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Nick Drake: El señor de las hojas

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ogros ejemplaresLa melancolía no hace ningún juego con la búsqueda de la fama. Los aplausos y el reconocimiento del público son sólo débiles resonancias en almas lánguidas. Eso lo sabe cualquiera, hasta los perros, menos un depresivo con ganas de despojarse de todo lo que tiene por dentro.

Nick Drake pasará a la historia como un músico que apenas vendió discos en vida. Un hombre que desangró su corazón para que nadie se fijara en su sacrificio. Saber todo esto en tiempo real no debió ser algo de fácil digestión, menos cuando se roza la genialidad y se tiene plena conciencia de eso.

Retraído desde su infancia, Nick nació para sufrir. Su baja autoestima le hizo temer todo contacto físico con la gente. Con las chicas la cosa fue aún peor. Después de un tortuoso proceso para hallar el valor y aplomo suficientes, fracasó la única vez que se le declaró a una mujer. Más nunca intentaría hacer algo parecido.

Así, con la sensación de que no era digno de nadie, muy joven se refugió en la música y la literatura. En la primera disciplina dio sus pasos con solvencia: aprendió a tocar la guitarra, el piano, el clarinete, la flauta y el saxofón. Los libros le abrieron otro mundo en donde refugiarse; en especial, cuando decidió que sus coordenadas reposaban en la lectura de algunos autores de la poesía francesa: Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Apollinaire, Artaud.

Nick Drake medía un metro con noventa centímetros. Era un gigante que no tenía suficiente espacio en su cuerpo para albergar tanto complejo de insignificancia. Nunca caminó con la frente en alto. Hasta en verano parecía esquivar un viento invernal que le pegaba directo a la cara. Jorobado, de cuerpo exprimido, con miedo de ver el mundo y siempre vestido con ropas desgastadas, negras y con atisbos de elegancia casi todas; cuando tuvo edad de matricularse en algo lo hizo en Literatura Inglesa en Cambridge.

Corría el año 1967. Con tan sólo 19 años, Nick se tomó en serio eso de aporrear su guitarra acústica y componer las más hermosas canciones varadas en la desolación. Siempre estaba solo, escondido del mundo para los ojos menos entrenados. Sin embargo, su alma estaba en ebullición. El chico creó universos imaginarios, poblados de princesas, metáforas imposibles, efluvios románticos y de una naturaleza desbordante. La brisa, los árboles, el rocío, las hojas serían parte de su reino.

Al poco tiempo decidió cantar en público. Nadie supo de dónde sacó tanto valor. Abrió su portafolio y se sentó a derramar perfección con su voz y guitarra. Drake era un tipo hermosísimo, su rostro transmitía inocencia y necesidad de vida. El cabello, abundante, alborotado, lleno de curvas y oscuro como él mismo, caía en cascadas sobre sus gastados sacos. Tal como se describe, pudo tener en su alcoba a quien quisiera. Él decidió otra cosa. Eso ya se notaba en esos escasos recitales que ofreció: ante un público aburrido y snob, Nick se disculpaba entre canción y canción, hacía ese famoso punteo con la mano derecha que pasó desapercibido para la fecha y nunca dejó de interpretar cada tema sin despegar los ojos de sus propios zapatos.

Gracias a la providencia, alguien lo vio; y, gracias a Dios, alguien se lo contó a la persona indicada. De esa recomendación salió una maqueta, y de ella uno de los discos más honestos que se hayan compuesto jamás: Five Leaves Left. Trabajo intenso y confesional, llevó a la música folk hacia una nueva cúspide. Al parecer, tanta coherencia de ideas en el disco se dio por la fuerte oposición del tímido Drake hacia unos arreglos que no consideraba dignos. Para calmarlo, accedieron a que el músico buscara a un viejo amigo que, entendiendo su estilo a la perfección, decidió surcar las melodías de cuanta cuerda tuviera a su disposición: violonchelos, contrabajos y afines.

El milagro se hizo sonido. Cada canción aún sorprende al no parecerse a nada hecho hasta la fecha. Barroco y sencillo a la vez, Five Leaves Left atrapa y no suelta. La guitarra, con esa afinación inusual en las manos de Nick, marca un estilo arropado por un ambiente en el que la voz es la que produce todo el encanto y la magia, convertida en un sostenido susurro, dulce y amargo, sin sobresalto, que es capaz de llevar de las manos cada verso que pronuncia.

No fue la primera ni será la última vez en la historia de la humanidad que sucede esto, pero el disco pasó por debajo de la mesa. Algún crítico exquisito supo de su existencia y lo aplaudió. Para el resto de los mortales, la placa nunca existió. El esfuerzo había sido en vano, cuando la competencia la coronaban nombres como los de Bob Dylan, Leonard Cohen, Van Morrison, Donovan, Cat Stevens o Paul Simon.

