El amor que decepcionaría al viejo Taras Bulba, de Miguel Eduardo Gamboa Rodríguez
05/ 08/ 2018 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteEste cuento de largo título, de Miguel Eduardo Gamboa Rodríguez recibió el segundo lugar en el pasado XII Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, debido a su “alta manufactura irónica y autorreflexiva, además de su solvente mención de elementos literarios y referentes cultos con un tono irreverente que evita diestramente el discurso pedante”, de acuerdo a lo expresado por el jurado conformado por Armando José Sequera, Víctor Alarcón y Lennis Rojas.
Antes de competir para el concurso, para ver si por fin batía el miedo y me mostraba al mundo literario, convencí a Javier de que también lo hiciera. No recuerdo bien quién envió a quién el tuit; ni mucho menos recuerdo qué nos dijimos por whatsapp (sin duda una manera de comunicarse un tanto extraña para personas que viven entre libros). Lo que sí sé, lo que verdadera y tercamente sé, fue el tic tac de mi cabeza: ¿de qué carajo vas a escribir? ¿El mismo cuento sobre Lorena? ¿El mismo cuento sobre el amor? ¿La misma historia contada desde Grecia hasta Shakespeare, pasando por Ulysses y Las palmeras salvajes? ¿O serás un epígono de Onetti, Borges, Bolaño, Arguedas, Henry James? Etcétera, etcétera. Sí, etcétera, etcétera. Porque justamente ese etcétera deja de ser una interrogante, una palabra salida del tono interrogativo, para convertirse en una afirmación, en una reiteración.
Sobre mi relación con Lorena, sobre cómo perdí la inocencia con ella, sobre cómo nos asfixiamos, cómo nos atosigamos, nos extrañamos y despedazamos hay mucho que escribir. Un cuento, una novelita quizá. En ella no terminaríamos juntos. Yo sería el típico escritor, bebedor de güisqui o ron (para ser criollos en esto) que frecuentaría burdeles para encontrarla. Luego de hallarla, quizá en otro país u otra ciudad, nos acostaríamos otra vez. Ella me hablaría en otro idioma y yo le respondería en castellano. Qué carajo te pasa, ¿vamos a volver o no? Y, por supuesto, no volveríamos.
Sobre el país se escribe todos los días. Javier me dijo, entre tragos y responsabilidades laborales, que él ya tenía un par de cuentos hechos. Recuerdo que se bebió un palo de Carta Roja y se frotó la cabeza. Pero no sé, yo creo que va a ganar uno que hable sobre la situación país. Un lugar común ganará, pensé. Recordé el texto de Harry Almela, publicado en El Nacional, sobre la eternidad de los lugares comunes y sobre la forma, el fondo y las historias por narrarse. Le dije a Javier que no importaba, que aún si ganaba ese, los jurados tendrían el criterio para notar el valor de nuestros escritos.
Sobre la existencia escribiré, me dije, pero eso tampoco tiene sentido. A un hombre que no tiene una erección no le pesa la existencia, le pesa la consciencia. Y eso hay que tenerlo muy claro: no es lo mismo la existencia que la consciencia.
Quizá si me pongo sartriano (palabra que Word reconoce) nietzcheano (Word no la acepta pero la RAE sí) o kafkiano (válida en todos los terrenos, pero una pesadilla para la literatura) daré con la ficción circular. Es decir: iniciaré, relataré y terminaré. Principio, nudo y desenlace. Pero no puedo apropiarme de algo que no es mío. Puedo desollarme, desollarme con la filosofía francesa, alemana y austríaca. Pero me rendiré al deseo de ser, como dicen Los cafres, tu aire. Es decir: el aire de Lorena. Así que mejor escribiré sobre aquella noche, aquel día, aquel fatídico día en el que Javier y yo hablamos. Y estaba Mariana. Y estaba Alejandro. Y Fidel. Y mi hermano que armaba un porro cada 30 minutos. Y mis padres arrechos por el ruido. Y Leonardo utilizando mi teléfono para hablar con una de las morenas más hermosas de la historia. Pero terminaré con Lorena. Tarde o temprano ese será el desenlace. El transcurrir es esta noche. Con todos estos personajes. El inicio será cómo carajo empecé una relación con una mujer que me desolló, que me desolla aún y que me desollará como un detective salvaje hasta que dé con la victoria en este concurso, o en otro, o en otro, como lo hizo Roberto Bolaño, como lo hizo Stephen King. Lo único diferente de este relato, señores del jurado, es que solo yo sabré si esto es ficción o periodismo. Ustedes pueden pensar lo que les dé la gana.
