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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Como un Fénix

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entiende
que la dicha
es todo lo que crees que no puedes ser

Pamela Rahn Sánchez

Aquellos años fueron fabulosos. Estudiábamos en la Central y como buenos estudiantes de la Central todos los viernes eran de cervezas y arroz chino en el Lai Cen. Allí solía emborracharme con Lucho, entonces mi gran amigo. A veces nos acompañaba Rulos, hoy en Génova, que de articulista académico se convirtió en apóstol de la libertad financiera en Facebook, o Manuel-siempre-con-cámara-en-mano, a quien se lo tragó la tierra tras casarse con una colombiana en Barranquilla.

Por cosas del destino, esa noche estábamos Rulos, Manu y yo, fieles devotos del rito etílico, embarcados por Lucho, Silvia y otras sombras cuyos nombres se borraron de mi mente. Cuando entré al bar mi teléfono marcaba las ocho y diez de la noche y mis amigos, próximos a la barra, campaneaban las botellas de cerveza.

Al verme, Rulos soltó lo siguiente:

—Si quieres llegabas mañana.

—Había cola. No ha parado de llover.

—Verga, sí. Qué ladilla.

—¿Y Paula? —pregunté, luego de calzar las tiras de mi morral en el respaldo.

—No tengo idea. No contesta los mensajes —explicó Rulos.

En ese momento, Gleixon, nuestro mesonero de confianza, me entregó una cerveza.

—Dale chance. Tal vez esté ocupada —respondí, con la sensación de que las luces del bar resplandecían con más intensidad.

Hablar de Paula, de sus poemas y cabellos rojos, era la obsesa afición de Rulos. Tal vez, por esa razón, el desaire de esa noche era una especie de capitulación, de renuncia a cualquier conversación que involucrara su nombre. Aun así, su presencia flotó en nuestras palabras, como el hecho de comentar que su hermano estaba a punto de mudarse de Bruselas a Amberes, ciudad que le presta el nombre a uno de los libros favoritos de Paula, escrito por Roberto Bolaño, o que discutiéramos sobre la dualidad tiempo-ego en Synecdoque, New York, «obra» (Paula la llamaba así: «obra») de Charlie Kaufman. Pasada la medianoche, más de una docena de cervezas después, Gleixon nos entregó la cuenta. Acto seguido me levanté por cuarta o quinta vez para ir a orinar. Mi chorro, cayendo en un retrete atestado de hielos, expelía un hedor rancio. El dolor al pujar, esa vez, había desaparecido. Al salir del baño, noté que Rulos acariciaba la tela de su jean con una expresión ahíta. Ese gesto –lo confieso– me congeló la planta de los pies.

—¿Pagaste? —pregunté, al ver la factura sobre la mesa.

—Manu lo hizo.

—¿Cuánto le debemos?

—Dijo que nada.

—¿Y dónde está él?

—Salió a fumar y a tomar unas fotos.

—Bueno, vamos.

—¿Te quedan cigarros?

—Sí.

Antes de salir del bar, Rulos me agarró del brazo y preguntó lo siguiente:

—¿Me acompañas a La Unión?

—¿A esta hora?

—Si no me haces el coro, iré igual.

Resoplé.

Luego, dije:

—No estará dormida, ¿verdad?

—No creo. Ella es poeta.

Para Manu, a ir a casa de Paula no era la mejor de las ideas. Pero como no le quedaba dinero para pagar un taxi aceptó ir a regañadientes. De igual forma, cuando encendí el motor lo hice con la mente turbia y al activar el limpiaparabrisas las gotas de lluvia que deformaban el horizonte fueron barridas. El resplandor de los faros, amarillentos ya, daba cuerpo a los pocos gajos de agua que aún flotaban en el aire. Rulos partió a toda velocidad, haciendo rechinar las llantas de su Yaris sobre el pavimento húmedo. Sospecho que Manu le dijo que me perdiera de vista, que yo estaba de más. Supongo, también, que ellos no esperaban que pisara el acelerador a fondo y que, bajando hacia la zona sur de la Plaza Francia, ignoraría por igual todos los semáforos.

