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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

El letrero de Caurimare

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Nos invaden vagos recuerdos de paseos a pasos medidos, sobre un fondo de inquietudes escolares y amores quiméricos. Nos sentimos inundados. Es tan intensa como la lluvia de verano esa pequeña nostalgia que se insinúa, ese medio estar que vuelve, familiar; son los domingos por la noche.

Philippe Delerm, El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida.

Los domingos por la tarde, justo antes de partir, papá vaciaba dos frascos de insecticida dentro de la casa y cerraba la puerta aguantando la respiración. El inicio de aquel ritual que significaba volver a Caracas luego de un fin de semana en Río Chico, se sentía como el despertar de un largo sueño, como si comenzáramos a desperezarnos para dejar ese mundo de zancudos, manglares y tragavenados, y volver a ocupar una realidad más civilizada. Cuando miro el rostro de mi hija Cristina por el espejo retrovisor, mientras la llevo de regreso a su casa luego de nuestro fin de semana juntos, me pregunto si tendrá sensaciones parecidas, si sentirá que de alguna forma está dejando un mundo para entrar en otro. En cualquier caso, intento convencerme de que su mirada perdida por la ventana no refleja tristeza, sino que se trata de un silencioso ritual para volver a su rutina cotidiana al lado de su madre.

Las dos horas del viaje desde la casa de la playa hasta Caracas se iban volando. La pasábamos genial escuchando a los Hombres G, discutiendo estrategias sobre un tablero de Ludo magnético y devorándonos unas roscas durísimas y apenas dulces que vendían en La encrucijada. En cambio, los 15 minutos que me tomaba llevar a Cristina desde Caurimare a su casa en la avenida Baralt se volvían eternos. Se imponía un silencio incómodo y la sensación de culpa por el divorcio hacía su mejor intento por aplastarme. A veces ponía nuestra canción, “Sweet child o mine”, y se animaba a cantar conmigo. El aire se aligeraba por un rato, pero cuando nos íbamos acercando a su edificio el ceño se le fruncía, apoyaba la cabeza contra la ventana y evitaba cualquier intercambio conmigo; al menos hasta el último segundo: “¡Papi, me quiero quedar a bailar contigo!”, me estuvo diciendo durante casi un año cada vez que Natalia, su mamá, abría la puerta del edificio. “Hoy no se puede, mi Cris, mañana tienes escuela y…”.

A fin de cuentas, poco había que comparar entre ambos momentos. Cuando tenía la edad de Cristina, llegaba a casa durmiendo y mi única preocupación era que quedara algo de sol para jugar con mis amigos de la calle. El edificio donde vive mi hija tiene una amplia puerta de vidrio y suelo quedarme estacionado viéndola caminar por el pasillo hasta que toma el ascensor. Su paso apesadumbrado nada tiene que ver con mi emoción cuando, luego de dos horas de viaje, salíamos de la autopista y podía ver el letrero de Caurimare. ¿De quién me despedía cuando mi papá se bajaba del carro para cerrar la reja del estacionamiento de la casa de la playa? Tal vez de algunos cangrejos que asomaban tímidamente la cabeza desde sus madrigueras, o de Macagua, el jardinero que en ocasiones nos visitaba con la excusa de hacer algún trabajo en el terreno, cuando lo que realmente le interesaba era hablar de béisbol con mi papá mientras se tomaban unas cervezas. Cristina tenía que dejarme y conformarse con no verme hasta dos fines de semana después, y no había forma de que no lo asimilara como una situación terriblemente injusta de la que era en parte responsable. Supongo que cuando Cristina se haga mayor tendré la valentía de preguntarle qué sentía cada domingo cuando la llevaba de vuelta a su casa.

