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Piedra de mar

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Estoy en la playa. He vuelto al mar. Escribo en un cuaderno que me traje. Me cuesta un poco escribir porque tengo sueño. Kika me dejó y se fue a Caracas. Yo me quedé, y mañana la veré. Ojalá llegue temprano. Me gustas mucho, Kika. En serio. Pero antes que nada voy a contar lo que sucedió el domingo por la noche.

Después que escribí, después que regresé con José al departamento y escribí, me eché en la cama y me quedé rendido como hasta las siete de la noche. Al despertarme había llegado Kika, Lagartija, Julia y Nancy. Ya ustedes lo saben. En todo caso era una información breve para ti, Carolina, porque tú no estabas. Lagartija llamó a José mientras yo dormía, para preguntarle si podía traerse a Betty. José le dijo que sí, y Lagar llegó con Betty y usaron el cuarto del papá de José. Mientras gozaban de las suyas, yo dormía y José esperaba a Julia en la calle. Luego terminó y se fue con su mujer. Al llegar al primer piso se encontró con Nancy, que venía subiendo, y se armó el lío. Ahora Lagartija está muy preocupado y Nancy llora.

Más tarde me desperté, Kika llegó un poco tarde. Llegó como a las ocho. Cuando llegó, Marcos la invitó a bailar, y yo me quedé en el suelo. Ya no estaba triste por lo de Carolina, sino por Kika. Porque en ese momento, Kika, te quería más que a nadie. Como tú seguías bailando con el enano, me fui a la cocina y me serví un palo. Seguí tomando como un cretino hasta que entró. O sea, que entró Kika. Me preguntó. Me acuerdo que me preguntó:

—Oye, ¿qué te pasa?

Con la voz más dulce del mundo, y la tristeza me hundió de nuevo. Estaba realmente triste. Kika se sentó conmigo, y después abrió una lata de sardina. Bueno. Se comió la sardina y yo seguía tomando. Llegué a estar bien borracho. Estaba rascadísimo. Palabra. Estaba que me caía y veía doble. Pero quería rascarme completamente y le dije:

—¿Kika?

Que sí:

—Kika… ¿Qué tal si nos rascamos? ¿Qué te parece?

Y Kika se sonrió.

Siguió con las sardinas, pero yo ya no me sentía tan mal. Claro que estaba rascado. Y hasta sentía celos por las sardinas. Pero la sonrisa me ayudó. Me ayudó mucho. Me acuerdo que estuve a punto de besarla, de abrazarla, pero ella jugaba con un plato, y el jueguito del plato me descontroló. Lo que hacía con el plato era lo siguiente: con el mango de una cuchara, empujaba el plato hasta la orilla de la mesa, y justo cuando el plato se caía, pam, le daba un golpecito con la otra mano y entraba en equilibrio.

Le dije varias veces:

—¡Kika, por favor, deja el plato!

Pero insistía en el jueguito y me desarmaba. También Marcos me desarmó con su sonrisita estúpida. Pero eso sucedió más adelante. Por cierto: Julia supo que Lagartija había metido a una mujer en el departamento y a cada rato gritaba:

—¡Y dejas meter a esa bicha en tu propia casa! ¡Y no sólo en tu casa, sino en la cama de tus padres!

Y José se partía de risa.

Bueno. Lo que quería contar de Marcos es lo siguiente: cuando salí de la cocina, me fui al cuarto de José, pero José estaba con Julia. Se estrujaban, se mordían y rascaban como perros sarnosos. José se dio cuenta y se separó de Julia con un brinco:

—¡Imbécil!

Que si cómo se te ocurre entrar… Por qué no tocas la puerta, animal… ¿no?, y me fui al baño. Adentro me quedé contando los cuadritos hasta que me dieron ganas de hacer pipí. Cuando saqué el pajarito, y comencé que si: “Pis, pis, pis…”, entró el enano y también se puso a orinar. Orinaba en el bidet y se reía. Es algo raro, pero es verdad: cuando hay alguien extraño, no puedo orinar. Si por ejemplo conozco a una persona y me cae mal, no puedo orinar delante de ella. Cuando quiero probar si alguien es amigo mío, o no, lo invito a mear conmigo. Si el chorrito sale: bien, es amigo mío. Si me tranco a pesar de hacer mil pis, quiere decir que no es amigo mío. Yo conozco a Marcos desde hace como cuatro años, pero de todos modos no pude orinar delante de él. Resultado: no es amigo mío. Bueno. Esperé a que saliera y tranqué la puerta. Entonces hice pipí, y después que hice pipí me senté nuevamente en el water a pensar. Quería pensar. Quería saber de mí. Necesitaba saber quién era porque estaba medio rascado y en un estado de excitación absoluta. O sea que Kika me tenía loco. Estaba completamente chiflado por ti, Kika, y te amaba con locura. Por eso necesitaba saber qué diablos podía hacer para conseguirte. Así que respiré y boté el aire lentamente. Lo repetí diez veces, hasta que José entró, orinó y volvió a salir. Cuando José se fue, me quité la camisa y me puse delante del espejo a ensayar poses. le decía a Kika imaginariamente:

—Kika, yo te amo. No huyas. Ven antes que la piel se pudra —que es la frasecita de la película y es buenísima.