II
A un lugar con una mesa redonda concurren todo tipo de personajes. Lo que nunca imaginé fue que allí, en ese mueble con ocho sillas de hierro forradas de gamuza, estaría Lorena. Recuerdo que llevaba Taras Bulba; que la ojeaba porque me daban mucha risa los personajes de Gógol. Y esa novelita, en particular, me hizo sentir como una especie de héroe. Un héroe que tenía una virilidad rara (pues Gógol era un maricón de novela), dispuesto a dejarse ver por un grupo de extraños. Llegué puntual al salón. Me acomodé en una esquina. Desde allí la luz del ventanal no me pegaba en los ojos, hacía su agosto con mi cabeza. No era una luz de agosto, pero sí era un calor horrible que iluminaba a Lorena, que la desdibujaba en su piel blanca, su cabello teñido de negro, su sonrisa siempre nerviosa. Para mí ya era una historia de amor. Hablaba de arte, de eventos de arte, de cómo podíamos colaborar. Ya todos en el grupo me conocían por referencia, pero no sabían quién era. No sabían que me regresé de Mérida, que no terminé la carrera en la Universidad de Los Andres (ULA) a causa del insomnio. Un insomnio pajúo (porque no hay otra forma de llamarlo) que era consecuencia de un temor a la homosexualidad. Pero ese insomnio pajúo se convirtió en mi stairway to heaven o to hell, para ser más precisos. Me aislé, trabajé como heladero, como entrenador de fútbol menor. Visité Caracas para comprar libros, libros y libros. Quería ser escritor. Empecé a salir con muchas mujeres. A muchas marqué, muchas me marcaron. Me la pasaba drogado. Iba a psicólogos. Iba a psiquiatras. Pero el temor seguía allí, latente. Era mío. Lo atesoraba: era mi excusa. Uno siempre es un cobarde. La mayoría lo es. Pero solo los verdaderos cobardes tienen excusas. En fin, me desvié. Hablaba de Lorena. Ella preguntó mi nombre. Se lo dije. Luego me dijo que contara algo sobre mí. Qué sobre mí, le dije. Algo, dijo, qué edad tienes. Se la dije. Empezaste tarde (creo que dijo, ahora no lo recuerdo). Sí, estuve un tiempo en la ULA. Ella me dijo que fue a Mérida chiquitica, que siempre quiso volver, pero nunca lo hizo. Luego preguntó por qué me regresé. Razones personales, contesté. Se ofendió como se ofenden las mujeres, con un tilín de curiosidad. Luego hablamos sobre libros. Y ella me dijo que quería Un mundo feliz, de Aldoux Huxley. Y yo le dije que lo tenía, que me había encantado (aún me apasiona el izquierdismo) y que se lo podía prestar.
Ella tenía novio. Era la historia de amor de Grecia, Dublín, Yoknapatawpha, Macondo, Santa María y Santa Teresa. En fin, un lugar común. Una esquina en la que venden perros calientes, en la que un perro cruza la calle a hora pico. Pero era mi hora pico. Su piel me disparaba. Poco a poco la conocí. Entré en su vida. Le presté el libro. No lo leyó. Le presté otro. Lo leyó. Me prestó uno. Lo leí. Poco a poco nos íbamos conociendo. Entre nosotros se fraguó un deseo incomunicable. No nos hablábamos, pero nos pensábamos continuamente. Ella no sabía que era virgen, ella no sabía que me regresé de Mérida porque temía que me gustara almidonar solitarias. Pero yo la quería almidonar a ella. Aún quiero hacerlo, pero esa es otra historia. Como Molly Bloom a su marido Leopold, ella día a día le era infiel intelectualmente a su pareja. Y él la retribuía físicamente. Ese cóctel la acercó a mí. Y yo era experto para las mujeres atrapadas, sodomizadas en la castidad y ávidas por la libertad. Yo era una especie de King Schultz en Django Desencadenado. El hombre que daba a las mujeres su libertad, como el dentista se la daba a los negros de Mississippi. Una vez una expareja me dijo: es que a ti te vemos como un escape. Al principio queremos amarte, casarnos contigo. Es como una orgía. Queremos esa orgía contigo. Pero nos damos cuenta que estás tú. Solo tú. Y de nada sirves sin la orgía, la orgía que solo tú puedes prometer. Pienso que esa mujer fue cruda, pero infalible. Esa idea de la orgía resume mis relaciones con las mujeres. Resume mi relación conmigo mismo. Resume qué es la poesía para mí, qué es la narrativa y la música: una orgía a la que asisto solo yo.