Mi ritual de los domingos con mi hija era un tanto más particular que aquella rutina de la casa de la playa. Comenzaba con el ajetreo de las tardes, cuando afinábamos su tarea, le desenredaba el cabello tras bañarla o le permitía ver, después de innumerables ruegos, un episodio más de sus sirenas de Netflix. La parte crítica de mi proceso daba comienzo justo después de dejarla, cuando una repentina urgencia por estirar las piernas atentaba contra mi capacidad de manejar, y que solo veía aliviada si repasaba los motivos del divorcio haciendo un recreación mental de algo parecido a un ranking con las escenas más terribles de las que Cristina tuvo que ser testigo. Era para mí tan necesario reproducir esos momentos y enunciar cada detalle minuciosamente antes de volver a casa, que los primeros fines de semana tuve que recorrer la Cota Mil de ida y vuelta varias veces hasta sentirme satisfecho. El tiempo y la ayuda de algún récipe me han permitido ordenar un poco estos recuerdos y lograr que entorpezcan mi cotidianidad lo menos posible. De un tiempo para acá, había logrado reproducir con éxito al menos el “top 5” de los momentos más desastrosos de mi fallido matrimonio justo antes de ingresar a la Cota Mil de regreso a casa. Ocasionalmente se me escapaba algún detalle y necesitaba repasarlos, como si reprobara una prueba que demandara la íntegra memorización de un libreto cinematográfico.

Quizá mi necesidad de un ritual que de alguna forma me exculpara, provenga del pensamiento recurrente que sostiene que mi separación pudo haber sido un error. Desde el día que me fui de casa las cosas han ido tan mal en tantos ámbitos de mi vida, que en ocasiones me cuesta categorizar y clasificar mis problemas. A veces concluyo que la falta de dinero engloba la mayoría de ellos, aunque desde hace tiempo tengo claro que, aún teniendo una fortuna que me permitiera instalarme en una burbuja de privilegios, era imposible revivir pequeños placeres como montar bicicleta por las calles de tierra de Río Chico o deslizarnos con las patinetas por la Río de Janeiro. Tampoco podíamos volver a las tardes que pasaba con mi hermano y mis primos en nuestro escondite favorito, esa pequeña explanada detrás de las inmensas letras blancas del letrero de Caurimare, donde nos maquillábamos como zombis con los colores de acuarela de mamá y nos alternábamos el walkman para imitar los pasos del “Thriller” de Michael Jackson. Más que nostalgia, una pugna entre rabia y tristeza por todo aquello que no puedo disfrutar con Cristina acostumbra batallar en mi cabeza. En definitiva, como mi divorcio coincidió con el inicio de la peor de las crisis en este país, no puedo evitar sentir que de alguna forma toda la hecatombe está asociada a mi decisión de irme de casa.

Cuando un hombre de mediana edad se divorcia, puede pasar que súbitamente se encuentre en una situación económica desesperada, porque, para empezar, en la mayoría de los casos se encontrará sin vivienda y le corresponderá pasar una manutención. Si ocurre en esta versión del país, las cosas pueden ir estrepitosamente peor. Mi sueldo como profesor universitario no significaba demasiado cinco años atrás, pero podía subsistir sin mayores contratiempos; por estos días, la quincena apenas me alcanza para un cartón de huevos, papel sanitario y algunas verduras. Pero el peor de los escenarios es el de la vivienda, cuando alquilar un apartamento debería ser algo absolutamente corriente para un profesional cercano a los cincuenta años. Sin embargo, se trata de una aspiración más cercana a una utopía, un lujo al que apenas tienen acceso quienes perciben dólares y tienen la suerte de hallar a un propietario dispuesto a correr el riesgo de que su vivienda sea tomada. Así que me tocó violar una ley de vida: no regreses a vivir con tus padres. Volver a comer diariamente con ellos, compartir los espacios comunes, dormir en el cuarto de mi adolescencia, no ha resultado un proceso sencillo. Aunque, debo admitir, al principio fue bueno saborear la sazón de mamá diariamente, sentirme arropado por su afecto en el tiempo más duro e incluso el poder reencontrarme con algunos amigos de la calle “F”. El paso del tiempo, no obstante, me trajo una inevitable sensación de inconformidad, un hartazgo que no hacía más que crecer y que provocaba airadas discusiones por detalles minúsculos. Incluso algunos fines de semana con Cristina se hacían trabajosos y problemáticos, con desencuentros constantes provocados por los consejos de mis padres, seguramente muy bien intencionados, pero que siempre consideraba inoportunos.

