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El extraño caso del Elvis veneco

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1. Algo pasó en el baño

Aquel 16 de agosto abrí los ojos como si fuera la primera vez. No supe reconocer el sitio donde estaba.

Desperté sobre una cama destartalada, a la que se le salían algunos resortes, mal cubierta por una sábana sucia con un áspero olor a sudor rancio y a orina. Mi enorme barriga se asomaba entre los pliegues de una bata blanca de una tela cruda y ordinaria. La cama estaba en una habitación bastante humilde, que nunca antes había visto. Y donde no se suponía que yo debía estar. 

¿Cómo demonios llegué aquí? 

Apretando la mirada pude ver, clavado en la pared, un reloj que marcaba las 9:30 de la mañana. Cerré los ojos e intenté recordar lo que había pasado la noche anterior. Tantos meses de insomnio, juerga, alcohol y pastillas me habían convertido el cerebro en una pasta viscosa, un lugar sombrío y feo donde ningún recuerdo en su sano juicio iba a querer quedarse a vivir. 

La cabeza me iba a estallar. Lo peor de todo era no poder distinguir si el dolor era por la resaca, por el mal dormir o por algún golpe que podría haberme dado mientras estaba bajo la influencia de esas mezclas malditas. No podía recordar nada de la noche anterior. Nada. ¿Cómo llegué aquí? ¿De quién era esa pocilga?

Y, sobre todo: ¿por qué estaba pensando en español?

A duras penas me levanté, y aunque lo hice lentamente, todo me dio vueltas. Me senté a la orilla de la cama y respiré profundo, esperando a que el suelo dejara de moverse. Mientras lo hacía, le insistí a mi cerebro para ver si podía regalarme al menos una imagen de lo que había hecho la noche anterior. ¿Qué consumí? ¿En dónde? ¿Con quién? ¿Cómo llegué a ese cuarto? ¿Llegué solo o acompañado?

La laguna mental no era solamente de las últimas 24 horas: lo poco que recordaba de esos últimos meses venía a mi mente como la visión de un miope sin sus lentes. Todo había sido borroso e incierto en mi vida desde que me divorcié. Sabía que lo había hecho, porque sería imposible no recordar un momento como ese, de los más importantes de mi vida: sentarme en aquel escritorio y firmar aquellos papeles, que significaban el fin de una relación que me estaba volviendo loco desde hacía mucho, fue alivio. Lo que no sabía es si eso había ocurrido hacía tres meses o tres años o tres décadas. Sí recordaba que había salido del juzgado con un firme propósito para mi nueva vida de soltero: irme formalmente a la mierda. Esa fue una de las pocas cosas –sino la única– que había podido prometerme a mí mismo y luego cumplirla cabalmente.

Ponerme de pie, en aquellas condiciones, fue una proeza. Tuve que respirar profundo, para detener la taquicardia. Lo estaba logrando hasta que llegó la arcada. Conteniendo la inminencia del vómito con una mano, fui lo más rápido que pude hasta el baño: un rincón pequeño y mal iluminado, digno de aquella habitación de mierda, repleto de cajas y otros objetos, con olor a humedad y a otras cosas más. Intenté levantar la tapa de la poceta, pero la náusea fue más rápida que mi mano. Vomité todo el suelo; en medio de aquella asquerosidad, pude distinguir algunas pastillas a medio disolver.

Seguí vomitando hasta que solo salió bilis y agua. Me enjuagué la boca en el lavamanos. Al levantar la mirada, el espejo me devolvió una imagen total y completamente desconocida. No pude reprimir un grito.

Sabía que en estos últimos meses había abusado más de la cuenta, pero la verdad es que esa cara que me miraba desde el otro lado del espejo no la reconocí. No era mía. No era mía esa cara arrugada, de piel curtida y oscura, ni esos ojos que casi no podían abrirse, hinchados de tanto alcohol y de tan poco sueño, faltos de expresión y de vida. Ese rostro rollizo y taciturno era el de otra persona, no el del artista que había conquistado a todos con su voz y que había hecho suspirar con sus movimientos de cadera a las adolescentes de todo el planeta, modestia aparte. Lo único que me pareció familiar fueron las patillas canosas y el copete mal recortado. Pero hasta ahí. Ese hombre no era yo. ¡No era yo!