Leonardo, uno de los amigos de los que hablé al principio, me dijo tras tomarnos unas cervezas que le escribiera. Yo era el cacho de otra relación. La mujer me enviaba fotos de su ropa interior, venía a mi casa, me decía te quiero. Yo quería estar con ella, pero no me sacaba de la mente a Lorena. A ella con el piano, a ella preguntándome por el viejo Taras Bulba, a ella diciéndome que Baudelaire era un misógino, a ella discutiendo conmigo sobre si era o no lo era. La quería para mí. Tenía que ser mía. Debía ser mía. Ya era mía. En ese interín visité a mi hermano, el marihuanero que cité arriba (casualidades literarias, ¿o periodísticas?) a Buenos Aires. Pasé como 14 días sin hablar con ella. Viví incomunicado y feliz, entre el subterráneo que atraviesa la ciudad de la furia, entre la cancha de Racing de Avellaneda, el lobby del hotel y los puestos de libros usados en la Avenida Corrientes. Me traje muchos libros de filosofía: Diario de un seductor, de Kierkegaard, Temor y temblor, de Kierkegaard y Cartas de Amor a Regina Olsen, también de Kierkegaard. Compré a Maiacovski, Bukowski y a Juan Carlos Onetti.
Leí El pozo el día que regresé a Venezuela. Me quedé en un hotel junto a mis padres. Un hotel lleno de moho y humedad en el que dormí la primera siesta en años. Revisé mi teléfono: te extraño, te extraño, dijo Katherine. Quiero que vuelvas, quiero ir a tu casa, pequeño, deseó Katherine; Marce, extrañamos tus chistes. Aquí lo que hacen es hablar paja. ¡Regresa Marcelo!, dijo Gabriela; ¿Vamos a estar en el mismo grupo de psicología?, preguntó Andreina. Otros mensajes intrascendentes. Ningún mensaje nuevo de Lorena. Un solo mensaje no leído de Lorena: un mensaje que me envió la noche que partí a Argentina; un vuelo raro en el que toda la tripulación estuvo aparcada una hora en la pista; un vuelo en el que un oficial nos dijo que había un desperfecto eléctrico; un vuelo en el que otro oficial desmintió al oficial; un vuelo en el que un arribista instó a la tripulación a que se bajara del avión hasta que la aerolínea nos garantizara un viaje seguro; un vuelo en el que ni mis padres, ni mi tía, ni yo, ni el arribista nos bajamos pero estábamos bastante cagados; un vuelo en el que 4 personas se bajaron. Mientras eso ocurría yo se lo comentaba a Lorena. Y el último mensaje que me envió, antes de que arrancara y la señal la perdiera hasta volver a Venezuela, como si la comunicación del siglo XXI también dependiera de una frontera, era: tranquilo, no seas exagerado, no te va a pasar nada. Cuando regreses hablamos. Que tengas un lindo viaje. Un besito y un abrazo. Ese besito, ese abracito lo recibí en Venezuela. Y fue una excusa para escribirle.
III
Conocí su casa por su tozudez. Organizó una reunión para los miembros del grupo. Para ese momento ya jugábamos a la estrategia de Tom Cruise en Magnolia. Y yo no me iba a disculpar por lo que era. Y yo no me iba a disculpar por lo que necesitaba. Y tampoco lo haría por lo que quería. Así que jugamos a lo Benedetti. Pura táctica y estrategia. Ya su relación estaba en la hora pico y yo era ese perro, testarudo, que iba a montarse en la isla, en esa isla oceánica de acero que resguarda a los osados que cruzan las calles y avenidas de Puerto Ordaz. Otros la pretendían. Pero ya era mía. Yo lo sabía. A la noche siguiente de la reunión, le dije que le había traído algo de Buenos Aires, pero que prefería dárselo a solas. Me invitó a su casa. Esta vez fue a mí, no a los demás. Y allí le entregué dos películas de Ingrid Bergman y La balada del café triste, de Carson McCullers. Nos sentamos en unos banquitos, en el patio del conjunto residencial. Ahí le dije que me gustaba, que me gustaba mucho. Y me abrí por primera vez con alguien. Fui yo quien dio la tarjeta de invitación a la orgía, a mi orgía espiritual. Le conté todo sobre Mérida. Y ella me dijo que también había dudado de su sexualidad, que a todos nos pasaba. ¿Pero todavía lo sigues dudando? Y yo le dije que no, que me gustaban las mujeres, y que, por encima de todo, me gustaba ella. Y ella no me dijo que le gustaba pero sí cuadró una salida el viernes de esa semana. Y fuimos a jugar tenis. Y ella se vistió como Scarlett Johansson en Match Point. Y bebimos cervezas. Y nos fuimos a su casa. Jugamos dominó y abrimos una botella de vodka. Y al final de la noche quería besarla. Quería besarla. Y lo hice. Y ella sonreía porque yo estaba temblando. Y yo sonreía porque era la gloria. Porque bendito Dios, porque al tenerte yo en vida, no necesito ir al cielo tisú.
