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Mr. Death: The Rise and Fall of Fred A. Leuchter

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1

Durante los meses en que Errol Morris filmó el documental sobre Fred Leuchter, el hombre que rediseñó las sillas eléctricas para hacerlas más eficientes, el apodado Mr. Death tenía la compulsión de moverse de lado a lado, caminar rápido y hablar como si las palabras se escaparan de su boca. Parecía que algo le estuviese escociendo la piel, o tuviese prisa en dejarlo todo y culminar la filmación. Sin embargo, Fred, por el contrario, abundaba en detalles y relataba todo con la mayor claridad posible, intentando no dejar nada por fuera.

De hecho, usualmente el que debía dar pausa a la filmación era Morris, ya que el olor de Fred, después de algunas horas, se le hacía insoportable. Fred Leuchter era un ingeniero que había destinado su vida a encontrar la mejor manera de freír a las personas: mejorar la silla eléctrica para que todo fuese más rápido y con menos inconvenientes. Y, a medida que profundizaba en el tema, una cierta peste a carne quemada parecía emanar de él. Aunque el director atribuía eso a la cercanía del inventor con su máquina y la piel calcinada, nunca mencionó ese hecho, pues aquello sonaba a mito, a fantasía y delirio. No obstante, al cabo de unas horas, el olor era tan intenso que le provocaba náuseas y debía parar, salir a la calle a respirar aire fresco y reconciliarse con los vivos.

Durante esos momentos, el director se preguntaba cómo Fred podía vivir con aquella peste. Luego se respondía diciéndose que, seguramente, todo aquello era solo su imaginación.

 

2

La mayoría de las veces, las respuestas de Fred eran veloces y con desenfado. Abría bien la boca para modular, exhibiendo sus dientes dispares. En general, su aspecto era desagradable: flaco, de rostro enfermizo, orejas prominentes y aura carente de afecciones. Hablaba de sus sillas eléctricas y de cómo estas ayudaban a ejecutar más rápido a los presos; aseguraba que ahora, gracias a él, el condenado sufría menos y moría primero antes de quemarse; explicaba que había agregado un recipiente donde caían los desechos del cadáver, lo cual le ahorraba a los carceleros el tener que limpiar la piel quemada y los fluidos corporales. Aquello lo describía con tal pasión y detalle que Morris solo necesitaba de una o dos tomas para tener un buen testimonio.

Sin embargo, hubo una vez que todo el set se quedó en silencio y tuvieron que editar las palabras de Fred. Se trató del momento en que Morris le preguntó si sentía culpa por lo que hacía y por el destino de los presos, en los que él jugaba el papel de arquitecto. En ese momento, el ingeniero se sujetó fuertemente los bolsillos de su pantalón beige y apretó los labios. Frunció todo el rostro en una mueca de incomodidad muy extraña, que no había hecho antes. Era el rostro de alguien que estaba resistiendo un fuerte dolor de estómago. Tardó mucho en poder articular su respuesta, una sola palabra: sin soltar sus bolsillos, pronunció secamente… “No”. Que no sentía culpa porque él no había matado nadie ni hecho nada realmente malo. Por el contrario, explicó que él había hecho de las ejecuciones algo más dignificante para todos.

Morris se quedó perplejo por la actitud de su entrevistado y, después de eso, comenzó a prestar atención a sus movimientos con detalle, en busca de cualquier otra fractura, más por curiosidad personal que por el bien del documental. Así notó que cada vez que hablaban sobre los presos ejecutados Fred, con disimulo, se llevaba las manos a los bolsillos. También notó que el aroma a piel calcinada se hacía más fuerte durante esos instantes, casi insoportables por la incomodidad tensa del ambiente.

Sin embargo, volvía a atribuirlo a su imaginación volátil.

