Después del incendio, de Carlos Colmenares Gil
08/ 03/ 2014 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteHacía el suficiente calor como para pasar de rones a cervezas. Sabíamos que al bajar de grados alcohólicos nos íbamos a volver mierda, pero igual éramos los menos borrachos en el lugar. A Lucía toda la situación le hacía una gracia un poco difícil de entender para mí, pero los pendejos siempre sufrimos demasiado en serio por las pendejadas que nos ocurren.
–Pero ¿te había pasado antes?
–Así como ahora no, bueno no sé. Todo esto me ha llevado a pensar que a veces en la amistad entre dos hombres hay cosas sexuales que uno no quiere reconocer ¿no?
–Claro, y entre dos mujeres, y entre un hombre y una mujer, en cualquier tipo de amistad. Pero no te enrolles, igual todos ustedes son medio maricos.
No sé si se refería a los hombres en general o a nosotros, mis amigos y yo. Lucía era tal vez la única que me entendía, precisamente porque no le daba tanta importancia a mis pendejadas.
–Es guapo. Bésalo ¿cuál es el peo?
–Que me guste.
–Yo no sé cuál es el miedo que le tienen ustedes a hacer algo con otro tipo. Eso los hace más maricos ¿no crees?
Una vez más no supe a quiénes se refería con el ustedes.
Había conocido a Javier hace como un año en el postgrado de filosofía. Un carajo de pinga, panita. Después de que los dos abandonamos las clases nos seguimos viendo, intentamos formar una banda pero en los ensayos no hacíamos sino emborracharnos y quedarnos hablando hasta tarde. Él había terminado con su novia y yo andaba en una relación un poco difícil de definir. Él estaba en una etapa que, por no encontrar otra palabra, llamaré hueco; yo había pasado por eso no hace mucho, pero no sabía qué hacer o decir para ayudarlo.
Todo el tiempo andaba por ahí, literalmente. Lo podías llamar cualquier día a cualquier hora y estaba por Chacao o Sabana Grande o saliendo de su casa hacia algún lado. Trabajaba para una editorial, pero era como si su trabajo fuese estar cerca, listo para tomarse unas cervezas.
Siempre le hacía la misma pregunta: ¿ha aparecido alguien? Siempre respondía lo mismo, y podía ver cómo se frustraba. Luego hablábamos de todo lo demás, del futuro, de nuestra falta de proyectos, de lo ladilla que se ponía Caracas a veces. Me decía que la ciudad era como La Zona en Stalker, la película de Tarkovski, cada minuto era distinta, no se sabía cuántos salían vivos, y dependiendo de cómo anduvieses dentro de ella las cosas eran fáciles o imposibles. Yo no podía sino asentir y seguir hablando de películas de ciencia ficción, en todas se podía hacer un paralelismo con Caracas.
Un día, luego de otro de nuestros falsos ensayos nos fuimos a El Maní y conocimos a unas francesas, él se quedó con la alta y yo con la bajita. Yo hubiese querido a la otra, pero como igual no pensaba en serle infiel a María, no hasta saber si seguiríamos juntos luego de que llegara de viaje, fue mejor así. La alta agarró el flow de la salsa rápido y se movía casi como una venezolana, la mía no bailaba un carajo, hasta se veía algo ridícula, muy acelerada, pero le echaba bolas y tripeábamos. Como a las tres de la mañana él y la alta se fueron a casa de ella, yo me fui por mi lado con Amandita la bajita. Nos besamos y nada más, pudo haber pasado algo pero terminé de quedarme tranquilo cuando la vi jalarse dos bolsas de perico en menos de veinte minutos. Me quedé dormido mientras ella seguía bailando espantosamente una salsa imaginaria.
Al día siguiente nos vimos en Centro Plaza. Me contó que su francesa estaba casada con un chivo de la embajada que en ese momento andaba de viaje, y que su apartamento era arrechísimo. Le hice la pregunta obvia y respondió con un gesto que no supe entender. No lo vi más como por un mes, eso no era raro en nosotros.
