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Doble cinco. La última vez que papá salió, lo hizo con doble cinco. El señor Pedro jugó el cinco tres. Chucho le jugó el único tres que tenía porque ni modo que le iba a pegar en la cabeza a papá después de habérselo repetido tantas veces. “Si yo salgo con un doble, mijo, no me lo tape. La idea es que salgan todos los demás y nosotros tengamos juego”. Era primera vez que papá hacia equipo con Chucho y él no quería defraudarlo. El señor José a su derecha ya tiraba las piezas de tanta cerveza. El cinco blanco golpeó tan duro que mamá volteó. Papá le picó un ojo y ella sonrió orgullosa de su marido y su hijo mayor, que ya era un hombrecito.
Mamá volvió a poner los ojos rápido sobre el cartón. Doña Emirce cantaba el 33, “la edad de Cristo, el 33” y mamá ponía el granito de caraota negra bajo la N mayúscula. Doña Emirce hacía girar de nuevo las bolitas de marfil falso hasta que de su sonrisa arrugada salía “I 21, la edad mía, I 21”. Castorila, la más bochinchera de todas, preñada otra vez, gritaba “¡Bingo!” y pasaba al frente con Orlandito de la mano a buscar su premio. Mamá pasaba la mano, limpiaba el cartón y le pedía otro a mi tía Cándida. “Éste está empavao. Dame otro a ver qué pasa”. Era la tercera vez que Castorila ganaba. Su esposo la miraba feliz desde el patio de bolas hasta que le reclamaban que “bien que tu esposa está muy buena, pero ¿vas a jugar o no Mateo?”. Le decían Mateo porque de chiquito le decían negro, porque de muchacho le decían la negra Matea, como a la nodriza de Bolívar, y porque ya de grande, era una falta de seriedad que a un hombre casado y con muchachos le dijeran negra. Menos Matea.
Mateo, que de verdad se llamaba Orlando, despertaba, se fijaba en las bolas verdes, le montaba el ojo a la más cercana al mingo, sus dedos se movían como una araña sosteniendo un gran y pesado huevo rojo, dos pasos al frente, bola atrás para agarrar impulso y lanzaba haciendo que la bola girara hacia adentro. El boche era perfecto. La roja quedaba al lado del mingo y la verde se perdía en el monte que empezaba a crecer en la esquina cuando descuidaban el patio. “Ese cochino es de Mateo”, gritaba papá desde la mesa y me imagino que por ese descuido pasó y no se dio cuenta de que aunque no le quedaba ningún tres, podía jugar un cinco. “Un joropito, nojoda, que ese cochino hay que celebrarlo”. Mi padrino estaba haciendo el sancocho y ponía la música. Revisó en la caja de zapatos y confirmó que sólo había vallenato. “Ya se lo traigo compadre. Ahijada, llévele una cervecita a su papá”, me dijo a mí y se fue al camión a buscar el joropo. Me paré de la mesa, fui al pipote de basura, me apoyé en la gavera y metí la mano en el agua helada. Las cervezas se estaban acabando. Casi dejé de sentir el brazo antes de encontrar una botella y la saqué. Me la cambié de mano y agité el brazo para que me regresara la sangre a los dedos. De vuelta en la mesa, papá me sentó en sus piernas. “Mira a tu hermano, está concentrado. No ha pasado ni una vez”. Chucho levantó la mirada y sonrió. “Yo pasé, después hice pasar a Don Pedro, así que la mano la tiene Jesús, que además hizo pasar a Don José”.
“Quedamos en que íbamos a jugar callados, ¿no?” — dijo el señor José medio paloteado y molesto.
“Ajá. ¿Y el muchacho cómo aprende?” — le reviró papá de buen humor.
“Que aprenda en su casa” — dijo sin levantar la mirada de sus piedras.
Papá me bajó. Con una nalgada me dijo anda a ver si le das suerte a tu mamá.