Poseídos por una especie de fulgor demoníaco, empalmamos el desvío que conecta con la autopista y, antes de hundirnos en el túnel de La Trinidad, apreté con fuerza el volante. A pocos metros de la bifurcación del Hatillo, rebasé a Rulos y noté que la mirada de Manu era de absoluto desconcierto, de sáquenme-de-esta-locura-malditos-dementes. Subiendo por la avenida principal, Rulos volvió a superarme y de un solo impulso llegamos al pórtico del edificio donde vivía Paula. Él estacionó frente a la entrada y yo me detuve en el recodo anterior. La oscuridad era casi total y el alumbrado público, carente de funcionamiento, acentuaba la sensación de boca de lobo. El resplandor rojizo de las luces traseras del carro de Rulos irradiaba la maleza crecida en la jardinera, descuidada, con algunas vetas disecadas en las puntas.

Los primeros veinte minutos de espera transcurrieron en un exasperante silencio. En ese lapso, encendí tres cigarrillos. Exhalando una de las tantas nubes de polvo, vi que Manu se acercaba.

—Qué mierda todo, ¿no? —dijo, sentándose a mi lado.

—Si tú lo dices —contesté.

Manu hizo un gesto ambiguo y dijo:

—Tengo una duda.

—¿Cuál?

—¿Qué haces aquí?

—Lo mismo que tú: acompaño a Rulos.

—No te creo.

—Es la verdad.

—A ti también te gusta Paula. Se nota.

—Quizás.

Manu calló por unos segundos. Su atención se concentró en sus manos velludas.

Luego, agregó:

—¿Me das uno? Dejé los míos.

—Agárralo.

Manu sacó un cigarro de la cajetilla que reposaba sobre el tablero. Se lo llevó a los labios y me pidió el yesquero. Con mi nariz apunté hacia la guantera; allí, consiguió un zippo plateado. Al encender la flama, sus facciones afiladas brillaron. Un sonido metálico precedió el regreso a la oscuridad.

—Hay algo que todavía no me dices —solté.

—¿Qué?

—Paula y tú, ¿qué onda?

—Que yo no le quiera meter no significa que esté ocultando algo —el humo que exhaló de sus pulmones cortaba sus palabras.

—No creas que no lo sé. Ustedes se conocen desde hace tiempo —expliqué.

—¿De qué hablas?

Recuerdo que clavé mis ojos agrios en su rostro y dije:

—No soy Rulos, Manuel. A mí me dices la verdad.

—Estás imaginando cosas.

—La pregunta es por qué lo ocultas.

—Los celos te tienen loco.

—Mejor dicho: por qué ambos lo ocultan.

Dije esto y mi atención se focalizó en el espejo retrovisor. Unas feroces motocicletas pasaron a nuestro lado rasgando la quietud de la madrugada. Un escalofrío erizó mi piel y Manu se secó la frente con la manga de su sweater. Normado el silencio, soltó un hondo suspiro.

—Está bien —dijo, palpándose las venas que hacían relieve en su mano izquierda—. Sé que no vas a descansar hasta que te lo diga. Paula estudió en el Friedman. Le di clases.

—¿Por qué lo ocultaste?

—Es complicado.

—¿Tuviste algo con ella?

—No, ¿cómo crees?

—Dime la verdad.

—¿Cuál verdad?

—Era una carajita, fino. Cuando yo me empaté con Lucía ella estaba saliendo del quinto año, ¿recuerdas?

—Es distinto. Tú no le dabas clases.

—Ok. Eso lo entiendo.

—Pero esa no es la peor parte.

—¿Qué hiciste?

—Júrame que no le dirás a nadie.

—Está bien. Lo juro.

Manu apretó con los dedos su pantalón. Su mirada, pastosa, hizo contacto con la mía y volvió a resoplar. Como un caracol, se escondía en sus propias barreras. Ahora, su voz parecía venir de una cáscara.

