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Por
Héctor Torres
Mi recuerdo más lejano en esa conflictiva relación con la autoridad viene del primer grado. En ese entonces existía el kínder y el preparatorio antes de pasar a primer grado. Como sabía leer desde los cinco años, alguien en el colegio concluyó que me iba a aburrir en preparatorio, por lo que a los pocos días de estar en ese curso nos fueron a buscar, a mi primo y a mí, para llevarnos a la Dirección.
Los sonidos un poco fantasmales venidos de los salones de clases. El silencio que dejaba oír el ruido del viento entre las hojas. El frío de la mañana y la inmensidad del patio. La sensación de sentirme entre asustado e importante.
Llegamos a la Dirección y nos hicieron sentar a esperar no sé qué. Allí conocí esa peculiar sensación de estar en la oficina de una autoridad, no solo sin que te den una explicación sino, incluso, haciéndote sentir como si no estuvieras ahí.
Al rato entró la directora y alguien señaló a los dos renacuajos sentados en sus sillitas, con los ojos muy abiertos pero fingiendo estar en control. Dándose el lujo de atender un par de cosas antes de dedicarnos una mirada, ella se levantó de su silla y nos dijo que la siguiéramos.
Eso hicimos.
La sensación de atravesar el patio en momentos en que los rebaños están recogidos en sus corrales tenía un inquietante encanto. El encanto, que sentiría en ocasiones posteriores, de estar fuera de lugar. Un encanto que me enviciaría con el tiempo.
Nos detuvimos en la puerta del aula de primer grado, donde los niños estaban sentados en pupitres y no en mesitas, como en preparatoria, transcribiendo sobre sus cuadernos unos jeroglíficos escritos en la pizarra. Debía ser arameo, o algo así. La directora intercambió unas palabras con la maestra, una mujer delgada, de piel pálida y seca y rostro severo, que nos miró de arriba abajo. En su cara de piedra no se percibía rastro de maquillaje. Todo su atuendo hablaba de una gravedad atormentada.
La maestra nos presentó ante el grupo y nos hizo sentar en los pupitres que encontrásemos disponibles. Todos los niños, por supuesto, volteaban la cabeza sin disimulo hacia los forasteros que llegaron a darle color al tedio de la mañana.
Si es cierto aquello de que los ojos son las ventanas del alma, no sé qué cuartos escondían aquellos pequeños, oscuros e inexpresivos ojitos de esa mujer de unos cuarenta y tantos que, luego lo podría confirmar, parecía sentir calor en todo momento. Como si esas chaquetas beige de cuero y corte largo que solía usar fuesen un castigo mitológico que le producía un desasosiego permanente.
Detendré brevemente la película para destacar algo. Allí, en esa precisa escena, comenzaba el serio asunto de estudiar. Resaltemos, por favor, el adjetivo «serio». En esa escena comenzaría mi pésima relación con el sistema educativo. Y, de alguna manera, con el sistema para el que nos preparaba. Ya yo sabía leer. Esa era la razón por la que me promovieron a primer grado. Pero leer, en casa, significaba sentarme en las piernas de mi mamá mientras ella ojeaba la prensa. En cualquier momento ella podía señalarme un titular y preguntar: «¿Qué dice aquí?», y yo comenzaba ese interesante ejercicio de producir la combinación entre una consonante y una vocal, repitiendo la operación con todas las sílabas hasta descubrir que de allí salían palabras conocidas, y que la unión de esas palabras construía frases. Leer era divertido. Era tener la llave del cofre de los misterios. Y por si esto no fuera un incentivo, se le agregaba la sonrisa de satisfacción de mi mamá cada vez que terminaba la oración.
No sé si les ocurrirá a todos los niños, pero la vanidad de que me halagaran por inteligente era terriblemente hechizante.
En fin, que ya yo sabía leer. Pero eso que estaba en la pizarra nada tenía que ver con las letras que yo decodificaba en voz alta estimulado por la sonrisa de orgullo de mi mamá. Es decir, de entenderlo, claro que lo entendía. Sabía leer, después de todo, ¿no? Lo complicado era intentar reproducirlo. Y viendo a los demás niños, entendí que era eso lo que había que hacer: copiar en el cuaderno lo que estaba en el pizarrón tal como estaba escrito. Y lo intenté. Pero era una habilidad que jamás había practicado. Reproducir esas largas serpientes, que hacían enrevesados arabescos, no era algo que pudiese hacerse de un día para otro.
Entonces, desanimado ante los pésimos resultados de mi intento de escribir «Caracas», decidí levantarme del pupitre, acercarme al escritorio y preguntarle a la maestra, en el tono conciliador y amable que resultaba infalible para entenderme con mi mamá, si podía escribir esas palabras usando letra de molde.
Sin siquiera dignarse a mirarme, y con un dejo de impaciencia, me dijo que escribiese tal como estaba en la pizarra. Es probable que mi pregunta confirmara la certeza que ella tenía de que ese niñito promovido desde el preparatorio solo iba a suponer problemas. Y por la misma paga, que era lo más desestimulante.