“B 12, por la B, el doce”. Recién llegaba a la mesa y mi tía Cándida revisaba bien el cartón de mamá y gritaba “¡Bingo! hace tres bolas que tienes bingo, María”. Mamá se reía otra vez. Llegué para darle suerte, pensé. Mi padrino llegó con tres cassettes de joropo y puso uno, el que más me gustaba, porque tenía Simón Díaz, Reinaldo Armas y Julio Miranda. Apenas presionó PLAY, se fue a mover el sancocho, que ya olía sabroso. Con la tapa de la olla espantaba a los mosquitos, luego el vapor se los llevaba al techo del galpón para hacer formas brillantes con la luz de las lámparas. Me acerqué y me dio a probar. El caldo estaba bueno. Me dijo que ya estaba listo, echó un tierrero a las brasas y me sirvió a mi de primera. Me puso jojoto papas y pollito, porque la auyama me daba náuseas, pero dejó de servir cuando Dayana, la novia, lo sacó a bailar. El cemento estaba recién pulido y mi padrino se deslizó hasta los pies de Dayana, bailándola con una rodilla en el suelo. Pudo hacer la gracia hasta que llegó más gente a bailar. Llegó tanta gente que el bingo se terminó.
Luichi, mientras tanto, hacía su mejor esfuerzo cargando una gavera de cerveza él solito hasta el pipote. Yo sé que lo hacía por impresionarme. Después que terminó me sacó a bailar y le dije “¿no ves que estoy comiendo?”, pero después me arrepentí de ser tan áspera y esa noche, al despedirnos, le di un besito.
Mateo ya se había ganado su cochino, que ya estaban cocinando e igual nos comeríamos todos, cuando me quitó la sopa y me cargó. “Venga pa´ que cante”. Me subió a una mesa, agarró el cuatro, le dio las maracas a Luichi y empezó la del negro y el catire, mi favorita. Todos dejaron de bailar para verme, oírme y aplaudirme. Yo veía a papá con pena pero sonriendo mientras se me iba el tono, como siempre, cuando el negro le dijo adiós. “Adióóóóóóóóós, porque estaba muerto”. Sin embargo aplaudían. Papá, desde la mesa, tras hacer girar su última ficha con la diestra, también aplaudió.
“Castorila, pon a Orlandito a echar un chiste”. “Sí, sí, un chiste”. “Chiste, Chiste, chiste”. “El de las monjitas y el perro”, “El del perico y el cabezón, el del perico”. A Orlandito le quedaban bien los chistes, porque decía las groserías comiquísimo aunque no sabía qué significaban. El muchachito tenía tremenda memoria y miraba a la gente a los ojos. Nunca tuvo miedo de nadie, pero apenas lo subieron a la mesa miró asustado a la esquina, señaló y gritó lo único que pudo: “¡Mamá!”. Todos volteamos de inmediato a ver cómo Chucho se le lanzaba encima al señor José, que tenía un machete en la mano y se lo iba a clavar a papá. Papá, con la sorpresa, se cayó de su silla. Mamá se quedó muda viendo a Chucho pelear solito con un tipo armado. Mi padrino dejó a su novia, hizo a un lado mil sillas y mesas, quebró vasos y botellas a su paso y saltó sobre Don José, por encima de Chucho. Don Pedro se paró y se fue corriendo. Llegó más gente y agarraron a Don José que gritaba “Dejen que agarre al cabrón ese que lo voy a joder, nojoda. A mí nadie me pasa agachao”.
Recordé la distracción de papá al ver que, tras morderse un poco los labios, con la mirada fija en la mesa, tomó su última piedra, el cinco cuatro, y se la llevó al bolsillo. Luego abrazó a Chucho y verificó que la herida que tenía mi padrino en el brazo no era nada serio. Entre varias personas se llevaron al borracho belicoso a dormir la pea a su casa.
La fiesta siguió al rato. Terminaron de freír el cochino y sirvieron el sancocho. Vi que Don Pedro había regresado sólo para comer y terminarse el roncito. Pusieron el cassette, pero ya nadie bailó. La cerveza se acabó y las mujeres recogimos. Cuando ya casi todo estaba listo, empezamos a despedirnos. Mamá seguía seria. Papá seguía abrazando a Chucho. Chucho seguía orgulloso.
Yo era la única que faltaba por montarme en el carro, ya mi papá tocaba corneta y le di un besito a Luichi. Fue la última vez que lo vi. Por orden de mamá, más nunca volvimos a pasar por el club. Todavía lo recuerdo, paradito, de franela blanca curtida, pantalones sucios, zapatos rotos, viendo fijamente el carro que se perdía al doblar la esquina. Me senté y, al rato, como nadie en el carro hablaba, me quedé dormida.
Del libro Voces nuevas 2000-2001 (Celarg, 2004)