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Doña Bárbara

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Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha.
Dos bogas lo hacen avanzar mediante una lenta y penosa maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol, los broncíneos cuerpos sudorosos, apenas cubiertos por unos mugrientos pantalones remangados a los muslos, alternativamente afincan en el limo del cauce largas palancas, cuyos cabos superiores sujetan contra los duros cojinetes de los robustos pectorales, y encorvados por el esfuerzo, le dan impulso a la embarcación, pasándosela bajo los pies de proa a popa, con pausados pasos laboriosos, como si marcharan por ella. Y mientras uno viene en silencio, jadeante sobre su pértiga, el otro vuelve al punto de partida reanudando la charla intermitente con que entretienen la recia faena, o entonando, tras un ruidoso respiro de alivio, alguna intencionada copla que aluda a los trabajos que pasa un bonguero, leguas y leguas de duras remontadas, a fuerza de palancas o coleándose, a tres, de las ramas de la vegetación ribereña.
En la paneta gobierna el patrón, viejo baquiano de los ríos y caños de la llanura apureña, con la diestra en la horqueta de la espadilla, atento al riesgo de las chorreras que se forman por entre los carameros que obstruyen el cauce, vigilante al aguaje que denunciare la presencia de algún caimán en acecho.
A bordo van dos pasajeros. Bajo la toldilla, un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y las facciones enérgicas y expresivas prestante gallardía casi altanera. Su aspecto y su indumentaria denuncian al hombre de la ciudad, cuidadoso del buen parecer. Como si en su espíritu combatieran dos sentimientos contrarios acerca de las cosas que lo rodean, a ratos la reposada altivez de su rostro se anima con una expresión de entusiasmo y le brilla la mirada vivaz en la contemplación del paisaje; pero, en seguida, frunce el entrecejo, y la boca se le contrae en un gesto de desaliento.
Su compañero de viaje es uno de esos hombres inquietantes, de facciones asiáticas, que hacen pensar en alguna semilla tártara caída en América quién sabe cuándo ni cómo. Un tipo de razas inferiores, crueles y sombrías, completamente diferente del de los pobladores de la llanura. Va tendido fuera de la toldilla, sobre su cobija, y finge dormir; pero ni el patrón ni los palanqueros lo pierden de vista.
Un sol cegante de mediodía llanero centellea en las aguas amarillas del Arauca y sobre los árboles que pueblan sus márgenes. Por entre las ventanas, que, a espacios, rompen la continuidad de la vegetación, divísanse, a la derecha, las calcetas del cajón del Apure —pequeñas sabanas rodeadas de chaparrales y palmares—, y a la izquierda, los bancos del vasto cajón del Arauca —praderas tendidas hasta el horizonte—, sobre la verdura de cuyos pastos apenas negrea una que otra mancha errante de ganado. En el profundo silencio resuenan, monótonos, exasperantes ya, los pasos de los palanqueros por la cubierta del bongo. A ratos, el patrón emboca un caracol y le arranca un sonido ronco y quejumbroso que va a morir en el fondo de las mudas soledades circundantes, y entonces se alza dentro del monte ribereño la desapacible algarabía de las chenchenas, o se escucha tras los recodos el rumor de las precipitadas zambullidas de los caimanes que dormitan al sol de las desiertas playas, dueños terribles del ancho, mudo y solitario río.
Se acentúa el bochorno del mediodía; perturba los sentidos el olor a fango que exhalan las aguas calientes, cortadas por el bongo. Ya los palanqueros no cantan ni entonan coplas. Gravita sobre el espíritu la abrumadora impresión del desierto.
—Ya estamos llegando al palodeagua —dice por fin el patrón, dirigiéndose al pasajero de la toldilla y señalando un árbol gigante—. Bajo ese palo puede usted almorzar cómodo y echar una buena siestecita.
El pasajero inquietante entreabre los párpados oblicuos y murmura:
—De aquí al paso del Bramador es nada lo que falta, y allí sí que hay un sesteador sabroso.
—Al señor, que es quien manda en el bongo, no le interesa el sesteadero del Bramador —responde ásperamente el patrón, aludiendo al pasajero de la toldilla.
El hombre lo mira de soslayo y luego concluye, con una voz que parecía adherirse al sentido, blanda y pegajosa como el lodo de los tremedales de la llanura:
—Pues entonces no he dicho nada, patrón.
