Contra la obesidad, de Federico Vegas
05/ 03/ 2015 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteCuando estrella entró a trabajar con nosotros debe haber pesado más de noventa kilos, pero era una gordura que iba bien con su personalidad amable, bien asentada, plena de conocimientos y grandes sorpresas. Bastaba con preguntar: «¿Dónde podrán traducir esto al italiano?», para que Estrella diera la solución:
–Yo pasé dos años en Milán.
Y los dos años resultaban ser un posgrado sobre Virgilio, un capítulo con suficiente fuerza y secuelas para explicar una buena parte de su personalidad, y de su peso.
Una vez me rasgué el pantalón con la platina suelta de un carro y, al llegar a la oficina y preguntar dónde podrían arreglarlo, se abrió un nuevo episodio: Estrella es hija de un sastre italiano y estuvo a punto de formar parte del negocio, pero el padre no quería expandirse hacia la ropa para mujeres y ella buscó otro camino. Aún domina el zurcido invisible, un arte que en Caracas solo conocen Estrella y unas viejas portuguesas que trabajan por San Bernardino.
Sus experiencias podrían parecer una inconexa sumatoria de pasiones y oficios, pero, al conocerla bien, se empiezan a entrelazar en un estilo coherente, fascinante. La vitalidad de esos entrelazamientos, el caudal de información que es capaz de acumular, las responsabilidades que los demás cargamos en ella, las maravillas que nos aguardan en cada pregunta que le hacemos, constituyen una tentadora invitación a asociar su gordura con su capacidad de almacenamiento. Una explicación ciertamente injusta si Estrella no fuera la primera en aceptarla. En su particular relación con la humanidad, «dar» equivale a responsabilizarse cada vez con más exigencias, y esta puede ser la causa o la consecuencia de su obesidad. Es lo que ella cree, y creerlo ha sido su trauma.
Nadie en la oficina se inmiscuyó en su peso, ni ella daba detalles de dietas o se quejaba de las crueles trampas de su metabolismo. Los comentarios no pasaban de «va al cafetín a media mañana y dos veces en la tarde», «no debería tomar tanta azúcar con el café», aunque todos veíamos cómo iba des- bordando la silla y alejándose del escritorio. Era algo tan paulatino e integrado a su pericia y generosidad que sobrepasó sin mayor drama los 100 kilos y se sometió a peligrosas liposucciones y a un anillo en el estómago. Pero cuando rebasó los 130, Estrella sintió que estaba cayendo en el abismo de lo monstruoso y ocurrió un episodio confuso, como todo intento de suicidio que no termina de definirse. Con ese trance comenzó a hacerse evidente lo que ya sabíamos y yo pretendía ignorar: Estrella es tan generosa como indispensable, tan indispensable como frágil. Había que ayudarla.
Mi empeño en enfrentar solo las tareas agradables, como una cómoda estrategia para tener una visión de la totalidad, depende de su omnívora capacidad de tragar y manejar dificultades, desagradables rutinas, enfrentamientos internos y externos, las tareas fundamentales y cotidianas. Al otro extremo del espectro está mi egoísta manera de amar a Estrella, una pasión que se apoya en su gordura para jurarse imposible y manifestarse solo como un cariño con cierta lástima, o como una simple preocupación por el bienestar de una empleada con destrezas de heroína.
Después del episodio que tanto nos asustó a todos, mi socio y yo decidimos buscar un solución en el exterior. Por supuesto que la propia Estrella se encargó de analizar las ofertas y encontrar el mejor sitio en el planeta. Sé bien que en la excelencia suelen esconderse los peores engaños, pero yo estaba desesperado con su estado, lo que me convertía en uno de esos ilusos que tiene una fe ciega en los oscuros trucos de los especialistas, y la dejé marchar a la aventura que ella seleccionó entre las opciones de la industria norteamericana para adelgazar, que es casi de la misma escala de la dedicada a engordarnos.
Los grandes emporios del tabaco alrededor de la ciudad de Raleigh proveen a la Universidad de Carolina del Norte con fondos inextinguibles para sus programas e investigaciones. Solo piden a cambio que se excluya de los cuestionarios médicos una sola pregunta: «¿Usted fuma?». Estrella partió hacia el departamento de «Obesity Control and Prevention» como si las maletas las llevara debajo del vestido. En las semanas de preparación, antes de dejar su destino en buenas manos, comió con la feliz gula de quien jura que todo va a cambiar para siempre.