Los lunes, luego del domingo que llevaba a Cristina de vuelta a su casa, operaba en mí un reseteo involuntario. La casa se hacía silenciosa, dando paso a una incertidumbre que parecía tomar cuerpo mientras la idea de emigrar, que Cristina tenía la habilidad de ahuyentar en un instante, se incrementaba con el paso de cada día laboral. El lunes llegué tarde a mi clase de “Teorías de la comunicación” por tener que escuchar la verborrea política de Fabiana, una especie de alguacil que se encarga de repartir cajas CLAP a quienes tilda cariñosamente como sus “vecinos progre” de El Cafetal. El laborioso proceso de romper la caja con los rostros de Chávez y Maduro para subir los alimentos en bolsas, y no ser visto por algún vecino, también me robó valiosos minutos. El martes, fue el día de tragar lacrimógenas en Plaza Venezuela y de refugiarme en La Previsora; el miércoles, normal, un apagón de 20 minutos me retuvo entre las estaciones del Metro de Chacaíto y Sabana Grande; el jueves, pues… el jueves por la mañana seguí el consejo de un compañero de la facultad y terminé haciendo algo que luego me mantuvo despierto toda la noche. No pude evitar convertir la experiencia en un texto que al día siguiente leí a mis estudiantes:

 

Hemos empacado pasta turca, lentejas etíopes y leche en polvo mexicana. Nuestra aventura nos remonta a exóticas narraciones ambientadas en el siglo XIX, cuando algunos comerciantes europeos viajaban a Japón en busca de gusanos de seda. Pero el nuestro es un viaje que apenas comprende los riesgos corrientes de recorrer el centro de una de las capitales más violentas del mundo, y su circunstancia más estrambótica es la de un vecino de Caurimare que ha acumulado productos de las cajas CLAP y que por necesidad ha decidido retomar una práctica más propia del período neolítico. Nos hacemos de la ropa más deteriorada que encontramos y pasamos llave con la esperanza de alcanzar acuerdos provechosos. Madrugar es importante y tomamos el ascensor cuando aún es de noche. Cargamos el pesado bolso en el asiento de atrás y dejamos el estacionamiento, no sin antes bajar la ventana para intentar aspirar el aroma de las cayenas escarlatas que pueblan el jardín de las residencias.

Luego de ver unos niños cargando el morral que entrega el Ministerio de Educación y de imaginar jugosas comisiones para aquellos que supieron hacerlo bien, no podemos evitar pensar en Cristina y preguntarnos si a esa hora ya estará rumbo a su escuela. Nos recorre una añeja sensación de culpa que enseguida se disipa cuando nos repetimos que este fin de semana podremos estar con ella y que, en definitiva, es solo por ella que permanecemos en este país. Pronto dejamos Caurimare y nos incorporamos a una autopista casi vacía. Pasar frente a la inmensa circunferencia azul de la valla de crema Nívea que está ahí desde los años ochenta, nos remonta a las visitas a casa de la abuela en El Paraíso, cuando Caracas era otra cosa.

Estacionamos en la calle y nos encomendamos a todos los ángeles que se supone velan por nosotros. Sin embargo, no olvidamos ponerle al volante el candado que papá soldó a una pesada barra de hierro y que solía llamar, con su tono grave y semblante afectado, “el amansa guapos”. Dejamos los lentes de pasta en la guantera (concluimos que nos hacen lucir vulnerables) y salimos a pie hacia las afueras del mercado de Quinta Crespo, con un rostro que intenta expresar naturalidad y fastidio para ocultar el miedo que nos atraviesa. Apenas cruzamos el puente sobre la pestilente quebrada Caroata, encontramos la primera venta de alimentos:

  • No, mijo, trueques nada; ¡efectivo o dólares!