O probablemente no estaba teniendo un buen día.
Con el tiempo constataría que, si la segunda hipótesis era cierta, lo que no estaba teniendo la maestra era un buen año. Todo ese largo curso fue un ejemplo perfecto para entender que fuera de casa no me estarían esperando dulces réplicas de mi madre o de mi abuela en cada esquina.
Quizá ella lo que no estaba teniendo era una buena vida.
De hecho, mi segundo encuentro con ella durante esa mañana que se me antojó infinita fue, digamos… sintomático. «Eso» era la escuela. De eso se trataba aprender. La maestra explicaba algo relacionado con los acentos cuando volví a entrar en escena. El ejercicio era sencillo. Ella ponía una palabra y el señalado por su dedo tenía que ir al frente, tomar la tiza de su mano huesuda de uñas sin pintar y poner la rayita sobre la letra a la que correspondía.
No voy a decir que ella no explicó previamente las reglas que gobernaban dicha ciencia. En todo caso no podría afirmar eso ni lo contrario, porque me encontraba tan aturdido con la novedad y las maneras de la maestra que no atinaba a entender nada de lo que decía.
Para mí, hablaba en letra corrida.
Lo cierto es que puso una primera palabra. Pongamos que era «árbol». En cuanto se dio la vuelta en dirección al grupo, paseó sus ojitos de ratón rencoroso sobre los chicos, tipos duros que ya (luego lo entendería) habían aprendido la astuta templanza de no bajarle la vista, mientras se concentraban en hacerse invisibles. Y en eso estuvo cuando se detuvo frente a los míos.
—¡Usted! ¡Pase!
Fueron las palabras que hicieron que el corazón comenzara a latirme en los oídos.
—Vamos, joven. Venga —insistió, atacada por una exasperante ráfaga de calor.
Me puse en pie y caminé al encuentro de la mano que me tendía la tiza mientras pensaba en la solución al enigma. Seguramente yo habría sabido hacerlo, pero sus maneras cortantes y un público que conocía el mecanismo en el que se estaba desenvolviendo eran dos condiciones que me imposibilitaban pensar con claridad.
Mi mamá siempre decía que yo era muy inteligente.
Era mi primer día en primer grado.
¿Será que le pregunto si puedo ir al baño?
En fin.
Estaba frente al árbol con la tiza en la mano y la gárgola de mármol a un lado. Sentía las orejas calientes y un hormigueo recorriéndome la nuca. Bien visto, con un poco de paciencia y ejercicios de respiración, hubiera salido bien librado del asunto. Después de todo, solo se trataba de poner una rayita sobre alguna letra de la palabra «árbol». Solo que, por alguna razón, no lo tenía muy claro.
Y allí estaban treinta niños, a mi espalda, solazándose de la situación apremiante en que se encontraba el nuevo. Y allí estaba yo, seis años, en el medio del mundo y una tiza en la mano, enfrentando la espinosa tarea de ponerle el acento al árbol.
Dado que yo a) no terminaba de entenderme con familiaridad con esos arabescos que se suponían palabras, b) que la maestra se impacientaba cada vez que le preguntaba, y c) que estábamos «al aire», me impacienté y (¡que sea lo que Dios quiera!) puse el fulano palito sobre cualquier letra, seguramente hacia el medio de la palabra, donde luciría bien, con la loca esperanza de acertar.
No terminé de poner mi temblorosa rayita cuando ella estalló, indignada:
—¿¡Cómo la va a poner sobre una consonante!?
Su grito dio pie al coro de risas que enmarcaban mi pequeña tragedia.
Luego de eso, entendí que no iba a tener otra oportunidad para ensayar una ubicación para el palito dejándome llevar por mi sentido estético, por lo que, con mano temblorosa, le entregué el pedacito de tiza, negando derrotado con la cabeza.
Ella, con ese calor que no abandonaría a lo largo de ese año, me hizo un impaciente gesto para que me sentara, lo cual hice arrastrando los pies.
Eso de la escuela iba a ser un trance mucho más difícil de lo que podía imaginar.
No sé qué habrá sido de su vida. Ojalá se haya enterado de que, a pesar de ese accidentado comienzo con el idioma, ese niño promovido que auguraba ser un problema terminó viviendo de usar el lenguaje escrito. Y que sí, después de todo, sí aprendió a poner los palitos sobre las palabras. Aunque insistió en esa loca manía de guiarse más por la intuición y el sentido de la belleza que por las reglas.
Y, mal que bien, le ha funcionado.
En todo caso, para segundo grado me cambiaron a otra escuela. Una más pequeña y más cerca de la casa. Allí la regañona pero maternal Margarita haría que cambiara mi opinión sobre las maestras. Era exigente y le importaba mucho la disciplina, pero tenía otra manera de poner el acento sobre ese propósito. Porque, y ese sería uno de los aprendizajes que irían convirtiéndose en certeza, poner el acento tiene su ciencia y toma su tiempo dominarla.
De hecho, no pocas consonantes acentué a lo largo de la vida.
Del libro Presencias extrañas (Ediciones Puntocero, 2022)
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