Durante un mes no tuvimos noticias suyas. Llegué a pensar que el tratamiento consistía en meter- la en una jaula a punta de caldos de repollo hasta matarla de hambre. Me hacía mucha falta su apoyo y, gracias a la costumbre de centrarme en su obesidad, me consolaba pregonando la cantaleta de mi preocupación por su salud.
Justo a las tres semanas llegó el primer reporte en una postal con la foto de un camino entre grandes árboles de caoba. El mensaje era breve:
¡Soy otra!
A Estrella siempre le han gustado esas frases comprimidas, estimulantes. Las utiliza para negociar y es aún más concisa para confesar sus sentimientos. Y funcionó, pues yo no hacía sino pensar en esa «otredad» que podía ir desde una genuina metamorfosis hasta una treta tan comercial como la gordita que aparecía en el folleto promocional de la clínica diciendo orgullosa: «Estoy más sana. Ahora puedo comprar ropa en cualquier tienda».
«Soy» y «otra» incluyen tantas posibilidades que no resistí la curiosidad y decidí irme a Carolina del Norte. Esta vez me armé con una excusa algo más solidaria: «Si Estrella dice que es bueno es que es excelente, y yo debería quitarme unos quince kilos».
No fui bien recibido. Mi aspecto levantaba sospechas; parecía uno de esos periodistas que se inscriben en un tratamiento para luego vender a una revista la versión de que todo es un fraude. Pero contaba con mi buena Estrella, quien ya era un personaje popular en la institución. Ella misma me advirtió con un «tú no perteneces a este mundo», pero se encargó de inventar que yo tenía una condición cardíaca y fui aceptado en un programa para el que no daba la talla ni el peso.
Al día siguiente me evaluaron y pasé al gran salón de los nuevos. La primera terapia consiste en enfrentar las crudas realidades del cuerpo y nos mandaron a quedarnos en ropa interior. Habría bastante más de dos mil kilos contemplándose unos a otros, masas de roscas colgantes que parecían repartirse en porciones iguales, como si los cuerpos al engordar tendieran a parecerse. El eje de todas las miradas fue mi cintura, indecente por su insólita falta de verdadera sustancia. Tenía en mi contra el estigma de la normalidad y aquellos sufridos combatientes contra su voraz apetito pensaron que me daba placer insultarlos al mostrarles una panza estándar, incluso reciente.
Antes de vestirnos nos tomaron toda clase de medidas y fotografías para las típicas duplas de «antes» y «después». Luego rezamos oraciones y cantamos himnos encomendando a Dios nuestro sobrepeso.
Estrella me había recibido, tal como lo hacía todos los lunes, con un resumen de cuáles eran las bases del tratamiento: «Camaradería y caminatas». Lo de «camaradería» resultó ser graciosamente literal, porque todos los pacientes terminaban unos en las camas de los otros. La razón es muy simple: la obsesión por la comida es un sustituto de una obsesión sexual. Al engordar, el cuerpo se aleja de su sexualidad y se refugia cada vez más en lo oral. La idea solapada del tratamiento, incluyendo las periódicas y colectivas revisiones oculares, es que la pasión retorne a su santo lugar al ofrecerle al paciente la liberadora alternativa del sexo. De esta manera, lo que la obesidad ha represado se desata con un vigor proporcional al peso perdido.
Nunca en mi vida he visto gordas tan proselitistas y cachondas. Las expresiones gestuales y las verbales expresadas en clara e inteligible voz, como «¡te quiero comer!», me acosaron hasta agotarme, porque la implacable dieta me tenía cansadísimo y vagaba como un esmirriado indígena entre rapaces misioneros. Añádase que el hambre crónica genera unos alientos de oso polar.