—Tuve algo con ella y eso estuvo mal. Pero lo más mierda de todo es que quedó embarazada.

—¿Y entonces?

—Pagamos el aborto. La acompañé. Igual, fue un trauma muy jodido.

—No es para menos.

—Ahora que lo pienso, no sé qué coño hago aquí.

—¿Y nadie más se enteró?

—Solo su mejor amiga.

Manu lanzó la colilla de su cigarro hacia un seto oscuro; después, abrió la puerta del carro y, antes de que la suela de su zapato pisara el asfalto, estiré mi brazo para detenerlo. Un áspero silencio vibró dentro de mis narices y la atmósfera se cargó con una sensación grumosa.

—No quiero seguir hablando de esto —dijo.

—Solo contéstame algo.

—¿Qué?

—¿Paula sabe que estamos aquí?

—Sí. Rulos me dijo que está molesta.

—¿Sabes si va a salir?

—Le dijo que sí, que esperara. Está escribiendo algo.

En ese instante, Rulos hundió sus manos en la corneta. El incesante chillido de la bocina amenazó con derrumbar mis planes.

—Anda a calmarlo. Si alguien llama a la policía estamos jodidos —sugerí.

—¿Algo más?

—Sí.

—¿Rulos sabe de lo que pasó entre ustedes?

—No.

—No le cuentes. Nunca —concluí.

Manu convino con un gesto de sus labios y al salir del carro alzó los brazos para que Rulos cesara el escándalo. Mientras, observé mis cuencas oculares en el espejo retrovisor. Mis ojeras daban a mi rostro un aspecto cadavérico. Por un momento, pensé que lo mejor era irme, olvidarme de Paula, de la cadencia de sus caderas, de sus labios color sangre, cuando ella abrió la verja en medio de la oscuridad. Un montón de mariposas garcíamarquianamente amarillas volaron huyendo de sus pasos. Mi corazón comenzó a dar tumbos dentro de mi pecho, a la vez que se daba la secuencia esperada: al ver a Manu sentado al lado de Rulos, ella-y-su-carácter-voluble-e-impredecible enfilaron sus pasos en otra dirección. Y mi plan, que para funcionar necesitaba el último engranaje de su albedrío, marchó a la perfección al verla caminar hacia donde estaba estacionado. Después de encender la luz de la cabina, ella asomó su cabeza por la ventanilla del copiloto y preguntó si podía subir. Rulos, al ver que Paula trepaba en mi auto, arrancó en dirección contraria.

Tras ajustar el cinturón de seguridad, dijo:

—Esto es rarísimo. ¿Qué haces tú aquí?

—Rulos me pidió que lo acompañara.

Paula sacó un cigarro de la cajetilla y antes de que pidiera el yesquero, me incliné hacia la guantera y le alcancé el zippo. Sus piernas expelían una fragancia almendrada. Al prender la llama, su cabello rojizo resplandeció como un fénix. Dio dos caladas y preguntó si nos íbamos a quedar allí toda la noche. Sonreí, dije que no, y puse en marcha el motor. La brasa del cigarrillo reflejaba en su mirada un chispeante fulgor.

—¿Dónde quieres ir?

—A cualquier sitio. Me costó demasiado escaparme a esta hora.

En el descenso de la avenida principal, antes de conectar con la autopista, vi que unos adolescentes descalzos levantaban la tapa de una alcantarilla. La vía, desértica, parecía la antesala a una tragedia. Rodando por Santa Fe, Paula quiso saber si esperaba que pasara algo entre nosotros.

—¿Disculpa?

—Es que esto es muy raro —aclaró.

Su mano derecha flotaba en las afueras del auto y varios mechones de cabello caían sobre su frente.

—¿Raro por qué?

—Porque no has dejado de sonreír.

—¿No puedo hacerlo?

—Sí. Pero no entiendo, disculpa.

—¿Te puedo preguntar algo?

—Claro.

