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Para entrar en el reino de la muerte avancé por el pórtico de bronce que interrumpía las murallas siniestras. Sobre ellas descansaba perpetuamente la sombra como un monstruo vigilante. Extendíase dentro del recinto un espacio temeroso y oscuro, e imperaba un frío glacial que venía de muy lejos. Era el suelo bajo mis pies como una torpe alfombra, y sobre él avanzaba lentamente suspendido por alas invisibles. El pasmo de la eternidad se revelaba en augusto silencio, comparable a la calma que rodea el concierto de los astros distantes. Con él crecía el misterio en aquella región indefinida, donde ningún contorno rompía la opaca vaguedad. El espectáculo igual de la sombra invariable perpetuaba en mí el estupor del sueño de la muerte. Había invadido voluntariamente el mundo que comienza en el sepulcro, para ahogar en su seno, como en un mar de olvido, mi lastimado espíritu. Allí detenía el tiempo su reloj y sucumbía la forma en el color funeral. Surgía de oculto abismo la oscuridad, con el sigilo de una marea tarda y sin rumor, y me arrastraba y tenía a su merced como una voluptuosa deidad. Cautivo de su hechizo letal, erré gran espacio a la ventura, obstinado en la peregrinación extraña y lúgubre. Pero al sentir tras de mí el clamor de la vida, como el de una novia abandonada y amante, volví sobre mis pasos.
De La torre de timón (Litografía y Tipografía Vargas, 1925)