Nos encontramos de nuevo con la excusa de reactivar lo de la banda. Me dijo que había cambiado de trabajo, ahora andaba en unos proyectos por su cuenta, menos estabilidad económica pero un horario más flexible. Me cagué de la risa. Montamos una versión de La Costa Brava que no nos salió tan mal, luego nos caímos a birras. Salimos a caminar emocionados por el ensayo. Cuando pasábamos cerca de los chinos alemanes vimos a la francesa alta bajarse de un carro con quien creímos que era el esposo, se hizo la que no nos vio y entró a un restaurante de comida mediterránea con monsieur Cornelio. Vi la aparición de la caraja como una señal y le conté que había estado cogiéndome a Amandita la huerfanita, o que ella me estaba cogiendo a mí, mejor dicho. Ella también estaba casada, pero el esposo se quedó en no sé cuál ciudad de Francia terminando su tesis doctoral. Andaban mal y ella se vino a vivir un rato con su mejor amiga, que resulta que era la prima de la francesota de Javier. Le conté los pormenores y luego no hablamos por un rato. Nos separamos en Los Dos Caminos y luego yo me devolví.
La semana siguiente llegó raro al ensayo. Yo acababa de recibir un e-mail de María, que en España tiró con un tipo y no sabía si eso se valía en nuestra relación, que tenía que decírmelo. Lo que es igual no es trampa, pensé. Quien debía estar raro era yo, pero esa era, sin duda, la tarde de Javier, ahí me contó todo. No puedo decir que no lo había sospechado antes.
–Tú mismo eres quien dice que hay que vivir y tener experiencias y toda esa paja con la que te convences de que haber terminado con Martha fue lo mejor.
–Sí ¿y qué? –respondí.
–Bueno, ponlo en práctica.
Maldita, siempre me agarra por donde me duele.
–El otro día la vi –me dijo–. Iba a ir con Claudia a verme poner música en El Puto, al final no fue, te salvaste de encontrártela de vaina.
–Bueno, en algún lado me la tengo que encontrar ¿no? Ya ha pasado casi un año.
–Sí, pero me hubiese dado ladilla estar contigo ahí, metido en el hueco. Los dos son mis amigos, no hubiese sabido qué hacer.
–Yo la he visto como tres veces por ahí, luego de aquella vez que fue a mi casa a darle un cierre a las vainas, supuestamente. Todo el mundo me habla de ella, una ladilla para mí también.
–Tranquilo. Quizás pronto ni siquiera te gusten las mujeres.
La risa de Lucía es una de las cosas más hermosas de escuchar en la vida, así sea una risa maliciosa, una risa hijadeputa.
–Maldita –y me empecé a reír yo también.
El calor era insoportable. Mucha gente le echaba la culpa al incendio que hasta algunos días consumía a El Ávila. Yo no sé qué tenía que ver una cosa con la otra, pero, como dije, el calor era insoportable; además de que la calima o calina (yo les digo cenizas) producto de la montaña quemada estaba por todos lados jodiéndole la respiración a uno. A pesar de eso seguíamos saliendo a caminar por ahí, especialmente el día que Javier me contó que era marico. Cuando llegó a mi casa ansioso por decirme algo, me imaginé que por fin había aparecido alguien por ahí (por Amanda sabía que lo de él y la francesa había sido cuestión de esa noche y ya), o que había vuelto con su ex novia. Dijo que sí, que apareció alguien y se calló un momento. Hice un gesto para que me terminara de contar, y me dijo que el problema de que haya aparecido alguien es que ese alguien no tenía tetas, y que más allá de eso, sentía que de ahora en adelante no le interesarían las tetas para nada. Me contenté porque pensé que su nueva orientación lo haría salir del hoyo en que andaba metido, y me imaginé lo arrecho que debía ser descubrir el montón de vainas nuevas que él descubriría de ahora en adelante. Me pareció de pinga, y se lo dije. Él me dijo que la curiosidad la había tenido siempre, pero desde que estuvo soltero de nuevo la sintió con más fuerza, que luego de meses de confusión algo se reordenó en su cabeza tras conocer al tipo que lo ¿desvirgó?, y decidió probarse.
Caminamos muchísimo, y sudábamos que jode también. La iniciación de Javier fue más completa de lo que cualquiera podría imaginar. El carajo lo dejó pidiendo cacao, y ese día se verían otra vez. Yo no sabía un coño de los códigos gay ni nada más allá de lo que el sentido común pudiera sugerir, sabía que estaba ese peo de los pasivos y los activos, pero Javier me dijo unas semanas después (ya con cierta experiencia en el asunto) que eso sí que era una mariquera, que si te gustaban los hombres le echabas bolas a todo, coger y que te cogieran; además –siguió–, muchos maricos te van a decir que son activos, pero todos se dejan coger cuando se enamoran. Yo no tenía mucho más que decir.