Santos Luzardo vuelve rápidamente la cabeza. Olvidado ya de que tal hombre iba en el bongo, ha reconocido ahora, de pronto, aquella voz singular.
Fue en San Fernando donde por primera vez la oyó, al atravesar el corredor de una pulpería. Conversaban allí de cosas de su oficio algunos peones ganaderos y el que en ese momento llevaba la palabra, se interrumpió de pronto, y dijo:
“—Ése es el hombre.”
La segunda vez fue en una de las posadas del camino. El calor sofocante de la noche lo había obligado a salirse al patio. En uno de los corredores, dos hombres se mecían en sus hamacas, y uno de ellos concluía de esta manera el relato que le hiciera al otro:
—Yo lo que hice fue arrimarle la lanza. Lo demás lo hizo el difunto: él mismo se la fue clavandito como si le gustara el frío del jierro.
Finalmente, la noche anterior. Por habérsele atarrillado el caballo, llegando ya a la casa del paso por donde esguazaría el Arauca, se vio obligado a pernoctar en ella, para continuar el viaje al día siguiente en un bongo que a la sazón tomaba allí una carga de cueros para San Fernando. Contratada la embarcación y concertada la partida para el amanecer, ya al coger el sueño oyó que alguien decía por allá:
—Váyase alante, compañero, que yo voy a ver si quepo en el bongo.
Fueron tres imágenes claras, precisas, en un relámpago de memoria, y Santos Luzardo sacó esta conclusión que había de dar origen al cambio de los propósitos que lo llevaban al Arauca:
—Este hombre viene siguiéndome desde San Fernando. Lo de la fiebre no fue sino un ardid. ¿Cómo no se me ocurrió esta mañana?
En efecto, al amanecer de aquel día, cuando ya el bongo se disponía a abandonar la orilla, había aparecido aquel individuo, tiritando bajo la cobija con que se abrigaba y proponiéndole al patrón:
—Amigo, ¿quiere hacerme el favor de alquilarme un puestecito? Necesito dir hasta el paso del Bramador, y la calentura no me permite sostenerme a caballo. Yo le pago bien, ¿sabe?
—Lo siento, amigo —respondió el patrón, llanero malicioso, después de echarle una rápida mirada escrutadora—. Aquí no hay puesto que yo pueda alquilarle, porque el bongo navega por la cuenta del señor, que quiere ir solo.
Pero Santos Luzardo, sin más prenda y sin advertir la significativa guiñada del bonguero, le permitió embarcarse.
Ahora lo observa de soslayo y se pregunta mentalmente:
“¿Qué se propondrá este individuo? Para tenderme una celada, si es que a eso lo han mandado, ya se le han presentado oportunidades. Porque juraría que éste pertenece a la pandilla de El Miedo. Ya vamos a saberlo.”
Y poniendo por obra la repentina ocurrencia, en alta voz, al bonguero:
—Dígame, patrón: ¿conoce usted a esa famosa doña Bárbara de quien tantas cosas se cuentan en Apure?
Los palanqueros cruzáronse una mirada recelosa, y el patrón respondió evasivamente, al cabo de un rato, con la frase con que contesta el llanero taimado las preguntas indiscretas:
—Voy a decirle, joven: yo vivo lejos.
Luzardo sonrió comprensivo; pero, insistiendo en el propósito de sondear al compañero inquietante, agregó sin perderlo de vista:
—Dicen que es una mujer terrible, capitana de una pandilla de bandoleros, encargados de asesinar a mansalva a cuantos intenten oponerse a sus designios.
Un brusco movimiento de la diestra que manejaba el timón hizo saltar el bongo, a tiempo que uno de los palanqueros, indicando algo que parecía un hacinamiento de troncos de árboles encallados en la arena de la ribera derecha, exclamaba, dirigiéndose a Luzardo:
—¡Aguaite! Usted que quería tirar caimanes. Mire cómo están en aquella punta de playa.
Otra vez apareció en el rostro de Luzardo la sonrisa de inteligencia de la situación, y, poniéndose de pie, se echó a la cara un rifle que llevaba consigo. Pero la bala no dio en el blanco, y los enormes saurios se precipitaron al agua, levantando un hervor de espumas.
