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La soga estaba deshilachándose y sus cuerdas explotaban una a una por el peso que cargaban en sus hombros de cabuya. El primero en encontrar el cuerpo columpiándose, moviéndose sin cesar de un lado a otro, fue el hijo menor. Su asombro, aunque silencioso, enmudeció los surcos que se habían arado esta mañana. Su padre, Amando, estaba colgando del techo. Tenía los ojos morados y los cachetes se dividían entre pequeñas fracturas divisadas, solamente, por las venas encerradas entre el cráneo y el cuello enrojecido. El hijo menor al ver el rostro de su padre, aquel que bebía una taza de café hace unas pocas horas, ennegrecido por la sangre coagulada, salió corriendo en busca de sus hermanos mayores. Ninguno de ellos estaba cerca y su madre había salido, hace pocas horas, a visitar a una amiga en el pueblo. Se encontraba solo en la casa, con el cuerpo de su padre tambaleándose entre la sala y las escaleras. El miedo lo embargaba y no quería ver el rostro inerte de Amando, ni a la soga que le cercaba el cuello, ni a los pies que tenían pequeños movimientos espasmódicos, remanentes del cuerpo vivo. Salió corriendo, levantando la polvareda de la tarde, en busca de ayuda.
“Dele, mijo, no se detenga”, decía el abuelo mientras azotaba la espalda de su nieto. Los bueyes después de unos cuantos fuetazos realizan una labor perpetua, llevan en sus espaldas la carga de una maquinaria, donde la hoja raspa la tierra y las abrazaderas de roble macizo caen sobre la espalda del animal. El abuelo tenía varios bueyes, pero prefería poner sobre la espalda de su nieto las cargas pesadas del arado mañanero. Una espalda corroída entre gotas de sangre y polvo, donde el dolor, el miedo y la fuerza caían, de igual forma, sobre la mirada cabizbaja de Amando.
En los años de su niñez tenía cara de buey. Miraba los pies de los pueblerinos y categorizaba las motas del polvo, porque cada mañana, antes del amanecer y el cantar de las chicharras, cargaba sobre sus hombros el trabajo animal y los golpetazos del hombre viejo que lo alimentaba con sobras. Pero un día, después de mucho campo arado y hectáreas de sembradíos donde la semilla se fecundaba con su sangre, Amando decidió despertar a su abuelo. Antes del sonido de los pájaros, del bullicio de las chicharras que interrumpen el silencio de la noche, caminó de su hamaca en el conuco hasta la habitación oscura. En el camino, en una pequeña mesa estaba el látigo ensortijado pero no le prestó atención. Siguió caminando, suavemente para que sus pasos se confundieran con el silencio, y encontró en el piso un machete, el mismo que tenía la marca de su piel guindando por los planazos que le brindaba el hombre viejo; lo agarró, limpió la hoja con su camisa para eliminar los vestigios que su cuerpo maltratado había dejado en la inmunda hoja de metal y siguió caminando. El abuelo roncaba, con una botella al lado de su cama, y se movía, golpeaba el aire y brindaba latigazos a los niños caras de buey que araban el campo de sus sueños. Amando siguió su camino, subió las escaleras, abrió la puerta del cuarto oscuro y reventó la hoja metálica en la cabeza del hombre viejo. Los niños buey del campo de los sueños fueron liberados, el aire se acariciaba el rostro golpeado y Amando, viendo el cráneo destrozado y los sesos que se desparramaban en la almohada, decidió eliminar el cuerpo robusto. La hoja roja siguió cortando: primero fueron los brazos, parte por parte, desde la muñeca hasta el hombro. Luego, las piernas, hasta dejar pequeños muñones en la cama. Finalmente, con sus brazos de niño buey, cortó el estómago repleto de carne podrida y licor añejado, hasta dejar una serie de retazos del hombre viejo en un saco.
Amando pasó de niño buey a hombre encarcelado y durante todos los años de condena siguió mirando los detalles del piso. Su mirada estuvo condenada a visibilizar el movimiento de los pies y de clasificar el polvo que se levantaba. En la prisión nadie le hablaba y todos lo miraban de reojo por ser el asesino de un hombre viejo, por cargar sobre su espalda el peso de la hoja que aró el cuerpo de su abuelo. Pero nunca tuvo la necesidad de hablar. Desde sus años de niño buey el silencio lo abrazaba todas las noches, lo engullía en sus brazos y acariciaba sus heridas, porque el único ruido que había escuchado durante todos esos años provenía de la boca, del látigo y del machete del hombre viejo.
Al salir de la cárcel decidió regresar a la casa de su abuelo. Ahí vivió unos cuantos años, en los cuales conversaba cada mañana con el silencio y trabajaba un pequeño terreno donde el arado no era necesario. Luego, en una ida al pueblo, conoció a Consuelo, la que sería su acompañante por el resto de los años, pero tampoco habló mucho con ella. Se enamoró de sus pies y del poco polvo que levantaba al caminar.
El hijo menor encontró a su hermano y le comentó que algo había ocurrido. Ambos salieron corriendo a la casa, aquella donde el abuelo aún dormía, para rescatar a su padre del inminente golpe. Consuelo seguía hablando con su amiga. Cuando el hijo menor llegó a la casa, acompañado de su hermano, encontró el cuerpo tirado en el suelo con el remanente de la soga sobre la espalda de su padre. El cuerpo cabizbajo de Amando, siempre cargó con el dolor de los niños buey y aró por el resto de su vida los surcos del miedo. Sus hijos nunca entendieron el silencio de su padre, ni la joroba que le salía en la espalda. Sabían los cuentos que rondaban por los cañaverales del pueblo, sabían de un hombre viejo que maltrataba a su nieto, pero nunca creyeron que era verdad todo lo que decían los campesinos. Los ojos exasperados de su padre, con las venas rojas a punto de explotar, las mejillas moradas y la nitidez del cuerpo sin movimiento, sorprendieron a los dos hijos. Pero esos ojos que habían visto dormir al hombre viejo, con su cráneo apabullado, sintieron sosiego al olvidar las motas de polvo y ver, por primera vez, los ojos de otra persona.
Este cuento formó parte de la Semana de la Narrativa 2019, organizada en alianza con Revista Ojo
Ilustración de Ivanna Balzán, cortesía Revista Ojo