Nos hemos apresurado a preguntar porque vimos que ofrecían harina de trigo, aceite y azúcar, pero únicamente obtuvimos una vergonzante respuesta que de inmediato nos hace transpirar. Seguimos caminando y enseguida leemos el primer puesto que ha levantado la señal que esperábamos: Se hacen trueques. Tres kilos por un aceite, dos kilos por una harina o por una azúcar. Intentamos hacernos los indignados, pero no funciona. Hemos traído productos que no nos han costado nada y los buhoneros de Quinta Crespo, tan hábiles como el más milenario de los comerciantes japoneses de gusanos de seda, lo saben mejor que nadie. El precio de la rendición que significa cargar una caja de alimentos con el rostro sonriente de Nicolás Maduro estampado a un costado, es un argumento que no nos permitirá obtener un mejor trato.

Cristina estará con nosotros el fin de semana y podremos hornearle galletas; poco más importa. Este pensamiento se deja proyectar sobre la inmensa circunferencia azul de la valla de crema Nívea mientras manejamos por la autopista, exultantes y victoriosos, de vuelta a casa.

 

Hubo silencio. De esos silencios que parecen buenos, como si algo excepcional acabara de ocurrir y nadie se atreviera a pronunciar alguna palabra que rompiera el encantamiento. Al menos era eso lo que necesitaba creer, que de alguna forma era capaz de generar encantamiento, algunos minutos de reflexión auténtica. “¿En serio le dan CLAP, profe?”, fue la primera intervención, que rompió el hielo, provocó algunas carcajadas y abrió un debate sobre los prejuicios. Me hablaron sobre la cuenta de tuiter “República Caurimarera de Sifrizuela”, un influencer que, con más de diez mil seguidores, se mofa de las costumbres y modos sifrinos de los caraqueños.

— La he visto y déjenme decirles que no es algo nuevo, muchachos. En los ochenta, cuando yo era un chamito, había un grupo que se llamaba Medio Evo, que lanzó la canción “La sin par de Caurimare”, que iba con el mismo tonito burlón. Más que un estigma, es una tontería, pero que está en el imaginario colectivo. Pudiera nombrarles como setenta y cuatro zonas de Caracas con gente con más plata… Bueno, si es que alguien tiene plata en alguna parte. Como seguro notaron, mi texto es un guiño a El primer trago de cerveza…, la cosa es que uno debería hacer como Delerm y escribir sobre lo que uno conoce, y si a uno le tocó vivir toda la vida en la calle “F” de Caurimare, pues…

— Profesor, pero no estoy de acuerdo… –me interrumpió un alumno-. Porque, si se pone a ver, Hemingway como que buscó vivir todas esas aventuras, con todas esas penurias y tal, para tener vainas interesantes que contar, ¿no? Entonces, lo del CLAP y Caurimare a mí como que no me cuadra, suena como… forzado. Además que allá todo el mundo es opositor. Yo soy de Alta Vista, y bueno, allá todo el mundo es opositor que también, pero ese no es el punto; la cosa es que allá es de lo más normal recibir la caja CLAP. Es como que le llegue a un edificio de la “Misión vivienda”; normal. En el Cafetal no hay “Misión vivienda”, ¡menos en Caurimare! No sé si me entiende…

Bien sabía que escribir un texto autobiográfico conllevaba riesgos, pero cuando juzgan tu propia vida como un asunto inverosímil, entonces se te puede volver un problema. Aunque quizá el riesgo estaba en una recién inaugurada fragilidad que me hacía sentir inseguro por cualquier cosa. Mi relato sobre el trueque me motivó a pedirle a mis alumnos textos similares sobre sus experiencias cotidianas, sus “pequeños placeres”, si es que así podían llamarse. Salí de clases con la pesadumbre que me provocaba vislumbrar un nuevo fin de semana sin Cristina. Mientras caminaba, la sensación de pesadez se fue incrementando tanto, que creía que dos largos brazos se habían extendido desde el centro de la Tierra con el único propósito de tomarme por los pies y hacerme desaparecer entre los adoquines. Avancé como pude hasta una farmacia, tanteándome los bolsillos en busca del récipe e intentando hacerme cargo de mis propios pasos para no caer. Los precios de los medicamentos me hicieron salir con las manos vacías. “¡Señor, su récipe!”, alcancé a escuchar a mis espaldas, pero la vergüenza me hizo responder, sin apenas voltearme, un tímido “está bien así”.