Viéndolos zambullirse ilesos, el pasajero sospechoso, que había permanecido hermético mientras Luzardo tratara de sondearlo, murmuró, con una leve sonrisa entre la pelambre del rostro:
—Eran algunos los bichos, y todos se jueron vivitos y coleando.
Pero sólo el patrón pudo entender lo que decía, y lo miró de pies a cabeza, como si quisiera medirle encima del cuerpo la siniestra intención de aquel comentario. Él se hizo el desentendido, y después de haberse incorporado y desperezado con unos movimientos largos y lentos, dijo:
—Bueno. Ya estamos llegando al palodeagua. Y ya sudé mi calentura. Lástima que se me haya quitado. ¡Sabrosita que estaba!
En cambio, Luzardo se había sumido en un mutismo sombrío, y entretanto, el bongo atracaba en el sitio elegido por el patrón para el descanso del mediodía.
Saltaron a tierra. Los palanqueros clavaron en la arena una estaca, a la cual amarraron el bongo. El desconocido se internó por entre la espesura del monte, y Luzardo, viéndole alejarse, preguntó al patrón:
—¿Conoce usted a ese hombre?
—Conocerlo, propiamente, no, porque es la primera vez que me lo topo; pero, por las señas que les he escuchado a los llaneros de por estos lados, malicio que debe ser uno a quien mentan el Brujeador.
A lo que intervino uno de los palanqueros:
—Y no se equivoca usted, patrón. Ése es el hombre.
—¿Y ese Brujeador, qué especie de persona es? —volvió a interrogar Luzardo.
—Piense usted lo peor que pueda pensar de un prójimo y agréguele todavía una miajita más, sin miedo de que se le pase la mano —respondió el bonguero—. Uno que no es de por estos lados. Un guate, como les decimos por aquí. Según cuentan, era un salteador de la montaña de San Camilo, y de allá bajó hace algunos años, descolgándose de hato en hato, por todo el cajón del Arauca, hasta venir a parar en lo de doña Bárbara, donde ahora trabaja. Porque, como dice el dicho: Dios los cría y el diablo los junta. Lo mentan asina como se lo he mentado, porque su ocupación, y que es brujear caballos, como también aseguran que y que tiene oraciones que no mancan para sacarles el gusano a las bestias y a las reses. Pero para mí que sus verdaderas ocupaciones son otras. Esas que usted mentó en denantes, que, por cierto, por poco no me hace usted trambucar el bongo. Con decirle que es el espaldero preferido de doña Bárbara…
—Luego no me había equivocado.
—En lo que sí se equivocó fue en haberle brindado puesto en el bongo a ese individuo. Y permítame un consejo, porque usted es joven y forastero por aquí, según parece: no acepte nunca compañero de viaje a quien no conozca como a sus manos. Y ya que me he tomado la licencia de darle uno, voy a darle otro también, porque me ha caído en gracia. Tenga mucho cuidado con doña Bárbara. Usted va para Altamira, que es como decir los corredores de ella. Ahora sí puedo decirle que la conozco. Ésa es una mujer que ha fustaneado a muchos hombres, y al que no trambuca con sus carantoñas, lo compone con un bebedizo o se lo amarra a las pretinas, y hace con él lo que se le antoje, porque también es faculta en brujerías. Y si es con el enemigo, no se le agua el ojo para mandar a quitarse de por delante a quien se le atraviese, y para eso tiene el Brujeador. Usted mismo lo ha dicho. Yo no sé qué viene buscando usted por estos lados; pero no está de más que lo repita: váyase con tiento. Esa mujer tiene su cementerio.
Santos Luzardo se quedó pensativo, y el patrón, temeroso de haber dicho más de lo que se le preguntaba, concluyó, tranquilizador:
—Pero como le digo esto, también le digo lo otro: eso es lo que cuenta la gente, pero no hay que fiarse mucho, porque el llanero es mentiroso de nación, aunque me esté mal el decirlo, y hasta cuando cuenta algo que es verdad, lo desagera tanto, que es como si juera mentira. Además, por lo de la hora presente no hay que preocuparse; aquí habernos cuatro hombres y un rifle, y el Viejito viene con nosotros.
Mientras ellos hablan así, en la playa, el Brujeador, oculto tras un mogote, se enteraba de la conversación, a tiempo que comía, con la lentitud peculiar de sus movimientos, de la ración que llevaba en el porsiacaso.