–Mi mejor amigo en séptimo grado se llamaba John, y por alguna razón yo lo admiraba burda. No creo que yo lo comprendiese en ese momento, pero él tenía algo así como una seguridad que para mí, a esa edad, era imposible de conseguir, no sé. El hecho es que John empezó a aparecer en mis fantasías, cuando me masturbaba. Yo solía imaginar a la vecina del piso de arriba, Andrea. Pensaba en ella bañándose o tocándome la puerta para invitarme a su casa, me veía quitándole la ropa, besándola, y ahí aparecía John. Al principio arruinaba la fantasía, yo evitaba pensar en eso, pero llegó un punto en que me dejé llevar. Logré acabar unas cinco noches seguidas pensando en él y luego desapareció, fue muy raro porque desde entonces no había tenido ningún pensamiento de ese tipo rondándome la cabeza. Nunca había hablado de esto con nadie, de hecho, se me había olvidado hasta hace días, supongo que fue un rollo de curiosidad adolescente, pero estoy suponiendo demasiadas vainas últimamente.
–¿Y qué pasó con él, con John?
–Él se fue del colegio en octavo, nos seguimos viendo un tiempo y finalmente se fue a Colombia con su familia que era de allá.
–¿Y tú crees que fuese gay?
–No sé, pero es posible. Le gustaba burda arreglarse y tal.
–Eso no tiene nada que ver, pero igual debiste intentar algo con él, para sacarte la espina ¿no?
–Coño, tenía como trece años, Lucía, quizás a estas alturas no me preocupe si pasa algo con Javier, pero en ese momento no tenía las bolas como para plantearme la vaina. Igual estoy casi seguro de que no soy gay, sino que hay algo en este pana que me atrae ¿es posible?, ¿es posible eso?
–Supongo –dijo Lucía riéndose.
–¿De qué te ríes, pajúa?
–Nada, nada. Yo tampoco creo que seas gay, pero me da risa todo tu peo. Otra persona lo resolvería y listo, tendría algo con el carajo sin ponerle una etiqueta. Yo he tenido novia, y tú lo sabes, y eso no hace que deje de soñar con un príncipe azul de mierda que me quiera burda, que funcione en la cama, y con el que me pase el resto de la vida haciendo las estupideces que hacen las parejas porque se ladillaron de andar solos por la vida.
–Bueno, no todos somos tan elevados como tú.
Inmediatamente después de decirle eso, llegó el dueño del local y le dio un sobre con su cheque por poner música esa noche, le repitió que podía tomar lo que quisiera gratis.
–Y ahora estoy más elevada con esto –dijo señalando el sobre–. Vente, te brindo un trago.
Ahora subíamos de grados alcohólicos, ya no me importaba, me dejé llevar. Sabía que pronto me iría a donde estaba Javier y ya me sentía bastante borracho, mejor así.
Lo que le gustaba más a Javier del pana con el que cogía era que no era el típico marico loca o femenino en el que uno suele pensar. Este carajo era más varonil que el coño, jamás se sospecharía que no le gustaban las mujeres y, como mi amigo me explicó después, en algunos círculos se decía que ese tipo de hombres eran el mejor polvo.
Javier durante esa época tiró con varios más: cuarentones, adolescentes, locas, los que dicen que no son gay, etc. Me sorprendía lo relativamente fácil que era cuadrar con alguien, era algo que envidiaba. Hay más flirteo de la cuenta en el mundo heterosexual, decía yo. También mejoró muchísimo en la guitarra, tocaba a la perfección lo que yo le pedía: Smith, Dylan, Chinarro, Mangum, Frusciante, Johnston; incluso pudimos montar un par de cosas de Leadbelly, uno de nuestros héroes.
De todos esos tipos, seguía pegado con el primero, y tiraban cuando éste quería. Ese era el rollo de Javier, estaba como enamorándose, y deseaba estar siempre con el tipo, pero a veces pasaban semanas sin verse, y el bicho lo llamaba para cogérselo nada más.