—¿Por qué no subiste al carro de Rulos?

Su teléfono empezó a sonar. Con sus dedos, desvió una llamada. En la superficie de la pantalla alcancé a leer el nombre de mi amigo.

—Ustedes son bien raros.

—¿Te parece?

—Dime lo que sabes.

—¿De qué?

—Eres indescifrable.

—Me lo han dicho varias veces —celebré.

—Para mí eso no es bueno.

—¿Por qué?

—¿Lo ves?

—¿Qué?

—Esa actitud.

—No entiendo.

—Ay, olvídalo. ¿Comemos algo allí?

Paula señaló una arepera en la avenida Río de Janeiro. Al bajarnos del auto, caminamos por un sendero de baldosas arropados por la gélida madrugada. Cuando entramos al restaurante, un grupo de mesoneros nos observó con desprecio. Fue el más anciano quien se acercó a tomar nuestra orden: dos cachapas con queso de mano y dos Coca-Cola de lata. Mientras comíamos, hablamos de sus poemarios y de mi novela inconclusa.

—Lo que me parece más loco de ustedes es que hayan leído mis libros.

—Son muy buenos.

—No voy a coger contigo por el simple hecho de que me digas Pizarnik.

—Yo no te dije Pizarnik.

—Mosca pues.

—Te decimos Sylvia.

—Mentira.

—En serio —dije, riéndome.

—Los odio.

—No te molestes. Es broma.

—Ya me iba a picar.

—Lo que sí te puedo decir es que hay un poema tuyo, creo que se llama «Las hormigas». Hay un verso increíble que dice algo así como que, en la oscuridad me quedo viendo las hormigas

sin saber quién soy

—Es increíble, ese poemario es increíble.

—Gracias —dijo, sus cachetes parecían una bola color sangre—. ¿Y tú no escribes?

—Sí.

—Cuentos, supongo.

—Tengo un par de años escribiendo una novela.

—¿De qué trata?

—No sé si quieres escuchar.

—¿Eres supersticioso?

—No.

—Cuéntame entonces.

—Es una historia de amor. Un profesor y una alumna se enamoran. Son de clases sociales muy distintas. Él dice muchas mentiras para estar con ella. Incluso, logra estafar una buena cantidad de dinero con el que se escapan a Roma. Allá, ellos viven un romance lejos de los prejuicios, hasta que el pasado del profe los alcanza y todo termina.

Tras un espeso silencio, ella soltó lo siguiente:

—¿Tienes título?

—Sí. To Rome To Love.

—¿Esa no es una película de Woody Allen?

—No. La película se llama To Rome With Love. Mi novela es To Rome To Love.

Faltaba poco para el amanecer cuando Paula dijo que era hora de irnos.

—¿Te puedo pedir un favor? —preguntó, caminando hacia el estacionamiento, con voz quebradiza.

—Sí.

—¿Puedo manejar?

—Está bien —respondí.

Paula puso en marcha el motor. Bajó los vidrios delanteros y, después de sintonizar una estación que sonó de manera nítida, arrancó. Al principio, condujo con cierto nerviosismo, no sé si por falta de práctica o porque los dedos de mi mano izquierda masajeaban el revés de sus muslos.

Al salir de Las Mercedes, comenzó a acelerar.

—Agárrate.

—Tranquila —dije.

Sus pecas brillaron ante el choque de los níveos destellos del sol. Su sonrisa, traslúcida, despertaba una sensación de ternura. El este capitalino, desplegado como una cadena de parpadeos, se confundían con el alba. En la radio empezó a sonar «Mercedes», de Simón Díaz, y Paula giró la perilla hasta el borde máximo cuando su cabellera oscureció al entrar al túnel que pone término a la autopista. Subiendo a La Unión, el caimán patas arriba dormía de lo más sabroso a todo volumen. Al llegar a su casa, se despidió con un beso en mis labios y dijo nos vemos otro día, Jose.

 

Del libro Amores rotos (Palíndromus, 2024)

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