Entretanto, los palanqueros habían extendido bajo e) palodeagua la manta de Luzardo y colocado sobre ella el maletín donde éste llevaba sus provisiones de boca. Luego sacaron del bongo las suyas. El patrón se les reunió mientras hacía el frugal almuerzo a la sombra de un paraguatán y fue refiriéndole a Santos anécdotas de su vida por los ríos y caños de la llanura.
Al fin, vencido por el bochorno de la hora, guardó silencio, y durante largo rato sólo se escuchó el leve chasquido de las ondas del río contra el bongo.
Extenuados por el cansancio, los palanqueros se tumbaron boca arriba en la tierra y pronto comenzaron a roncar. Luzardo se reclinó contra el tronco del palodeagua, y su pensamiento, abrumado por la salvaje soledad que lo rodeaba, se abandonó al sopor de la siesta.
Cuando despertó le dijo el patrón vigilante:
—Su buen sueñito echó usté.
En efecto, ya empezaba a declinar la tarde y sobre el Arauca corría un soplo de brisa fresca. Centenares de puntos negros erizaban la ancha superficie: trompas de babas y caimanes que respiraban a flor de agua, inmóviles, adormitados a la tibia caricia de las turbias ondas. Luego comenzó a asomar en el centro del río la cresta de un caimán enorme. Se aboyó por completo, abrió lentamente los párpados escamosos.
Santos Luzardo empuñó el rifle y se puso de pie, dispuesto a reparar el yerro de su puntería momentos antes. Pero el patrón intervino:
—No lo tire.
—¿Por qué, patrón?
—Porque… Porque otro de ellos nos lo puede cobrar si usted acierta a pegarle, o él mismo si lo pela. Ése es el tuerto del Bramador, al cual no le entran balas.
Y como Luzardo insistiese, repitió:
—No le tire, joven, hágame caso a mí.
Al hablar así, sus miradas se habían dirigido, con un rápido movimiento de advertencia, hacia algo que debía de estar detrás del palodeagua. Santos volvió la cabeza y descubrió al Brujeador, reclinado al tronco del árbol y aparentemente dormido.
Dejó el rifle en el sitio de donde lo había tomado, rodeó el palodeagua, y deteniéndose ante el hombre, lo interpeló sin hacer caso de su ficción de sueño:
—¿Conque es usted amigo de ponerse a escuchar lo que pueden hablar los demás?
El Brujeador abrió los ojos lentamente, tal como lo hiciera el caimán, y respondió con una tranquilidad absoluta:
—Amigo de pensar mis cosas callado es lo que soy.
—Desearía saber cómo son las que usted piensa haciéndose el dormido.
Sostuvo la mirada que le clavaba su interlocutor, y dijo:
—Tiene razón el señor. Esta tierra es ancha y todos cabemos en ella sin necesidad de estorbarnos los unos a los otros. Hágame el favor de dispensarme que me haya venido a recostar a este palo. ¿Sabe?
Y fue a tumbarse más allá, supino y con las manos entrelazadas bajo la nuca.
La breve escena fue presenciada con miradas de expectativa por el patrón y por los palanqueros, que se habían despertado al oír voces, con esa rapidez con que pasa del sueño profundo a la vigilia el hombre acostumbrado a dormir entre peligros, y el primero murmuró:
—¡Umjú! Al patiquín como que no lo asustan los espantos de la sabana.
Inmediatamente propuso Luzardo:
—Cuando usted quiera, patrón, podemos continuar el viaje. Ya hemos descansado un poco.
—Pues en seguida.
Y al Brujeador, con tono imperioso:
—¡Arriba, amigo! Ya estamos de marcha.
—Gracias, mi señor —respondió el hombre sin cambiar de posición—. Le agradezco mucho que quiera llevarme hasta el fin; pero de aquí para alante puedo irme caminando al píritu, como dicen los llaneros cuando van de a pie. No estoy muy lejote de casa. Y no le pregunto cuánto le debo por haberme traído hasta aquí, porque sé que las personas de su categoría no acostumbran cobrarle al pata—en—el—suelo los favores que le hacen. Pero si me le pongo a la orden, ¿sabe? Mi apelativo es Melquíades Gamarra, para servirle. Y le deseo buen viaje de aquí para alante. ¡Sí, señor!