Nick Drake se atormentó. Aquel insignificante genio moría en vida al sentir una fama tan esquiva a su arte. Aun así, jorobado y con la vista anclada al suelo, decidió seguir. A punto de graduarse, dejó sus estudios de Cambridge y consagró lo que le quedaba de esfuerzos para alcanzar el estrellato. Su plan fue tan tenaz como espartano: aunque de familia acomodada, el chico decidió vivir en una pequeña habitación que alquiló en las afueras de Londres. Tieso por el frío, y borracho de soledad, escribió en cuestión de meses todas las canciones de su próximo disco.

Bryter Layter fue aún más alucinante que su antecesor. Los arreglos abundan, pero en este caso son de inusitada luminosidad. Las flautas, pianos y saxos destilan alegría, mientras la voz y las letras de Nick mantienen su aire de dulce melancolía, oscuridad y depresión. Sus productores se frotaron las manos con delectación. Desde un principio no dudaron de estar ante una obra maestra irrebatible, alumbrada tras nueve meses de intensa gestación. Auguraron un éxito inmediato y atronador en la carrera del tímido cantautor.

Tampoco pasó nada.

El hombre se derrumbó de nuevo y con todo el estrépito posible. La fama otra vez lo rechazaba, al igual que la única mujer a la que se le había declarado. No tenía ni 23 años y tuvo que ser tratado por un psiquiatra. Se le prescribieron tres antidepresivos diferentes para mejorar su ánimo. No fue constante en eso. Apenas sentía que salía de las penumbras, dejaba las píldoras y volvía a caer. Decía poder superar todo por su cuenta, pero lo cierto era que solía pasar horas con las manos sobre sus rodillas, con la vista fija en el brillo de sus zapatos o con la mirada perdida tras una ventana. De esa etapa no se sabe mucho más.

Un buen día el personaje decidió hacer un último intento. Se reunió en secreto con su productor, en la madrugada, y remató su tercer disco en dos sesiones de dos horas. Lo grabó sin más músicos que él, y tocó su guitarra de cara a la pared, como un escolar castigado. Incluso en tanta intimidad no quería ser visto. Así nació Pink Moon, la única placa que mostró el esqueleto del estilo de Nick Drake: arpegios de guitarra, su voz de cofre enterrado y ningún arreglo. Desnudo como estaba mandó a poner pausa en el estudio, cuando el álbum no llegaba a la media hora de duración, y susurró: “No tengo nada más que decir”. Después de esto, Nick no volvería a pisar una sala de mezclas en su vida.

Derrotado como vino al mundo, colgó sus esperanzas, sus hábitos, su anémica vida. Intentó entrar al servicio militar sin mucho éxito. Consiguió un trabajo como programador de computadoras. Fracasó. No aguantó tres días en eso. Desesperado, sin rosa de los vientos, se fue a París a vivir en una barcaza sobre el Sena. Dicen que fue feliz por un instante. El joven refrescó su francés y replanteó su vida con ánimos renovados. Es probable que se sintiera miserable por sentirse tan bien. Así que regresó a casa de sus padres, Rodney y Molly, sin razones aparentes.

Volvió a ser un hijo con necesidad de sobreprotección. Se llevó a Inglaterra sus pastillas, El mito de Sísifo de Albert Camus y la ilusión de compartir todos sus futuros proyectos con su familia. El libro se lo regaló a su madre. Las píldoras se las tomó antes de acostarse a dormir. Los proyectos quedaron en el aire…

Al día siguiente, cuando Molly entró a ofrecerle el desayuno, Nicholas Rodney Drake no se levantó de la cama. En la mesa descansaba un libro de poemas (quizás de su adorado William Blake), en su tocadiscos giraba una grabación de Los conciertos de Brandemburgo de Johann Sebastian Bach. No dejó nota de suicidio, ni una canción imperfecta. A sus 26 años ya no tenía nada más que decir, ni que escribir, y se fue como había vivido: sin hacer mucho ruido, mudo, arrastrando los pies para no causar alboroto.

Ahora Nick Drake es un gran nombre. Vende mucho, muchísimo. Sus discos son joyas y las mujeres lo aman. Muchas peregrinan a su casa para ver el cuarto en donde dejó de existir. Algunas le juran castidad eterna. Sus canciones adornan películas, comerciales de televisión, placas de otros músicos. La gente suspira, porque ahora todos intentan alcanzar a Nick Drake cuando Nick Drake ya no está.

Esto no lo dice nadie, pero si se presta suficiente atención se podrá oír a la fama, desconsolada, llorar por él entre la brisa, los árboles, el rocío y las hojas.

 

Del libro Ogros ejemplares (Editorial Lugar Común, 2015)

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