Las caminatas por los bellos jardines de la universidad eran encantadoras, aunque los enfermeros insistieran en darles un aire marcial. Allí se daba el inicio de la «camaradería» mediante una incitante oxigenación. Allí también descubrí las disparidades entre los obesos al observarlos en pleno movimiento, porque los había tan lentos como un cubo de plomo arrastrado por una alfombra persa y tan dinámica como Dumbo en pleno vuelo. En esos recorridos pude acompañar a Estrella gracias a que los iniciados y los expertos se unían en una misma marcha.
En el proceso de adelgazar también van emergiendo notables diferencias. En unos comienza a pre- dominar lo descolgado, lo ojeroso, y se deslizan hacia una languidez mortuoria, peor que la tristeza, como si llevaran luto por las carnes perdidas. Otros, como Estrella, adquieren el esplendor de una graciosa coordinación al sentirse más ligeros, y su libre alegría va creciendo hasta llegar a una sospechosa euforia que nunca logra asentarse, y quieren recuperar todo lo que no disfrutaron cuando arrastraban una carga que ahora recuerdan como ajena. Es en estos casos cuando se da la sexualidad más beligerante.
Durante las caminatas, Estrella estaba en el grupo de los que avanzaban con buen fuelle y hasta gritaban consignas que terminaban en «amén». Nuestros encuentros eran breves porque yo nunca lograba alcanzarla. No me importaba quedarme atrás. Los gordos tienden a ser gente culta y al final de la cola era donde se daban las conversaciones más sórdidas y entretenidas.
Alguna vez nos llevaron a visitar los campos de tabaco para aclararnos quién era el gran benefactor de las investigaciones. En los días de lluvia nos trasladaban a un gran centro comercial llamado Crabtree Valley, una pequeña ciudadela donde podíamos cumplir la meta de los diez mil pasos diarios. En aquel indescifrable laberinto de galerías uno jamás cruzaba frente a una misma tienda. Parecíamos una tropa de delincuentes o retardados mentales bajo la vigilancia de una docena de enfermeros que nos obligaban a llevar el paso con cantos que reforzaran nuestra fuerza de voluntad.
Todos marchábamos a buen ritmo hasta pasar frente a una feria tan vasta como estandarizada de hamburguesas, chicken fingers y calamares vietnamitas. La cercanía al epicentro de las más tórridas tentaciones se presentía en los temblores de rodillas, en los giros de torsos y hasta en rugidos gástricos de elefante. Estrella iba siempre adelante, cada vez más exaltada y portando en sus ojos el brillo y la franqueza que tantas veces evité confrontar.
Utilizaba una mezcolanza de italiano e inglés para animarnos con su vibrante voz de soprano:
–Let’s go, my friends… Avanti, sempre avanti!
Pero no hay vigilancia que pueda vencer la astucia de un gordo hambreado. A veces, en un descuido de los enfermeros, uno de los esforzados pacientes lograba quedarse rezagado tras una columna y, ya libre del grupo, se colaba en aquel paraíso de fritangas tan expeditas como insípidas. El problema es que estaba prohibido llevar dinero, porque durante el tratamiento nuestra tropa juraba renegar de los excesos mercantilistas, así que la única oferta disponible eran los desperdicios o robarle la comida a un niño.
Fue en esas vueltas cuando pude medir la magnitud de las fuerzas telúricas que se intentaban controlar. Era tan conmovedor como asqueroso presenciar el espectáculo de un ejecutivo, de quién sabe qué transnacional, que se abalanza de cuerpo entero dentro de un basurero para morder una lonja de pizza y se aferra al contenedor de sus tesoros mientras lo jalan por los pies entre cuatro guardianes. Luego venía el arrepentimiento del pecador por traicionar a sus compañeros de tropa y continuaba su marcha lamiéndose la franela manchada de inmundicias.
El arsenal de la clínica incluía bastante más que camaradería y caminatas. Estaban también los potajes vitamínicos, las inyecciones de placenta, las pastillas para las migrañas y los problemas de columna, la ansiedad y el insomnio, todo disfrazado con unas charlas religiosas que debían cambiar nuestros patrones de vida. Estrella era una líder natural en esa cruzada de hacernos creer soldados del espíritu y su proselitismo fue haciendo su sexualidad más y más sublime. Yo, en cambio, iba perdiendo fuerzas mientras lucía cada vez más falsa mi comedia del corazón débil. No podía hacer más que seguirla y observarla en silencio, sin invadirla, sin acosarla.
