía que iba a subir el Ávila, ¿sabes? Pasear al chihuahua, no sé. Claro, la única vaina era que llevaba un pasamontañas negro como si fuera el Comandante Marcos y los guantes de limpiar pocetas amarillo pollito. La jeva parecía un comando de la ETA pero en doña. Y con la pistolita. La bendita pistolita, Dios mío… Agarró a la muchacha por un brazo y le dijo serénese, vecina…
— ¿Perdón?
— Así mismo: Serénese, vecina. Como Clint Eastwood. Tranquila. Controlada. La ayudó a levantarse de las escaleras y le dijo que se fuera para su casa, que no dijera nada. La chama se paró y se fue corriendo. Pasó a mi lado y bajó como una exhalación. Yo estaba allí vomitándole a ese coño de su madre en el pecho, sobrepasado por los acontecimientos. Totalmente so—bre—pa—sa—do. No entendía nada. La mujer bajó hasta a mí y revisó al Basquetbolista. Chequeándolo a ver si de verdad estaba muerto. Me pasó un pañuelo y me dijo que respirará hondo. La misma vaina. Serénese, vecino. Yo no me lo podía creer. Entonces me dijo que me olvidara de todo y me fuera para mi casa. Que «ellos» se iban a encargar de todo.
— ¿»Ellos»? ¿Quiénes son «ellos», licenciado?
— ¿Y yo que voy a saber? ¿La CIA, la reserva, los putos superamigos? Ni idea, Soler. Esto es de marcianos, chico.
Sandoval engulle el último trago con furia. Lo consume como un caldo hirviente. Continúa el relato, el tono de voz ligeramente exaltado.
— Hice como la vecina. Subí corriendo. Ni me volteé. No se que me friqueó más, si ver a la doña del pasamontañas con el tipo muerto o la idea de que de verdad me estaba volviendo loco y aquello no era más que una alucinación, un deliriun tremens. ¡Un desastre, Soler, un desastre! Llegué al apartamento y me metí todos los lexotanils que quedaban en la caja. Y ni así me pude dormir. Me pasé toda la noche sentado en una esquina del apartamento, armado con el cuchillo de cortar pan. Asustado de cualquier ruido. Casi me da un infarto cuando se activó el condensador de la nevera, mi hermano. Al día siguiente llamé al trabajo y les dije que estaba enfermo, que me había dado un dengue. Me pasé el día encerrado, comiendo latas de atún y galleticas de soda, con diarrea, temblando. Cerré las ventanas y me moví por el apartamento armado con el cuchillo, paranoico de bolas, esperando un ataque de malandros de ventana y basquetbolistas violadores. Cada vez que escuchaba pasos en el corredor me escondía en la cama o me aprestaba en el marco de la puerta. Salí al otro día nomás porque ya no tenía comida y tenía que conseguir unas pepas para ver si dormía algo.
— Pero ¿no llamó a la policía, licenciado? ¿No encontraron nada en la escalera?
— ¿Qué policía, Soler? ¿No me estas escuchando? ¡Pasó lo mismo que con lo de la gavera! ¡Nadie sabía nada, como si no hubiese pasado! En la televisión no salió nada. Reuní todo el valor del que fui capaz para asomarme en la escalera, en el sitio en donde se habían detonado al tercio este y aquello estaba inmaculado. Olía Mistolín y todo. Y lo peor es que me cruce con la pelirroja en el ascensor. La tipa estaba pálida y se veía muy seriecita. Yo parecía un loco, sin afeitar y todo arrugado. Sabía que si me ponía a preguntarle si estaba bien y le hablaba de nuestro encuentro en la escalera y como se habían detonado al Basquetbolista me iban a internar ahí mismo. Así que le pregunté, como quien no quiere la cosa, que cómo estaba y tal, pero la tipa sencillamente me ignoró. Como si no nos hubiésemos visto nunca. Entonces empecé a creer de verdad verdad que había perdido la chaveta. Lo que dices tú, Soler. El stress, el paro, Mirna, Carmona Estanga, ¡que se yo! Se me soltaron los bornes. Estuve dos días metido en la casa, pensando seriamente en recluirme yo sólo. Hasta que encontré esta joyita en el periódico.
Sandoval se saca del paltó un sobre manila. En su interior un recorte de prensa doblado por la mitad. El titular: ENCONTRADO CADÁVER DE DELICUENTE SOLICITADO. Una foto del Henry Stephen de la dimensión paralela acompañada de un breve texto.
