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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Que todos los caminos te devuelvan

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Como decir aquí Ana María, allí Vicente Miguel su primo y allá Manuel su hermano, y Simón sobre la mesa con el cuerpo tapado para no verle aquella serenera de plomo. «Si vienen de noche y mientras yo no esté, dijo, no le abrás a nadie». Metido en la cobija y a caballo, el bulto se crecía en la oscurana, camino adelante: un oficial de Juan Araujo no se deja faltar el respeto, y no es por el daño, que en efecto lo hizo, si no porque esa es la ley en que nacimos y en la que vamos a morir. Albarrán, de los Albarrán Santiago, cómo cree que se deje chalequear y le cruzó la cara con el foete sin bajarse del caballo; y Carlos Yúdice con aquel incendio en la cara, encandilado por la sangre, bramaba de vergüenza, de dolor, de furia.

«Por la fe de este puñal y por María Santísima, que esa sangre la cobramos». «Pensá primero, Néstor Yúdice, pensá primero, mirá que ese hombre es oficial de Juan Araujo» y Néstor Yúdice pensó, porque sobre estas cosas sabía pensar muy bien, y allá va, Santo Domingo arriba hasta la finca del coronel Vergara, otro oficial de Juan Araujo.

No abrirle a nadie, y sonó como cuando descargan papas y tiran el costal pesado contra el portón. Ana María no llora y tampoco mira al muerto, no le quiere ver la cara, ya se acabó y lo que cuenta ahora es cobrarlo. Mira a Vicente y a Manuel, busca el revólver de Simón y se los da, la mirada dice no perder tiempo y allí en el otro cuarto están los máuseres, ahora que me acuerdo ya no están, el coronel Vergara vino ayer los quitó prestado, más un dinero. ¿Cuánto? Simón habrá apuntado. Vino la Nacha y le amarró los pies, los dedos gordos pegaditos, si quiere caminar que no camine y que todos los caminos lo devuelvan. Néstor Yúdice lo sabe y mucho caminó Santo Domingo abajo, hasta el rancho adonde llegó justo cuando la Nacha hacía sus nudos y alunaba sus conjuros.

Cavaron una zanja a la orilla del camino, en un pequeño morro, y allí se pusieron a esperarlo cuando anocheció. Mandaron el aviso falso de la vaca haciendo daño en los sembrados, vaca de los Yúdice, una y otra vez, sería que no les dolió el foetazo, pues ahora iba a ser cosa de plomo porque a un oficial de Juan Araujo nadie lo jode, ni aun el mismo General. Pero Néstor sabe pensar muy bien las cosas y allí están las bocas de máuser vigilando la vuelta del camino, por la fe de este puñal y por María Santísima, con una luna así que deja ver las flores moradas y amarillas de la papa, al hombre encobijado lo perfila una cinta de luz para que la muerte lo levante un segundo sobre la montura. Después lo atravesaron en la silla, no abrás a nadie mientras yo no esté, y no abrió, y se lo dejaron echado contra el portón como un saco de papas.

Salió con la fresca del anochecer, caminador como era y baquiano por las vegas del río, desde que nace en la laguna de Mucubají, por todos los tumbos de los callejones hasta que descansa y respira con pecho reposado en los llanos de Barinas. Caminó toda la noche y le amaneció llegando al rancho de donde había salido, el río nunca de parriba y cómo podía caminar en redondo allí donde la montaña, entre su paredón y el agua, sólo deja pasar a un cristiano. Cuando Carlos Yúdice y Chuy Javier llegaron lo encontraron dormido sobre el suelo y fue despertarlo y despertarlo y aquella madre de sueño que se le vino encima, y ellos ya sabían que la Nacha amarró al muerto y tal vez Néstor lo sabía. Allí quedaron y estaban como esperando tranquilos cuando llegó la gente, y Vicente y Manuel los amarraron.

— Supe que le tendieron una celada a mi compadre y vengo a ponerme a las órdenes. ¿Quiénes lo hicieron? —preguntaba, su bigote por delante, el coronel Vergara.

— Tiene dos tiros en el pecho, y esa vaina son los Yúdice.

Los Yúdice no estaban, primero se había ido Néstor y después vino Chuy Javier por Carlos. Nadie les vio el rumbo. Pero ya en la tarde el coronel Vergara nuevamente:

—Mire, Vicentico, no me pregunte quién, pero busquen por la vega del río hacia El Celoso.

Ya mucho sabe el coronel, y afloja:

—Parece que uno de ellos ni con la cotizas al revés puede salir de allí.

No concluye todavía. Muy dueño, se desentiende, sentencia, y los entrega:

—Si hay alguno de mis hombres metido en esto, pueden proceder, que yo no voy a cobrarlo.