Este estado mío tan pasivo, tan desapegado, se agravó cuando Estrella se enamoró de otro paciente. Cuando el obeso pasa de la comida al sexo ya viene muy focalizado. Comer es algo objetivo, concreto, y de igual manera y con la misma periodicidad de las tres comidas diarias, tiende entonces a saciarse ese otro frenesí que permanecía subyacente. Inmediatamente se selecciona a una persona, la que esté más próxima. Estrella se unió a otro de su misma condición y disciplina, un alma gemela que jamás hubiera conocido si no hubieran buscado la misma solución en el mismo sitio y durante los mismos días. Al romanticismo le gusta nutrirse de esas simples casualidades que considera milagrosas.
Los dos obesos se aferraron a esas coincidencias y establecieron un idílico comienzo de predestinados, aunque el origen era pragmático y ferozmente animal. Seguro que germinó mientras se observaban durante los escarceos nudistas, hasta llegar al peso y a las formas que harían posibles unas grandiosas fornicaciones anheladas por años. O por toda una vida si, como quiero creer, Estrella era virgen.
Cuando ya se entendían, dieron un extravagante paso hacia sus fantasías. Durante una caminata por el Crabtree Valley Mall, se fueron quedando los dos atrás, pero no se abalanzaron como los demás sobre los basureros. Estos disciplinados amantes tuvieron la voluntad de planificar algo más espiritual: escaparse a San Francisco, la ciudad que los llamaba desde que eran unos adolescentes prisioneros en unos cuerpos de dinosaurios.
Estrella ya tenía un itinerario y un carro bien equipado aguardando en el estacionamiento. Había hasta una carpa en la maleta para pasar una noche en el Yosemite National Park, otro de los mutuos sueños incumplidos.
Cuando me enteré de aquel gran escape, mi primera dificultad fue transmitir a aquella pragmática institución mi horror por una fuga que los médicos consideraron un «buen síntoma». He debido ser más prudente y comprensivo ante los delirios de una mujer que partía hacia su primera historia de amor, pero juré demandarlos por haber trastornado a Estrella, «una mujer con instintos suicidas», les advertí para alarmarlos. Solo así logré que la oficina del «Obesity Control and Prevention» movilizara sus servicios policiales para averiguar hacia dónde se dirigía la pareja. Obtuve además los datos del automóvil, el destino final y el teléfono de la esposa del cómplice de Estrella.
Estaba tan angustiado como decaído. Me limité a abrir un mapa y unir con un grueso marcador rojo la autopista que va de Raleigh a San Francisco. No podía hacer más, no había un delito que justificara una persecución. También sabía que, sin la ayuda de la propia Estrella, jamás podría alcanzarla. Eran más de dos mil millas, 43 horas manejando sin parar, una gesta imposible para mi actitud contemplativa y manía de delegar las acciones importantes.
La pareja ni siquiera llegó a Graceland, una de las paradas que habían planificado en sus caminatas por entre los jardines y arboles sin frutos de la universidad. La casa de Elvis Presley hubiera sido un buen intermedio para no sentir con tanta fuerza el remordimiento del fracaso.
Después de ocho horas manejando llegaron a Nashville y decidieron continuar un poco más, hasta que el cansancio por el exceso de emociones los detuvo en un motel con aspecto de pueblo de leñadores en medio de un parque natural llamado Hatchie National Wildlife Refuge. Habían visto por entre las siluetas de los grandes árboles un aviso luminoso que auguraba un reino de meandros y garzas, y se comprometieron a cumplir al día siguiente con la caminata de los diez mil pasos antes de volver a agarrar carretera.
Satisfechos con la jornada cumplida de pasar sin detenerse a través de infinitas ofertas de comida, se entregaron esa primera noche, sin vigilantes ni horarios, a una desatada sesión de alaridos y nalgadas fornicando como las orcas y los gladiadores. Luego durmieron unas horas y los dos soñaron una misma pesadilla de hambre vieja a través de kilómetros de asfalto. A las cuatro de la mañana se despertaron secos y vacíos. La sed era inaguantable y gritaron eufóricos cuando descubrieron un colorido tríptico en la mesa de noche con una merengada de chocolate en la portada. El mensaje más peligroso estaba en el margen inferior: «24 horas de servicio a la habitación».