Hasta ahí supe de mí. No sé si me dormí, me desmayé o morí. No me pidan que les explique esa sensación: solamente sé que dejé de saber de mí.

 

  1. El día más fatídico de todos

Estás oyendo… Radio Tormento 107.7 FM, la casa del rock en Caracas.

Elvis dead today

He’s not alive today

Try not to cry today

Happy anniversary

The lifestyle took its toll

On the King of Rock ‘n’ Roll

They found him on the toilet bowl

Happy anniversary

16 de agosto de 1977. Ese día, Elvis debía comenzar un nuevo tour. Pero el destino le tenía previsto un último viaje.

I’ve been traveling over miles

Even through the valleys, too

I’ve been traveling night and day

I’ve been running all the way

Baby, trying to get to you

Radio Tormento 107.7 FM, la casa del rock en Caracas, presenta: “Leyendas del rock”, conducido por Manuel Gutiérrez. Dos minutos con la vida y obra de los exponentes más famosos del rock and roll. En el episodio de hoy te ofrecemos: “El día más fatídico de todos”.

Aquel 16 de agosto, Elvis despertó a las nueve de la mañana. Se sentó al borde de la cama. Estuvo así por un par de minutos, masajeándose las sienes con los dedos. Suspiró y volvió a pasear la mirada por su habitación. Chasqueó la lengua: se dio cuenta que tenía la boca completamente seca.

Con dificultad se alzó de la cama y fue al baño. En el camino, el movimiento agitó el cóctel de alcohol y pastillas que había consumido la noche anterior. Apenas cruzó el vano de la puerta, vomitó explosivamente en el lavamanos. Se vio al espejo. Sopesó aquel rostro demacrado mientras pasaba la mano por su pelo, que aún conservaba restos de brillantina de la noche anterior.

Let’s have a party (let’s have a party), ooh

Let’s have a party (let’s have a party)

Send him to the store

Let’s buy some more

And let’s have a party tonight

De repente, su cara se transformó por completo. Se sentó en el inodoro, llevándose las manos a las sienes; mientras cerraba con fuerza sus ojos, se desplomó al suelo del baño.

Algunas horas más tarde, aquel 16 de agosto de 1977, Ginger Alden conseguiría el cuerpo sin vida de su novio, Elvis Aaron Presley, el Rey del rock. A pesar de los esfuerzos que hicieron en el hospital, los doctores lo declararon muerto al final de aquella misma tarde desdichada.

Pero su alma aún tenía un viaje más que hacer. El viaje a la inmortalidad. Al Olimpo de las Leyendas del rock.

There will be peace in the valley for me, some day

There will be peace in the valley for me, oh Lord I pray

Mi nombre es Manuel Gutiérrez y esto fue “Leyendas del Rock”. Dos minutos con la vida y la obra de los exponentes inmortales del rock and roll. Sigue en sintonía de Radio Tormento 107.7 FM, la casa del rock en Caracas. ¡Hasta la próxima semana!

 

  1. Antonio, ¿estás bien?

No sabía si el dolor era por la resaca o porque al desmayarme me golpeé la cabeza, pero igual no importaba: no fue eso lo que me despertó, sino el hambre. ¿Pero desayuno, almuerzo o cena? ¡Ni siquiera sabía cuánto tiempo había pasado aquí, tirado en el suelo de este oscuro y sucio baño! Por lo menos el “descanso” le había devuelto un poco de dignidad a mi resaca.