Los lunes, mamá regresa a mitad de mañana, luego de su recorrido por los supermercados, y no para de quejarse de los precios; los martes, papá intenta salir a caminar, pero enseguida vuelve a casa despotricando sobre la gente que revuelve la basura y se instala a tuitear sobre la indigencia y la suciedad en la avenida; para el segundo miércoles antes de mi fin de semana con Cristina, suelo estar convencido de que emigrar es una decisión que no puedo seguir aplazando. Las noches se me pasan viendo en Youtube videos timelapse de Barcelona, Madrid y Roma, reportajes sobre noches de tapas en Navarra, catas de vino en Jerez de la Frontera o conciertos de los Rolling Stones en Los Ángeles, con el letrero de Hollywood al fondo. Cuando dejo la fantasía a un lado, dedico mis horas de desvelo a completar un listado sobre los sueldos de profesores en cualquier país del mundo. En algún momento, me digo a mí mismo, escribiré un artículo con todos esos datos, pero nunca lo hago. Añado países, tomo notas a pie de página sobre beneficios y prestaciones, actualizo cualquier variante; abro mi cuenta bancaria y juego a que la punta de mi dedo índice es una gota que se desprende y presiona pertinazmente la la tecla “F5”, a la espera de que algo pase.

El viernes, en “Periodismo narrativo”, los alumnos leyeron la asignación sobre sus “pequeños placeres”. Para mí sorpresa, algunos de los primeros textos fueron más fieles a Delerm que al sarcasmo de mi crónica sobre el trueque. Me fue evidente que algunos, en sus descripciones de meriendas con helados de obscenos topes de brownie, donas glaseadas y lagos de Nutella, vivían a salvo de las privaciones propias de este tiempo. No tardaron en aparecer, sin embargo, relatos sobre los apagones y sus inesperadas consecuencias, las manifestaciones cotidianas y los cortes de calle, y las innumerables penurias que conlleva trasladarse en transporte público a través de la ciudad. Ocuparon mi mayor atención tres textos: el relato de una alumna que confesó su obsesión por escanear con la mirada las bolsas de las personas que salían de los supermercados, en busca de los productos que alguna vez escasearon y que hoy simplemente escapan de las posibilidades de la mayoría; la historia del recorrido por un centro comercial dedicado a celulares y tecnología, cuyos vendedores publicitaban los precios exclusivamente en dólares; y el más curioso, un estudiante que narró el viaje que hizo en Metro desde Plaza Venezuela a Gato Negro en un vagón que le faltaba una puerta. Luego de reabrir el debate sobre la verosimilitud, la mayoría no quiso creerme cuando les conté que entre las salidas favoritas con mi papá los fines de semana que no íbamos a Río Chico, estaba aquella que consistía en simplemente viajar en Metro de Palo Verde a Propatria.

Cuando busqué a Cristina en la escuela y le conté sobre mis viajes en Metro con su abuelo, no me hizo mucho caso. Conmigo se había montado solo una vez y no paró de quejarse de los malos olores y de un perro callejero que se empeñó en seguirla hasta que abordamos el vagón. Ese fin de semana quise alejarme un poco de Caracas y aproveché que tenía algo de dinero para bajar a la playa. De subida, mientras la miraba por el retrovisor, tostada por el sol y rendida de sueño, luego de abalanzarse una y otra vez contra el mar Caribe, la insistente idea de emigrar parecía desvanecerse. Pero apenas la regresaba a su casa, volvía el agobio y la cada vez más apremiante necesidad de volver sobre mis pasos para reafirmar la más dura de las decisiones. Me preguntaba si el haber llegado a ese punto, si mi resignación al permanecer en Caracas a pesar de todo… si mi vida, tenía algo de verosímil. Cargué con la incertidumbre por varios recorridos a la Cota Mil hasta que supe que debía retornar a casa de inmediato, porque la urgencia de estirar las piernas me había hecho acelerar involuntariamente en al menos dos ocasiones en las que estuve a punto de estrellarme. Luego de estacionar, supe que empeoraría si antes de subir al apartamento no lograba al menos una tregua con mis pensamientos.

