Falke, de Federico Vegas

19/ 03/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente

Lunes, 29 de julio

Cuesta saber qué día es. En este mar, el lunes tiene su buena dosis de domingo, ningún día es sábado y no existen los viernes en la noche.

 

Ha ocurrido algo terrible. Lo veía venir. Hay cosas que uno no quiere aceptar y las tiene en las narices. Todo empezó esta mañana temprano, cuando vi a Delgado caminando por la popa. Hablaba solo y parecía maldecir. Fue la primera vez que con absoluta frialdad me pregunté sobre el estado mental de nuestro jefe. Ahora sé con certeza que está poseído por algo que no logra dominar.

Pasé el resto del día preocupado, con extraños presentimientos. En la tarde sólo escribí dos líneas. Estuve pegado a un libro que me prestó Armando, el Emilio, de Rousseau. Comencé a leerlo para repasar mi francés y se ha convertido en el mejor libro que he leído en mi vida.

Después de la cena no hubo tertulia. Había un ambiente pesado, hosco; nuestra pequeña humanidad flotante había perdido la armonía. Tarde en la noche me di una vuelta por el barco y me encontré a Juan, con una de sus hambrientas mejorías. Fuimos a robarnos algo de comer en la cocina y nos quedamos hablando de medicina en la cubierta. Agarramos una vertiente demasiado extensa cuando comenzamos a discutir sobre nuestros proyectos en la nueva Venezuela. Hablamos a toda máquina, hasta que vimos la hora y decidimos parar la cosa.

Me despedí de Juan y caminé al camarote para hacer mi guardia al lado de Egea Meier. Llegando sentí la voz de Delgado. Hablaba en un tono lento y ceremonioso. Traté de escuchar. Su voz era como una oración que se repetía una y otra vez. Decidí subir al techo y colgarme hasta asomarme por la ventanilla del camarote.

Pocaterra, Pimentel, Delgado y Armando, estaban sentados alrededor de una pequeña mesa bajo la luz de una vela. Tenían los ojos cerrados, lo que me permitió observarlos sin mucho riesgo. Aquello era sin duda una ridícula sesión de espiritismo.

Colgado de una guaya y con el viento empeñado en arrancarme la camisa, no lograba sentir ningún sentimiento hostil hacia aquella bufonada. La escena hasta me pareció predecible y atravesé por uno de esos ensamblajes de ideas que terminan en el clásico «¿Cómo no me di cuenta antes?», del que se desprende que uno es el desubicado, el ignorante.
Me cuesta digerir que Armando esté metido en algo tan distinto a los valores de nuestra generación. Tengo que hablar con mi amigo sobre este asunto. Mejor lo haré en tierra, después de nuestro bautizo de fuego. Con sólo escribir estas líneas, sin haber conversado antes con él y escuchado sus razones, ya siento que lo he traicionado.

Aquí en el barco, sustraídos de las rutinas y los ciclos de la tierra, los amigos tienden a observarse con excesivo detenimiento. Uno piensa mucho más de lo que ve y escucha, y así sobrepasa la comprensión natural de su prójimo y avanza por entre vastos territorios desconocidos. En el Falke no hay más nadie que nosotros, no hay términos de comparación ni referencias. Las figuras están separadas del mundo, recortadas contra el mar, y así es muy peligroso juzgar.

Para no apresurar mis conclusiones y tratar de entender al amigo con justicia, debo tener presente que Armando ha estado más unido a las catástrofes del espíritu que cualquiera de nosotros. Tiene mucho de príncipe, pero con la carga de tragedias que suelen sufrir y disfrutar estos personajes.

Armando nació en 1905, en una de las mansiones más hermosas de El Paraíso. Su familia había vivido en una casa en el centro de la ciudad con un jardín muy grande, pero después del terremoto de 1900 los caraqueños quedaron obsesionados con los temblores. En la casa de Ibarras a Maturín, Josefina Blanco de Zuloaga, la madre de Armando, mandó fabricar un tinglado en el patio del fondo y allí se pasó un año viviendo alejada de tapias y tejas.

Por eso fue que se mudaron al sur del Guaire. La casa nueva de El Paraíso era de madera y tenía un diseño especial contra terremotos. Una noche que la familia estaba temperando en Los Teques cayó un rayo y la casa se incendió. Todo se quemó, desde las perlas de su madre hasta el perro de Armando.

Antes del incendio, su hermana María Cristina había muerto de peritonitis. Trataron de salvarla operándola de urgencia en el comedor de la casa. Cinco años después moría su hermano mayor de fiebre reumática. Para entonces, Josefina Blanco sabía cómo afrontar las tragedias. Se había pasado un año encerrada por la muerte de su hija y ya había llorado bastante.

Josefina es una mujer de bello rostro y grata voz. Sabe elegir bien los momentos en que va a hablar. Le da gran importancia a la conversación y a cada palabra le otorga una apasionada seriedad. En las noches les leía a sus hijos libros de aventura. Una vez, leyendo Miguel Strogoff, vieron juntos el amanecer. Eso es algo que Armando nunca olvida y lo cuenta con orgullo.

La mayor influencia de Armando ha sido la de su abuelo, Eduardo Blanco. Si a nosotros nos marcó para siempre Venezuela heroica, cómo habrá sido escuchar aquellos mismos relatos sentado en las piernas del hombre que los escribió. Para Armando debe ser un peso enorme cargar con tanto heroísmo. Un amigo le dijo una vez que Eduardo Blanco exageraba; Armando le contestó:

—Te creo… tú te llena con muy poco.

Armando quisiera ser sencillo, accesible, mas a veces lo domina su propia elegancia con excesos que me desagradaba. Lo conocí en el Liceo Caracas. Me lleva tres años pero nos unió el interés por la literatura. Es de una gran generosidad. Al tonto lo escucha con paciencia, al desadaptado lo trata con afecto, a las feas las saca a bailar, escucha el poema escrito por un amigo y le pregunta con asombro: «¿quién lo escribió?», que es una manera de elogiar sin mentir. Siempre ha tenido amigos que lo veneran por su fino estilo y por sus ocurrencias. En las tardes, el gran programa era verlo practicar esgrima en la azotea de su casa, mientras escuchábamos discos de Gardel. Allí inventó Armando su estocada de cambalache.

Sólo nos separa su obsesión por los títulos y la heráldica. Escribir sus cuentos en una mesa que era del Marqués del Toro le parece inspirador. Hasta donde sé de literatura, esas influencias nobiliarias y mobiliarias poco ayudan al verbo.

Con esta breve biografía quiero explicar que yo creía conocer a Armando, hasta esta noche. Todo este resumen que hago de las tragedias de su familia es para justificarlo. Con dos hermanos que se fueron antes de tiempo se entiende que hubiesen tantos espíritus merodeando por su casa.

En Caracas había un cuento de que una gitana le había dicho en París que se iba a morir antes de cumplir los veinticuatro. Jamás hemos hablado de esa mamarrachada. Yo sostenía —y más de una vez defendí el punto a trompadas— que Armando detestaba todo lo que tenía que ver con esas ridículas supersticiones; ahora asumo que las detesta porque lo persiguen y porque no ha podido quitárselas de encima. El misterio y lo sobrenatural son un tema constante en sus cuentos. Pensaba que para Armando esas supersticiones eran pura literatura; anoche descubrí que se las toma en serio.

Falke (Jorale Ediciones, 2004)

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