Y la relación era así. Y perdí la virginidad así. Era como un temblor, como un terremoto que despacha su ropa como despacha rocas y piedras. Se la quitaba en un juego inocente. Ella perdía una mano en el dominó y se quitaba una prenda. Yo hacía lo mismo si perdía. Y recuerdo que yo tenía poca ropa. Y ella tenía zarcillos, pulseras y muchas más cosas que quitarse. Y yo quedé desnudo rápidamente. Y ella se desnudó poco a poco, palmo a palmo, hasta que quedó completamente desnuda, hasta que quedamos completamente desnudos y nos besamos, tocamos, desanudamos, enceguecimos como si estuviéramos en eclipse, pasmados ante tanta lujuria, ante tanta espera, ante tanto empuje. Y cuando salí de su casa todavía tenía el cierre abajo. Y cuando me lo subí reí. Quise llorar, pero no podía. Nunca deseé nada en mi vida. Todo simplemente aparecía por arte de magia. Mis padres, mis libros, mis amigos, las rumbitas, los chalequeos, el rock de Led Zepellin y de Gustavo Cerati, el beat de Headhunterz y D-Block & S-te-Fan, la poesía de Éluard, de Montejo y de Roberto Juarroz, la historia que me contó Leo Huberman y las disertaciones filosóficas de Karl Marx y Gramsci. Todo eso era una aparición. Lo que yo hice con Lorena, lo que hace cualquier persona en ese lugar común de Harry Almela que es coger, que es amar, es magia al estilo de Hugh Jackman en El gran truco: pura electricidad.
Y así estuvimos varios meses. Ella y yo, centímetro a centímetro. Comprábamos libros. Los leíamos y los discutíamos. Cogíamos, cogíamos, cogíamos. Viví repetidas noches en su casa. Le hacía arepas (algo sorprendente, dado que era un vago incorregible como Jeff Lebowski) y ella me enseñó a prender un fósforo. Recuerdo que la primera vez que lo hice sentí el fuego en mi cara, el calor dentro de mi piel. Temí tanto que lancé el fósforo al fregadero. Y Lorena se reía de mí. Se cuajaba de la risa. Qué miedoso, digo yo que pensaba. Y así era con todo. Basta con tener pareja para darse cuenta de que cada cabeza es un mundo. Yo no tenía nada para ofrecer. Algún día la elocuencia y el conocimiento se me acabarían. Algún día no sería suficiente el viejo Taras Bulba y mi opinión sobre Renoir o Monet. Algún día el verdadero conocimiento, el conocimiento práctico, el que se aprende gracias a una erección de dos horas y múltiples posiciones sexuales; el que se aprende gracias a manejar una cuenta bancaria, a prender con un fósforo en mano la hornilla a gas; el conocimiento que se aprende cuando no se le tiene miedo a la vida. Algún día el verdadero conocimiento ella iba a necesitarlo. Y en ese terreno yo no podía brindarle nada. Ella guiaba a un ciego. A un ciego cuchi, a un ciego inteligente, a un ciego que puede ver, pero que se niega a ver.
Pero antes de eso cogimos. Y cogimos bien. Y lo hicimos muchas veces y pocas veces, porque cuando pasó el tiempo, no el tiempo ese de Heidegger y Proust, o el de Einstein y Faulkner, sino el verdadero tiempo, el que pasa segundo a segundo, día a día y mes a mes, nos dimos cuenta que más bien lo habíamos hecho poco. Muy poco. Bastante poco. Y yo me consideraba un pobre amante. Un amante burgués. A saber: una cama, una o dos posiciones, una felación, un cunnilingus, besitos en los pezones y un éxtasis complejo, pero mediano. Y a nadie le gusta la burguesía. Eso hay que tenerlo muy claro. Todos somos revolucionarios. Pero la burguesía es nuestro destino. Y la inconformidad revolucionaria es nuestro mantra. Y ella era revolucionaria en ese sentido, en ese sentido lleno de desaciertos de caligrafía. Mientras ella escribía una C, yo escribía una o, mientras ella escribía una G, yo escribía una e, y mientras ella insistía en una R bien mayúscula, yo creía que la R solo debía ser mayúscula. Para ella el sexo era mayestático. Así: COGER. Y el mío era así: CogeR. Mientras su aspiración era el Himalaya, la mía era pirenaica.
Por eso no me sorprendió que ella me dijera, mientras vacacionaba por Madrid, que ya no estaba segura de lo nuestro. Que todavía no había olvidado a su ex. Ella usó mi cabeza como un revolver, incendió mi conciencia con sus demonios. Y pensé en el lugar común de Harry Almela, en la canción de Cerati. Llegué tarde. Además tenía un fideo quemado, que se para cuando quiere, que se para cuando le da la gana y cuanto le da la gana. Y me di un baño cerebral, pero no estaba listo para ser amado. Y pasó el tiempo, el verdadero, y el vacío me pareció un lugar normal. Qué amo era Cerati. Así que mientras ella lloraba, yo pensaba en cómo la cagué, en cuánto la cagué. Y le dije, cobardemente, que mejor terminábamos.