O bien:

—La ciudad nos pertenece, Kika. La ciudad nos pertenece. Es nuestra porque nosotros somos los que la amamos.

hablaba conmigo y ensayaba poses, y de repente se me ocurrió una idea buenísima: aparecer con el pecho desnudo, y con rayas en la piel como los indios. Así que cogío la pasta de dientes y me llené de cicatrices blancas. Claro que me daba un poco de frío, pero valía la pena. De este modo, Kika se impresionaría. Dos: al bailar tocaría mi cuero pintado y caería derrumbada por mis besos. Nada. No había tiempo que perder. Abro la puerta y aparezco en escena. Apenas Kika me ve, una risa libre. Marcos también ríe con envidia y Kika baila conmigo. pero cuando terminé de bailar con Kika, José llegó a la sala y me gritó:

—¡Ahora te pones la pasta de dientes!… ¡Tú como que estás loco!

Así que me puse mi camisa y volví a la sala normalmente. Kika y Marcos hablaban y bailaban muy juntitos. Y como si nada, me siento nuevamente en el suelo. Pero cuando terminan de bailar, Kika se me acerca y me dice:

—Marcos dijo que eras un payaso.

—¿Cómo?

—Que tú eras un payaso.

—Así es la cosa, ¿no?

Me paré y le grité al enano:

—Mira, Marcos… ¿Tú y que dices que soy un payaso, no?

—Sí… ¿Y qué?

—Que si sigues dándole a la lengua te voy a aplastar.

—¿Cómo?

—Que te voy a aplastar, enanito.

Se río y la risa me desarmó.

Entonces volví a sentarme en la sala. Ya no me provocaba nada. Kika creo que se dio cuenta porque se me acercó y me dijo:

—¿Oye? ¿Qué te pasa, vale?

Ya saben que no puedo hablar cuando me siento muy mal. Me levanté y me fui hasta el cuarto del papá de José. Ahí dejó José la pistola. la saqué de la gaveta de noche y me la puse en el pecho y me dije:

—Bueno. ¿Por qué no te matas de una vez?

Claro. Ya sé. Ustedes van a pensar que es puro cuento. Pero palabra que quería matarme. ¿Cómo les explico? Me sentía tan mal que me dio flojera apretar el revólver.

Recuerdo que apagué la luz y me senté. Quería saber qué diablos me ocurría. De pronto alegre. De pronto mal. ¿Qué me sucede? ¿Por qué tantas cosas al mismo tiempo? Cogí el revólver nuevamente y me lo coloqué en el pecho. Estaba temblando. Recuerdo que me dije:

—¿Por qué no quieres vivir?

Y no supe cómo responderme.

De pronto sentí ruidos y una sombra de mujer: Kika. Kika espiándome. Me dijo. Me habló muy suave:

—Corcho…

Me asusté.

—Corcho —decía—. ¿Qué te pasa, vale? ¿Por qué haces eso?

Tampoco le respondí. Kika se sentó junto a mí.

—Dame el revólver.

—¿Para qué?

—Dámelo. Dame esa pistola.

Se la dí. Kika la guardó en la gaveta de la mesa de noche. Después volvió a sentarse a mi lado y me dijo:

—¿Por qué haces eso?

Yo no podía responderte, Kika. No podía hablar. Quería morir. Quizá te parezca estúpido, pero es verdad. Tampoco es verdad. O sea que no sé. Yo me decía:

—¿Quieres vivir?

Y me respondía:

—No.

Y después:

—¿Quieres matarte?

—No. Tampoco.

¿Comprendes? Ni siquiera sabía si quería vivir o no. Estaba peor que nunca y volví a llorar. Kika se levantó de la cama y prendió la luz. Vi que también lloraba y le pregunté:

—Oye, Kika…, ¿por qué lloras?

Y me dijo así mismo:

—¡Qué sé yo!

Eso fue todo. Después se fue del cuarto y me quedé solo. En mi vida creo yo que me he sentido peor. No tenía fuerzas para nada. Estaba como desinflado. Sin músculos. Sin nada. Me fui al cuarto de José, y después de tres horas, cuando se fueron todos, me eché en la cama y ahí, en la oscuridad, me mordió el diablo.

 

Capítulo tomado de la primera edición de Monte Ávila Editores, 1968

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