Como decir, aquí Vicente Albarrán, allí Manuel Torres y allá enfrente, en cuclillas y amarrados, Chuy Javier, Néstor y Carlos Yúdice. Los hombres de Simón afuera, frente a la oscurana, y adentro, una lámpara de kerosén parpadea sobre las caras. Fueron dos tiros que puede hacerlos un hombre, o a lo sumo dos, pero nunca tres; y los tres empeñados en decir, cada una a su turno, y con la voz calmosa: fui yo, fui yo, fui yo. El último en decirlo, Néstor Yúdice, venía de más allá del sueño, vueltas y revueltas, las cotizas al revés, caminando hacia adelante pero llegando hacia atrás y eso que el río nunca de parriba, toda la noche y después a cuestas, sus hermanos no podían, y vuelta al rancho, si quieres caminar que no camines y todos los caminos te devuelvan, debe ser enlazado antes de la pudrición del cuerpo, cuando todavía desanda, y no después, cuando la tierra encima borra todos los poderes y desarma todos los odios y todos los amores. Neblina cerrada y dando vueltas, que no deja ver los árboles y sólo se escucha el río sonando abajo. ¿Será que el río de noche se devuelve y nada sale de esta tierra? El viento silba, y gira el turbión de la neblina que va hacia la montaña, trepa con el viento, regresa gimiendo y envuelve a los animales y a los hombres.

Vicente Albarrán interrogaba, acuclillado junto a la lámpara. Su sombra ascendía por la pared, se doblaba en la troja y desde arriba acechaba a punto de saltar, sobre el grupo, también en cuclillas, allá abajo. «No pueden ser los tres y mejor es que vayan diciendo quién fue para terminar con esto». Y Néstor Yúdice: «Déjense de vainas, muchachos, que ustedes saben que fui yo y mejor es que se queden, vivos hacen algo y muertos nada». «Oiga, Manuelito, yo soy aquí el mayor y digo que su hermano es muerto mío. Mire, todavía está fresca la marca del foetazo aquí en mi cara, así que si le debo algo vaya cobrándomelo a mí»; y Chuy Javier lo mismo, y afuera, frente a la oscurana, los hombres esperando con los ojos puestos más allá de la noche.

Cuando pasaba, desde la trinchera cavada en la lomita, lo alertaron y le dieron. «Ah hermosura de hombre para saber morirse, Ana María, Ana María, para que vea, Vicentico, que fui yo, eso dijo y alcanzó a mirarme y supo que era yo y cuando quiso nombrarme le salió la sangre por la boca y otro nombre. Salga de eso de una vez cuando todavía es oscuro y nadie vea, sino mis ojos, que lo buscarán cuando desande, y mis hijos y mis hermanos, atrasito, siguiendo la ley de sus mayores, Vicentico, a vos te llegó la hora de tu hierro, que no te falle el pulso». El río sigue tanta vuelta de montaña que, el agua siempre por delante, la cinta a veces se devuelve buscándose la cola y en tiempos de crecida, en la Campana, donde los caminos suben y bajan en espirales labradas sobre roca, hay un punto donde el  río se muerde y se atraviesa con un laberinto de espumas, de arenas y de piedras, retumbando de la rabia de sus propias mordeduras, allá abajo, en las lajas, donde la tierra brama y tiembla.

Nadie encontró jamás los cuerpos, tan grandes fueron las piedras con que los ataron. ¿Desde qué oscuro borbollón miran tus ojos Néstor Yúdice; y los de Carlos y los de Chuy Javier? ¿Qué peces los comieron? Allí donde el  río se muerde sus ijares, allí donde ni la montaña desciende sino la roca pura, estremecida, negra, por debajo de las lajas, la furia se recoge en misteriosos aposentos tan sólo vistos por los ojos de los peces, y desde allá tus ojos, Néstor Yúdice, perforando la roca, rompiendo los círculos de la niebla, por la fe de este puñal y por María Santísima, si quieres caminar que no camines y que todos los caminos te devuelvan, ya te llegó la hora del hierro, Vicentico, y ya serán mis hijos y los hijos, no es el daño, que en efecto ha hecho, no abrás si estoy afuera Ana María, Ana María, y no pudo nombrarme porque la boca quedó mordiendo las crines del caballo y la sangre en el pescuezo, brillante de luna, como chupado de murciélago. Fui yo, fui yo, fui yo. Y eran los tres y no eran, como andar y desandar para llegar al mismo sitio y no poder moverse, ah hermosura de hombre, la sentencia fría, la ejecución calmada, los mecates amarrando, aquí Néstor, allí Carlos, allá Chuy.

«Digan lo que tengan que decir y encomiéndense a Dios. A nosotros nos toca ahora cumplir con Simón más que venga lo que venga». Y dijo Carlos: «a mi mujer que se vuelva a Niquitao donde está su gente», y dijo Chuy Javier: «demen chimó pa no aburrirme en el camino», y luego Néstor: «entréguenle esto a mi mujer». Era una faja con dinero: dos mil bolívares; contaron allí mismo y estuvieron conformes, una encomienda de dos mil bolívares. Sería entregada. «Pensá primero, Néstor Yúdice, pensá primero» y él pensó porque sobre estas cosas sabía pensar muy bien.

