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Ese día había resuelto comenzar a descartar las etiquetas, lo decidí cuando imaginé ponerme una con mi nombre. Pensé que me estaba volviendo loca y me reí de mi misma, pero me di cuenta que en esa idea había algo fuera de lugar.
Todos los objetos de mi habitación tenían un papelito con su nombre, inclusive mis canciones preferidas. Aire, semen deshidratado, agua, enchufe, sabor jazmín, Palabras de amor (Paraules d’amor), eran algunos nombres que se podían leer en las hojitas multicolores que identificaban cada cosa.
Ya había comenzado a eliminar a algunas papeletas como quitándome telarañas de la cara, cuando escuché la voz de un hombre de hablar pausado, que arrastraba las eses con la lengua.
Hablaba de música, de jazz con el inquilino de la habitación del frente. Su voz era muy seductora, tanto que me hizo suspender aquel trabajo que había emprendido esa tarde. Me asomé a la puerta pero al abrirla, se produjo un desagradable ruido y los dos hombres se voltearon. Les sonreí, apreté el cinturón de mi bata felpuda y crucé el corredor hasta uno de los baños que compartíamos los residentes de aquella pensión. Sentí que los dos hombres me seguían con su mirada, de seguro querían saber si tenía pantaletas. Aquello me dio risa y salí rápidamente del baño para verles de nuevo la cara. El hombre con voz sugerente me salió al paso.
— ¿Puedo hablar con usted?, su vecino me ha dicho que le gusta la música.
— ¿A mi?, respondí con un tono idiota
— Estoy vendiendo unos pequeños aparatos especiales para escuchar música ¿Quiere verlos?
—¿Podría esperarse mientras me arreglo?— le respondí con una gracia que yo desconocía.
Entré a la habitación y comencé a ordenarla rápidamente. Aquel carnaval de etiquetas de colores me enredaba un poco; muchas de éstas con sus correspondientes objetos los metí debajo de la cama, en el escaparate, en cajas de zapatos. Tendí la cama y di una mirada a mi cuarto.
— ¡Listo!— me dije
Lo invité a pasar y el hombre sonrió, tenía unos dientes magníficos para morder pezones.
Me miró de arriba abajo y me di cuenta que no me había quitado la bata de felpa. Uno de los papelitos que colgaba del techo le cruzó la cara. Le ofrecí el único sillón de mi cuarto pero en el asiento había un pequeño papel dorado, lo leyó en voz alta.
— Blue Moon.
— Sabes, la idea de escribir los nombres en los objetos fue algo que se me ocurrió para atajar la vejez, porque temía que se apareciera sin aviso— le dije.
— ¿Le gusta la versión que hace Frank Sinatra o la de Elvis Presley?— me preguntó como sin prestarle mucha atención a lo que le había comentado.
— La de Sinatra, me hace soñar —le respondí batiendo mis pestañas—, La he buscado en muchas tiendas. Me han dicho que ya no viene más porque las importaciones de discos gringos están restringidas.
El hombre sacó del maletín un aparato, pulsó unas pequeñas teclas y comenzó a sonar Blue Moon cantada por Frank Sinatra. Estiró su brazo y me dijo:
—¿Bailamos?
La canción se apoderó de mí, aquel hombre me rodeó el cuerpo; me aproximé a él y comenzamos a movernos. Nos acoplamos como si lo hubiésemos hecho toda la vida. Cuando terminó, el hombre me dijo:
—¿Te gusta? ¿Lo compras?
— ¡No lo puedo creer! Sinatra ha cantado aquí mismo, en mi propia habitación— le conteste eufórica y agregué—, ¡Es mágico! ¿Qué precio tiene?
Me dijo el costo y como tenía el dinero integro de mi quincena, lo compré.
Muy animada lo despedí en la puerta de la pensión.
Cuando regresé a la habitación, el pequeño aparato no encendía. Desde ese día no funcionó más.
Ahora tiene una etiqueta adhesiva que dice: Última interpretación de Blue Moon por Frank Sinatra.