Como una película que se acelera hacia el final, irían sustituyendo por comida el erotismo que tanto habían gozado y soñado gozar. Con el paso de las horas llegó el momento en que se observarían soñolientos y grasosos, preguntándose qué rayos era lo que antes les apasionaba tanto de sus cuerpos.
El menú del motel no era extenso, y consiguieron el teléfono de un lugar cercano que también habían visto en la carretera mientras cruzaban el par- que antes de llegar al motel.
Era un restaurante que anunciaba las mejores costillas de Tennessee de una manera tan estrafalaria que, al verlo desde la ventana del carro, la pareja se había reído con la ascética solidaridad de unos cruzados incorruptibles. Ahora se regían por otras leyes y sus pedidos de carne de cerdo y papas fritas comenzaron a llegar prestos y bien calientes a la habitación del motel.
Parece que sí llegaron a ensayar alguna corta caminata que suspendieron con la excusa de volver a hacer el amor, pero apenas se desnudaban y se echaban en la cama volvían a llamar al restaurante de las costillas. Mientras aguardaban el pedido, se daban uno que otro beso amistoso, aceptando con resignación el inexorable retorno a sus orígenes.
Primero se marchó el hombre, quien resultó ser un operador de grúas. Se llevó el carro a mitad de la noche y regresó a la clínica para continuar su tratamiento. Juraba que Estrella era la culpable. Y puede que tenga razón, porque ella se ha pasado guiando las vidas de los demás, incluyendo la mía, satisfaciendo deseos que uno no se atreve a confesar. El operador de grúas fue quien me dio la dirección del motel y los detalles de lo que iba a encontrar.
–Ella está muy mal, muy arrepentida –afirmó, como si se hubiera convertido en su piadoso confesor.
Era tan incómodo pasar por la faena de alquilar un carro. Llamé a la misma agencia y pedí las mismas condiciones que Estrella, el mismo modelo con los mismos seguros. Ya en la carretera pensé varias veces en devolverme, mientras imaginaba un final tan predecible como las inexorables líneas blancas entre los carriles de la autopista.
Llegué a la pequeña cabaña en medio del parque también de noche. No encontré el desastre que esperaba. La habitación lucía impecable. Estrella estaba sentada en el borde de la cama como aguardando a que su jefe le dictara el inicio de una carta que solo ella sabría cómo terminar. Mientras me acostaba a su lado y apoyaba la cabeza en sus piernas, le dije como entrando en un profundo sueño:
–Siempre te voy a cuidar, Estrella. Ahora vamos a dormir un poco… Ha sido un viaje interminable… Son ya muchos años… Es suficiente… Estoy tan cansado.
Desde su regazo, levanté la vista y pude ver la opulenta barbilla con su hoyuelo de hada madrina y, más allá, la dulce y oronda plenitud de su rostro. No parecía venir de una recaída. La sentí segura, ávida, amorosa. Cubrió mi rostro con sus senos y, colocando el peso de su mano en mi pecho, comenzó a abrir los botones de mi camisa y a acariciarme las tetillas mientras susurraba con apasionada eficiencia:
–Es verdad, mi amor, ha sido una larga espera… Mira cómo estás de flacuchento… ¿No te provoca comer algo?
Del libro: La nostalgia esférica (Editorial Punto Cero, 2014)
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Un maravillosa aventura que nos lleva de la mano de Estrella en su lucha contra la obesidad. El narrador resulta ser su propio jefe y compañero de trabajo, además de su amigo abnegado que la ayuda pagándole un viaje al país de las hamburguesas, para que entre a una prestigiosa empresa de prevensión y disminución de la obesidad. Él valora los talentos de una mujer inteligente y capacitada en resolver problemas. Es una historia larga pero que mantiene en vilo al lector. Otra vez el maestro Federico Vegas se sale con la suya para deleitarnos con una pieza fresca, llena de vida, y con una voz estable que nos hace reir y disfrutar sin cansarnos. Recomiendo leerla y comprar el libro.