Cuentos
Todos los cuentos publicados
Buscar
Todos los cuentos publicados
Capítulos de novelas disponibles
Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
Hay droga como arroz picao en una sola celda
¿cuándo será que mi abogao’ me sacará de esta mierda?
Se cogen a los chiguires y hasta hacen cola,
si no luchas guerriando,
entre todos te violan.
Fue sumamente extraño que Antonio volviera a aceptar un trabajo de soldadura en los pabellones del penal La Planta. Yo estaba segura de que había algo que no quería decirme.
La primera vez, renunció al penal un día después de que un recluso moreno y delgado le entregara una precaria notita, una especie de última voluntad escrita en la parte interior de una caja de fósforos amarilla, de esas que tienen un cóndor o un águila de plumas negras y alas extendidas en la parte frontal.
El cautivo le había rogado enviar la cajita a su esposa porque esa noche lo iban a matar. Antonio no creyó en ese momento la historia de que la secta La Corte Negra clavara chuzos con mierda en los abdómenes de sus víctimas para envenenar la sangre y extender la agonía, mucho menos por la irrisoria disputa de una medallita de oro. Pero al día siguiente, el día de su renuncia, pudo ver cómo se llevaban al hospital el cuerpo moreno y delgado del niño de diecinueve años recién cumplidos, todavía con vida.
Y era todavía más extraño que Antonio volviera a aceptar un trabajo en La Planta porque el taller había prosperado los últimos meses. El taller se encontraba en el garaje de nuestra casa y allí soldaba con lo más valioso que poseía, una caja Lincoln roja y oxidada que había heredado de su padre. Porque era tan pobre Antonio que, sin acabar el colegio, tuvo que ingresar como recluta al Ejército para ayudar a su mamá con los gastos de la casa. Salió a los dos años, con el grado de subteniente y una mención de honor por «su valor inquebrantable en la defensa de la patria y los valores democráticos».
Pero Antonio no era un valiente, y yo no esperaba nada de él sino cobardía. Cuando regresaba en la noche, solía repetir que «sus barrotes eran gruesos y bien soldados que solo el dinero podría romperlos». En esos días que hablaba mucho de la cárcel, el pobre tenía pesadillas y despertaba con lágrimas en los ojos y jadeos de espanto. Yo estaba segura de que había algo que no quería decirme.
Lo supe todo una vez, cuando barría el cuarto, pero ya era muy tarde. Aquella mañana, Antonio sacó del clóset el uniforme de subteniente que no usaba desde su época de recluta. Antonio fue un soldado promedio, pero lo condecoraron por dispararle a quemarropa a un combatiente insurrecto que solo seguía órdenes superiores durante el golpe de estado del noventa y dos. También le dieron, como obsequio entre amigos, un arma de reglamento que guardó dentro del uniforme hibernado.
Pero Antonio nunca fue un valiente, por eso yo no esperaba nada de él sino cobardía. La vez del golpe, apuntó contra el soldado solo porque aquel le iba a disparar. Y hace dos años aceptó el trabajo en el cárcel por dinero, pero lo abandonó cuando un preso insignificante le dejó una precaria notita, una especie de súplica escrita en la parte inferior de una caja de fósforos amarilla. Ahora, Antonio había regresado al penal por algo que no quería decirme.
Lo supe una mañana mientras barría el cuarto, pero ya era muy tarde. Pasé la escoba debajo de la cama y aparecieron unos tornillos rojos y oxidados. También una caja de fósforos amarilla, en cuyo interior estaba escrito: «Béngame si de berdad me quisistes».
Corrí al clóset y palpé el uniforme, pero no estaba el arma. Un ardor en el estómago me dolió como si me clavaran un chuzo con mierda en el abdomen, para que el ácido estomacal envenenado quemara mis intestinos y pulmones. Acabé vomitando en el fregadero de la cocina, mezclando lágrimas con agua de chorro y bilis.
Era miércoles y, como todos los miércoles al mediodía, algunos miembros de La Corte Negra violaban a un detenido preventivo en el pabellón cuatro. Antonio abrió la Lincoln al mismo tiempo que cacheteé el agua del fregadero como si fuera mi rostro. Sacó el arma de reglamento que había escondido entre los engranajes oxidados, con un movimiento rápido y preciso, evidentemente practicado. Yo comencé a lanzar las vajillas de melanina contra la mesa y las paredes; cada plato reventado sonaba como un disparo de Antonio en la cabeza de un miembro de La Corte Negra. Lancé entonces la olla donde hervía el agua, y el agua estalló en el suelo como la sangre en el pabellón cuatro; la sangre escupía las paredes y manchaba mi bata, las cabezas de los condenados rebotaban vacías como las tazas de peltre en el suelo. Empujé la nevera y salieron pollos, verduras, hígados, estómagos. La nevera aplastó la mesa de fórmica con un ruido tan seco como los disparos de Antonio en el pabellón cuatro, pero en lugar de pólvora olía a fuego que ya no hervía agua, sino que deshidrataba mi cuerpo de emociones sutiles.
Me tiré al suelo abatida y respiré profundamente. Faltaba en la gaveta de los cubiertos el cuchillo más grande y afilado que usábamos para picas las gallinas.
Antonio mantuvo el arma erguida y se acercó al jefe de La Corte Negra. Sus ojos estaban como los míos, como si los hubieran apuñalado miles de veces con un bisturí y dejaran las cicatrices en carne viva. Sacó el cuchillo escondido en su espalda y lo colocó en la entrepierna del cautivo. Le dijo: «Cágate en este, pues», y lo penetró en la ingle justo antes de que los refuerzos llegaran y lo acribillaran a balazos.
Una vecina entró por los ruidos y me acostó en la cama. Ella no entendía mi histeria ni por qué lloraba todavía, horas después del incidente. A decir verdad, yo tampoco lo entendí hasta hace unos días, cuando el resultado de la autopsia de Antonio arrojó que consumió cocaína y crack antes del episodio del pabellón cuatro. Drogas adquiridas seguramente dentro del mismo penal, de acuerdo a lo que indicaban las pesquisas.
Yo me alegré porque siempre tuve la corazonada de que había algo más que Antonio no quiso decirme. Porque Antonio nunca fue un valiente, y no reaccionó de esa manera ni por odio ni por venganza ante la injusticia, sino que había algo más, algo que no quiso decirme. Pero eso, poco importa. Lo importante es que yo tenía razón.
Del libro El idiota de mi ex vuelve al ataque (Azul editores, 2011)