 

3

Después de unas semanas, Morris descubrió que no estaba imaginando aquella peste de muerte. Durante una cena en un restaurante de la zona, varios miembros del equipo bromearon diciendo que Fred había pasado tanto tiempo entre sillas eléctricas que, de vez en cuando, olía como una. El ingeniero se rio y respondió que eran cosas del trabajo, “así como un médico, de vez en cuando, puede oler a sangre o a medicinas”. Se acomodó en su asiento y dio un trago a su cerveza sin abandonar su sonrisa de dientes torcidos.

A medida que avanzaba la noche, Fred y Morris se fueron quedando solos. Tras algunas horas de comida y bebida, el inventor se veía somnoliento y abatido. Sin que nadie se lo preguntara, empezó a hablar sobre los presos. Dijo que se sentía indignado por el trato que recibían, pero también que le inquietaba que sus sillas aún causaban mucho dolor y necesitaban varios ajustes. Le reveló a Morris que había recibido solicitudes para examinar las horcas en otros estados y que le habían encargado diseñar un artefacto que pudiese administrar correctamente el veneno en un condenado. “Es como si, de repente, fuese el señor de la muerte, ¿sabes? Una parca en persona”. Negó con la cabeza y bajó su schop de Heineken por debajo de la mesa. Siguió hablando como para sí mismo, inconsciente de todo y de la expresión confundida de Morris. Bebió otro trago de cerveza y volvió a hundir la pequeña jarra entre sus piernas. Y así por largo rato. Lo mismo ocurrió con la comida: mordía un pedazo, y luego lo escondía bajo la mesa. Al final, con disimulo, Morris se inclinó y, por debajo de la tabla, vio que el pantalón de Fred, a la altura de los bolsillos, estaba manchado de alcohol y de las salsas de la hamburguesa.

Esa noche, Errol Morris llegó tarde a su habitación de hotel y se acostó con una idea: en un papel pequeño anotó el que iba a ser el título del documental: Mr. Death: The Rise and Fall of Fred A. Leuchter, Jr.

 

4

Durante las siguientes semanas, sin percatarse al inicio, la atención de Morris se centró en los bolsillos de Fred. Le parecía que constantemente el ingeniero se los sujetaba, como si intentara controlar algo dentro de ellos. También le pareció que pequeños hilos de humo brotaban de su interior y hasta llegó a pensar que, en realidad, el olor a piel frita venía de los pantalones y no de Fred. Deliberadamente, el director le preguntaba por el destino de los presos (“¿sus familiares nunca te han reclamado nada?”; “¿tus hijos saben lo que haces?”; “¿has visto tu máquina en acción?”…), solo para comprobar que los dedos del ingeniero se apresuraban a tomar sus bolsillos y apretarlos con fuerza, como un mantra.

 

5

Ya cerca del final de la filmación, Fred quiso mostrarle a Morris una curiosidad que fue capturada por una cámara fotográfica. Debido a las constantes preguntas por su culpabilidad en la muerte de los presos, Fred terminó por decir: “Yo no tengo culpa alguna, pero sí creo que hay entidades que quieren hacerme sentir culpable”. Paladeó con lentitud la palabra “entidades” y, mientras la decía, casi imperceptiblemente, bajó su mirada hacia sus bolsillos, o eso le pareció a Morris.

Fred caminó por la casa hasta su armario y tomó una cajita de metal. Adentro había una pila de esbozos, planos, anotaciones y un paquete de fotografías. El ingeniero tomó una donde aparecía retratado él junto a uno de los prototipos más tempranos de su silla eléctrica. En ella, Fred señaló los apoyabrazos de la máquina. “¿Pueden verlas?”, preguntó. La cámara captó cómo, sobre la silla, parecía haber la sombra de una persona sentada, como un espectro. En el espaldar, justo donde iba la cabeza, tres manchas en negro parecían dibujar un rostro. A medida que el equipo de filmación se fijaba en aquella sombra, un cuerpo parecía dibujarse con mayor claridad y emerger de las sombras. “En esta silla murieron varias personas. En esta foto la estoy reparando, y puedo jurar que no vi nada. Pero la fotografía dice otra cosa: es posible que algo se haya quedado sujeto a la madera”, dijo Fred.