— Aquí dice que lo encontraron el miércoles en una playa de Macuto —exclama Sandoval, agitando el recorte en el aire —. El Basquetbolista. Impacto de bala en la cabeza, contusiones varias. ¡En—la—ca—be—za, Soler, en—la—ca—be—za! Y eso no es todo. Creo que vi a la doña del pasamontañas. Era de la misma estatura, tal vez un poco más gorda. Pero la reconocí por los zapatos. Los mismos Adidas de mierda. Es una vieja de pelo fucsia que vive en el tres. No puedo asegurarlo al cien por ciento, porque todas las doñas se parecen. Tú sabes lo que pasa con las mujeres después de que cumplen los cincuenta, parece que se encogen, se empiezan a teñir el pelo con ácido de batería. La he visto un par de veces pero no me atrevo a preguntarle nada. Me refiero a que es una vieja que sale con unos nietos, ¿sabes?, con una bolsa de pan y unos ramos de cilantro, coño. ¡La he escuchado comentando sobre la novela del dos, por mi madre! Una gente así no puede andar por las noches detonando antisociales, ¿no? Es demasiado ¿no?, es demasiado…
Sandoval aprieta el vaso hasta que salta en pedazos. Una explosión de gotas de Etiqueta y fragmentos de cristal empapa su corbata de tiras rojiazules. Durante un momento se contempla la palma de la mano. Cortes minúsculos trazan líneas borrosas de sangre y escocés. Mira el televisor. Una chica de veinte años muy corridos se restriega los senos enfrente a la pantalla. LLAMAME YA. Soler le tiende el paño inmaculado.
— Creo que sería bueno que durmiera un poco, licenciado.
Sandoval abre la boca, no dice nada y vuelve a cerrarla. Soler le envuelve la mano con el paño.
— Lo acompaño a su casa.
— No te molestes, Soler.
— No es ninguna molestia, licenciado.
Soler le hace un gesto al mesonero. Se pone una chaqueta y sostiene a Sandoval por un brazo. Salen del bar. Caminan por los pasillos desiertos de Parque Central. Largos pasadizos de concreto armado y cemento. Se escuchan los ecos amortiguados de frenazos en la cercana avenida principal, fragmentos de música bailable provenientes de los pisos superiores. Abordan el ascensor. Sandoval contempla las paredes de formica con expresión extraviada, aprieta con fuerza el paño alrededor de su mano. Soler lo conduce hasta el apartamento y lo ayuda a abrir la puerta. La pieza esta desordenada. Huele a encierro, a vieja comida china y medias usadas. Hay múltiples prendas de vestir dispuestas en diferentes puntos de la sala, la cocina y el cuarto. Latas de atún en los estantes de la biblioteca y en las esquinas del apartamento. Una botella vacía de Cocacola light sobre el televisor. Sandoval se acuesta en un sofá, agarrándose la mano. Se deja los mocasines puestos.
— Sólo necesito dormir un rato y me pongo bien — dice mirando al techo —. Sólo necesito dormir un rato y me pongo bien.
— Claro, licenciado, es solo el estrés. Un rato descansando y ya va a ver como se le pasa. Buenas noches.
— Buenas noches, Soler, gracias por acompañarme.
—Ni lo mencione, licenciado.
Soler apaga unas luces. Cierra la puerta con cuidado. El apartamento esta en penumbras y tiene una última visión de Sandoval recostado en el sofá. Asiente en silencio con los ojos fijos en el cielorraso. Las manos cruzadas sobre el pecho le dan el aspecto de la momia de un rey egipcio.
Soler vuelve al bar a cerrar el negocio. Despide al mesonero y organiza algunas botellas, dispone los diferentes vasos en su posición definitiva. Lo acompaña el zumbido del aire acondicionado, las imágenes mudas en el televisor de una mujer que prepara en cuestión de segundos wafles perfectos y admirables y simétricas panquecas. Descubre que Sandoval ha dejado el sobre manila con el recorte de prensa. Contempla durante un instante el infortunado rostro del Basquetbolista. Su mueca despectiva, sus ojos carentes de piedad. Arruga el papel entre sus dedos hasta convertirlo en una esfera arrugada que bota a la basura.
Las luces están apagadas cuando llaman a la puerta de la cocina. Dos golpes seguidos, uno después. Soler abre y a un grupo heterogéneo de personas ingresa en el local. Una señora con un mono deportivo azul marino, de cabellos cobrizos y expresión relajada. Un hombre vestido con una chaqueta de cuero negro, el cabello cortado a rape y rostro moreno, que mastica regularmente un chicle minúsculo. Un guardia de seguridad que acaricia un desgastado rolo de madera marrón. Un joven de bluyines rasgados y camiseta de Iron Maiden, escuchando un walkman con ojos melancólicos. Una elegante mujer con un suéter de lana gris, que manipula nerviosamente los eslabones de una pulsera argentina.
Se alinean en silencio frente a la barra. Soler abre un compartimiento debajo del fregadero y extrae armas que coloca sobre la madera como si organizara una exhibición. Una escopeta Mossberg automática, una Beretta 9 mm. de acero empavonado, un par de revólveres Colt Pitón 357. La joya de la colección: una pistola Eagle Desert calibre 45. Dispone cacerinas aceitadas y cajas de munición para la escopeta y los revólveres. Por último saca un juego de pasamontañas negros y una caja de guantes de limpieza.