IV
Ya estamos cerca del transcurrir, señores del jurado. Pero antes quiero contarles sobre aquellos dos años y medio de separación. Apenas terminé con Lorena quería desollarme. A veces miraba películas y lloraba, lloraba con Silver Linings Playbook, con Groundhog day, con El príncipe de las mareas. Nuevamente me sentí identificado con En busca del destino, aunque yo me veía más como el personaje de Ben Affleck, ya que con el de Matt Damon, salvo porque era igual de cobarde, no me parecía en nada. Era inverosímil creerme un genio. Pero la gente lo creía en serio. No solo mis padres. Mis amigos, mis colegas en el periódico, mis profesores. Parecía una de esas epidemias, una de esas pestes muy de Camus, muy de ese mundo absurdo en el que todos confían o apuestan por un personaje de mierda. Yo lo que hacía era pensar en Lorena. Pensaba en ella día y noche. Y escribía poemitas de amor, poemitas revolucionarios, contrarrevolucionarios, poemitas de los que me sentía bastante orgulloso (al principio, luego no) que utilizaban palabras de mierda como etéreo, efímero, ubicuo, ineluctable. Palabras que aprendí mientras leía el Ulysses de James Joyce, que aprendí mientras leía La Habana para un infante difunto y Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Por favor, jurado, no vayan a pensar que este es un chauvinismo pendejo. No quiero vanagloriarme de lo que leí, que, además, es mucho menos de lo que ustedes leyeron. No se rían cuando digo esto, maricones: no les estoy jalando bola. Lo que trato de decir es que Lorena me motivaba. Comencé junto a Javier y Fidel un grupo de literatura. Allí metimos a Mariana, Alejandro, García, la parchita de Jonás, la comunista Ángela y, obviamente, metimos a Lorena. La que no podía faltar, aunque ya ella me faltaba a mí y le faltaba a nuestra relación.
Al principio intenté estar con otras, se los juro. Pero ese temor, mi excusa (que a veces me provoca ignorar el adjetivo posesivo y escribir mí excusa) volvió y solo la apaciguaba su recuerdo. Entonces salí con otras mujeres, pero las quería idénticas a ella. Y, como adivinaron, no las encontraba. Pero lo más curioso de esta anécdota es que Lorena me buscaba a mí. Y evidentemente nos encontramos. Y salimos. Y volvimos a coger. Y volvimos a asfixiarnos, atosigarnos, abrigarnos. Volvimos a coger. Pero esta vez yo no era tan inocente. Y una noche lo hicimos con premura, pero con esa extensión de tiempo que habla con la memoria y no con la realidad. Y mientras la cogía pensaba en la búsqueda del tiempo perdido, en que perseguía el tiempo. Y la cogía y ella disfrutaba. Y ella se vino. Y yo me vine. Y luego nos bañamos juntos. Y me preguntó si me había acostado con otras. Y yo dudé, pero no le mentí. Y le dije que no había estado con otras mujeres, pero que sin duda hoy solo quería estar con ella. Y volvimos a ser Lorena y Marcelo, Marcelo y Lorena, casi todas las noches. Y digo casi porque mi fideo se ponía exquisito, o no se cocinaba bien, o el fuego no estaba alto, o no había gas, o el fideo estaba vencido. Y se quedaba ahí, sin ser comido. Y aunque uno diga que el sexo es puro cerebro, el sexo es puro músculo. Y el cerebro es el peor de los músculos. Y fíjense que necesitamos toda una infancia, casi todo un hito en la historia del tiempo y el conocimiento, para aprender qué nos gusta: si las letras o el deporte, si los hombres o las mujeres, si mujeres como nuestra madre, si hombres como nuestro padre, si somos unos fregadores de paciencia o si somos unos soberanos pendejos. Y se preguntarán por qué la palabra soberana. Y no quiero irme a la etimología, pero cuando pienso en soberano, en soberanía, pienso en algo muy arrecho, en algo grande, en algo hermoso como una patria, vasto como un latifundio, en algo tan inmenso como la creatividad. Y cuando digo soberanos pendejos, quiero decir que son unos pendejos creativos, unos carajos idóneos para tener un terreno en el cerebro. Y entonces el cerebro jodía mi fideo, pero a veces mi fideo le ganaba al cerebro. Y ella y yo cogíamos, pero no era suficiente.