En uno de nuestros ensayos, luego de hablarme como media hora de lo encabronado que estaba con el carajo, mientras tocábamos Where Did You Sleep Last Night?, lo vi rasgando los acordes casi con desesperación. Era lo que requería el tema, pensé, pero igual sentí algo extraño que no entendía muy bien, supongo que así se siente cuando uno cree que tiene una revelación o algo parecido. Lo veía mirando por la ventana mientras tocaba y llegaba a mí una sensación de angustia, pero una angustia armónica, una angustia que convivía en paz con él, conmigo, con la canción que sonábamos, una angustia que, según lo pensé en ese momento, probablemente me acompañaría toda la vida, pero sin hacerme infeliz, no sé, como si entendiese toda la mierda que hay en el mundo, y me daba cuenta que el hecho de entenderla no cambiaba nada, seguía siendo mierda y seguía inundando todo a nuestro alrededor, no había nada que hacer sino estar en paz con esa mierda, eso era lo que sentía, me sentía en paz con la basura y las estupideces del universo. No sé por qué todo eso vino a mi mente, tal vez no tenía sentido ni antes ni ahora, pero fue un sentimiento muy visceral y muy fuerte. Entonces me acordé del sueño.
Estábamos asomados en el balcón de mi casa y veíamos el cielo oscurecerse, aún había cenizas del incendio del Ávila en el aire. Yo me sentía asustado y luego me cagué aún más cuando vi a lo lejos que se acercaba un tornado. Venía hacia nosotros. No me volteé a mirar a Javier pero lo sentía a mi lado, yo me estaba desesperando, entonces me agarró la mano. Me agarró la mano y en instantes me empecé a sentir seguro. El tornado se acercaba pero era como si el contacto de su mano me transmitiese el mensaje de que íbamos a estar bien, incluso si nos mataba íbamos a estar bien. La angustia bajó por completo mientras yo le apretaba los dedos con fuerza, y luego no sólo me quedé sin miedo, sino que entré en un estado de tranquilidad total, y me di cuenta de que era arrechísimo ver el tornado acercándose, arrasaba todo a su paso con una perfección increíble, tras él quedaba en ruinas una parte de la ciudad, pero al no tener miedo me parecía hermoso el desastre. Pensé que probablemente así se sentían Tyler Durden y Marla Singer en la escena final de Fight Club, cuando veían los edificios derrumbarse, tomados de la mano, como nosotros, y Tyler le decía a Marla: te conocí en un momento muy extraño de mi vida. Es todo lo que recordaba.
Había soñado eso la noche anterior. Y el sueño parecía significar para mí exactamente lo mismo que lo que vino a mí mientras lo veía tocar. Creo que por eso me acordé, y me di cuenta de lo que había estado rondando por ahí desde que conocí a Javier.
Como que yo también era marico, pensé.
Terminamos de ensayar. Javier había traído media botella de ron y porro hasta para regalar. Fumamos y bebimos. Yo pensaba en el tornado que se acercaba, pero no le dije nada a él. Hablamos del otro carajo y de mis cosas con María, le quedaban aún como dos semanas de viaje y me había escrito sólo una vez más desde que me contó que estuvo con alguien en España. Yo le había respondido que aquí hablaríamos y que estuviese tranquila, que no se enrollara, me había dicho que ok, que lo sentía, y nada más. Pero ella era así, despreocupada, no hacía falta que yo se lo dijera. Al menos me avisó. Ojalá se la haya cogido mal, pensé burlándome de la situación. La verdad no me importaba tanto, yo igual estaba con Amanda, y no se lo iba a contar, así que no me podía arrechar, de los dos yo estaba siendo el peor. Pero Amanda ya me tenía ladillado, cada vez estaba más drogadicta. Ahora fumaba porros con heroína, millonario, le dicen aquí, no sé cómo será en Francia. Evidentemente andaba jodida por lo del esposo, pero se metía todas las drogas posibles para anestesiarse. La iba a ver al día siguiente, ya estaba preocupado por ella pero no iba a dármela del salvador, la caraja es como siete años mayor que yo. Pensaba hablar con la amiga y que ella hiciera lo que tuviese que hacer. Todo esto se lo dije a Javier, como para olvidarme del tornado, pero cada vez estaba más cerca, y yo más fumado. Y se me ocurrió contarle el sueño.
–Ajá, lo que te iba a decir es que es obvio que si le contaste el sueño fue para buscar algo ¿no? O te vas a hacer el güevón y me vas a decir que usaste la técnica de seducción más popular entre las niñitas de 16 años, léase el anoche-soñé-contigo y toda esa paja, sin ninguna intención.
–Bueno, claro que fue por algo, pero eso no quiere decir que no me dé miedo. Y sé que me vas a repetir que a qué le temo y que soy un pendejo por sentirme así y que me deje de vainas machistas; yo todo eso lo entiendo, pero igual.