La señora del mono se dirige a los otros mientras ajusta el pasamontañas en su coronilla.
— Precisamos a los sujetos que han estado robando los vehículos en el sótano 2 — dice en voz baja —. Son tres individuos y se están estacionando en la salida Sur. Deben estar entrando en unos quince minutos. El comité de vigilancia los está siguiendo. Iniciaremos la operación de captura y sanción a las 3 en punto. Es importante agarrarlos dentro de un vehículo, así tendremos la ventaja táctica.
La mujer del suéter gris inserta un peine en la Beretta y asiente. El joven de los ojos vacuos apaga el walkman e introduce cartuchos en la escopeta, asistido por el guardia. El hombre de la chaqueta de cuero reparte chicles Mint Fresh. Soler declina con un gesto y es el último en calzarse los guantes y ponerse la máscara. Del estante de las copas de vino baja una caja cigarros Romeo y Julieta. Allí guarda la Browning 9 mm. y dos cacerinas especiales de 30 proyectiles. Chequea la hora en el Seiko.
— Listo — dice.
Cierran el bar. Se dirigen por escaleras oscuras a los niveles subterráneos del complejo residencial. Soler va a la vanguardia mientras avanzan en silencio por los estrechos corredores. Bajo los pasamontañas, invisibles, se dibujan sonrisas de complacida anticipación.
Del libro: PayBack (PuntoCero,2009)
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¿En qué piso vive el Licenciado?
Increíble texto, aún sigo sorprendido, como la justicia se torna en un juego difuso que se traduce a la demencia de terceros.
Saludos
Ufffff!!!!! Me agarró de principio a fin. Qué buen suspenso! Y cuento!
Excelente manejo del suspenso…me capturó desde la primera línea…típica conversación entre dos venezolanos…Pero escalofriante la justicia vengadora en mano de terceros
Estuve excelente! no tiene perdida!
Que buena descripción realizaste de Parque Central, así como los variopintos personajes que allí residen, y humor pero con certeza hiciste un reconocimiento de la paranoia colectiva mezclada entre la ficción y realidad de quienes hacemos vida en esta colosal edificación, pasando por personajes tan amables y oscuros como Soler hasta sencillos y esperanzados como Sandoval.
[…] You can read the original story at Ficción Breve. […]
Una narrativa ágil, divertida; con buena tensión narrativa y dialogos inteligentes
me gusto, tiene mucho atractivo para continuar leyendo, tiene un humor negro, y mucha sorpresa, felicitaciones al autor
[…] su libro PayBack (PuntoCero,2009) y de la colección digital de relatos de Ficción breve ofrecemos este relato que repasa la violencia urbana y la paranoia colectiva que busca forma de […]
No conocía este cuento pero realmente me sorprende como se va tejiendo la trama
y como se van desarrollando los acontecimientos a través del personaje principal.
Se los mandaré como tarea a mis alumnos para que me hagan un análisis
o una aproximación del relato y del mensaje que les deja.
Te felicito amigo Lucas por tan excelente cuento!
una narrativa fantástica que sorprende y atrapa, parece un cepo de esos que note sueltan. Este cuento ya lo había leído en estos espacios. Pero igual a la primera vez no note nada que no fuese el irresistible deseo de volver a leerlo por segunda vez. felicitaciones al autor pareciera que tiene maquina nueva no se oyen los engranajes de la trama.
¿Cómo escribir un comentario si me he quedado sin palabras? Has escrito un cuento fantástico, fuerte, intenso, como un buen café venezolano.
Excelente narración, te atrapa de comienzo a fin, describe Parque Central tal cual, hay humor negro y se desarrolla en un diálogo típico del venezolano. Soler, parece tan ajeno a todo…Sandoval el borrachito que olvida sus penas y no reconoce la realidad de la ficción, aunque la realidad estuvo presente, ante sus narices. Entraña una peligrosa verdad cuando la justicia se cruza de brazos. ¡Excelente!
He quedado impresionada y me he convertido en amante del exquisito inicio, desenlace y final de esta historia. Excelente.
Leí este relato en 2008, cuando trabajaba en Parque Central y años después he intentado encontrarlo hasta hoy, que me acordé de la escena de la gavera y me apareció en google.
Excelente relato!
Buenísimo… Donse se puede conseguir
[…] Cuento “Nocturno” en Payback (Puntocero, 2009), de Lucas García […]
Soy de los que piensa, que este cuento inaugura la que llamo la narrativa urbana caraqueña (si no están de acuerdo, pueden opinar) Leí este cuento hace muchos años…Creo que en el 2009 o algo así. El caso es que desde que leí a Lucas García País, mi propia escritura sufrió un proceso que no ha parado hasta ahora.
Saludos desde Brasil
Quedé picao.donde puedo encontrar ese libro?
¡Buenísimo! Me hizo reír mucho y al mismo tiempo me dejó pensando un rato. La narrativa definitivamente es atrapante, te envuelve o te envuelve.