Cuando nos volvimos a separar no pude aguantar la cursilería. Escribí en una noche 45 poemas. Luego volvimos y cometí la soberana estupidez de decirle que le escribí 45 poemas. Se los di. Ella lloró. Nos besamos. El fideo se me estaba levantando, pero ella estaba muy emocional. Yo aún tenía miedo. Mi fideo estaba dispuesto, pero mi cerebro y el de ella estaban compungidos. Entonces no lo hicimos. Hablamos esa noche. Le regalé un par de libros de José Martí, como si ese poco de estrofas, rimas y versos no fueran ya suficiente. Pero ustedes saben, señores del jurado, que lo único atemporal es la mariconada.
Lo que empezó como un preludio a una reinterpretación de Adiós nonino, terminó convirtiéndose en el interludio de Oblivion, cuando el bandoneón se oculta y le da el testigo a los violines. Y esos violines se empecinan en hacer llorar a la gente, en hacerme llorar. Y maldigo a Piazzolla. Lo maldigo, pero le agradezco porque gracias a él escribí otro capítulo. Porque cuando Lorena volvió de Madrid, con un nuevo amor, ya yo había conocido a otra. No leía a Milan Kundera, solo se leía libritos anticomunistas y sobre la filosofía de la comunicación. Le gustaba el voluntariado y pasaba sus tardes y noches viendo películas que no volvería a ver nunca más, porque no quería arruinar la emoción que sintió al verlas por primera vez. Le dije a Lorena, cuando quería regresar conmigo, que era mi chance de rehacerme. Ella me dijo que me lo merecía.
Pero tanto da el cántaro a la liebre que volvimos por una noche. Yo estaba con la princesita de películas y ella con un galán de telenovela. Ninguno de los dos sentía reciprocidad hacia el infierno, sentíamos reciprocidad hacia nuestra gloria, hacia nosotros. Y volvimos a estar juntos esa noche. Y ella me pidió, por primera vez, que me olvidara de las pastillas para dormir (que no cargaba encima) y que me durmiera a su lado. Y recuerdo que afuera también había una orgía. Una pareja tenía sexo. Un amigo lloraba por un amor no correspondido. Lloraba en ambas direcciones, de arriba para abajo y de abajo para arriba. Porque el pecho le latía al mismo ritmo que los ojos. Y lloraba con una botella de Cacique en las manos. Y nadie lo consolaba porque todo el mundo estaba pasándola bien, en intimidad. Entonces Lorena se durmió. Y yo empecé a bostezar. Cerraba los ojos, los abría. No me dormía, no podía. Y me maldije por no tener una vida normal. Pero luego la veía. Ella parecía feliz durmiendo y yo era tan infeliz despierto. La vida es un sueño, dije, aunque les confieso que nunca he ojeado a Calderón de La Barca. Si algún día los llego a conocer, señores del jurado, díganme si vale la pena leer ese lirismo puro. Porque mira que cuando ojeé la oda que le hizo Garcilaso de La Vega a Fernando de Aragón sentí una absoluta congoja. Pero Lorena dormía y yo esperaba el amanecer. Y ahí pensé mil veces en Julio Cortázar y en el mito del eterno retorno de Mircea Eliade. Y me dije que Lorena era mi mito del eterno retorno. Y entonces comprendí La insoportable levedad del ser, pero a mí no me interesaba ser ni liviano, ni pesado, sino sobrellevar mi relación con ella, con ella que yacía dormida. Lo que me interesaba es que, cuando se despertara esa madrugada a mear, me viera rendido sin pastillas. Y dijera: este es el carajo, a este lo podemos arreglar como un músculo, este minusválido sirve para algo, valida para algo, valida para mí. Pero esa noche, como dijo Onetti, el sueño no pudo recompensarme.
De todas maneras, como cualquier hiena, Lorena luchó contra la princesita de películas. Quería que la dejara, que el capítulo volviera a iniciar. Pero volver fue una tortura. Volver era el retorno de los problemas, el pasado. Nada se había olvidado. Para explicarlo se necesita una novela, un poemario y un epistolario. Pero solo tenemos estas páginas. Nadie que se reconozca como un lugar común, aunque en el fondo todos lo seamos, se soporta. Y yo no me soportaba. Y ella tampoco lo hacía. Entonces nos dejamos. Ella cogió su camino. Yo cogí el mío. Pero nos seguimos buscando, como aquel marinero japonés que entraña los tiempos de guerra, en los que se luchaba por un emperador y no por los deseos de occidente. Aquel marinero que veía al mar como su destino, como si el claro de luna lo llamara y le dijera: ven acá, marinero, no te olvides de mí, no importa qué puedas hacer, lo habitable está acá y lo inhabitable también.