Aunque ya se nos trababa la lengua, seguíamos en la barra sin parar de hablar.
–De todos modos ya mataste el tigre.
–Y le tengo miedo al cuero.
–Pero vas a ir a donde está él, y mañana en lo que te levantes me contarás qué pasó. Y no me choques el carro, por favor.
–…
–¿No te parece cómico?
–¿Qué?
–Que todas las tipas con que sales son las que tienen carro y te buscan y casi todas son mayores y tienen más plata. Es decir, que cuando has estado con mujeres eres tú quien está en una posición femenina en la relación. Incluso con María que es como medio marimacha (si nos damos cuenta ahí ya estabas haciendo tu transición) y maneja una moto y vaina. Y ahora que andas medio con este carajo, lo vas a ir a buscar, así sea en carro prestado, mi carro, y lo vas a llevar a tu casa. Cuando eres marico es cuando eres más masculino.
Esa maldita risa otra vez. La verdad a mí también me parecía cómico todo.
–Cállate la boca, Lucía. Adiós –me despedí mientras ella pedía otro trago.
Lucía tomaba como una vikinga, pensé que nadie lo hacía como ella, pero últimamente me había topado con un montón de mujeres así. María era una, pero María no tenía una risa tan increíblemente devastadora. Lucía era otra cosa, era la única amiga verdadera con quien yo nunca había tenido nada, pero ahora no dejaba de pensar en ella como una de las mujeres más de pinga que conocía, ella y Martha lo eran. Tenía que olvidarme de eso, estaba borracho y mis problemas eran otros, además, como decía mi psicóloga, yo tenía la tendencia a erotizar todas las relaciones con las mujeres, cosa que al parecer se estaba extendiendo a los hombres, porque iba enrumbado hacia la fiesta donde estaba Javier, a ver qué pasaba.
A pesar de que eran las dos de la mañana, el calor seguía, el clima de después del incendio. Mientras manejaba empecé a pensar en Happy Together de Wong Kar Wai, basada, creo, en un texto de Manuel Puig, donde se narra la relación de dos homosexuales chinos en Buenos Aires. También pensé en un par de cuentos que había leído hace poco, sobre homosexuales también, pero bastante ingenuos los dos. Luego pensé en que la palabra homosexual era tan rara como heterosexual y que, como cualquier palabra, no abarcaba casi nada de lo que pretendía abarcar. Luego se me quedó la mente en blanco hasta llegar a la fiesta. Me estacioné y entré.
Desde que le conté el sueño no habíamos vuelto a ensayar, pero comenzamos a hablar por chat casi todos los días. Al principio de lo de siempre, de nada, pero luego le empecé a preguntar acerca de su nueva vida, como yo la llamaba. Cada vez las conversaciones se volvían más intensas, y terminaron en varios e-mails en los que Javier describía casi a diario lo que estaba pasando en su vida sexual. No es que esas conversaciones me excitaran, no principalmente, era que hablar de eso de alguna manera rompía con lo ladilla que estaba siendo todo para mí. Quizás me estoy justificando, pero desde mi rompimiento con Martha no había salido de un solo hueco, ahora estaba mejor, pero igual todo se sentía como vacío; Amanda era una ociosidad, María era la posibilidad de una buena amiga que terminó mal, Lucía trataba de ayudarme y yo no me dejaba, y ya me estaba preocupando la cantidad de monte y alcohol que estaba consumiendo. Al último mail le respondí una noche a las tres de la mañana ¿Cuándo nos vemos? Y me dijo que me llegara a esa fiesta ese día. Como que entendió la seña.
Esa noche me di cuenta de que Javier había empezado a usar el mismo perfume que usaba Martha (o el que usó las tres veces que lo hizo), pero igual se veía bastante masculino, no así los dos amigos que andaban con él en la fiesta, pero qué importaba, yo no tenía vergüenza.
El alcohol que tenía encima hizo que para mí todo fluyera sin demasiados problemas. Javier en un momento, mientras hablábamos con algunos de sus nuevos amigos, puso su brazo sobre mi hombro por un par de minutos. Me tomé tres rones con hielo y bailamos un montón de música noventosa. No fue un baile donde lo miré y él me miró, ni nada por el estilo, estábamos más allá de eso, creo. Aparte de lo del brazo en mi hombro no hubo otra señal. Y descubrí que no es que hubiese menos seducción entre dos hombres, sino que el deseo era expresado sin dudas, directamente, todo era más honesto, más simple. Al menos para mí esa noche.