Decidí bañarme. La ducha estrecha, con una sola manilla, me llamó la atención. “¿De quién será este baño? ¿Quién habrá comprado este champú tan malo? ¿A quién le habrá parecido que estaban bien estas baldosas tan feas?”, pensé, mientras luchaba por sacarle algo de espuma a ese jabón barato. El agua, helada, no ayudaba mucho. Después de un rato intentándolo, me rendí; puse la pastilla en la jabonera y dejé que el agua cayera sobre mi cabeza, lo que alivió bastante mi malestar.

Debatí por unos segundos sobre si agarrar o no esa toalla raída y sucia. Pero la otra opción era la bata, y no quería pasar algo que podía tener olor a vómito por mi cuerpo recién bañado. Sentir la toalla áspera fue horrible, aunque nada comparado con las emociones que me recorrieron al verme de nuevo al espejo.

¿De quién era esa cara?

¿Qué me había pasado?

Sabía que mi carrera ya no era la misma. No iba a engañarme. La culpa de eso era toda mía. De mis abusos, de mis excesos, de mi propia inmadurez. No supe rodearme bien: traje a mi círculo más cercano a muchos estafadores, que estaban más interesados en exprimir al máximo a la gallina de los huevos de oro que en impulsar mi carrera en la dirección correcta.

La primera víctima había sido mi cuerpo. Perdió la forma y la tonicidad que me convirtieron en “ícono sexual”. Estaba viejo, gordo y torpe. Bailar y cantar me costaba cada vez más. ¿Pero mi cara? ¿También se suponía que debía despedirme para siempre de mi cara?

“Okey, okey, Elvis. Tranquilo, tranquilo. Cierra los ojos y respira profundo. A lo mejor anoche mezclaste, el doctor te mandó por accidente dos pastillas que no debían ir juntas, a lo mejor tomé, a lo mejor alguien me ofreció alguna droga. A lo mejor todavía estoy drogado; claro, eso debe ser. Esto debe ser un mal viaje. Este asco de baño tiene que ser una alucinación. Debe quedar algo de droga en el cuerpo. Respira así, vamos, como te lo han enseñado. Uno… dos… tres… inhala… así, profundo. Uno… dos… tres… exhala, bótalo todo. Otra vez, vamos: uno… dos… tres… inhala. Ahora, exhala… vacía los pulmones. Eso. Vamos a ver ahora”.

La cara seguía ahí, mirándome desafiante. Decidí aguantarle la mirada. Es lo que se supone que deben hacer los reyes, ¿no? Ningún plebeyo debería verme a los ojos por tanto tiempo. Así que contuve el rechazo que me provocaba aquel rostro feo y detallé esas facciones con calma.

Frente a mí estaba una persona de unos 50 años. Su piel era marrón, no muy oscura, pero curtida por el sol y la intemperie. La frente –amplia, con algunas arrugas– estaba coronada por una buena mata de pelo, frondoso y grueso, de un color negro profundo, aunque salpicado por algunas canas aquí y allá, especialmente en las sienes; canas que podrían darle un poquito de majestad a esa cara si todo lo demás no reflejara tantas penurias y necesidades acumuladas.

Los ojos eran hambrientos, de un color negro casi mate, desprovistos de brillo, rodeados de ojeras. La mandíbula era fuerte, bien marcada; podría pasar hasta por imponente de no ser por unos cuantos cañones mal afeitados que podían verse en la quijada. Los labios, marrones y finos, venían acompañados de un bigote mal contorneado, habituado al tijerazo poco diestro. Era evidente que todo el cuidado y la atención en aquel rostro ordinario se lo llevaba el corte de pelo y las patillas, mantenidas con el pompadour que me había hecho famoso a lo largo de toda mi carrera.

Cuatro golpes secos en la puerta del cuarto interrumpieron aquel reconocimiento.

—Antonio, ¿estás bien?

Ajá. “Antonio”. Ya tenía un nombre. Al menos ya sabía cómo se llama el dueño de esta toalla tan zarrapastrosa.

 

De la Edición de Círculo Amarillo (2024)

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