V
Ahora que estamos en el transcurrir, ahora que leyeron una visión muy literaria del hecho. A saber: subjetiva, pero objetiva a la vez (solo ustedes lo entenderán). Ahora que nos acercamos al ocaso, quiero advertirles que yo no sé cómo terminará la historia. Y que el fin de este cuento bien puede ser abierto, bien puede ser periodístico. Pero es un cuento, no lo duden. O mejor dúdenlo, que incluso sería mucho mejor.
Llegamos a la conversación con Javier. Y a su opinión sobre que este concurso, por el que ambos competimos, lo ganará un cuentico al estilo novelesco de The night o Patria o muerte. Antes que nada les advierto que a mí no me interesa ese tipo de literatura, ni escribir de esa forma. Si eso es lo que buscan, pues está perfecto, ese siempre ha sido el orden del discurso. Pienso en Malraux, Pasternak, Hemingway, Orwell y Adriano González León. Pienso en esos librazos, que eran testamentos filosóficos y políticos, y entiendo porqué hay un mito tras ellos; pero que el ganador sea eso, que sea un testamento filosófico y político, que no sea una mariquera poco reflexiva sobre lo que atraviesa nuestro país. Esto que cuento, esto que me atraviesa, así como lo que atañe a Javier, también es patria, también es pueblo, también es gente, también es literatura. Y no me perturba la idea de ganar este o cualquier otro concurso. Estoy convencido de que la literatura es un desgarro. Y que la única forma de curar ese desgarro es con las manos.
Entonces está Fidel, mi hermano marihuanero, Alejandro, Leonardo, mis padres, Javier, Mariana y, obviamente, Lorena. Y es mi cumpleaños. Y Lorena me está tomando fotos. Quiere que le haga una confesión para una serie fotográfica porque la niña, además, es fotógrafa. Y lo que es peor, es una excelente fotógrafa. Y la niña además no es vanidosa. Entonces me toma miles de fotos porque cree que ninguna le sale bien. Y yo le digo que no soy madera para fotografía, que no soy lindo. Y entonces ella le dice a Leonardo que yo lo que quiero es oírla diciéndome que soy lindo. Pero ambos sabemos que no lo soy. Y ella se ríe mirando las fotos. Y le pregunto si quiere la confesión, porque ya yo la pensé, la pensé incluso antes de que me lo pidiera, porque sabía que tarde o temprano me la pediría. Y ella me dijo que no se la dijera, que a ella le gustaba que sus personajes se tomaran tiempo para reflexionar sobre su confesión, sobre qué dirían y cómo lo dirían. Que se la enviara por notas de voz, por whatsapp, por la herramienta que inició esta historia. Y yo le dije que ok, que estaba bien. Y luego mi hermano dijo que era un dragón, que él fumaba todo el día y que no se avergonzaba de ello. Y todos se rieron. Y mi hermano les dijo que quien quiera pasar a fumar al cuarto, que era libre de hacerlo. Y los más divertidos fueron rápidamente al cuarto. Pusieron a Los Pericos, Maná, Melendi y Lorena se reía con mi hermano. Se reía tiernamente, como si se burlara de lo drogado que estaba. Y yo entré y ella se vino conmigo: menos mal que viniste, tu hermano me estaba diciendo unas cosas. Y se quedaron Leonardo y Fidel en el cuarto eligiendo la música. Y afuera Alejandro y Lorena hablaban en el mueble. Y Javier y Mariana preocupados porque no tenían cómo irse a sus casas. Y yo amargado porque ningún taxi me contestaba. Y Lorena y Alejandro relajados. Y Fidel y Leonardo también. Y mi hermano se metió a mi cuarto. Y Lorena y Alejandro se pusieron a escuchar música con Leonardo y Fidel. Y aquí es que vino la conversación que describí al principio de este relato.
—¿Ya tienes listos los cuentos que me dijiste? —pregunté a Javier.
—Sí, tengo dos listos. Y estoy trabajando en un tercero. ¿Cuántas páginas tienen los tuyos?
—Coño, el que estoy escribiendo tiene como 7 páginas. Y ahora es que falta.
Javier se sentó en la mesa. Se sirvió un palo de Carta Roja y se lo bebió sin arrugar la cara.
—¿7 páginas? ¿Tú eres marico? El que leyó Mariana tiene como 5 páginas. Ella lloró y todo. Traté de que fueran sobre temas que yo conocía. Entonces hice uno, el que te dije la otra vez ¿te acuerdas?, sobre el incesto. Y por ahí le fui dando, marico. Pero todavía lo corrijo y lo edito. El otro que te comenté ya tengo otra forma de contarlo.
Y entonces yo le pregunté si le había gustado lo que le mostré. Y él me dijo que sí, que le había gustado cómo manejaba los diálogos indirectos. Y yo le dije que este tipo de diálogos era más sencillo porque hablaba el narrador y no el personaje.
