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Alevosía corporal

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En la víspera de nunca partir,
no hay equipaje que hacer.

Fernando Pessoa

“¿Quién va a viajar?”, me pregunté viéndome en el espejo. El baño que acababa de tomar había empañado mi reflejo, que sólo surgía conforme mi mano lo acariciaba, haciendo que yo apareciera por partes frente a mí.

“¿Iremos todos?”, me repregunté al tomar la toalla blanca que sedienta me abrazó y, con sus poros de lengua, lamió el agua que todavía descendía por mi cuerpo.

“¿Quién va a viajar?”, volví a preguntarme, ahora desenredando mis cabellos. Introduciendo el peine en las frondosidades de mis hebras. Preguntándome cómo se llenaron de esos nudos que impiden la penetración de las cerdas. Mi cabellera larga, lacia, goteaba espesos brotes sobre mi cuello. El esfuerzo de los hilos por soltarse y quedar libres, los hacía venirse en aguas. En bajada, caían estas porciones de líquido, rodaban por mi columna. Cada una de las pequeñas fracciones de humedad despertaba en mí a quienes me habitan. Y así, con las sensaciones de todos, se erizaba mi piel, contrayendo los músculos hasta el dolor. Mi capa tensora a veces cedía por el volumen de seres que luchaban en sus fronteras. Almas que forcejeaban para escapar, para sobrevivir. Dentro de mí vive una humanidad de seres, cada una con deseos disímiles y sin embargo comparten el mismo cuerpo.

“¿Quién va a viajar?”, insistí apresurada, mientras con mi mano tomaba la hojilla Gillete de triple filo para asesinar el batallón de cañones de Navarone asomados en mis piernas. Una vez ganada la conflagración, se izaba la bandera blanca y el frescor de Nívea Milk que apagaba la sangre que corría por mis extremidades. Sí, debo parecerles muy femenina, y sin embargo la testosterona hace que mis vellos sean muy rebeldes y problemáticos a la hora de erradicarlos.

Me llamó Alucinada y me han invitado a un viaje a Araya. Nunca llegaré, porque mi brazo no podrá estirarse lo suficiente para llegar. Por eso, ya lo decidí. No iré en persona. Enviaré a ése o ésa que intenta huir de mí. Él o ella hablará por mí, cantará a través de mis ojos, olerá a través de mi tacto y verá todo a través de mis oídos. Él o ella, deberá partir de inmediato. El tiempo se acorta. Nos contiene y dictamina. Boto el reloj, es el carcelero de mi vida.

Postergar, retrasar, no querer enfrentar, es una de las reacciones ante la inminencia de los acontecimientos. Es la víspera del viaje. Parece que fuera el primer viaje. Nunca creí que llegaría el día de emprenderlo.

Debo prepararme, escribir la lista de todo lo que necesito para el camino. Me siento todavía desnuda, esperando que la crema que mi piel saborea termine de desaparecer. En ese instante un viento helado amenaza mi cuerpo y al contacto con mi nutrida dermis, ésta hace explosión, y levantan la guardia todos los guerreros de mi cuerpo.

Olvido la lista, los preparativos. Me recuesto a ver el techo de mi cuarto, blanco, blanco, manco, manco… blanco. Y ante mí se presenta un destino desolado. Levanta el vuelo por entre sueños inconclusos. Escucho el viento, bravo, feroz, y veo mi cuerpo dorado en medio de la sal. El mar lo arrastra con su ritmo, envolviéndolo de espuma. Mi cuerpo parece rodar sobre montañas de sal. Soy yo, sí, me reconozco por el lunar. Ése que no alcanzo a ver sino cuando contorneo mi cuerpo en su búsqueda. Ése que llaman marca de nacimiento y que se encuentra por donde pasa el alumbramiento.

Suena el teléfono. Me asusta. Me caigo de la cama. Llamada perdida. Retomo el cuaderno. Posición de indio. Y al doblar las rodillas se quiebra mi piel. Está sedienta cual camello. Sólo se calma con la humedad. El contacto acuoso acalla sus poros. Froto más Nívea en la superficie.

Yo voy a ir a Araya volando. Tengo derecho a llevar mi equipaje. Al menos eso dicen las líneas aéreas.

Me estiro, me miro de arriba abajo. Me gusta lo que veo. No, no voy a llevar maletas. Tanta ropa para qué. No llevaré ninguna. Nada, me gusta sentirme ligera. Liviana, me gusta flotar. ¿Cómo me vestiré? No lo haré. La naturaleza me vestirá. Un poco de vapor me servirá de cobertor y el sol será mi velo. ¿Y si no me queda bien?, pues andaré démodée.

Ruedo sobre el colchón y estiro mi brazo. Abro la gaveta de la mesa de noche. Saco un pasaje, lo reviso, leo: ida y retorno. Me fijo en el nombre del pasajero: Alucinada Casablanca. Me digo qué exceso, el viaje que voy a hacer no tiene retorno. En realidad ninguna travesía lo tiene, pues nunca regresa quien se va. A pesar de estar segura de esto, cada vez que viajo me doy cuenta de que las aerolíneas insisten en ese punto, se empeñan en llenar el espacio donde dice nombre del pasajero: con el mismo nombre de ida y de vuelta. Para mí eso no es correcto. Yo siempre me pongo muy nerviosa en el vuelo de venida. Temo que descubran que he usurpado una identidad que no es la mía. Y termine presa o muerta.

Coloco el pasaje sobre mi vientre. Lo veo subir y bajar con el oxígeno que entra y sale de mi tórax. Juego con el ritmo y veo subir y bajar el avión. Aborto el vuelo y golpeo mi cabeza contra la almohada. El contacto, la cercanía a lo mullido me produce horror. Terrorista, ese pensamiento atenta contra mí. El imaginar que mi cabeza podría caer desprevenida en los sueños de otros huéspedes cuyas cabezas se hayan posado, antes que la mía, sobre esas plumas ajenas, si es que son plumas, ya que por lo general no son sino retazos de goma espuma. Mi almohada está cargada de mis fantasías, rellena de mis ilusiones. Ella no debe quedarse. Ella debe ir a mi periplo. ¿Una o dos? Dos. Una para la cabeza y otra entre las piernas.

Paños y sábanas suaves. 310 nudos de percal. Las debo llevar yo. En ningún hotel, motel o posada me van a cubrir esa cantidad de nudos por centímetro cuadrado de algodón, ¡ja, algodón! Poliéster. Poliéster inflamable. Mi sutil cuerpo no puede arrimarse a este material pues arde y no precisamente de deseo, muere de piquiña toda la noche. La dermatitis atópica que me produce la bajeza de una sábana es irreversible.

El paño. Asco. Rozar los deseos y apetencias de otros a través del contacto de mi piel con los ácaros ajenos que permanecen enredados en esa superficie textil deslavada o mal lavada. Vomito. Cuando descargo todo mi terror me siento en el piso del baño, sobre el mármol frío y de nuevo me pregunto: ¿Quién va a viajar? Se acaba la noche y no sé en realidad quién se montará en mi cuerpo por la mañana y partirá con rumbo a Araya.

Ya no vivimos en paz. Ahora cada cual quiere hacer su voluntad. Amenazas hasta de muerte he recibido desde que este viaje se me presentó. Y no quiero ir yo para que no se diga nunca que los tenía prisioneros. Mi cuerpo es de todos y sin embargo siento que es un poco más mío, pues yo llegué primero y poseo el pasaporte o documento de identidad.

 

Del libro: Exceso de equipaje (Monte Ávila Editores, 2004)

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