No creo que fuese una fiesta gay en sí, pero casi todos los carajos eran o parecían maricos. Ninguno me gustaba, tan borracho como estaba seguía sin sentirme gay, sentía que deseaba a Javier, y ya. Simple. Simple. Ya pasada la euforia de la música y el baile, le dije que nos fuésemos.
En el carro casi no hablamos, escuchamos música todo el camino. Casi llegando sonó una que nos gustaba a los dos, pero que nunca nos salía bien cuando la intentábamos tocar, quizás porque no entendíamos la letra, pero la cantábamos. He aprendido a hacer la O sin la María y puños fuera/ los tres telediarios, barras y estrellas, palos de bandera. Yo aumenté la velocidad mientras Javier bajó el vidrio y se prendió un cigarro. Tallo de las hojas, varas verdes/ veo que te me pierdes, veo que te me pierdes. Le dije que me diera uno, me miró raro pero me pasó el suyo y se prendió otro. He aprendido a hacer de un solo trazo/ zeta, zeta, zeta/ zeta, zeta, zeta. Tenía las manos sudadas y se me estaba pasando la borrachera. Agarré la caja y saqué otro cigarro mientras nos estacionábamos. Ya parado el carro, él se acercó. Dejamos de cantar. He aprendido a hacer por el silencio la h muda. Su barba me molestaba, y el freno de mano se me clavaba en la pierna. He aprendido a hacer de un solo trazo las arterias y los vasos/ Me van a detener, me van a detener. Por reflejo estuve a punto de quitarle la mano de mi pecho. Estuvimos así dos canciones más y luego me dijo ¿subimos? En el ascensor estábamos callados. Creo que es sobre un artista, la canción, me dijo antes de bajarnos. Como que sí, o sobre un suicida, respondí.
Su pene era casi igual de largo que el mío, pero algo más grueso. Tenerlo en mi boca quizás fue lo que me excitó más, pensaba que me daría asco. Lo que no me gustó fueron sus besos alrededor de mi cuerpo, por alguna razón quería que fuese sólo a mis labios o a mi sexo, el olor a perfume de mujer también me molestaba. No lo quise penetrar ni él a mí, sólo nos hicimos la paja y lo dejé que lamiera y me metiese un dedo en el culo. Acabé dos veces y él una, su semen sabía un poco a limón. No hablamos mientras tirábamos ni luego. Javier se paró y puso la canción que escuchamos en el carro y así nos dormimos, yo en la cama y él en el colchón de abajo. No pensé en nada, estaba cansado.
Esa noche soñé con imágenes inconexas entre ellas. La cara de mi hermano, la casa de Martha, El Ávila quemándose, lluvia, mucha lluvia, y un ambiente oscuro lleno de gente, como la discoteca de la noche anterior con Lucía.
Me levantó a las siete de la mañana para que bajara a abrirle, ofrecí llevarlo pero no quiso. Ya no hay casi calina ¿viste?, hay que caminar, dijo. Nos abrazamos y se fue.
Yo salí a la panadería a desayunar, me moría de hambre. Todo el mundo hablaba de que El Ávila había amanecido casi completamente verde, era increíble cómo se había recuperado del incendio, la gente parecía contenta. Al subir a mi casa Lucía ya me estaba llamando, para eso sí se levantaba temprano, la güevona. Decidí no contestarle y me acordé de que la segunda vez que había acabado con Javier tenía los ojos cerrados y la imaginaba a ella masturbándome. Seguramente nunca se lo diría.
No lo llamé ni le hablé cuando lo vi conectado. Al mes me escribió y cuadramos para ensayar. No pasó nada. Hoy nos vimos de nuevo y tampoco pasó nada, nos emborrachamos y volvió a hablarme del carajo que le gusta, yo volví a hablarle de María. Desde que llegó de viaje yo sentía cada vez más que quería estar solo, y sabía que ella andaba tirando con otra gente, pero por alguna razón no terminábamos. Javier se fue a su casa y me quedé pensando en que las cosas siguen igual que siempre, y que fui un pendejo en pensar que estaría en paz con toda la mierda del universo. No se puede, hay demasiada. Pero al menos en algún momento lo estuve. Y ya no entrarían las cenizas de la montaña a mi casa, eso me daba tranquilidad.
Del libro: VIII Concurso Nacional de cuentos Sacven (Sacven, 2011)
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