—Porque cuando colocas el guion, marico, ya el lector sabe que está leyendo al personaje. Y eso le da un giro radical a la historia.
—Mmm… no sé, puede que tengas razón—me dijo Javier—. Pero, marico, al final yo creo que lo que escribí es bueno, pero seguro premiarán un cuento que hable de la situación del país.
Volvió a tomarse un palo de ron. Javier y yo somos demasiado amigos. A mí me interesa la política. A él no le interesa. Es una de las pocas personas que evade entrar en conversaciones de esa índole. A él solo le interesa la pornografía, el sexo, el jazz y la literatura. Puede hablar de cualquier cosa, incluso de política, pero solo de las cuatro anteriores habla con propiedad, dispuesto a rebatir o a dejarse convencer.
—Puede que sí, marico, puede que tengas razón. A lo mejor no ganamos esa vaina. Pero estoy convencido de que alguno de esos jurados sabrá apreciar el talento, si es que lo tenemos, y nos contactará para que participemos en un taller.
Él asintió y volvió a tomarse otro palo de ron. Cuando consiguió el taxi, cuando ya Mariana, Alejandro y él tenían cómo irse, quedamos en enviarnos lo que escribimos. Porque yo le dije que todo el mundo podía leer algo y disfrutarlo, pero solo pocas personas piensan en cómo hacer lo leído mejor. Y que nosotros dos éramos así, que podíamos perfeccionar el cuento, el relato, la crónica, lo que ustedes quieran creer, señores del jurado, hasta que quedara eficaz.
VI
En la casa quedaron Lorena, Fidel, Leonardo y yo. Tenía la botella en la mano y ellos bebían guarapita mientras sonaba Runaway, Pupilas lejanas, Tus ojos, Aire. Y luego sonó Servando y Florentino. Y Lorena me cantaba a mí las canciones, me las dirigía. Había pasado casi un año desde la última vez que estábamos así, íntimos, cómplices. Y yo medio la abrazaba, aún con temor de hacerla mía. Y ella también se sentía incómoda. Quizá estaba drogada, quizá estaba borracha. Pero cantaba para mí. Y se reía como nunca. Fidel y Leonardo nos miraban. Se reían. Pero a ella no le importaba. Y a mí mucho menos.
Le dije que me acompañara a servir unos tragos de guarapita. Se vino conmigo. En la cocina saqué los vasos, puse el hielo, saqué la botella de guarapita. Ella me veía. Yo la veía. Entonces la abracé, la besé en los cachetes. La besé en la quijada, en la frente y luego la besé en serio. Nos besamos en serio durante varios minutos. A mí me gustaba besarla así, apasionadamente, con lengua y dientes, con mordiscos y chupones. Y ella prefería un beso de labios, un beso de tentación, de mordiscos silentes, de tiempos inexistentes. Y así nos besamos un rato. Cuando paramos los vasos estaban llenos de agua. En el cuarto los muchachos seguían oyendo música. Y ella se recostó en la cama. Dijo que iba a descansar un ratico, que quería dormir una media hora para recuperarse. Pero solo yo sabía, porque ya me lo había dicho tantas veces, que esa media hora solo podía interrumpirse para una sola cosa. Y estábamos en mi casa. Y no solo estaban mis papás, sino que también estaba mi hermano. Y estaba Leonardo. Y estaba Fidel. Y tenía miedo. Y tenía excusas. Entonces no la desperté. Y poco después Fidel dijo que ya no aguantaba más, así que saqué la colchoneta y lo metí en mi cuarto. Y Leonardo me dijo lo mismo e hice lo mismo que hice con Fidel, solo que puse la colchoneta en la misma habitación en la que dormía Lorena. Y él se durmió mientras yo recogía parte del desastre. Dudé un segundo en si debía tomarme las pastillas. Quería decirle a Lorena, cuando amaneciera, que no lo había hecho. Y así ella pudiera decirse: valió la pena, él valió la pena, todo valió la pena. Pero no lo hice. Me las tomé y me acodé a su lado. La vi roncar quedamente, tiernamente. Y empecé a tocar sus brazos, su cara. Y ella dormía quedamente. Y cuando la tocaba se movía. Quería agarrarla, hacerla mía. Pero mi cerebro estaba ambivalente. Y ahora que lo pienso mi conducta es de pavor, no de valentía. Y entonces pienso en el viejo Taras Bulba. Y pienso en su hijo Andréi. Y pienso en esa guerra, pienso en Andréi cuando se escabulló para encontrar a su amada y pasarse al bando polaco. Y me embarga la melancolía porque me convencí de que en esta historia, en mi historia con Lorena, decepcioné al viejo Taras Bulba.
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