Uno de esos raros domingos de mi infancia que pasamos lejos de la casa de la playa, aprovechamos que cerraron la Río de Janeiro y rodamos una y otra vez por las pendientes sentados en nuestras patinetas. Papá bajó luego del almuerzo y nos contemplaba en silencio mientras fumaba. Mi hermano Alberto se quejaba de una rueda que siempre se trancaba y que papá había intentado reparar varias veces. Recuerdo que mi viejo sacó una pequeña navaja del bolsillo y comenzó a jurungarla, pero hizo un movimiento en falso y se cortó un dedo. Nunca olvidaré el vuelo que hizo la patineta contra el azul de la tarde y el sonido que hizo cuando cayó al Guaire. Alberto salió corriendo intentando contener el llanto y enseguida supe que había ido a refugiarse a ese lugar donde íbamos a fumar los cigarros que le robábamos a papá, donde hablábamos por horas sobre el Big Bang, discutíamos teorías conspirativas sobre extraterrestres o simplemente repasábamos el último capítulo de Mazinger Z: el letrero de Caurimare. Cuando me bajé del carro esa tarde de domingo, no tenía dudas de que yo también encontraría alivio en aquel lugar que no visitaba desde hacía tres décadas.

Se supone que de adultos percibimos más reducidas las dimensiones de los lugares que recorrimos cuando niños, pero el muro para acceder al camino que lleva al letrero de Caurimare se me presentó como un obstáculo casi imposible de superar. Tampoco ayudaba la incertidumbre de no saber qué encontraría al otro lado ni la certeza de que pronto anochecería. Lo primero que me sorprendió al soltarme desde lo alto fue una caída más larga de lo que creía recordar. Enseguida comprendí que sin ayuda no podría subir el muro desde ese lado y que cualquier explicación sobre mi presencia en ese lugar resultaría tan inverosímil como comenzaba a parecerme el conjunto de mi vida. Una extraña sensación de que realmente no había brincado el muro y que seguía del otro lado, hizo su intento por perturbarme, pero la necesidad de reproducir los motivos de mi divorcio no pudo contenerse más y enseguida me concentré en mi ex mujer, a quien veía sentada de cuclillas cayéndole a martillazos al decodificador de la tele, aún encendido, y juro que pude ver las chispas que estallaban y se apagaban contra el monte y los árboles; podía observar el vuelo de cada uno de los libros que me arrojó y que tuve que esquivar con Cristina en mis brazos; veía con nitidez la entrada de la luz por la ventana de la sala la tarde que amagó con clavarme un bolígrafo en el cuello y que decidí largarme para siempre.

Si bien me congratulaba por haber logrado una nítida reproducción de recuerdos carente de omisiones, me seguía dominando la urgencia de estirar al máximo todas las extremidades, y miraba el muro preguntándome nuevamente si lo había superado o si, por el contrario y pese a mí mismo, permanecía del otro lado. Los pies se me hicieron pesados, como si estuvieran determinados a hundirse en la maleza y llevarme por completo. El viento me trajo un olor a monte quemado que me hizo evocar las fogatas a la orilla de los canales de Río Chico, los cruzados a leña que cocinaba mi tío Abraham cuando volvíamos de la playa con tobos repletos de guacucos, y las parrillas que mi papá hacía por las noches, justo cuando los zancudos emprendían su retirada y algunos murciélagos se desplomaban desde el tejado y cruzaban el fuego. Seguí el rastro del humo y la fogata que de pronto tuve enfrente era de basura, y sus llamas chamuscaban el reverso de la letra “C” de Caurimare. Lo único que pensé en ese instante fue que se trataba de la primera vez que veía adultos en ese lugar. Se incorporaron al verme como si un extraño animal hubiese salido de entre la maleza. Sin mediar palabra y con movimientos tan armónicos que parecían ensayados, me rodearon sigilosamente, como una manada que espera el momento justo para acometer a su presa.

 

Ganador del primer concurso de cuentos de la Fundación En Plural 2019

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