Aunque todo el equipo tragó grueso al ver la entidad que aparecía retratada, Morris sintió un terror intestino que le hizo dar un vuelco a su estómago. Fuera de foco, en un lateral de la fotografía, casi en el borde, aparecía Fred observando la silla, como quien la contempla para determinar un problema, y de los bolsillos de sus pantalones grises, el director estaba seguro, se asomaba una mano diminuta que se sujetaba a la tela. El director aguzó la mirada, olvidándose del espectro atrapado en la silla, y se concentró en aquello que parecía salir del bolsillo de Fred. No tenía dudas: allí había algo.

Intriga y gesto trastornado.

De pronto, una sensación de vértigo.

Cuando el ingeniero se percató de la dirección de la mirada de Morris, apartó la foto con velocidad. Sus pupilas se encontraron y Fred separó los labios, con algo de indignación y temor en su rostro. Después de eso, él fue cada vez más hermético, y el director cada vez más atento. Ahora estaba seguro de que cuando Fred se llevaba las manos a los bolsillos era para calmar lo que fuese que estuviese allí. Se convenció de que de ellos, efectivamente, emanaba un hilo de humo, y de que el olor a cadáver electrocutado provenía de su interior.

 

6

La filmación se extendió por casi un mes más. Al final de ese tiempo, Fred y Morris casi no se hablaban y se miraban con desconfianza, como si ambos supiesen algún secreto y esperaran que alguno lo revelara primero. Aquello hizo imposible continuar y profundizar más en la vida del inventor de las nuevas sillas eléctricas.

En un arrebato de curiosidad, desesperación e ingenio, Morris dijo que necesitaba tomas de la casa de Fred para el cierre del documental. Para ello, explicó que lo mejor era que todos salieran, pues quería que la grabación fuese lo más “natural” posible y que cualquier otra presencia podía enturbiar el escenario. Visiblemente contrariado, pero sin saber qué responder, Fred no tuvo otra opción —no encontró excusas— que salir a su jardín y ver cómo el director se paseaba por su hogar con una cámara.

Al llegar al piso superior, Morris soltó la máquina sobre la cama y se apresuró al closet. Revisó cada pantalón con desenfreno, introduciendo su mano en todos los bolsillos, volteándolos hacia afuera, escrutando los pliegues y costuras de las prendas… notó que algunas partes de la tela estaban quemadas, y que olían a metal ardiente. Sintió que su cuerpo se doblaba sobre sí mismo cuando descubrió dos manchas negruzcas en forma de pies diminutos. Movió los pantalones de un lado a otro, los tiró al piso, revisó el closet en busca de aquella criatura que debía vivir allí, entre la ropa de Fred, y cuya esencia era la misma que la de los presos electrificados. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, no tuvo éxito: allí no había nada. Se irguió y, a sus espaldas, escuchó una voz seca, pesada, como salida de una gruta:

—No los vas a encontrar. —Fred atravesaba el umbral de la habitación y cerraba la puerta tras sí. Morris se volvió y se relamió los labios. Su corazón empezó a latir con fuerza. Miró a los lados y se percató de que estaba solo, en una habitación cerrada, con Mr. Death, el ingeniero de la muerte—.

—¿Qué piensas hacer, asesino?

—No los vas a encontrar, —repitió Fred, y su voz fue una cascada—.

—Porque están conmigo siempre, —sus palabras caían pesadas en el aire—.

—Siempre, siempre, siempre sobre mí. —Continuó diciendo la muerte. Pero ya Morris no escuchaba nada. Para él, todo se había tornado oscuro.

—Habitándome.

Como si estuviese en un infierno.

—Fundidas a mi piel.

 

Tomado de El otro hemisferio (Dos Pájaros Gráfica & Editorial, 2023)

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