— ¿Es usted la mujer de Néstor Yúdice? Aquí le traigo una encomienda —y tiró la faja pesada de dinero en el umbral del portón. Amanecía.

Las armas aparecieron después, una en casa de Chuy Javier y la otra en el mismo lugar de la celada. Eran dos máuseres para dos balazos disparados a un mismo tiempo, agarraron al hombre como si fuera un pajarito y el bulto encobijado se elevó para caer mordiendo las crines del caballo, brillante picada de murciélago, le había cruzado la cara con el foete sin bajarse del caballo y aquel incendio, encandilado por la sangre, por la fe de este puñal y por María Santísima, en la hora del hierro no fallés el pulso, bramaba de vergüenza, de dolor, de furia. Y todo bien pensado, con las cosas dichas en su justo tiempo, «demen chimó pa no aburrirme en el camino», tu camino largo y corto Chuy Javier, qué peces morderían tus ojos, pero la Nacha no estuvo para amarrar los pies y si quieren caminar, los caminos no tienen desandamiento de odio, cómo no van a tener, si el Yudicito allí está en el umbral recogiendo tempranito la encomienda, puesto ya en la hora de sus hierros, no fallés, no abrás la puerta si estoy afuera, masque la Nacha lleve por dentro sus conjuros sin haberlos alunado.

Casa de viuda, portón cerrado, corredor oscuro, la piel sin hombre, amarilla de aposento, de novenas y de cuentas incobrables.

Como decir aquí Ana María, allí Vicente Miguel su primo y allá Manuel su hermano, no es lo mismo porque ellos ya cumplieron y van por los caminos dispuestos a que venga lo que venga, los hombres no alardean, no hablan de esas cosas, simplemente saben que vendrán y se amañan a caminar de noche y no se van, y si se van regresan por el mismo camino con una cinta de luna en la cobija. Porque la Nacha sí y porque la Nacha no, todos los pies se juntan con sus dedos gordos, y todos los odios y todos los amores desandan los caminos, las veredas con luna en cuyos bordes palidecen las flores moradas y amarillas de las papas, las cuestas con niebla pesada que va aplastando el trigo, los caminos pedregosos en las vegas del río donde la niebla se encabrita y envuelve a los animales y a los hombres en su espiral sin rumbo, allí donde las aguas, siempre hacia adelante, reculan y se muerden como el caballo que salta para morder el tábano en su cola, debajo de las lajas, allá donde la montaña no se atreve, donde no han llegado las miradas, donde la tierra brama y tiembla, desde qué oscuro borbollón sigue mirando Carlos Yúdice.

Las casas y las mujeres solas, se fueron las Yúdice a esperar que los hijos lleguen a la edad del hierro, vendrán a recoger los ojos, las miradas, los conjuros, no fallés. Casas de viudas, casas vacías, trigales muertos, portones cerrados, no abrás si vienen mientras yo no estoy, y siguen aposentos, novenas y cuentas incobrables. Las piedras, eso es lo que va quedando, piedras atadas al cuello de los hombres y en vez de papas, piedras. Las casas encaramadas allí arriba y el río dándoles la vuelta por debajo, metiéndoles trompa por los lados, cercándolas para que nadie salga. No fue para decir «Simón, no salgas», cómo cree que un oficial de Juan Araujo se deje chalequear. Y las mujeres no se meten, no abrás por nada, llanto no tiene porque nunca tuvo, pero sabe limpiarle el revólver y aceitarlo para que le conserve a su hombre, con aquel incendio en la cara, y sonó como cuando descargan papas y tiran el costal pesado contra el portón. Ana María, Ana María, y ella no quiere ver el pecho vuelto serenera, se acabó, hay que cobrarlo y allí en el otro cuarto están los máuseres, ahora que me acuerdo ya no están, el coronel Vergara vino ayer y los quitó prestados a Simón, más un dinero.

Como decir aquí Ana María, allí Vicente Miguel su primo y allá Manuel su hermano, con los papeles del difunto, las deudas viejas de por vida que año por año vienen pagando con papas, con trigo y con a-su-mandar-señor los medianeros, gente de Simón, afuera, frente a la oscurana, mirando más allá de la noche y adentro, una lámpara de kerosén parpadea sobre los hombres en cuclillas, de por vida, ellos, sus hijos y nietos, no fallés, por los siglos de los siglos amén, ya te llegó la hora del hierro, Vicentico, que no te falle el pulso, que no te tiemble ese papel ahora: «prestados al coronel Vergara, Bs. 2.000,00», con letra de Simón, con números de Simón, con sangre de Simón, con los propios hierros de Simón. «¿Es usted la mujer de Néstor Yúdice? Aquí le traigo una encomienda». Amanecía.

 

Del libro Compañero de viaje y otros relatos (Editorial Fuentes, 1970)

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