Ya Santos se dirigía al bongo, cuando el patrón, después de haber cruzado algunas palabras en voz baja con los palanqueros, lo detuvo, resuelto a afrontar las emergencias.
—Acuérdese. Yo no dejo a ese hombre por detrás de nosotros dentro de este monte. O él se va primero, o nos lo llevamos en el bongo.
Dotado de un oído sutilísimo, el Brujeador se enteró.
—No tenga miedo, patrón. Yo me voy primero que usted. Y le agradezco las buenas recomendaciones que ha dado de mí. Porque las he escuchado todas, ¿sabe?
Y diciendo así, se incorporó, recogió su cobija, se echó al hombro el porsiacaso, todo con una calma absoluta, y se puso en marcha por la sabana abierta que se extendía más allá del bosque ribereño.
Embarcaron. Los palanqueros desamarraron el bongo, y después de empujarlo al agua honda, saltaron a bordo y requirieron sus palancas, a tiempo que el patrón, ya empuñaba la espadilla, hizo a Luzardo esta pregunta intempestiva:
—¿Es usted buen tirador? Y perdóneme la curiosidad.
—Por la muestra, muy malo, patrón. Tanto, que no quiso usted dejarme repetir la experiencia. Sin embargo, otras veces he sido más afortunado.
—¡Ya ve! —exclamó el bonguero—. Usted no es mal tirador. Yo lo sabía. En la manera de echarse el rifle a la cara se lo descubrí, y a pesar de eso la bala fue a dar como a tres brazas del rollo de caimanes.
—Al mejor cazador se le va la liebre, patrón.
—Sí. Pero en el caso suyo hubo otra cosa: usted no dio en el blanco, con todo y ser muy buen tirador, porque junto suyo había alguien que no quiso que le pegara a los caimanes. Y si yo le hubiera dejado hacer el otro tiro, lo pela también.
—¿El Brujeador, no es eso? ¿Cree usted, patrón, que ese hombre posea poderes extraordinarios?
—Usted está mozo y todavía no ha visto nada. La brujería existe. Si yo le contara un pasaje que me han referido de este hombre… Se lo voy a echar, porque es bueno que sepa a qué atenerse.
Escupió la mascada de tabaco y ya iba a comenzar su relato, cuando uno de los palanqueros lo interrumpió, advirtiéndole:
—¡Vamos solos, patrón!
—Es verdad, muchachos. Hasta eso es obra del condenado Brujeador. Boguen para tierra otra vuelta.
—¿Qué pasa? —inquirió Luzardo.
—Que se nos ha quedado el Viejito en tierra.
Regresó el bongo al punto de partida. Puso de nuevo el patrón rumbo afuera, a tiempo que preguntaba, alzando la voz:
—¿Con quién vamos?
—¡Con Dios! —respondiéronle los palanqueros.
—¡Y con la Virgen! —agregó él. Y luego a Luzardo—: Ése era el Viejito que se nos había quedado en tierra. Por estos ríos llaneros, cuando se abandona la orilla, hay que salir siempre con Dios. Son muchos los peligros de trambucarse, y si el Viejito no va en el bongo, el bonguero no va tranquilo. Porque el caimán acecha sin que se le vea ni el aguaje, y el temblador y la raya están siempre a la parada, y el cardumen de los zamuritos y de los caribes, que dejan a un cristiano en los puros huesos, antes de que se pueda nombrar las Tres Divinas Personas.
¡Ancho llano! ¡Inmensidad bravía! Desiertas praderas sin límites, hondos, muchos y solitarios ríos. ¡Cuan inútil resonaría la demanda de auxilio, al vuelco del coletazo del caimán, en la soledad de aquellos parajes! Sólo la fe sencilla de los bongueros podía ser esperanza de ayuda, aunque fuese la misma ruda fe que los hacía atribuirle poderes sobrenaturales al siniestro Brujeador.
Ya Santos Luzardo conocía la pregunta sacramental de los bongueros del Apure; pero ahora también podía aplicársela a sí mismo, pues había emprendido aquel viaje con un propósito y ya estaba abrazándose a otro completamente opuesto.

 

Capítulo I, ¿Con quién vamos?, tomado de la primera edición, Editorial Araluce, 1929

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